Capítulo 23

Transcurrieron cuatro días en los que no tuvieron demasiado tiempo para dormir o conversar, y toda la atención se centró en el espectáculo que se desarrollaba al otro lado de las murallas de Orak. El grupo principal de Alur Meriki había llegado durante la tarde del segundo día después del ataque. Habían pasado el resto de la jornada estableciendo un campamento semipermanente. Cientos de mujeres y niños llenaron las colinas, mirando con curiosidad Orak y a su muralla. Los pobladores, igualmente intrigados, observaban a sus contrincantes, de forma que Eskkar pronto tuvo que despejar una parte de la muralla para que los curiosos pudieran contemplar el campamento bárbaro sin molestar a los soldados.

Eskkar, al igual que el resto, se quedó impresionado ante la construcción de aquel poblado itinerante que crecía día a día. La mayor parte del campamento permanecía oculto por las pequeñas colinas, a unos tres kilómetros de Orak, pero sabía que una gran zona despejada lo dividiría en dos. Los guerreros pondrían sus tiendas, forjas, rediles para los caballos y todo lo necesario para la batalla en el lado más cercano a Orak, mientras que las familias, sus carros, rebaños y animales se establecerían al otro lado. A lo lejos, el capitán pudo ver a los pastores atendiendo los rebaños de ovejas y cabras que les proporcionaban leche, queso, carne y cuero. Los más de dos mil caballos pastaban cerca del río, en tres grupos separados.

Los escribas de Nicar intentaron calcular la cantidad de Alur Meriki. Les llevó casi un día completo, después de muchas discusiones y argumentaciones, ponerse de acuerdo. Al final estimaron que habría más de cinco mil setecientos bárbaros. Nicar sacudió la cabeza, azorado, ante semejante número mientras Eskkar lanzaba una maldición.

Al cuarto día Eskkar invitó a Trella a la torre. Estuvieron allí sentados durante casi toda la jornada, mientras él le explicaba las costumbres de los Alur Meriki y cómo funcionaba todo en beneficio del clan. El humo de cientos de hogueras se elevaba al cielo y el olor a excremento de animales quemado, mezclado con la leña, llegaba hasta ellos cada vez que el viento soplaba en dirección al poblado. Vieron a grupos de esclavos trabajar bajo el látigo de sus amos para construir escalas y palos de escalar. Otro grupo estaba ocupado construyendo un ariete, usando el tronco de un árbol arrastrado por los caballos. Los carros llegaban y salían con madera que sería utilizada para construir escudos para los arqueros.

—Hay muchísima gente, Eskkar, pero la mayoría son mujeres, niños y esclavos —dijo Trella—. Y los caballos. Debe de haber más de mil. ¿Qué van a comer? ¿Cuánto tiempo podrán aguantar hasta que se acabe el pasto?

—Más de dos mil caballos —la corrigió—. Y pueden comerse al ganado, y si hace falta también a los caballos. Un guerrero puede pasar muchos días sin comer.

—Si comen demasiados animales —dijo Trella—, no les quedará nada para la reproducción. Lo que esperaban encontrar aquí está al otro lado del río, fuera de su alcance, y no tienen modo de cruzar con facilidad. Ya han saqueado todos los territorios por los que han pasado. Tienen que atacar la aldea pronto, destruirla y seguir adelante. Aunque la tierra ante ellos esté devastada.

Era la misma opinión que tenía Eskkar. Cuanto más alejados estuvieran los suministros de alimento, ya fueran cereales o ganado, más difícil sería transportarlos de vuelta al campamento. Durante el viaje, los jinetes consumirían tanta comida como la que llevaban, por lo que los beneficios de trasladar víveres a lomos de los caballos resultarían muy escasos. Los carros se movían con lentitud y se rompían con frecuencia. Una yunta de bueyes podía, normalmente, recorrer tres kilómetros en una hora, y aunque les propinaran golpes, no avanzarían más rápido. Los rebaños tampoco podían desplazarse con rapidez. Por lo tanto, el campamento principal estaba siempre en movimiento, y siempre en dirección hacia donde hubiera alimentos frescos y tierras de pastoreo.

—Los Alur Meriki han perdido sesenta hombres en su primera batalla con los Ur-Nammu, y otros setenta al otro lado del río, y otros setenta aquí, además de los heridos —reflexionó en voz alta—, es decir…

—Unos doscientos hombres —se adelantó Trella, sumando—. Parece como si estuvieran esperando al grupo de la otra orilla.

Al día siguiente de la batalla, los Alur Meriki hicieron una hoguera en la parte más alta de la ribera, y el humo de la leña verde flotaba en el aire desde entonces. A aquellas alturas debían de estar preguntándose la causa del retraso de sus guerreros, pero Eskkar dudaba que creyeran que todo el grupo había sido aniquilado, al menos todavía. Dentro de pocos días, al no recibir noticias, sospecharían la verdad. Eso haría que se cuestionaran la fuerza del grupo que los acechaba al otro lado del río y si valía la pena arriesgarse enviando otro contingente.

—¿Cuándo crees que atacarán?

Todos se hacían la misma pregunta.

—Creo que mañana —respondió el capitán—. Ya casi están preparados.

—¿Podrás detenerlos?

Eskkar la miró fijamente a los ojos.

—No lo sé, Trella. —Habló en voz tan baja que nadie salvo ella pudo oírle—. Sencillamente no lo sé. Pero sí sé que el precio que van a pagar será muy alto, más de lo que nunca imaginaron. Ya veremos. —La besó en la frente—. No temas, ni por ti ni por mí.

Ella se enderezó, controlando sus emociones y su semblante.

—Trata de volver temprano a casa. Tenemos muchas cosas que discutir.

Aunque aquella noche, cuando se encontraron juntos en la cama, no tenían mucho que decirse. Eskkar la abrazó y sintió cómo una lágrima de Trella se deslizaba por su mejilla.

—Basta, ya no derramaré más lágrimas. —Se sentó en la cama. Su voz había recuperado su firmeza—. Tú protegerás el poblado, Eskkar. Creo en ti y no tendré miedo al futuro. No tienes que preocuparte por mí. Pero no corras riesgos innecesarios.

Aunque no podía verla en la oscuridad, le acarició el brazo y luego le tocó los suaves pechos.

—Tendré cuidado, Trella.

Ignoró la voz que en el fondo de su mente le susurraba que quizá mañana moriría. Abrazados, ambos cayeron en un sueño intranquilo.

A la mañana siguiente, desde la muralla, el capitán vio salir el sol por las colinas del Este; el campamento bárbaro bullía de actividad. Con un único vistazo confirmó sus temores. Se preparaban para el ataque, que seguramente tendría lugar antes del mediodía.

Sus hombres parecían dispuestos y decididos. Lucharían por sus familias y por sus vidas. Algunos querían vengar la sangre derramada. Cualquier motivo les daría fortaleza.

—Al mediodía —comentó Gatus mientras se quitaba el casco de cuero y se secaba el sudor de la frente.

—Sí, o tal vez antes —respondió Eskkar, calculando en la distancia el lugar donde se colocaría el enemigo—. Pero creo que les tenemos preparada una sorpresa.

Después del primer ataque, las norias habían alimentado los conductos de madera de la muralla, que podían colocarse a distintas distancias del foso. Dos de esos artefactos habían sido construidos a cada lado de la puerta principal. Además, los pobladores llevaban agua de los pozos de Orak, que echaban constantemente en el foso, una labor extenuante que los agotaba en pocas horas.

Inclinado sobre la muralla, Eskkar podría ver cómo el agua se colaba en el foso y convertía la tierra en barro espeso. Él mismo lo había probado la noche anterior, cuando había bajado por una cuerda a la base del muro y había intentado caminar por los alrededores. Pero había resbalado y caído de bruces en el barrizal, ante las risitas ahogadas de quienes lo observaban desde lo alto. Tras un rato de patinazos y caídas, lo volvieron a alzar, con los pies cubiertos de barro.

Ahora estaba sentado en un alto banco a medio camino entre la puerta y la torre noroeste, que había resistido el ataque más intenso. Una vez más, esperaba que el asalto más feroz se produjera por aquel sitio. Se sentía culpable por utilizar un taburete para sentarse y descansar, mientras el resto permanecía de pie. Pero Gatus, que también utilizaba uno, insistía en que descansara a la mínima oportunidad que se le presentara.

A lo lejos, en la llanura, los bárbaros comenzaron sus maniobras. Los jefes de guerra gritaron y agitaron sus arcos mientras movilizaban gran cantidad de hombres y caballos.

Normalmente, para los Alur Meriki formar a sus guerreros era una tarea sencilla. Pero esta vez los jefes tenían mucho más trabajo. Debían designar a grupos de hombres para que atacaran lugares determinados de la aldea, otro grupo tenía que dirigirse a la puerta posterior, y otro a la muralla norte. Además habían de transportar escalas, sogas y flechas incendiarias. Muchos se estarían quejando o resistiéndose a las órdenes. Eskkar sonrió al ver que los guerreros pasaban las escalas de mano en mano, entre gritos y empujones.

—Los guerreros quieren pelear, no cargar con escalas —le dijo a Gatus—. El más fuerte le pasa la escala al más débil. Pero tienen muchos hombres. Y hoy tendrán muchas escalas.

Gatus se apartó para preguntarle a uno de los escribas asignados para contar al enemigo si había terminado con su tarea, gruñó y volvió al lado de Eskkar.

—Parece que hay unos mil cuatrocientos hombres ahí fuera. A este paso no estarán listos antes del mediodía —anunció—. Mira, parece que traen un ariete.

Eskkar entrecerró los ojos para evitar que el sol le cegara, y vio un enorme tronco montado sobre un carro y empujado por un grupo de esclavos, una tarea muy ingrata. Cerca de veinte jinetes los escoltaban para asegurarse de que cumplieran las órdenes. Los esclavos que transportaban recipientes con fuego tampoco tenían un trabajo muy sencillo. Los calderos tenían que volver a llenarse con combustible, cosa que a nadie parecía habérsele ocurrido. Llevó cierto tiempo solucionar todos aquellos problemas y transcurrieron varias horas antes de que todos los hombres estuvieran listos y en sus puestos. Faltaba únicamente colocar más carros detrás de los guerreros y, para permitir que se acercaran, los jinetes avanzaron unos cien pasos.

Al primer movimiento de los jinetes un murmullo recorrió la muralla. Los soldados creían que había comenzado el ataque. Cuando los guerreros se detuvieron, a la espera de que los carros se aproximaran, Eskkar y Gatus se miraron sonrientes. El grupo se había colocado al alcance de las flechas. Los guerreros estaban sentados en sus monturas esperando los últimos preparativos, sin sospechar que habían pasado la primera marca.

Eskkar buscó a Totomes, que había ocupado su lugar detrás de los comandantes. Su rostro indicaba que estaba ansioso por enviar sus flechas a los incautos jinetes.

—Maestro arquero, creo que ha llegado el momento de demostrar a estos invasores lo que les espera.

Uno de los pobladores preparó su tambor y esperó. Las órdenes de Totomes debían extenderse por toda la muralla. El arquero se inclinó y blandió su arco para que estuvieran dispuestos. Se oyeron tres golpes, repetidos segundos después por otro tambor que pasó la señal al resto de los soldados.

Doscientos sesenta arqueros, formados en dos filas sobre la muralla, prepararon sus armas, tensando sus arcos al máximo y apuntando hacia el cielo. Totomes dio la orden y se oyó entonces un solo redoble.

Una tormenta de flechas salió despedida hacia lo alto, seguida por otra, y luego otra. Los encargados de cada grupo de hombres establecían la cadencia, exactamente como lo habían hecho durante los meses de entrenamiento. Los ojos de Eskkar permanecieron fijos en los lejanos jinetes mientras a sus oídos llegaba el roce de la madera, seguido por los gruñidos de los hombres al lanzar las flechas.

Aunque en la primera andanada muchas se quedaron cortas, hubo bastantes que hicieron blanco en los primeros bárbaros, que esperaban sentados, observando cómo se aproximaban las flechas, más sorprendidos que preocupados por cualquier riesgo a semejante distancia. Pero la tranquilidad no duró mucho. Cuando la segunda nube de flechas descendió sobre ellos, los animales se encabritaron y los guerreros heridos gritaron o cayeron de sus monturas. Aunque debido al largo recorrido, las flechas no llegaban con mucha fuerza, seguían siendo mortales.

Los guerreros de la primera línea quisieron retroceder, pero los jinetes a su espalda les bloqueaban el paso, y ningún jefe había dado órdenes ni de retirarse ni de avanzar. Los carros continuaron su marcha, sumándose a la confusión, mientras los sudorosos esclavos soportaban los latigazos de sus amos para que hombres y animales siguieran avanzando.

Entre los Alur Meriki comenzó a reinar la confusión, mientras ocho andanadas de flechas caían sobre ellos. Unos pocos avanzaron, tratando de continuar bajo aquella lluvia infernal, mientras que otros obligaron a sus monturas a retroceder. Los que se adelantaron se convirtieron en blanco de los arqueros.

Eskkar vio a uno de los jinetes caer de su montura y a otro guerrero agarrarse el estómago, inclinado hacia delante. De pronto todos dieron media vuelta y retrocedieron, sin recibir orden alguna. Los guerreros podían atacar, sin miedo, bajo una lluvia de flechas en una galopada hacia la gloria, pero nadie quería quedarse inmóvil y ser utilizado como diana.

Las carcajadas y las burlas comenzaron a oírse desde las murallas al mismo tiempo que los jinetes emprendían la retirada para ponerse fuera del alcance de la flechas, dejando a muertos y heridos detrás. Esto los retrasaría al menos otra hora, pensó Eskkar, y se sentó de nuevo en su taburete. Totomes se le acercó sonriendo.

—Bien, capitán, les hemos dado una buena lección. No se acercarán tanto la próxima vez.

—Buena puntería, Totomes —le felicitó Eskkar—. ¿Cuántos han caído?

Aquello requería un examen más minucioso. El arquero se acercó a la muralla y comenzó a mover los labios mientras observaba los movimientos en la colina. Otros también estaban contando, pero el arquero prefería hacerlo personalmente.

—Yo diría que hemos matado a otros veinte o veinticinco hombres y caballos y herido a muchos más. Ha ido mejor de lo que yo pensaba. No creí que nuestros soldados acertaran tanto con arcos tan pequeños.

Eskkar estaba satisfecho. Medio centenar de bárbaros no participarían en la pelea de aquel día, y entre sus hombres no había habido ninguna baja.

—Yo diría que ha sido buena puntería, Totomes. No todos tienen tu ojo y tu brazo.

El arquero resopló.

—¿Estás seguro de que ha sido buena puntería hacer blanco sólo en medio centenar? Doscientos cincuenta arqueros han disparado por lo menos ocho flechas sobre un blanco inmóvil. Eso es… —hizo una pausa por un momento, con los ojos cerrados y moviendo los labios en silencio mientras hacía la cuenta, algo que estaba más allá de la capacidad de Eskkar—. Ésas son… más de dos mil flechas, o un acierto de cada cuarenta. No son muy buenos resultados.

—A quinientos pasos, Totomes, me contento con cualquier baja que causemos. Tenemos muchas flechas y hemos retrasado el ataque por lo menos durante una hora más. Mientras tanto, han estado de pie bajo el sol toda la mañana.

—De pie y sin agua —añadió Gatus, acercándose y participando del final de la conversación—. Hombres y caballos estarán sedientos.

Eskkar alzó la vista, agradecido al calor enviado de los cielos. Los defensores contaban con comida en abundancia, sal y agua, tal como reflejaba el constante uso de las letrinas.

Los Alur Meriki tardaron más de una hora en reagruparse. El capitán podía ver su frustración. Un jefe de clan golpeó a un hombre con su espada, derribándolo de su caballo, y más allá comenzó una pelea en la que estaban implicados más de media docena de hombres.

Finalmente consiguieron restablecer el orden y los tambores de Alur Meriki comenzaron sus redobles. Entre gritos de satisfacción, la horda comenzó su avance, acercando sus caballos hasta la línea de flechas que sobresalían de la tierra y que marcaba con claridad el alcance de las mismas. La espera había terminado. De una forma u otra, cinco meses de preparativos serían decisivos en la próxima hora.

A lo largo de la muralla, Totomes, Forno y los otros jefes arqueros calcularon la distancia a la perfección. En el momento en que los Alur Meriki comenzaron a lanzar sus caballos al galope, la primera andanada de flechas salió a su encuentro. Eskkar se puso de pie, agarró el taburete y se acercó al borde de la rampa. Le entregó el asiento a uno de los pobladores. Después se colocó al lado de Totomes y observó cómo el hombre del Norte dirigía a sus arqueros.

Los bárbaros avanzaban rápidamente entre la lluvia de flechas. Los arqueros colocaban sus arcos más bajos después de cada disparo, hasta que alcanzaron la línea horizontal; con la muralla tenían una pequeña ventaja. Las primeras flechas de los Alur Meriki llegaron con un ruido sordo, impactando casi todas en el muro, otras sobrepasándolo y sólo unas pocas haciendo blanco en los hombres.

A semejante distancia, la mayoría de las flechas rebotaba contra los chalecos de cuero. Sin embargo, se escucharon gritos de dolor cuando acertaban en brazos y hombros descubiertos. Eskkar vio a uno de sus hombres herido en el ojo, cayendo muerto al instante. Pero el crujido de la madera seguido del sonido de la flecha al clavarse continuaba ininterrumpidamente. Los jinetes enemigos seguían cayendo incluso al llegar al foso. Esta vez se detuvieron, no querían verse atrapados en el barrizal. Pero unos pocos saltaron con sus animales, mientras que otros se dividieron y se dirigieron a cada lado de la muralla este, por el estrecho sendero que conducía a la parte norte y sur.

Los que habían intentado atravesar el foso se encontraron con algo inesperado. Los caballos se hundieron en el barro y a pesar del estruendo Eskkar pudo distinguir el chasquido de los huesos al romperse en el salto. El relincho agudo de los caballos heridos se elevó sobre los gritos de los jinetes.

Pero muchos permanecieron en sus monturas, lanzando flechas hacia sus enemigos en la muralla, mientras que otros desmontaron y descendieron al foso. Los soldados continuaron lanzando sus flechas hacia la masa de animales y hombres, que venían tan agrupados que casi todas daban en algún blanco. Eskkar pensó que si aquella situación se mantenía, serían aniquilados ese mismo día.

La voz de Totomes se elevó por encima del griterío, dando órdenes que se repitieron a lo largo del muro. La primera fila de arqueros se inclinó sobre la muralla y comenzó a matar a los que se encontraban debajo. Tras unas cuantas descargas, los atacantes intentaron abandonar el foso. Mientras tanto, la segunda hilera de arqueros continuó disparando hacia sus enemigos un poco más lejos.

Incluso con una sola formación de arqueros, el efecto estaba resultando devastador. Casi no erraban ni un solo tiro ante un blanco tan grande y a tan corta distancia. Rápidamente, el borde del foso se cubrió de hombres y animales, algunos retorciéndose de dolor, con varias flechas en sus cuerpos. El redoble de un tambor se oyó en la retaguardia bárbara y los jinetes se dividieron, cabalgando hacia el Norte y hacia el Sur para huir de la mortal lluvia de flechas. Otros desmontaron para atacar la muralla a pie cuando los carros, empujados por esclavos y guerreros, llegaron al borde del foso.

Utilizando las carretas a modo de parapeto, los bárbaros comenzaron a disparar a los hombres de la muralla. Totomes ordenó a todos sus arqueros que se concentraran en aquellos guerreros. Las flechas dieron en el blanco cubriendo en un instante los laterales de las carretas.

Pero la llegada de los carros supuso un cambio. Un gran número de Alur Meriki avanzó y entró al foso, mientras los defensores continuaban intercambiando flechas con los guerreros parapetados. Al menos trescientos de ellos les hacían frente con sus arcos, número más que suficiente para contrarrestar a los defensores. Sin embargo, los Alur Meriki estaban obligados a lanzar sus proyectiles desde lejos, a casi noventa pasos, una corta distancia para los experimentados arqueros de la muralla. Los hombres que estaban de pie junto a los carros fueron los primeros en caer. Y, aunque cada vez se agolpaban más hombres tras las carretas, los soldados no les daban tregua, causando un gran número de bajas.

Los defensores no necesitaban orden alguna. Todos disparaban lo más rápido posible. Eskkar se apartó de la muralla para mirar hacia la aldea. Los pobladores, hombres y mujeres, continuaban con sus tareas. Carcajs repletos de flechas iban llegando sin descanso, y había suficientes muertos detrás de la muralla para suministrar arcos de repuesto.

Totomes gritó una orden convocando a los pobladores, armados con hachas y palos, contra el parapeto. Los arqueros continuaron disparando flechas, casi sin moverse, para permitir a los nuevos defensores que tomaran posiciones detrás del muro. La rampa era estrecha y casi no había espacio para tres filas de hombres.

Las escalas golpearon contra la muralla. Algunas fueron rechazadas de inmediato por los pobladores, pero otras se mantenían firmes, con los atacantes utilizando su peso para mantenerlas en su sitio. El capitán examinó la situación más allá del foso. La mortal puntería de los arqueros defensores continuaba haciendo estragos. Los arqueros bárbaros, a pesar de la protección de las carretas, parecían carecer de fuerzas para enfrentarse a los de Orak. Menos de la mitad del número inicial permanecía en pie. La mayoría se había ocultado detrás de los carros, apenas visibles bajo los cientos de flechas clavadas.

Los arqueros de Eskkar continuaban disparando, gruñendo sin cesar por el esfuerzo de tensar los rígidos arcos. Semanas de entrenamiento habían fortalecido sus músculos. Ninguno dejaba de alzar la flecha hasta la altura de la oreja antes de dejarla volar. Una sensación de orgullo recorrió su cuerpo al comprobar que podían resistir a semejante ataque y seguir luchando con eficacia.

Ante él vio a un hombre y a una mujer forcejeando para derribar una escala. Corrió en su ayuda y la empujó hasta que comenzó a moverse lentamente, primero en vertical, hasta caer hacia atrás. Cuando se acercó al borde, una flecha rebotó contra su casco de cobre. Los arqueros bárbaros estaban de pie allí abajo, esperando para disparar a cualquiera que se asomara. Miró al hombre y a la mujer a su lado, ambos aterrados, y les sonrió.

—¡Piedras, traed las piedras!

A lo largo del parapeto se escuchó la misma orden repetida hasta el infinito. Los pobladores dejaron caer sus hachas y palos y comenzaron a lanzar piedras por encima de la muralla. Aquellas rocas del tamaño de un melón eran proyectiles mortales, y lanzados desde cinco metros de altura eran capaces de romper un brazo o un cráneo. Para aquellos que se encontraban en el fondo del foso, la distancia se incrementaba tres metros, con lo que las piedras podían aplastar una cabeza aunque llevara casco.

La lluvia de piedras representó una nueva sorpresa para los atacantes, quienes forcejeaban en el barro, que dificultaba sus movimientos, intentando esquivar los proyectiles.

De todos los ejercicios de práctica que habían realizado los pobladores, el lanzamiento de piedras había sido el que exigía más energía física. Los hombres se habían entrenado para lanzar las piedras al azar, pero siempre cerca de la base del muro. Era un trabajo agotador y demoledor; primero había que llevarlas a la parte superior, después lanzarlas y finalmente recuperarlas y repetir el proceso. Ahora veían recompensados aquellos esfuerzos. En el tiempo que un hombre podía contar hasta sesenta, más de mil piedras cayeron sobre los Alur Meriki.

Esta nueva táctica paralizó cualquier intento de escalar la muralla. Mientras tanto, un grito de victoria surgió de las filas de Totomes y sus arqueros al ver que los bárbaros parapetados detrás de los carros comenzaban a alejarse, sorprendidos por tantas bajas.

Se oyó la voz del arquero jefe ordenando a los pobladores que se apartaran del muro. También mandó a la segunda fila de arqueros que continuara disparando a los que se alejaban y dispuso a la primera en el borde de la muralla para que se pudieran asomar y disparar a todo el que estuviera debajo. Unos cuantos defensores recibieron las flechas de los bárbaros situados en la parte inferior, pero las rocas habían interrumpido el ataque y obligado a los hombres con escalas a apartarse del muro para buscar refugio entre los arqueros arrodillados detrás de ellos. Entonces los hombres de Eskkar lanzaron una lluvia de flechas, se agacharon y de inmediato soltaron otra. Tras la tercera andanada, no se molestaron en ocultarse, puesto que los bárbaros huyeron en desbandada. El capitán avanzó y echó un vistazo, pero tuvo que bajarse de inmediato al ver que dos flechas se dirigían hacia él.

El casco de cobre lo convertía en un blanco fácil. Esa misma noche lo pintaría de oscuro. Pero aquella rápida ojeada le había proporcionado la información que precisaba. La lucha continuaría, pero el ataque contra aquel sector de la muralla había fracasado.

Decidió examinar la puerta. Bajó por la rampa de una carrera y llegó hasta la tierra, seguido de sus guardaespaldas. Habían traído su caballo, que un asustado muchacho sostenía por las riendas, tan tensas en torno a su muñeca que le llevó un rato aflojarlas.

Le dio las gracias al muchacho y se dirigió hacia la puerta. Casi no valía la pena ir a caballo debido a la escasa distancia. Pero era mejor hacerlo que llegar corriendo y sin aliento. En aquel sector se encontró con una gran confusión. Las flechas incendiarias habían caído sobre las viviendas, y aunque algunas todavía estaban ardiendo, los daños no eran muy cuantiosos. Pudo apreciar que allí la lucha había sido brutal, y así se lo confirmaban los cuerpos de los caídos bajo la rampa, la mayoría con flechas en la cara o el cuello.

El humo y el olor a madera quemada flotaban en el aire. Unos cuantos hombres, menos de los que deberían haber estado, cargaban con baldes de agua o montones de flechas y se los entregaban a los soldados de las torres o a los que estaban sobre la misma puerta.

Un niño corrió y cogió las riendas de la montura de Eskkar. Enseguida llegaron los veinte hombres de la reserva, sin aliento a causa de la carrera. Mandó a la mitad de ellos a cada torre, mientras subía los escalones que conducían a la parte superior de la puerta. En el parapeto superior se encontraban unos pocos pobladores echando agua continuamente para mantener la madera mojada.

En el andamio inferior, a sólo tres metros del suelo, había menos de diez hombres disparando sus flechas a través de las aberturas hechas sobre los troncos. La reserva de rocas en ambas plataformas parecía haberse agotado y no había quien trajera más. La otra fuerza de reserva ya había ocupado sus posiciones. Dio media vuelta y vio a Nicar y a Bantor a su lado. El brazo de su lugarteniente estaba cubierto de sangre.

—¿Dónde están los hombres que tienen que traer piedras? —gritó antes de que pudieran decirle nada.

—Han huido. —Nicar tuvo que alzar la voz para hacerse oír en medio del estrépito—. He enviado a buscar más hombres, pero todavía no han llegado.

—Traedlos de cualquier lado y que vengan con piedras. ¡Pronto!

Se dirigió a Bantor.

—¿Podéis resistir el ataque?

—Sí, pero con dificultad… los fuegos están aumentando. Necesitamos más agua. —Mientras decía esto se escuchó un crujido provocado por un impacto contra la puerta—. Si los apartamos de la base de la puerta, las llamas se apagarán por sí solas.

La puerta volvió a temblar. Eskkar subió por una escalera hasta el andamio superior y ordenó a sus guardaespaldas que buscaran arcos y que lo siguieran.

—¡Arqueros! A la plataforma superior.

Eskkar y su guardia, junto a los hombres que ya se encontraban allí, sumaban una docena. Los repartió a lo largo del parapeto. Cuando estuvieron listos, dio la orden.

—Empezad por la parte de atrás del foso. No apuntéis a los que están aquí abajo. Les obligaremos a salir hacia delante… Preparados… disparad.

Los arqueros se asomaron por encima del muro. El efecto de la andanada podía no resultar totalmente efectivo, pero al menos los arqueros, dispuestos en fila y disparando al unísono, sabían que no serían un blanco individual. Esto les proporcionó el coraje suficiente para lanzar otra lluvia de flechas cuando Eskkar dio la orden.

—¡Una vez más!

A tan poca distancia, aquellos disparos resultaron mortales para los atacantes.

El capitán examinó ambos lados de la muralla. Los hombres de las torres y el área adyacente seguían intercambiando flechas con los bárbaros que quedaban al otro lado del foso. Si conseguían detener a los que estaban ante la puerta, los hombres que portaban el ariete podían ser eliminados rápidamente. Al menos, en aquel momento la táctica estaba funcionando, después de cuatro andanadas no había ninguna baja propia.

Empezaron a llegar hombres sin aliento, cargando piedras y formando una cadena humana que se extendía por los andamios. Ahora la puerta temblaba rítmicamente, los golpes del ariete comenzaban a surtir efecto. Pronto aparecerían las primeras grietas. Los arqueros continuaban con su mortal tarea, pero dos de ellos habían sido heridos por flechas enemigas y habían caído de la plataforma. Al otro lado del foso, los bárbaros apuntaban hacia los hombres de la puerta, convirtiéndola en una posición peligrosa.

Eskkar agarró dos piedras en cuanto comenzaron a llegar.

—Esperad —les gritó a los hombres que ahora llenaban la plataforma. Se movió hacia el centro y dejó una de las piedras. Esperó a que otra hilera de pobladores estuviera agachada detrás de él, arrodillados tras la línea de arqueros. El andamio crujió bajo el peso.

Cuando los arqueros dejaron escapar sus flechas, Eskkar se levantó con una piedra en las manos.

—¡Ahora!

Echó una mirada rápida por encima de la puerta y vio que, al menos, treinta bárbaros sudorosos manejaban el ariete, usando sogas para moverlo de un lado al otro. Lanzó la piedra y vio que se estrellaba en el macizo tronco y rebotaba hiriendo a un hombre en el hombro, que gritó al sentir crujir sus huesos. Al instante, agarró la segunda piedra y la lanzó con tanta fuerza como pudo, esta vez sin molestarse en ver qué efecto causaba. Una flecha enemiga pasó silbando a su lado.

—¡Arqueros! La próxima andanada será en dirección al ariete. Apuntad a los que lo están manejando. Preparados… ¡Ahora!

Se levantaron por encima de la puerta y lanzaron sus flechas. El arquero de la derecha de Eskkar dejó caer su arco con un grito cuando una flecha le atravesó el brazo. El capitán agarró el arma. Avistó al guerrero que dirigía el ataque del ariete, que alzaba un escudo sobre su cabeza como protección. Esta vez Eskkar apuntó con cuidado. Su flecha se hundió en el estómago del enemigo, justo por debajo del escudo.

Flechas y piedras llovieron sobre los bárbaros que portaban el pesado tronco, que comenzó a desequilibrarse hacia uno de los lados, Al otro había demasiados guerreros muertos o heridos y los restantes no pudieron sostenerlo. Aquello detuvo al ariete. Tendrían que realizar un gran esfuerzo para enderezarlo y volver a ponerlo en funcionamiento. Eskkar estaba impresionado ante el hecho de que hubieran sido capaces de utilizarlo en condiciones tan desfavorables.

Las piedras seguían lloviendo desde la parte superior de la puerta, con cuidado, apuntando para que cayeran en la base. En pocos instantes, los bárbaros se dieron cuenta de que se habían quedado sin protección, dieron media vuelta y salieron corriendo, resbalando en el barro y convirtiéndose en blancos fáciles para los hombres de las torres y muros cercanos. En el foso sólo quedaron los muertos y los moribundos.

Eskkar vio que un grupo de jinetes se acercaba al otro lado del foso para reforzar a los atacantes. Si no hubieran detenido el ariete, tendrían ahora a cien hombres descansados ante la puerta, más que suficientes para forzar a sus arqueros a refugiarse detrás de la muralla. Los guerreros dudaron al ver huir a sus compañeros y pronto comenzaron a volar flechas hacia donde se encontraban. Algunos avanzaron valientemente para ayudar a los que venían a pie, y unos cuantos pagaron caro su valor.

Los bárbaros habían comenzado a retroceder a lo largo de la muralla, mientras que los soldados de Totomes terminaban de eliminar a los arqueros enemigos refugiados detrás de los carros. Una vez más, los Alur Meriki tenían que huir bajo una andanada de flechas.

Los gritos de victoria se oyeron en toda la muralla, incluso mientras los jefes insultaban a sus hombres por abandonar sus arcos momentáneamente. También los defensores estaban cansados, así que vieron con placer cómo los bárbaros corrían a ponerse a cubierto. Eskkar miró al sol y vio que había transcurrido menos de una hora desde el comienzo del ataque. Examinó el foso de nuevo y advirtió que casi no podía ver el fondo, cubierto con los cadáveres de hombres y animales.

Los bárbaros comenzaron a reagruparse bajo sus estandartes. A medio kilómetro, la derrota y la incredulidad podían apreciarse en sus actitudes. El del primer día había sido un ensayo nada más. Pero éste había sido un ataque en toda regla, y no estaban acostumbrados a ser vencidos. Peor aún, habían tenido que dejar a muchos de sus hermanos de clan abandonados. El capitán pudo observar a un grupo de jefes cuya furia y frustración eran visibles desde esa distancia. Estuvieron discutiendo durante algún tiempo, rodeados de cientos de hombres desmoralizados y agotados. Finalmente, los estandartes se elevaron. Los hombres hicieron girar sus cabalgaduras y emprendieron la vuelta al campamento. Aquel día, la batalla había concluido.

Eskkar se recostó pesadamente contra la puerta, respirando agitado; después dirigió la vista hacia Orak. Hombres y mujeres del poblado se agrupaban a sus pies. Todos los ojos se habían detenido en él, esperando en silencio. Habían venido porque la lucha había cesado y todos sabían que el enemigo se estaba retirando. Ahora querían oír de sus propios labios cuál había sido el resultado.

Se secó el sudor de la frente y se enderezó. Sabía que tenía que hablarles. Aquel era uno de esos momentos en que las palabras eran más importantes que las armas. Respiró hondo y alzó la voz, mientras se acusaba interiormente de ser un hipócrita.

—¡Habitantes de Orak! Los bárbaros han sido rechazados una vez más. —Sus últimas palabras fueron ahogadas por la algarabía, que llegó incluso hasta el campamento bárbaro. Volvió a repetir sus palabras, pero los vítores continuaron hasta que levantó las manos pidiendo silencio.

—Hemos ganado una batalla, pero la lucha no ha terminado. ¡Los hemos rechazado, pero volverán! Y ahora estarán llenos de furia y odio, y querrán vengar a sus muertos. Mientras permanezcan al otro lado de la muralla, el peligro no disminuirá. Volved a vuestras ocupaciones. Todavía hay mucho que hacer.

Esto tendría que satisfacerlos. Bajó de la puerta y se encontró a Gatus y a Bantor esperándolo. Bantor tenía el brazo cubierto de sangre, la mirada un poco perdida y se tambaleaba ligeramente.

—¿Dónde está Maldar? —gritó Eskkar—. ¡Casi perdemos la puerta porque los pobladores escaparon asustados!

Con aquel arranque de furia, la energía y la frustración contenidas durante los últimos días afloraron. La puerta podía haber caído y la aldea habría sido capturada por falta de unas cuantas piedras y hombres para transportarlas.

Gatus y Bantor permanecieron callados, así que él continuó gritando órdenes, dando rienda suelta a su cólera.

—Enviad hombres al foso a buscar escalas y armas. Y leñadores para destruir el ariete y traerlo aquí. —El constructor se abrió paso entre la multitud—. Corio, ve con tus hombres al otro lado de la muralla y revisa la puerta. He visto que algunos hombres intentaban hacer un pozo por debajo, y el ariete ha resquebrajado algunos de los troncos. Haz todas las reparaciones posibles antes de que caiga la noche. ¡Y no te olvides de recuperar las piedras!

Gatus también hizo un gesto de asentimiento y se alejó, dando órdenes a sus hombres. Pero Bantor se apoyó pesadamente en uno de los pobladores. Eskkar se dio cuenta de que su lugarteniente estaba gravemente herido. La sangre le caía por el cuello y traspasaba un tosco vendaje que llevaba en su brazo izquierdo.

Se dirigió a sus guardaespaldas.

—Llevad a Bantor a casa y buscad al curandero.

Un jinete se abrió paso entre la multitud. Era Jalen, que regresaba de la puerta posterior.

—Capitán, ¿hace falta ayuda en este sector?

Su voz dejaba traslucir la preocupación.

—No, ya no. ¿Algún problema por el lado del río?

—Un pequeño grupo de bárbaros atacó la puerta, pero los rechazamos sin demasiados problemas. Por aquella parte todo está asegurado.

Eskkar asintió, todavía alterado por la emoción.

—¿Dónde están Sisuthros y Maldar?

Se le acercaron varios soldados nerviosos y le fueron relatando los acontecimientos por partes, cada uno contribuyendo con lo que sabía. A Sisuthros le habían herido al principio, una flecha le había atravesado la boca y había salido por la oreja, llevándose a su paso dos dientes. Cuando se lo llevaron sangraba en abundancia.

Maldar había recibido un flechazo debajo del brazo derecho y se había desvanecido por la pérdida de sangre, justo cuando el encargado de sustituirle en el mando había caído muerto. Con sus comandantes heridos, los hombres habían actuado lo mejor que pudieron. En el tumulto nadie se dio cuenta de que los pobladores habían abandonado sus puestos y escapado.

Eskkar se acercó al último de sus guardaespaldas tan enfurecido que éste retrocedió unos pasos.

—Busca a los hombres que abandonaron su puesto y tráelos. ¡A todos! Los quiero a todos.

Los cobardes habían comprometido toda la defensa, aunque ellos mismos no corrieran el mayor peligro. Habían visto caer muertos a unos hombres y habían escapado para esconderse en sus casas o debajo de las camas. Como si eso fuera a salvarlos. Juró que pagarían por su cobardía. Respiró hondo y trató de controlarse.

—¡Jalen! Hazte cargo. Asegúrate de que las defensas estén listas para otro ataque. Despeja los cuerpos que están delante de la puerta. Trae agua y comida para los hombres y reemplaza a alguno de ellos por otros más descansados que estén apostados en otros sectores de la muralla. Que todos los arqueros cambien las cuerdas de sus arcos, manda traer más flechas y piedras… malditos sean todos los dioses, ¡ya sabes lo que hay que hacer!

Todos se dirigieron a las tareas encomendadas, agradecidos de alejarse de su furioso capitán y olvidándose de cualquier idea de celebración. Eskkar se tomó su tiempo para inspeccionar a los hombres en ambas torres, manteniendo su ira bajo control y asegurándose de que supieran qué hacer y de que los refuerzos empezaban a llegar. Cuando consideró que la puerta estaba segura, volvió a llamar a Jalen.

—Dile a Gatus que me voy a casa.

Su caballo todavía esperaba. Un niño de unas doce estaciones sostenía las riendas. Montó y, agachándose, agarró al niño y lo sentó delante de él.

—Vamos, muchacho. Te has ganado una moneda por hacer tu trabajo, y no tengo ninguna conmigo.

Espoleó al caballo y avanzaron por las estrechas callejuelas mientras la gente se apartaba a su paso; cualquier conversación se apagaba ante su semblante taciturno.

Al llegar, se bajó del caballo y sostuvo al muchacho en sus brazos como si fuera un niño.

—Quédate con el caballo, pero dale un poco de agua. Es posible que lo necesite más tarde.

Se abrió paso por el patio, viendo que buena parte del espacio libre estaba ocupado por los heridos. Nicar estaba allí de pie, dirigiendo a los hombres y despachando mensajeros. Entró en la casa y se encontró a Trella y a una docena de mujeres trabajando junto a los curanderos. Ella le dedicó una breve sonrisa y continuó con su trabajo. Cuatro heridos del clan del Halcón yacían en la sala, entre ellos Maldar, que estaba inconsciente. Unos vendajes ensangrentados le cubrían el torso y el brazo.

Encontró a Sisuthros sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y el pecho cubierto de sangre seca. Su boca, mandíbula y cuello estaban vendados fuertemente. De los vendajes casi no brotaba sangre, pero los ojos de su lugarteniente parecían alerta. Sisuthros no podía hablar, pero alzó la mano izquierda cuando vio a Eskkar.

Éste se acercó y le cogió el brazo sano cuidadosamente entre sus manos.

—Parece como si te hubieran amortajado. —El hombre trató de negar con la cabeza, pero el movimiento le resultó doloroso—. Descansa. Los rechazamos y el combate ha concluido por hoy, y quizá tengamos una tregua durante los próximos días. —Miró a su alrededor—. ¿Has visto a Bantor?

Sisuthros volvió a levantar la mano señalando hacia arriba. Eskkar subió corriendo hasta la sala de trabajo. Allí encontró a Ventor, que terminaba su tarea, asistido por Annok-sur, a la que le temblaban los labios mientras ayudaba a vendar a su marido, inconsciente sobre la mesa.

Se quedó de pie un momento hasta que el curandero se apartó y comenzó a guardar su instrumental en la bolsa.

—¿Cómo está?

—Le sacaron una flecha del brazo —respondió con lentitud el curandero—. Eso debió de ser al comienzo de la batalla. Y después otra le atravesó el cuello. —Miró a Annok-sur—. Tu esposo es un hombre afortunado. La flecha no ha afectado a ningún punto vital. —Se dirigió de nuevo a Eskkar—. He lavado la herida y la he vendado, pero ha perdido mucha sangre y ahora su vida depende de los dioses.

Ventor ya se disponía a marcharse, pero el capitán lo detuvo.

—Haz todo lo que puedas por él. Ha luchado con valor.

—Al igual que muchos otros, a juzgar por sus heridas —respondió cansado—. Pero regresaré en cuanto pueda. Annok-sur me llamará si algo sucede.

Ventor lo apartó y bajó las escaleras.

—Tendría que estar ayudando a los demás. —La voz de Annok-sur temblaba y sus hombros se sacudían ante el esfuerzo que hacía por contener las lágrimas—. Hay heridos por todas partes.

—Quédate aquí —le ordenó Eskkar—, y vigílalo continuamente. Hazme saber si necesitas algo. —Ella se quedó de pie, retorciendo un vendaje entre sus manos—. Es fuerte, Annok-sur. Los dioses seguro que le ayudarán a que se recupere.

No había nada más que él pudiera hacer, así que volvió al piso inferior y se detuvo a medio camino para examinar la situación, intentando acallar los lamentos de los heridos. En el campo de batalla, lejos del agua o los curanderos, cualquier herida seria causaba la muerte a la mayoría de los hombres. Aquí, con tantas personas para cuidarlos, la mitad tal vez conseguiría sobrevivir. Las mujeres habían dispuesto todo de la mejor forma posible, haciendo vendajes con lienzos limpios, preparando bancos y mesas para los heridos y asegurándose de que el agua y el vino fueran abundantes tanto para los heridos como para los que los asistían.

Salió al patio y fue hacia la mesa donde se encontraban Gatus, Corio, Nicar, Rebba y los otros jefes. Gatus había resultado ileso, aunque se había expuesto con frecuencia. Eskkar escuchó los informes con la mandíbula apretada, furioso.

El problema había estado en las torres. Todos los guerreros hacían blanco en ellas. Se juró en silencio que la próxima vez que Alur Meriki volviera a Orak, se encontraría con torres más grandes y numerosas. Y estarían por delante de la muralla para que los defensores no tuvieran que asomarse para disparar sobre quien estuviera en la base de la puerta o sobre la misma muralla. Se maldijo por no haberlo previsto.

Gatus echó un vistazo a su capitán, le sirvió vino en una copa y se la entregó.

—¿Cómo están? —preguntó, señalando con la cabeza hacia los heridos.

—Sisuthros está bien… sólo que no puede hablar. Maldar está grave, pero es posible que viva, si la herida no se infecta. Bantor está… ha perdido mucha sangre y el curandero no sabe todavía. O si sabe no lo dice.

Se llevó la copa a los labios y tuvo que concentrarse para evitar que le temblara la mano, aunque se preguntó por qué se molestaba en hacerlo. Muchos hombres valientes temblaban después de la batalla, agradecidos de seguir con vida y lejos de la tensión de la lucha.

—Traed un asiento para el capitán —ordenó Gatus, y un hombre del clan del Halcón le acercó un banco—. Los escribas han terminado de contar nuestros muertos y heridos. —El segundo al mando se inclinó sobre la tablilla de arcilla—. Cincuenta y un arqueros muertos, sesenta y dos heridos. Si vuelven, tendremos que quitar hombres de la muralla posterior y de los laterales.

Eskkar luchó con los números un momento. Una cuarta parte de sus soldados estaban muertos o fuera de combate, y la mayoría de las bajas procedían de las torres y la puerta. Más de cien valiosos arqueros, a los que había llevado meses entrenar. Ahora las defensas estarían más débiles.

—Hoy no regresarán. Estoy seguro de ello. ¿A cuántos hemos matado? ¿Han hecho ya la cuenta?

—No, todavía no. Los hombres del foso están todavía trabajando. Jalen nos informará en cuanto terminen de contar.

—Las escalas ya han sido recogidas y el ariete pronto será convertido en leña, capitán —agregó Corio—. Les llevará tiempo encontrar más madera para las escalas. La puerta está en buen estado. El fuego no alcanzó la fuerza suficiente para dañarla, y el ariete sólo causó algunas grietas. Estamos reforzando con maderos las partes más deterioradas. Habremos terminado antes de que caiga la noche.

Eskkar asintió satisfecho.

—Muy bien, Corio, tu puerta ha resistido.

Un caballo llegó al galope con un escriba sonriente de la casa de Nicar.

—Capitán, traigo noticias de Jalen. Hemos contado a los bárbaros muertos. —El mensajero hizo una pausa antes de dar la información—. Trescientos treinta y dos, incluidos los de esta mañana —añadió, recordando entonces el resto del informe—. Jalen está recogiendo las armas y las flechas y ha cruzado la muralla para incendiar los carros que dejaron abandonados.

—¡Ishtar! —Gatus golpeó la mesa con el puño—. Ese idiota va a hacer que lo maten por unos cuantos carros.

El escriba miró nervioso a su alrededor.

—Los arqueros lo protegen y…

—Es suficiente, muchacho —dijo el capitán. Era demasiado tarde para ordenarle a Jalen que regresara. Cuando enviara a alguien a la puerta, su lugarteniente habría terminado ya de incendiar los carros o estaría muerto—. ¿Alguna otra cosa?

Al no haber más novedades, Eskkar le dio las gracias al escriba y lo mandó de vuelta a sus tareas.

—Gatus, los bárbaros han sido unos estúpidos al dejar esos carros abandonados. Haremos bien en quemarlos. Sin embargo, si contamos trescientos muertos, eso quiere decir que hay por lo menos unos cien heridos. Ésta es una terrible derrota para ellos. Han perdido muchos hombres, incluidos algunos de sus mejores arqueros.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Nicar—. ¿Volverán?

—Sí, pero no hasta que hayan trazado un nuevo plan. Hoy han aprendido la lección y no intentarán enfrentarse a nosotros con flechas otra vez. Por lo menos no como hoy. Y también se han dado cuenta de que no nos derrumbaremos aterrados ante ellos. —Eskkar respiró hondo—. Si atacan de nuevo la puerta, vendrán mejor preparados. Hoy podrían haberla tirado si hubieran estado mejor organizados. Tardaron mucho en llegar los refuerzos.

El capitán comprendió que incluso el poderoso Alur Meriki podía equivocarse en mitad de la batalla. Pero no cometerían dos veces el mismo error. Su mirada se cruzó con la de Nicar.

—O tal vez nos ataquen por la noche.

El comerciante parecía incómodo, y esto le hizo recordar algo.

—¿Habéis encontrado a los hombres que abandonaron su puesto? —preguntó Eskkar a Gatus—. ¿Dónde están?

Gatus y Nicar intercambiaron una mirada antes de que el primero contestara.

—Hay treinta hombres en la calle —respondió con calma—. Cuatro estaban al mando. Encontraron a tres, que también están fuera. Todavía están buscando al cuarto.

Gatus se apoyó contra el respaldo de la silla y miró a Nicar.

—Capitán, han hecho lo mismo que sus jefes —dijo el mercader disculpándolos—. La mayoría son buenos hombres, y no deben ser castigados por los errores de sus jefes.

Se hizo el silencio en la mesa, aunque los lamentos de los heridos y las voces de quienes los atendían continuaron. Eskkar hizo una breve pausa, intentando controlarse.

—Esos hombres tenían que transportar piedras a la puerta. Hemos tenido que llamar a la reserva. Bantor, Maldar y Sisuthros han resultado heridos. —Miró a su alrededor—. Si el combate en la muralla norte hubiera durado un poco más la puerta habría sido conquistada y la aldea estaría perdida. ¡Y ahora uno de ellos se ha escondido! —Cerró la mano y golpeó suavemente la mesa—. Debería matarlos a todos, a los treinta. Quizá Bantor y los demás no estarían heridos si esos pobladores hubieran permanecido en sus puestos. —Nadie lo miró—. Los mataría a todos, si no los fuera a necesitar mañana. —Abrió el puño—. Los cuatro jefes morirán, sus bienes serán confiscados y se distribuirán con cualquier otro botín que obtengamos. A los demás se les asignarán tareas de mayor riesgo. Si intentan huir, los soldados los matarán de inmediato. Todos en Orak deben saber qué han hecho y por qué son castigados, para que comprendan lo que sucederá si alguien más intenta huir.

Nicar tragó saliva, nervioso, pero permaneció en silencio. El rostro de Eskkar era argumento suficiente. Nada lo haría cambiar de opinión.

Gatus se dirigió al comerciante.

—Es más de lo que merecen. Los pobladores deben entender que sus jefes están dispuestos a pelear por ellos. —Volvió la vista a Eskkar—. Encontraremos al cuarto hombre muy pronto. ¿Cómo quieres que mueran?

Eskkar habría querido asarlos vivos, pero sabía que no podía dar esa orden.

—Simplemente mátalos, Gatus, tan pronto como encuentres al último, mátalos y asegúrate de que todos conozcan la causa. Hazlo en el mercado, con la espada. Es un destino mejor que el que habrían sufrido bajo los bárbaros. Nicar y Rebba se pueden ocupar de los detalles. —Alejó cualquier pensamiento relacionado con aquellos hombres—. Ahora preparémonos para el próximo ataque.

***

A tres kilómetros de distancia, un Thutmose-sin furioso estaba sentado en su tienda, pensando todavía en el fallido ataque de horas antes. Los comedores de tierra no habían temblado ante sus guerreros. Al contrario. Habían luchado con valor, mientras sus malditas flechas sembraban el caos entre sus hombres. Su jefe traidor los había preparado bien, enseñando a aquellos cobardes a utilizar el arco mientras se ocultaban detrás de su muralla. Y cada vez que los Alur Meriki intentaron redoblar su ataque, los habían rechazado.

Ahora Thutmose-sin tenía que dar aún más malas noticias al consejo. Bar’rack había llegado al campamento hacía apenas una hora, casi exangüe. El jefe del clan de Bar’rack, Insak, fue el primero en recibir aquella información. Insak llamó después a Altanar, el jefe del otro clan que había suministrado guerreros para el ataque en la otra orilla del río, y los tres informaron a Thutmose-sin.

Bar’rack contó, una vez más, lo sucedido al otro lado del Tigris. Thutmose-sin se sentó y escuchó su relato con el semblante casi pétreo. Las noticias no le sorprendieron. Ya se había imaginado que los jinetes habían muerto o se habían dispersado, de otro modo ya les habrían avisado días atrás. Un retraso de uno o dos días era perfectamente asumible, pero cualquier jefe sería un estúpido si desobedeciera las órdenes del sarrum durante más de una semana. Cuando Bar’rack concluyó, Thutmose-sin le dijo que guardara silencio sobre la derrota y lo mandó salir.

—Debe de haber sido ese Eskkar —dijo Thutmose-sin cuando estuvieron solos—. Se mueve con rapidez. Estaba en la otra orilla del río hace sólo unos días, y luego regresó a Orak para intentar detener nuestro ataque.

—¿Cómo se enteró de que los guerreros estaban allí? —se preguntó Insak—. Lleva tiempo reunir a los hombres y preparar una emboscada. ¿Habrá un espía en nuestro campamento, alguien que…?

—No, no lo creo —contestó el sarrum—. Conoció nuestro plan de rodear el poblado por los Ur-Nammu. Con esa información debió de adivinar que enviaríamos a un grupo al otro lado del río. Así que convocó a los Ur-Nammu para contar con jinetes, hizo sus preparativos y se dirigió en dirección Norte.

—Es un demonio, entonces —concluyó Altanar—, uno de los nuestros que nos traicionó. Debe ser muerto, despellejado vivo y asado sobre el fuego.

—En eso estamos de acuerdo, Altanar —admitió Thutmose-sin—. Pero primero tendremos que atraparlo. Llama al resto del consejo. Habrá que informarles.

Los dos jefes de clan se alejaron, y Thutmose-sin continuó con sus reflexiones. Orak había resultado un desastre. El fracaso de ese día, unido a las últimas noticias, enfurecería al consejo. Desde el exterior le llegaba el sonido de los jefes de los clanes congregándose, algunos todavía discutiendo por la batalla, culpándose mutuamente por el fracaso. Sus voces se elevaban furiosas y las acusaciones y recriminaciones iban de uno a otro.

—Todos te aguardan, sarrum..

Thutmose-sin aclaró sus ideas, se ajustó la espada a la cintura y salió de su tienda. El consejo en pleno de Alur Meriki, con todos los jefes de clanes presentes, dirigió sus miradas hacia él. Su presencia acalló las discusiones y todos se sentaron en el suelo frente a su tienda. Cuando finalizaron, Thutmose-sin se unió a ellos, ocupando el último espacio vacío para completar el círculo. Markad e Issogu se colocaron a su espalda. No se permitía la presencia de ningún miembro de la guardia cuando el consejo en pleno estaba reunido. El sarrum hizo un gesto a Insak.

—Uno de mis guerreros ha regresado de la otra orilla del río —comenzó Insak.

Repitió la historia de Bar’rack, tomándose su tiempo y sin omitir detalle. El consejo permaneció sentado, boquiabierto, silente ante la noticia de que otro grupo de guerreros Alur Meriki había dejado de existir.

—Esos comedores de tierra deben ser aniquilados. Mi clan reclama venganza. Son peor que los Ur-Nammu, que avergüenzan a su clan uniéndose a ellos —concluyó Insak.

Todos continuaron hablando, al principio haciendo más preguntas, después discutiendo, como había previsto Thutmose-sin. Algunos querían perseguir a los Ur-Nammu, otros pretendían atacar las tierras del otro lado del río. Los había también que querían volver a atacar la aldea tan pronto como fuera posible. Pero unos pocos querían seguir la marcha. Aunque Thutmose-sin comprobó, aliviado, que sólo cuatro jefes de clan hablaban abiertamente de abandonar Orak.

Finalmente el gran jefe alzó la mano y las conversaciones se apagaron.

—Hermanos de clan —comenzó—, tenemos que destruir este poblado. No tenemos otra alternativa. —Miró a los ojos a cada uno de los congregados—. Estamos comprometidos. Hemos acorralado a los comedores de tierra en este lugar y destruido sus granjas y sembrados. Nuestros compañeros al otro lado del río estaban allí para evitar que escaparan, pero no están tratando de hacerlo. Las escasas embarcaciones que tienen están en el poblado, y no las usan. Orak nos desafía cada día que resiste. Su gente está dispuesta a morir, y deberá morir. Hemos planeado esta batalla. Nos hemos alejado de nuestra ruta habitual. Ahora tenemos que acabar con ellos. Si tuviéramos suficientes alimentos, podríamos verlos morir de hambre. Pero las tierras están asoladas y no podemos permanecer aquí mucho tiempo.

—Pero la pérdida del grupo de la otra orilla… ¿No los necesitamos?

—Estaban para impedir que los comedores de tierra cruzaran el río. —Thutmose-sin se puso de pie—. Nuestros hombres han vigilado el cruce y ninguno de los pobladores ha intentado huir. Nuestros guerreros en la otra orilla no serían de utilidad aunque estuvieran vivos. Y estoy seguro de que los hombres de Insak y Altanar mataron a muchos comedores de tierra antes de caer. Ahora nos toca a nosotros vengar a los nuestros. —Permanecieron en silencio. Los había avergonzado y acallado a todos, y ahora nadie se atrevía a mirarlo—. Nada ha cambiado. Los comedores de tierra nos han rechazado porque han tenido suerte. La próxima vez será diferente. —Endureció la voz—. Alur Meriki nunca ha sido derrotado. Recordádselo a vuestros guerreros. Decidles que se preparen para volver a atacar el poblado y que no importa lo que nos cueste, porque tendremos éxito o todos los Alur Meriki pereceremos en el intento. Y esta vez, hermanos de clan, no escatimaremos nada, y no fracasaremos.