Capítulo 16

Thutmose-sin abría la marcha por el sinuoso sendero, mientras su caballo trataba de esquivar las piedras sueltas. Sus hombres lo seguían. Todos guardaban silencio. Nadie se reía; al menos desde que habían llegado al lugar donde tuvo lugar la primera escaramuza.

Un kilómetro más atrás, una docena de cuerpos de Alur Meriki, descarnados y con los huesos desperdigados, señalaba el sitio donde se habían enfrentado a los Ur-Nammu. La ausencia de cadáveres de la tribu rival confirmó lo que Thutmose-sin ya imaginaba: un grupo de guerreros había derrotado a sus hombres de una forma tan abrumadora que aún habían tenido tiempo para recuperar y enterrar a sus muertos.

Las huellas continuaban hacia las colinas, serpenteando entre acantilados. Thutmose-sin supo de inmediato lo que había sucedido cuando llegó al desfiladero donde había tenido lugar la carnicería. Incluso después de ocho días quedaban rastros en el suelo de un centenar de caballos.

Urgo lo esperaba en el campo de batalla, a la entrada del desfiladero, con un puñado de hombres.

El sarrum se detuvo a su lado, intentando imaginar lo que había sucedido. Los Alur Meriki habían perseguido a los Ur-Nammu hasta aquel lugar. O les habían tendido una trampa. Fuese cual fuese la razón, sus hombres habían cabalgado hasta allí y ninguno había sobrevivido.

—Issogu… Markad… —Thutmose-sin llamó a sus lugartenientes, que venían tras él—. Enviad rastreadores a lo largo de los acantilados. Buscad pistas, cualquier cosa que hayan dejado abandonada. —Se dirigió a otro de sus hombres—. Behzad, sígueme a pie con diez hombres. Explora el terreno a medida que avances. El resto, quedaos aquí.

Espoleó su caballo. El animal levantó la cabeza y echó a andar. Urgo lo seguía a escasa distancia. El camino giraba a lo largo de la pared rocosa. Casi de inmediato, y tan pronto como Thutmose-sin dio la curva, le llegaron el olor y el rastro de la muerte.

Al fondo del desfiladero, animales carroñeros, aves e insectos se concentraban en los cadáveres de los Alur Meriki. Animales que habitualmente se hubieran peleado por el alimento comían juntos ante la abundancia de carne humana. A medida que Thutmose-sin se aproximaba, las alimañas se apartaban de mala gana, irritadas por la interrupción de su banquete, y escapaban por la ladera o batiendo las alas hasta que se elevaban ruidosamente.

Una única lanza se alzaba sobre el montón de huesos rotos y carne putrefacta, con un sucio estandarte amarillo colgando en el aire inmóvil.

Recorrió la zona, estudió la tétrica escena, examinó los escarpados muros que lo rodeaban. Las paredes casi verticales no dejaban espacio para distribuir a los guerreros, y mucho menos para ocultarlos. Thutmose-sin vio sólo unos pocos lugares desde donde un hombre podría colocarse para usar su arco.

A sus pies estaban esparcidos los restos de la batalla. Espadas rotas, lanzas partidas y jirones de ropas ensangrentadas se mezclaban con huesos de hombres y animales. Las flechas, en su mayoría destrozadas, seguían clavadas en algunos de los cadáveres. Los ojos de Thutmose-sin estudiaron el terreno, pero no se bajó de su montura; tenía las riendas de su caballo firmemente agarradas para evitar que se acercara al montón de cadáveres.

Sarrum, mira esto.

Un guerrero corrió hacia Thutmose-sin con una flecha en la mano.

Con una simple ojeada pudo apreciar la causa de la extrañeza de aquel hombre. Faltaba la punta y la madera estaba partida justo detrás de la unión. Pero incluso así era más larga que cualquiera de las que usaban sus guerreros, y cuando la tuvo en sus manos, notó que era también más pesada.

Le pasó la flecha a Urgo, que la examinó brevemente.

—Ah, he visto estas flechas antes, hace unos años, cuando fuimos hacia el Norte. Había un clan que las usaba. Buenos arqueros. —Se rascó la barba—. Pero no eran jinetes. Vivían en las estepas altas, en bosques frondosos.

—Busca otras flechas como ésta —ordenó Thutmose-sin al tiempo que le quitaba la flecha a Urgo y se la devolvía al guerrero—. Enséñasela a los demás.

Sus hombres encontraron otras tres, rotas o inservibles. Aquel hallazgo lo convenció de que otros hombres, además de los de Ur-Nammu, habían luchado contra los suyos. Thutmose-sin se volvió hacia su lugarteniente.

—Trae veinte hombres. Que despejen los cuerpos que cubren la tumba. Y que desentierren los cadáveres.

Urgo permaneció un instante con la boca abierta.

—Pero Thutmose-sin, los muertos… —Su voz se apagó bajo la mirada de su jefe—. Sí, sarrum. Traeré a los hombres.

Espoleó su caballo mientras empezaba a gritar las órdenes.

Issogu regresó corriendo al lado de su jefe.

—No hay rastro de piedras removidas en las paredes del cañón, sarrum —dijo señalando hacia la pared este—. Nada.

Thutmose-sin se volvió hacia el acantilado que se alzaba al Oeste, en donde Markad estaba arrodillado examinando un saliente rocoso y estudiando la tierra.

—Ayúdale —le ordenó.

Urgo se aproximó al frente de veinte hombres abatidos. Una mirada a su jefe los convenció de que no debían protestar. Comenzaron a despejar los huesos, usando sus lanzas y cuchillos todo lo que pudieron para evitar tocar la carne putrefacta. Murmuraban conjuros para ahuyentar a los espíritus. Pronto los cadáveres fueron retirados. El aire se cubrió de nubes de moscas, que rodearon a los sudorosos hombres.

Markad se acercó, con una expresión de asco en el rostro ante el olor.

Sarrum, no he encontrado mucho. Pero es posible que algunos hombres treparan por las rocas de ese lado. Encontré una de nuestras flechas allá arriba, con la punta rota contra la pared, en un lugar que pudo haber estado ocupado por un hombre. Puede que colocaran arqueros allí.

—¿Cuántos?

—Unos pocos, sarrum —respondió Markad sacudiendo su cabeza—. Si hubieran sido muchos habrían dejado huellas, marcas en las rocas. No había nada, sólo esa flecha.

Entonces no había sido una emboscada, a pesar de aquellas extrañas flechas.

—Bien hecho, Markad. Sigue buscando cualquier otro indicio.

Se sentó, soportando en silencio el hedor de la tumba y las moscas, hasta que sus hombres finalmente terminaron de apartar los cadáveres y comenzaron a cavar en el suelo rocoso. Sabía que estaban maldiciendo y lo insultaban en voz baja, pero nadie se atrevió a llevarle la contraria. La tierra había sido apisonada para mantener a los carroñeros alejados, lo cual hacía difícil la tarea a pesar de los esfuerzos de los guerreros. Finalmente, uno de los hombres lanzó un grito al desenterrar el primero de los cuerpos de Ur-Nammu.

Thutmose-sin ordenó que otros veinte hombres les ayudaran, para poder ir despejando el terreno a medida que sacaban los cuerpos de la fosa. El calor se sumó al olor de la muerte que ahora flotaba a su alrededor como una niebla. Uno a uno fueron desenterrados más de cuarenta guerreros, y todavía faltaban algunos.

Uno de sus hombres dio un grito de sorpresa, y Thutmose-sin se acercó a él. Habían sacado otro cadáver, pero aquel hombre era diferente. Lo que quedaba de sus ropas le señalaba como un comedor de tierra. Su cara era chata, un rasgo habitual entre los que trabajaban la tierra.

Otros dos cuerpos, con rostros similares, salieron a la luz. Uno de ellos era un muchacho, apenas con edad suficiente para montar a caballo. Después, nada. Habían vaciado toda la tumba.

Los guerreros, sudorosos, permanecieron de pie, cubiertos de tierra y suciedad, esperando, mientras Thutmose-sin consideraba lo que habían descubierto.

Los Ur-Nammu habían enterrado campesinos junto a sus guerreros. Nunca había oído nada semejante, ni que se deshonrara a unos guerreros de semejante manera. Los Ur-Nammu, como los Alur Meriki, no mantenían tratos con los comedores de tierra. Éstos simplemente existían para ser perseguidos y aniquilados. Pero no parecía que en este caso se hubiera tenido en cuenta aquel principio. Aquellos hombres… enterrados según la tradición… Pensó en las extrañas flechas, examinando la que tenía en la mano.

Sus guerreros no eran estúpidos. No habían caído en una emboscada, y habían matado y herido a una gran cantidad de Ur-Nammu, como lo atestiguaban los jirones de tela sanguinolentos diseminados por el terreno. Pero en algún momento la batalla había dado un giro y todos habían muerto, caído bajo… no había suficientes flechas, al menos para justificar tantos muertos. Entonces tendrían que haber aparecido jinetes, apoyados por algunos arqueros sobre los acantilados. Aquellos extraños habían dado la vuelta al combate, probablemente atacando a los Alur-Meriki por la retaguardia. Un ataque sorpresa, aunque fuese con unos pocos hombres, podía haber proporcionado la victoria al enemigo. En vez de eliminar al resto de los Ur-Nammu, sus hombres se encontraron atrapados entre dos fuerzas y fueron aniquilados.

Partió la flecha que tenía entre las manos. Sus guerreros habían muerto y la venganza reclamaba la sangre de los responsables. Los Ur-Nammu debían ser destruidos, junto a aquellos que les habían ayudado.

Thutmose-sin levantó la vista. Sus hombres lo miraban fijamente, a la espera de sus órdenes, con el zumbido de las moscas sobre los muertos rompiendo el silencio. No estaba seguro de lo que significaba todo aquello, pero había un modo de averiguarlo.

—Urgo, vuelve a enterrar a los Ur-Nammu. —Ignoró el estupor que se había dibujado en el rostro de sus hombres—. Entiérralos como corresponde y luego haz que los caballos apisonen la tierra. Que los sacerdotes ofrezcan sacrificios a sus espíritus y pidan disculpas por haber molestado a los muertos.

Sin mirar atrás, se alejó cabalgando del desfiladero. A la entrada, llamó a Markad y a Issogu.

—Seguid el rastro, a dondequiera que vaya. Averiguad adonde fueron. Y prestad atención si alguno se separó del grupo y se dirigió hacia el Oeste. Llevad tantos hombres como sea necesario.

Dos horas más tarde dio la orden de acampar en el mismo lugar donde los Ur-Nammu se habían detenido a curar sus heridas. Las huellas de las hogueras dejaban claro que habían sido utilizadas durante varios días. Urgo encontró otra de las largas flechas del Norte partida en un árbol, obviamente utilizado como blanco. Eso significaba que las relaciones entre los arqueros del Norte y los Ur-Nammu eran lo suficientemente amistosas como para practicar juntos, sin duda después de celebrar la aniquilación de sus hombres. El rastro perfectamente visible de unos treinta o cuarenta jinetes partía hacia el Norte.

Durante los días siguientes, Markad e Issogu siguieron la pista de los Ur-Nammu. Pero Thutmose-sin podía adivinar lo que encontrarían. Los supervivientes del clan seguirían hacia el Este, mientras que otro grupo se habría dirigido al Oeste, de regreso a Orak.

Una cuadrilla de jinetes de Orak había seguido a los Ur-Nammu o, más probablemente, a sus guerreros. Los comedores de tierra se habían aliado con Ur-Nammu o simplemente habían atacado a los Alur Meriki por la retaguardia. Fuese cual fuese la táctica usada, los jinetes de Orak habían dado un giro a la batalla, perdiendo sólo unos pocos hombres durante el curso de los acontecimientos. Después, aquellos dos grupos, tradicionalmente enemigos entre sí, habían acampado juntos durante varios días, recuperándose de las heridas y tomándose su tiempo para mejorar su puntería.

Todo aquel tiempo juntos… eso significaba que todo lo que supieran los Ur-Nammu también lo sabían los comedores de tierra de Orak.

Peor aún, Thutmose-sin se dio cuenta de que Orak tenía un jefe, alguien que conocía los secretos de la guerra. Eso quería decir que esta vez los comedores de tierra no escaparían, sino que combatirían. Habían vencido a sus hombres, y esa victoria les daría ánimos. Su propia derrota importaba poco. Al menos Alur Meriki había destruido a Ur-Nammu, concluyendo, al fin, aquel conflicto.

La pérdida de sus guerreros no le preocupaba. Tenía muchos guerreros. Pero sus hombres se mirarían entre sí y se harían preguntas. Un grupo de Alur Meriki había sido derrotado, aniquilado, algo que no había sucedido en casi una generación. Y eso provocaría dudas entre sus propias filas. Verían a los jefes de sus clanes de otro modo. Si los guerreros podían ser derrotados una vez, ¿por qué no otra?

Thutmose-sin reflexionó sobre estas cuestiones con Urgo, que se sentó frente a él, en silencio, incapaz de contradecir las conclusiones de su sarrum..

—Tu plan, Urgo, ¿estás seguro todavía de que podemos apresar a los comedores de tierra?

Urgo masticó una hierba y se tomó su tiempo. A él también le preocupaba la derrota, puesto que cualquier reducción en el número de guerreros limitaba el número de hombres disponibles.

—Estamos empujando a todos hacia la aldea. A menos que tengan un número extraordinario de hombres que puedan enfrentarse a nosotros, la conquistaremos.

Thutmose-sin dirigió una penetrante mirada a su subalterno.

—¿Y el muro que están construyendo?

—Una muralla sin hombres para defenderla es inútil, sarrum. —Miró a su jefe a los ojos—. Después de una pequeña escaramuza, ¿son sus guerreros acaso iguales a los nuestros? Han caído en una emboscada, en terreno favorable, con arqueros en los acantilados.

—Ahora tienen un jefe, que sabe cómo luchar y cuándo hacerlo, alguien que puede derrotar a nuestros hombres.

—Es posible, sarrum. Pero ni siquiera unos cuantos hombres de esa clase, aunque sean fuertes, pueden derrotar a todo Alur Meriki.

—Sin embargo, quiero saber más sobre el jefe guerrero que dirige esa fuerza. Averigua quién es. Si Orak tiene un nuevo jefe, alguien entrenado para la guerra, entonces tenemos que conocer todo lo posible sobre él.