Capítulo 26

Eskkar se despertó con el perfume y el contacto del cabello de Trella en su mejilla y el roce de sus labios contra los suyos. Por un momento permaneció inmóvil, disfrutando de aquella caricia. Luego miró hacia la ventana. La oscuridad de la noche cubría el cielo. Se sentó en la cama, enfadado.

—Tranquilo, esposo, hay tiempo de sobra. Gatus me pidió que me asegurara de que descansaras un poco antes de salir. —Trella bajó la voz—. Si continúas insistiendo en que debes ir.

Habían discutido sobre el tema casi toda la mañana. Gatus y Trella se oponían a la participación de Eskkar. Nadie quería que muriera en la llanura y dejara a la aldea sin dirección.

Pero él había insistido, decidido a dirigir el ataque. No confiaba en nadie más. Sisuthros y Bantor estaban heridos, y Gatus, a su edad, no podía moverse con rapidez. Sólo quedaba Jalen, que era demasiado impetuoso para semejante misión. Eskkar hablaba el idioma de los bárbaros, lo que podía resultar muy útil. Al final, habían accedido.

Él y sus lugartenientes pasaron el resto del día planificando los detalles. Para la incursión de los caballos seleccionaron a ocho hombres con experiencia en los establos, que conocían bien a los animales y la forma de lograr una estampida. Jalen los dirigiría. Sería un ataque sencillo, a la altura de su capacidad. Eskkar revisó los preparativos y luego dejó a Jalen que ultimara los detalles.

La búsqueda de voluntarios para el ataque a los carros fue extraordinariamente rápida. Cuando los soldados supieron que Eskkar encabezaría el asalto, muchos se presentaron voluntarios, a pesar del riesgo. Se necesitaban hombres tranquilos, capaces de acatar las órdenes y lo suficientemente fuertes como para transportar lo necesario. Acompañado por Gatus, seleccionó a seis hombres, hablando con ellos personalmente y asegurándose de que tenían el temperamento adecuado y de que le obedecerían sin la menor sombra de duda.

Después el capitán se retiró a descansar un poco hasta la caída del sol, ante la insistencia de Trella y Gatus. Se encontraba demasiado agotado para discutir, por lo que decidió dormir una hora.

En cambio, Trella lo dejó dormir más de tres horas. Cuando se vistió y comió algo, no faltaba mucho para la medianoche, la hora que ambos grupos habían elegido para emprender la marcha. En realidad, los grupos serían tres. El tercero estaba compuesto por un reducido número de arqueros, buenos cazadores y rastreadores, que podían moverse con facilidad en la oscuridad. Saldrían primero y eliminarían a cualquier centinela enemigo que encontraran a su paso.

Antes de que Eskkar abandonara la casa, Trella lo abrazó con tanta fuerza que casi le hizo perder el equilibrio. Sus palabras le rozaron las mejillas.

—No corras ningún riesgo innecesario. Vuelve a mí, Eskkar.

En la puerta del río reunió a sus hombres, mientras se preguntaba qué sucedería en las próximas horas. Los soldados habían retirado la mayor parte de los soportes que aseguraban la puerta y la abrieron con facilidad. Habían echado aceite en sus bisagras para evitar cualquier ruido.

Veintiséis hombres se deslizaron en fila y cruzaron el foso lo más silenciosamente posible. Tan pronto como el último traspasó el umbral, los centinelas cerraron la puerta detrás de ellos.

Después de atravesar el foso, los dos grupos se detuvieron en cuclillas en la oscuridad, mientras esperaban que los arqueros eliminaran a los centinelas enemigos. Bajo las órdenes de un cazador llamado Myandro, desaparecieron en la oscuridad, con sus arcos envueltos en tela para amortiguar el ruido. Todos habían cazado animales salvajes y sabían cómo desplazarse con sigilo.

Había pasado casi una hora cuando regresó Myandro, tan silencioso que sobresaltó a Eskkar.

—Capitán, los centinelas están muertos —susurró el cazador—. Hasta la primera línea de colinas había sólo tres. Cuentas con unas horas hasta que vayan a reemplazarlos. Hay que apresurarse. Enviaré a Jalen tan pronto como os hayáis ido.

Eskkar cogió al hombre por el brazo.

—Buen trabajo, Myandro. —Jalen y sus hombres tenían que recorrer una distancia mucho menor y podían moverse con rapidez porque no llevaban nada de peso. Eskkar se giró hacia Grond, su segundo al mando durante la misión, y anunció en voz baja—: El camino está despejado. Vamos.

Esperó mientras se corría la voz, asegurándose de que cada soldado comprendiera las órdenes. Luego se levantó cuidadosamente, desentumeciendo sus músculos. Cogió con cuidado dos recipientes de barro, envueltos en gruesas telas como protección y atados entre sí con una cuerda que deslizó por su cuello para poder cargar uno en cada brazo. Su espada colgaba a su espalda, para evitar que golpeara contra los cántaros e hiciera ruido, o, peor aún, que pudiera romperlos.

La carga era pesada. Podía oír los gruñidos amortiguados de los hombres mientras se la ajustaban. El único que no parecía molesto por el peso era Grond.

Myandro abrió la comitiva. Eskkar y sus hombres lo siguieron en fila, en dirección Norte, pisando con cuidado para evitar tropezar contra cualquier obstáculo, caer en el foso o en un charco de agua pantanosa. Esta precaución los hizo avanzar más lentamente, y transcurrió algún tiempo hasta que llegaron a donde la muralla torcía hacia el Este.

Aliviados de alejarse del foso y de las tierras anegadas, ahora se movían a cielo abierto, expuestos a cualquier mirada. Al poco rato, fueron en dirección Sur y comenzaron la larga caminata desde la muralla principal, alejándose de Orak. Al principio, Myandro permaneció con ellos, guiándolos a paso firme. Después se adelantó para asegurarse de que el camino estuviese despejado.

Finalmente llegaron a la primera de las pequeñas colinas, frente a la puerta principal, pero a más de un kilómetro de distancia.

El cazador reapareció al lado de Eskkar y le apoyó la mano sobre el pecho para indicarle que detuviera a su columna. El capitán se arrodilló, agradecido de poder quitarse el peso del cuello, aunque fuera sólo por un momento. Entre el peso de los cántaros y la aspereza de la cuerda, sentía su piel en carne viva.

Sus hombres también agradecieron el descanso. La necesidad de silencio total y el esfuerzo por asegurarse de que ningún paso en falso ocasionara una caída les había tensado los músculos. Esperaron a que el rastreador y dos de sus hombres volvieran a adelantarse en la oscuridad.

Eskkar miró a las estrellas y estimó que todavía no habían transcurrido dos horas desde que dejaran Orak. Habrían tardado menos de haber salido por la puerta principal, pero eso significaba que tendrían que eludir a más centinelas, ya que los Alur Meriki vigilaban aquella zona con más atención.

Myandro reapareció como un fantasma, con su rostro directamente al lado de Eskkar.

—La tropa bárbara se encuentra sobre esta colina a unos cien pasos. La mayoría duerme y sólo han apostado unos pocos centinelas. Uno de ellos es el encargado de vigilar el poblado, aunque se pasa la mayor parte del tiempo mirando hacia la hoguera. No sospechan nada. Pero se interponen entre nosotros y los carros, así que debemos esperar aquí.

Eskkar repitió el mensaje a Grond, que se lo susurró a todos los hombres. El capitán se dirigió a Myandro.

—Jalen debería haber atacado. Se hace tarde.

Myandro examinó la luna antes de responder.

—Si lo hubieran visto o capturado ya habríamos oído algo. Volveré a investigar. Se puede ver y escuchar más desde la cima de la colina. Manteneos contra la ladera, y que nadie haga ruido.

Desapareció otra vez. Eskkar envidió aquella capacidad para moverse tan sigilosamente. Pero la presencia del centinela lo ponía nervioso. Pasó revista a sus hombres susurrándoles las órdenes uno por uno, para asegurarse de que se mantuvieran contra la ladera de la colina tanto como fuera posible.

Pasó el tiempo. La luna parecía avanzar rápidamente por el cielo. Cuando llegó el momento, notaron el temblor en el suelo antes incluso de que les llegara sonido alguno, mientras cientos de cascos golpeaban la tierra. Los caballos de la colina también lo escucharon y algunos comenzaron a relinchar nerviosos.

Podía imaginarse el ataque. Jalen habría llegado con sus hombres al lugar y hecho una pequeña fogata. Cada hombre encendería un montón de trapos empapados en aceite y los atarían al extremo de una cuerda. Haciendo girar las cuerdas por encima de sus cabezas, crearían un círculo de fuego que asustaría a cualquier caballo, y, más aún si una manada se despertaba de improviso y veía ocho círculos acercándose a toda velocidad. Los caballos saltarían espantados y con suerte se dirigirían hacia el río, siempre que Jalen hubiera colocado a sus hombres correctamente.

Otros ruidos llegaron a oídos de Eskkar. Se trataba del relincho de los caballos, la alarma de los hombres y sobre todo el tronar de los cascos en la noche. Detrás de las colinas, los bárbaros gritaban y maldecían, despertados bruscamente, buscando sus espadas, tratando de encontrar sus monturas, soltando imprecaciones a la oscuridad. Cada guerrero tenía por lo menos uno o dos animales en la manada, y todos estarían ansiosos por averiguar qué había sucedido.

Myandro surgió de la oscuridad que los rodeaba.

—¡Abajo! ¡Y no levantéis la cabeza!

Se aplastaron contra el suelo, casi sin respirar, en la ladera de la colina. Escucharon a los caballos bajando por el otro lado. Al principio Eskkar pensó que los habían descubierto, pero se dio cuenta de que alguien, seguramente el jefe junto a algunos otros, subían a la cima para ver si Orak mostraba alguna señal de actividad.

Cuando los caballos dejaron de moverse, Eskkar pudo distinguir a tres o cuatro jinetes, a menos de cuarenta pasos hacia la izquierda, mirando hacia la llanura vacía que se extendía hasta las murallas. Si nadie bajaba la vista hacia la falda de la colina…

Pero los jinetes observaban el poblado, en donde nada se movía. En la ladera, las sombras protegían a los hombres inmóviles. El capitán escuchó el relincho de los caballos. Los animales habían percibido el olor de sus hombres. Los guerreros, sin embargo, ignoraron esas señales, convencidos de que estaban asustados por la estampida.

Finalmente el jefe de Alur Meriki dio una orden y los caballos dieron media vuelta, emprendiendo el descenso en dirección contraria. Al hacerlo, el grupo se lanzó al galope, hacia el Norte.

Permanecieron inmóviles, esperando a que Myandro llegara a su posición para saber si habían dejado algún centinela apostado. Si era así, habría que matarlo. El tiempo volvió a hacerse eterno hasta que el cazador los llamó desde la cima.

Al instante, Eskkar y sus hombres cogieron los recipientes y comenzaron a subir la colina, maldiciendo el peso que llevaban en torno al cuello y que les hacía perder el equilibrio, tropezar y caer. En la cima se encontraron con Myandro y uno de sus hombres. Tirado en el suelo para que su silueta no se recortara bajo la débil luz de la luna, Eskkar pudo ver el campamento principal a unos quinientos metros de distancia. Sólo unas pocas hogueras brillaban en la oscuridad, pero se iban encendiendo más a medida que el campamento despertaba e intentaba averiguar qué había ahuyentado a sus animales.

—Allí, capitán. —Myandro señaló con su arco hacia el Este—. ¿Ves esa pequeña hoguera? Ahí es donde están los carros. —Podía verse una fogata a unos seiscientos pasos de donde se encontraban—. ¿Quieres que te acompañemos?

Eskkar dudó un momento, pero se dio cuenta de que con más hombres no resolvería nada.

—No, sigamos con lo acordado. Quédate aquí y cubre nuestra retirada, si es posible. Si no, sálvate.

El hombre asintió, sin molestarse en decirle que Gatus le había ordenado que no regresara sin el capitán de la guardia.

—Entonces apresúrate, antes de que vuelvan y bloqueen el paso. Y es posible que haya más centinelas.

Por supuesto que habría centinelas, y bien despiertos, a juzgar por los ruidos que procedían del lado norte. Moviéndose tan silenciosamente como pudieron, los hombres de Eskkar descendieron la ladera opuesta de la colina, hacia el Sur, para poder acercarse al lugar por detrás, con la esperanza de que los guardias estuvieran distraídos con la confusión. No tuvieron que desplazarse mucho y se movieron con rapidez, recuperados por el breve descanso.

Cuando llegaron al sitio indicado, Eskkar dio la orden de detenerse. Puso una rodilla en tierra para colocar su carga silenciosamente en el suelo y se soltó la cuerda que le pasaba por el cuello. Con otro movimiento sacó la espada que llevaba atada a su espalda y se la colocó en la cintura. No llevaba más armas.

Eligió a dos hombres para que lo acompañaran. Uno llevaba un arco corto y seis flechas, el arma típica de los bárbaros, fácil de conseguir entre tantos guerreros que habían muerto. El otro portaba dos cuchillos.

Los tres hombres caminaron abiertamente hacia la hoguera. El primer carro les cerraba el paso. Eskkar tropezó con una cuerda, invisible en la oscuridad. Un poco más adelante, vio a dos hombres mirando hacia el Norte, dándoles la espalda. Se dirigió al hombre del arco.

—Quédate aquí por si hay más centinelas —le susurró—. Nos ocuparemos de estos dos. Vamos, Tellar —le ordenó al otro—, y dame uno de esos cuchillos.

Aquel soldado usaba el cuchillo de una forma extraordinaria, por eso había sido elegido para aquella incursión. Le dio a Eskkar una de las armas, que mantuvo oculta contra su brazo.

Caminó directamente hacia los centinelas, sin evitar hacer ruido. Sin embargo, a unos treinta pasos de ellos, éstos todavía no se habían dado cuenta, así que simuló tropezar y maldijo en voz alta. Los bárbaros se dieron la vuelta al escucharlos, con las manos sobre la empuñadura de sus espadas al ver a dos hombres que los saludaban.

—¿Quiénes sois? —preguntó el más bajo de los dos.

—Tranquilo, amigo —respondió Eskkar en lengua bárbara, arrastrando las palabras como si estuviera borracho. Siguió caminando despacio hacia ellos, agradecido a los Ur-Nammu por haberle dado la oportunidad de practicar el idioma—. Estábamos bebiendo allá en la llanura cuando escuchamos el ruido. ¿Qué es lo que pasa?

Dejó que sus palabras se perdieran y dio un paso hacia un lado, como si tuviera dificultades para caminar en línea recta.

El más alto de los guardias respondió, aparentemente con ganas de conversar.

—Algo debe de haber asustado a los caballos. Tal vez algunos comedores de tierra.

—¡No! ¿Cómo podrían hacer algo así? —Eskkar se detuvo a unos pasos de los hombres y se dirigió a su compañero—. ¿Has oído eso? Alguien quiere nuestros caballos.

Cuando volvió a girarse, el cuchillo brilló en su mano, mientras se lanzaba contra el guardia más bajo y le hundía la daga en el vientre antes de que éste pudiera desenvainar su espada. Al mismo tiempo Tellar se abalanzó sobre el otro guardia, cayendo con él al suelo, en donde lucharon un instante antes de volver a levantarse con el cuchillo ensangrentado en una mano y la espada del guerrero en la otra.

Eskkar no perdió tiempo con los cadáveres. Se encaramó al carro más cercano para mirar a su alrededor pero no vio a más centinelas, ni siquiera caballos, sólo más antorchas y hogueras que se encendían en el campamento principal.

—Tellar, trae a Grond y a los demás. No tenemos mucho tiempo.

Grond apareció casi de inmediato, llevando la carga de Eskkar además de la suya sin esfuerzo aparente. El capitán tuvo tiempo de sonreír ante aquel alarde de fuerza.

—Hay que juntar todos los carros que podáis. Tellar, destapa los recipientes.

Los cántaros contenían un oscuro aceite que ardía durante horas. El contenido de una jarra era suficiente para convertir en una antorcha un par de carros en un instante. Los afilados cuchillos de Tellar cortaron con facilidad las cuerdas y el cuero que los mantenían cerrados.

Eskkar dejó a los hombres concentrados en su trabajo mientras se acercaba a examinar otro de los carros. A pocos metros se encontraban unas largas planchas de madera unidas, quizá para formar un escudo con el que proteger a cinco o diez hombres a la vez. Los bárbaros habían planeado bien su ataque con fuego. Podían usar aquellos escudos para protegerse de las flechas y piedras mientras amontonaban la madera y los carros contra la puerta de Orak.

Eskkar no sabía qué hacer con ellos. Necesitaría por lo menos cuatro hombres para levantarlos y no contaba con herramientas para destruirlos. Tal vez fuera posible arrastrarlos contra los carros.

Dos carretas chirriaron ruidosamente cuando las empujaron. En poco tiempo habían reunido seis carros. Dos hombres se subieron a ellos y derramaron el aceite.

Los soldados se movían con agilidad, echando el aceite y pasando al carro siguiente. Enseguida vaciaron todos los recipientes. La fogata de los guardias les resultó de gran utilidad, ya que utilizaron sus leños para encender los carros. La madera empapada de aceite prendió al instante y las llamas comenzaron a elevarse.

—¡Grond! Ayúdame con estos escudos.

Los hombres corrieron a su lado y entre cuatro levantaron el primero de ellos y lo apoyaron contra el carro más cercano, antes de volver a por otro. En aquel momento habían iniciado veintiocho fogatas, tras vaciar los catorce recipientes que habían transportado con tanto cuidado. La oscuridad de la noche fue traspasada por un muro de llamas.

Eskkar y Grond trataron de ignorar las oleadas de calor que arremetían contra su cuerpo. Arrastraban los enormes escudos y los colocaban contra los carros en llamas. Diez… veinte… Eskkar perdió la cuenta, aunque le dolían los brazos por el esfuerzo.

—¡Capitán! ¡Han visto el fuego! ¡Se acercan! —gritó Tellar para que lo oyera por encima del crepitar de las llamas—. ¡Tenemos que irnos!

El incendio hacía un ruido ensordecedor, con la madera reseca explotando en llamaradas, alzándose hacia al cielo nocturno. Eskkar miró a Grond y asintió.

—Ayúdame con el último escudo, Grond.

Todos le echaron una mano para transportar el último de aquellos artefactos hasta la pira.

—Vámonos —ordenó Eskkar, respirando con dificultad en medio del calor de las llamas. Sus hombres se perdían ya entre las sombras, deseando regresar a lugar seguro.

Los guerreros del campamento principal habían visto las llamas. Llegaban a toda prisa pero ninguno venía a caballo. Todos los jinetes se habían dirigido hacia el río, ansiosos por recuperar sus monturas. Eskkar comenzó a correr hacia la aldea cuando tres guerreros se dirigieron hacia él, tratando de alcanzarle. Vio que pronto lo lograrían, así que se dio la vuelta y desenvainó su espada al mismo tiempo que se lanzaban contra él.

***

Thutmose-sin se despertó sobresaltado, sintiendo que la tierra temblaba bajo su cuerpo. Por un instante pensó que podía ser un terremoto, pero reconoció el sonido de muchos caballos en estampida. Las dos esposas que había elegido para esa noche lo interrogaban temerosas, pero él no les hizo caso. En el exterior, los hombres gritaban, y cuando el primer guardia abrió la entrada de su tienda, Thutmose-sin ya se había levantado y atado el cinturón con su espada.

Sarrum —dijo el guerrero sin aliento—, los caballos han escapado. Todos…

—¿Cuál ha sido la causa? ¿Lo sabes?

Cualquier cosa podía desbocar a los caballos, un olor extraño, una fuerte brisa, incluso un jinete en medio de la noche.

—No, sarrum, todavía no…

—Averígualo —le ordenó.

Tras salir de su tienda, Thutmose-sin miró hacia a las estrellas. Todavía faltaban unas horas para el amanecer. Todas las hogueras se habían extinguido, excepto las de los centinelas, que brillaban en los límites del campamento.

A su alrededor se arremolinaban guerreros confundidos. Todos tenían caballos en la manada. Los que habían dejado sus monturas en las proximidades salieron de inmediato a todo galope hacia el río. Un joven guerrero se acercó con el caballo de Thutmose-sin. Éste saltó sobre él y se dirigió hacia la cima de una colina cercana, con su guardia haciendo esfuerzos por seguirlo a pie. Al llegar a la cumbre, miró hacia el poblado. Todo parecía tranquilo, así que su atención se centró en el río. No podía ver a los caballos, pero unas pocas antorchas se movían por los alrededores en dirección a la orilla.

Un jinete se acercó al galope y le llamó.

Sarrum, los comedores de tierra han espantado a los caballos. —El hombre hizo una pausa—. Los asustaron con fuego e hicieron que muchos se lanzaran al Tigris.

—¿Los habéis capturado?

—Todavía no, sarrum. Los caballos bloquean el paso, pero la patrulla ha intentado interceptarlos, así que están atrapados contra la orilla.

Thutmose-sin volvió a dirigir su mirada hacia Orak. Seguía sin haber signos de actividad. Miró al Sur, pero no vio nada, sólo el fuego de los centinelas. Tranquilizado, decidió ir al lugar donde estaba el problema. Pero en ese momento se percató de un fuego más lejano, donde estaban los carros y la madera para el asalto. Las hogueras de los centinelas ardían con mucha fuerza… demasiada para una simple fogata. Y sólo debería haber una, no… mientras observaba vio cómo el fuego se iba extendiendo y las llamas se elevaban hacia lo alto.

—Trae a los hombres del río. Envíalos a donde tenemos los carros. Los comedores de tierra los están destruyendo. Traed hombres. Hay que detenerlos.

Miró a su alrededor. Sólo una docena de sus guardias estaba a su lado; el resto había ido al río en busca de sus caballos.

—Seguidme y daos prisa antes de que lo quemen todo.

Salieron corriendo colina abajo. Él los siguió más lentamente, dejando que su caballo eligiera el camino. Cuando llegó a la parte inferior, sus hombres ya habían llegado, y avanzaban en una caótica formación y gritaban para que se les unieran más hombres. Pronto comenzó a adelantarlos. El fuego de los carros iluminaba la noche, y pudo comprobar que más de una docena de carretas eran pasto de las llamas.

Apresuró a su caballo. Durante un momento, su animal obedeció, pero luego se detuvo frente a las llamas, resistiéndose a avanzar, negándose a dar otro paso. Mientras maldecía al asustado animal, Thutmose-sin desmontó de un salto y corrió tras sus hombres. Unas sombras se movían entre las llamas, amontonando maderas contra los carros.

—¡Detenedlos! —gritó al tiempo que desenvainaba la espada.

El ruido de las armas le hizo saber que había hombres luchando. Ahora las llamas habían crecido tanto que podía ver a los comedores de tierra trabajar frenéticamente, intentando quemar los carros y la madera que sus guerreros habían recogido con tanto esfuerzo.

Uno de sus hombres gritó, luego tropezó y cayó, agarrándose el brazo, de donde sobresalía una flecha. Aquellos malditos arqueros de la aldea. Justo ante él vio caer a otro de sus hombres, esta vez agredido por un alto guerrero con una gran espada. Ignorando una flecha que zumbó a su lado, Thutmose-sin alzó su espada y corrió hacia aquel hombre.

***

Eskkar se enfrentó al primer guerrero con un golpe salvaje, haciéndole perder la espada, mientras hundía la suya en el pecho de su atacante antes de que pudiera recobrarse. El segundo bárbaro, casi un muchacho, blandió su arma contra la cabeza del capitán, con la intención de alcanzarlo antes de que pudiera sacar su espada del cuerpo del primer hombre. Pero Eskkar se agachó y empujó con el hombro al muchacho, mientras liberaba el arma. Y antes de que el guerrero pudiera volver a embestirle, giró la espada con toda la fuerza posible. El bloqueo, débil y desequilibrado, casi no amortiguó la velocidad de la espada de Eskkar mientras atravesaba el cuello del joven.

El tercer guerrero se lanzó contra él con un brutal golpe de arriba abajo. Comprendió, al primer contacto, que no se enfrentaba a un jovenzuelo inexperto, sino a un guerrero experimentado, dueño de un brazo poderoso. Detuvo un segundo ataque, y un tercero, y luego un cuarto, pero retrocediendo ante cada golpe. El adversario seguía avanzando y Eskkar no podía lanzar un contragolpe, sino que era empujado hacia la luz, hacia el centro de las llamas.

El capitán vio una oportunidad y se lanzó hacia su contrincante, deteniendo su avance y pudiendo así recobrar el equilibro. Blandiendo su gran espada, se dirigió contra su adversario con media docena de golpes, antes de causarle una herida profunda en el brazo que empuñaba la espada. El herido se tambaleó entre maldiciones y dejó caer su arma al suelo. Eskkar alzó la suya para rematarlo, pero media docena de Alur Meriki aparecieron entre gritos de guerra y trató de enfrentarse a ellos. Antes de que pudieran derribarle, Tellar, Grond y otros dos hombres ya se habían colocado a su lado, formando una fila a la izquierda.

El capitán casi no tuvo tiempo de recobrar el aliento antes de que el primero de los guerreros llegara corriendo y utilizara aquel impulso para dirigir un golpe a su cabeza. Lo esquivó, pero sintió el impacto en su brazo, lo cual le hizo retroceder, mientras el guerrero se estrellaba contra su pecho y los dos caían a tierra. Eskkar lo agarró por el cuello y lo empujó, y después se puso de pie. El combate se desarrollaba por todas partes, pero por el momento no apareció ningún otro guerrero Alur Meriki. El bárbaro al que había empujado dio dos vueltas y de alguna manera consiguió levantarse, blandiendo de nuevo su espada hacia su cabeza, aunque en el último momento cambió de idea y apuntó al hombro de Eskkar, que frenó el golpe y respondió con una ofensiva que obligó a su oponente a echar su cuerpo hacia un lado.

Aquel movimiento provocó que el medallón de cobre que llevaba brillara a la luz de las llamas. Era el distintivo del sarrum de Alur Meriki.

—¡Thutmose-sin! —Eskkar escupió las palabras al jefe de todos los clanes.

Después ya no tuvo tiempo para respirar o para ninguna otra cosa. Los dos jefes se enfrentaron, cara a cara, ninguno dispuesto a retroceder, demasiado cerca como para poder usar las espadas con buenos resultados, pero compensando la falta de espacio con golpes y empujones. La furia de Eskkar estalló. Aquel hombre había mandado matar a su padre y a su familia. La sed de sangre se apoderó de él y su espada se lanzó con odio contra el cuello de Thutmose-sin.

Pero el jefe de Alur Meriki había perfeccionado su técnica desde la juventud y sus músculos estaban endurecidos por las horas a caballo, y bloqueó cada golpe con una habilidad que demostraba años de entrenamiento. Golpe tras golpe, el contrincante de Eskkar se movía con facilidad. La ira del capitán comenzó a desvanecerse a medida que sus fuerzas flaqueaban. Trató de ignorar el cansancio de su brazo y se lanzó contra su oponente.

El sarrum de Alur Meriki se giró mientras apartaba la espada y contraatacó con una embestida tan brutal que obligó a Eskkar a retroceder dos pasos. Los golpes siguieron cayendo sobre éste, sin darle la oportunidad de responder. Sintió que su brazo se debilitaba aún más y supo que su oponente también se había dado cuenta. Este redobló el ataque, lanzando embestidas y golpes cada vez más rápidos, sin permitir que el capitán se recobrara.

El miedo empezó a apoderarse de él. En cualquier momento le resultaría imposible frenar alguno de los golpes. El calor rugía a su espalda, rodeándolo. Retrocedió otro paso, pero la rueda de un carro contra su hombro le indicó que ya no le quedaba más espacio. Tenía que usar las dos manos para detener los golpes que llegaban con la fuerza de un leñador blandiendo su hacha.

Gruñendo confiado, Thutmose-sin dejó caer su espada sobre la cabeza de Eskkar, pero en el último momento la desvió hacia su hombro. El bloqueo de Eskkar llegó demasiado tarde. Sólo pudo alzar su arma por encima del pecho. Las dos hojas entrechocaron con un chasquido, lanzando una lluvia de chispas, pero después sucedió lo imposible.

La espada de Thutmose-sin se partió contra la de Eskkar. La rotura del arma cogió al guerrero por sorpresa, momento que el capitán aprovechó para empujarle y golpearle con la empuñadura en la cabeza, haciéndole perder el equilibrio. Thutmose-sin tropezó con un tronco y cayó de espaldas, atontado, mientras soltaba su espada. Eskkar dio un grito ahogado y, con las fuerzas que le quedaban, bajó la punta de su espada y la dejó caer hacia su enemigo mortal, dispuesto a hundir la hoja salvajemente en el pecho del caído.

Pero antes de que pudiera vengar a su familia, una explosión le tiró al suelo, seguida de una oleada de calor. El carro que tenía a su espalda, el último que él y Grond habían incendiado unos minutos antes, estaba cargado con algo más que madera para los escudos. No se habían dado cuenta de que contenía media docena de recipientes con aceite, que acababan de ser alcanzados por las llamas. Los cántaros se habían resquebrajado con el calor, añadiendo más aceite a aquel infierno de fuego que había transformado la carreta en algo que iba más allá de todo lo que hubieran visto nunca.

Una bola de fuego se elevó hacia los cielos, mientras miles de fragmentos del carro en llamas salían disparados en todas direcciones. Todos los hombres se detuvieron un instante, algunos cayeron de rodillas o de espaldas, olvidándose de su enemigo para mirar sorprendidos aquella llamarada.

Aturdido por la explosión, Eskkar sintió que Grond lo ayudaba a ponerse de pie. Boquiabierto, el capitán todavía estaba aferrado a su espada. A una docena de pasos vio que arrastraban a Thutmose-sin a cubierto, en la dirección opuesta.

Las llamas del carro estaban descendiendo, pero había más incendios en los alrededores, fundiéndose unos con otros y elevando la temperatura; el crepitar del fuego era tan ensordecedor que Eskkar creyó que iban a estallarle los oídos. Tellar, sin su espada y con sangre resbalando por uno de sus brazos, agarró a Eskkar por la cintura con su brazo sano. Con Grond soportando la mayor parte del peso, se alejaron tambaleantes del incendio.

Otro Alur Meriki surgió entre las sombras e intentó atacarlos espada en alto. Eskkar, todavía aturdido e incapaz de reaccionar, vio a Grond alzar su espada, pero de repente el hombre tropezó y cayó, casi a sus pies. Una flecha sobresalía de su pecho. Vio por el rabillo del ojo a Myandro preparando otra flecha en uno de los extremos del incendio. Eskkar escuchó sin comprender el ruido de las espadas. Sentía la espalda quemada. Oyó que Grond gritó algo, y la hoja de su arma reflejaba el fuego y la sangre de las llamaradas, mientras su guardaespaldas le empujaba, obligándole a correr.

Llegaron dos arqueros más del grupo de Myandro, que lanzaron sus flechas y luego se retiraron con el resto de los hombres de Orak, corriendo en la oscuridad y dejando atrás los gritos furiosos de los guerreros.

El capitán comenzó a despejarse a medida que se alejaban. El aire más fresco, lejos del incendio, le ayudó a recuperar fuerzas. Apartó a Tellar cuando notó que sus piernas ya no estaban tan débiles, pero Grond siguió sosteniéndolo con firmeza por su brazo izquierdo. Avanzó dando tumbos, intentando dar pasos más largos.

Corrían para salvar sus vidas. Grond le arrastró hasta que pudo seguirle el paso. Avanzaban tan rápido como podían por el accidentado terreno, sin aliento para pronunciar palabra. Cuando llegaron a la cima de la colina, Eskkar se detuvo para echar un rápido vistazo a sus espaldas.

Una masa ardiente iluminaba el cielo. El grito de los guerreros furiosos se mezclaba con el fragor de las llamas que iluminaban a docenas de Alur Meriki que se habían acercado a los carros. Algunos intentaban separar las carretas y rescatar algunos troncos de aquel infierno, mientras que otros buscaban a sus agresores.

Grond volvió a agarrarle del brazo y se internaron de nuevo en la oscuridad. Orak estaba a más de un kilómetro. Habían recorrido la mitad de la distancia cuando el aterrador temblor de los cascos de caballos les animó a correr todavía más. La horripilante visión de lo que les sucedía a los hombres a pie, atrapados por la espalda por jinetes, volvió por un instante a la memoria de Eskkar.

Siguieron adelante. Grond y Eskkar iban rezagados. El corazón del capitán golpeaba en su pecho y sus piernas temblaban agotadas. Su respiración se volvió más irregular. Estaba pagando caro las dos noches casi sin dormir y la pelea que acababa de tener lugar. Grond marchaba ahora a su espalda, con una mano sobre sus hombros, y lo apremiaba a seguir adelante.

La muralla de Orak, que se recortaba a la luz de la luna, crecía a cada momento. El foso tenía que estar ya a poco más de doscientos pasos. En aquel momento pudo apreciar a una fila de hombres elevarse en la oscuridad. Redujo el paso, pensando que los bárbaros se les habían adelantado. Pero entonces escuchó la voz de bienvenida de Gatus que lo llamaba. Bajó la cabeza y siguió corriendo, ignorando el dolor punzante que le atravesaba el pecho cada vez que respiraba.

Llegaron hasta los soldados, que tenían sus arcos preparados. En el mismo instante que cruzaron la línea de fuego, Gatus gritó la orden.

—¡Disparad!

Veinte flechas silbaron en la noche.

Eskkar tropezó, estando a punto de caer, pero Grond, que aún iba a su lado, lo agarró por el brazo. Aquel hombre había permanecido detrás de él todo el tiempo, cubriéndole la espalda, cuando podría haberle adelantado. En ese momento volvió a sujetarle y lo ayudó a seguir adelante. Detrás de él, los arqueros enviaron dos andanadas más de flechas hacia los jinetes que se acercaban antes de que ellos también dieran media vuelta y buscaran refugio tras la muralla de Orak. Los arqueros pronto alcanzaron a los agotados hombres de Eskkar. Todos llegaron al foso al mismo tiempo y saltaron al barro, revelando su posición con el ruido y los chapoteos.

Una voz desde la torre recordó a los arqueros que dispararan sólo contra los jinetes. El foso, en mitad de la noche, se convirtió en una pesadilla; Eskkar pudo oír el silbido de las flechas sobre sus cabezas. Los hombres cayeron de bruces en el barro, maldiciendo, tambaleándose para volver a caer unos pasos más adelante en la traicionera superficie, mientras la oscuridad retrasaba su avance.

Finalmente llegaron a la base de la muralla. Eskkar se recostó contra ella un momento, incapaz de ver nada ya que la estructura bloqueaba la luz de la luna.

A su lado, Grond tanteó la áspera superficie y encontró una soga, que enroscó dos veces en torno a su capitán. Hizo un nudo e inmediatamente gritó a los que estaban en el parapeto.

Eskkar ascendió como por arte de magia, con su espada contra el brazo, hasta que lo agarraron por los hombros y lo levantaron por encima del muro. Enseguida llegó Grond, que subió por sus propios medios al ver que su capitán había llegado a la parte superior. Este se sentó un rato en el parapeto, tratando de recobrar el aliento.

Las flechas volaban sobre la muralla o se estrellaban contra ella. Algunos bárbaros los habían perseguido hasta el foso. Los arqueros de Orak pronto los rechazaron. Las llamas de los carros se elevaban en la colina y proporcionaban luz suficiente, incluso a tanta distancia, para recortar la silueta de cualquiera que estuviera montado a caballo. Cuando Eskkar volvió a ponerse en pie y se asomó, el último de los jinetes emprendía la marcha, fuera del alcance de las flechas, hacia la pira de carretas.

La visión del fuego en la colina deslumbró a Eskkar. Nunca había visto un incendio semejante. Las llamas alcanzaban una altura extraordinaria, como si quisieran incendiar los cielos. La enorme provisión de leña, seca por el inclemente sol de los últimos días e impregnada del aceite oscuro, generaba una hoguera imposible de apagar. Los bárbaros seguramente podrían rescatar algunos carros y escudos, pero al menos la mitad, o tal vez más, de la preciosa reserva de madera se estaba consumiendo.

El ataque había valido la pena, pensó Eskkar, pero luego se contuvo. Era mejor averiguar primero cuántos hombres habían muerto antes de celebrar nada.

—Un buen espectáculo, ¿verdad, capitán? —Las palabras de Gatus sonaban tranquilas.

Su lugarteniente estaba de pie a su lado, cubierto de barro de los pies a la cabeza. La cómica aparición hizo sonreír a Eskkar, antes de que se le ocurriera mirarse a sí mismo. El viejo soldado había sido el último en subir. Grond también estaba allí, tan embarrado como los demás, con sus dientes blancos brillando bajo la luz de la luna. Todos los hombres del ataque se reunieron a su alrededor.

—Esta visión se la debo a Grond. Prácticamente me arrastró de regreso a Orak.

—El capitán estaba cansado de luchar solo contra tres guerreros. —Grond alzó la voz para que todos lo oyeran—. Se dio la vuelta para atacarlos, para que los hombres pudieran alejarse. Y los mató a todos.

El terror de la pelea cruzó como un relámpago por la mente de Eskkar. No pudo evitar un escalofrío al recordar a Thutmose-sin, que lo había acorralado contra la rueda del carro. Se había enfrentado a numerosos peligros, pero nunca había sentido la muerte tan de cerca.

Sacudió la cabeza, tratando de alejar aquellos escalofriantes pensamientos, y escuchó a sus hombres relatar sus hazañas, vanagloriándose de la fuerza de su capitán. Si supieran que el miedo casi lo había doblegado.

—¿Cuántos hombres hemos perdido, Gatus? ¿Y qué ha pasado con los que fueron a provocar la estampida?

Gatus lo miró avergonzado durante un momento.

—Por los dioses, me olvidé de ellos. —Pidió a gritos que le informaran de las bajas, pero nadie sabía nada—. Iré a averiguarlo, capitán.

—No, quédate aquí de guardia hasta mañana. Trataré yo de saber qué ha sucedido con Jalen.

Eskkar se abrió paso entre sus hombres hasta que pudo bajar. Trella lo estaba esperando. Le abrazó con fuerza. Luego lo cogió de la mano y juntos corrieron hacia la parte posterior de la aldea. Grond y los demás los siguieron. Todos querían saber qué suerte habían corrido los responsables de la maniobra de distracción.

Los pobladores, ansiosos, llenaban las calles, haciendo preguntas, queriendo saber lo sucedido. Grond, con otros dos hombres, consiguieron que Eskkar se abriera paso entre la multitud. Le pareció que habían tardado una eternidad en llegar a la entrada del río.

La puerta se encontraba abierta. Los arqueros estaban preparados, arcos en mano, mirando hacia ella, brillantemente iluminada por una hilera de antorchas que se extendían hasta la orilla del río e incluso se adentraban en sus oscuras aguas. Había hombres apostados a ambos lados de la puerta. Eskkar escuchó gritos, incluso algunos vítores, que llegaban de la entrada.

Se abrieron camino entre los hombres y cruzaron el foso, con Grond iluminando el camino con una antorcha. Al llegar a la orilla del río, un hombre empapado se acercó a ellos, tropezó y cayó de rodillas, exhausto de luchar contra la corriente. Casi de inmediato apareció otro, intentando coger aire.

Eskkar continuó y se detuvo en el embarcadero. Las temblorosas antorchas iluminaban a una fila de hombres en las aguas del Tigris, aferrados a la gruesa soga utilizada para empujar las barcazas de una orilla a otra.

Mientras Eskkar miraba, rescataron a más hombres de las aguas, que salían tosiendo y escupiendo, hasta de que sacaron a siete. Pero no había señales de Jalen, Esperó un poco más, asegurándose de que los soldados estaban alerta y examinaban con cuidado lo que pudiera arrastrar el río.

La maniobra de distracción había funcionado tal como había planeado. Los hombres de Jalen habían espantado a los caballos hacia el río, esperando hasta el último momento antes de lanzarse a las aguas, dejando que la corriente los empujara por la curva del río y de allí río abajo hacia Orak. Todos deberían haber llegado hasta el embarcadero, pero antes de que Eskkar y los suyos estuvieran a salvo. Algo tenía que haber salido mal.

Se dirigió bruscamente a los dos primeros hombres que alcanzaron la orilla.

—¿Dónde está Jalen? ¿Por qué habéis tardado tanto en volver?

Uno de los hombres lo miró sin comprender pero el otro movió consternado la cabeza y, después de tomar aliento, respondió.

—Capitán, los caballos nos bloquearon el paso hacia el río. Corrieron de un lado al otro por la orilla. No pudimos pasar… tuvimos que ocultarnos hasta que el camino quedó despejado. —El hombre luchó por ponerse en pie. Eskkar le dio una mano para ayudarlo—. Cuando íbamos a emprender la retirada, los bárbaros nos descubrieron. Corrieron hacia nosotros y Jalen fue herido durante la pelea. Mató a un hombre, pero sangraba mucho cuando lo vi saltar al agua.

Un grito surgió de los hombres que se encontraban en el río y las palabras «Jalen ha muerto» sonaron como un eco sobre el agua. Los hombres alcanzaron la orilla, cargando con un cuerpo.

Maldiciendo por lo bajo, Eskkar llegó al mismo tiempo que los hombres depositaban el cadáver sobre la tierra. A la luz de las antorchas, tuvo que concentrarse un momento hasta reconocer a Jalen, que tenía una raíz rota fuertemente apretada en su mano y una herida profunda en el costado.

—Debía de estar gravemente herido y no pudo luchar contra la corriente, o tal vez se enredó con algunas ramas.

Eskkar podía imaginar lo que había sucedido. Cuando Jalen consiguió soltarse de las ramas, ya no le quedaban fuerzas para mantener la cabeza fuera del agua. O bien la pérdida de sangre por la herida lo había dejado demasiado agotado. Sacudió la cabeza, con un gesto de frustración. Había perdido a uno de sus hombres más valientes, un lujo que no podían permitirse.

El segundo de Jalen se había recuperado lo suficiente para relatar lo sucedido. Siguiendo las órdenes, se había asegurado de que todos los hombres saltaran al río. Él había sido el último en hacerlo. Le aseguró a Eskkar que los había contado a todos al entrar a las aguas. Sin embargo, otro de los hombres se había perdido o bien había sido arrastrado corriente abajo, ahogándose probablemente, pasando desapercibido entre los caballos muertos que flotaban por las aguas.

Cuando terminó su relato, ya habían salido todos del río. Enseguida emprendieron la marcha de regreso a través del foso. Los últimos hombres entraron cargando el cuerpo de Jalen.

Eskkar cogió a Trella de la mano. Juntos regresaron a la protección de las murallas de Orak. Sisuthros los esperaba en la puerta. En su rostro se reflejaba el dolor que sentía.

El capitán le puso una mano en el hombro.

—Averigua todo lo sucedido, y luego informa a Gatus.

Sintió que Trella le empujaba del brazo, y se dio cuenta de que le estaba apretando la mano con tanta fuerza que le hacía daño. Redujo la presión, mientras emprendían en silencio el regreso a casa.

En el pozo, Trella lo ayudó a quitarse la ropa y a limpiarse el barro del cuerpo. Los sirvientes trajeron agua, trapos para secarse y ropa seca. Bajo la luz de las antorchas le vendó una fea herida en el brazo izquierdo después de lavarla bien. Se le había chamuscado el vello del brazo derecho cuando explotó la carreta. En su espalda descubrió dos quemaduras, que también lavó, pero las dejó al descubierto.

Los sirvientes se retiraron, dejando una sola antorcha en el pequeño jardín. Ellos se sentaron juntos en el banco. Eskkar tomó agua fresca y después una copa de vino caliente, que acabó casi tan rápido como el agua.

Trella le examinó el brazo, controlando el vendaje para ver si la herida seguía sangrando. Esperó hasta que pudo hablar.

—Jalen no ha tenido suerte —comenzó—, no ha tenido suerte cuando lo hirieron, ni en el río. Tendría que estar vivo y yo muerto. —Señaló la espada apoyada en el árbol, ya limpia y engrasada por los sirvientes—. Tu espada me salvó la vida, Trella. Me enfrenté a Thutmose-sin. Es un verdadero guerrero y casi me derrota. Creí que estaba a punto de morir. Me sentí indefenso frente a él, hasta que su espada se rompió contra la mía y pude derribarlo con las escasas fuerzas que me quedaban. Un golpe más y habría muerto. Incluso después me habrían matado o capturado si Grond no hubiera cargado prácticamente conmigo de vuelta al poblado. —La miró—. Nunca he estado tan seguro de mi propia muerte, en ninguno de los combates a los que me he enfrentado a lo largo de todos estos años. Tuve miedo, el mismo miedo que vi en ojos de otros… otros hombres con los que luché… y maté.

Sacudió la cabeza como si no diera crédito a sus palabras, avergonzado de admitir su debilidad y su miedo, incluso frente a ella.

Cuando Trella respondió, su voz era tranquila y precisa.

—Entonces la espada nos ha servido a ambos. Puesto que no puedo pelear a tu lado, ella debe ocupar mi lugar y defenderte. Esposo, es verdad que los dioses te favorecen y te protegen. Lo han hecho ante el poderoso jefe de Alur Meriki. Nadie puede enfrentarse a tantos enemigos sin cansarse, especialmente después de una larga marcha con una carga pesada. Pero lo mejor de todo es que has admitido haber tenido miedo. —Eskkar la miró confundido. Nunca había confesado su miedo a una mujer, ni había oído que ningún guerrero lo hubiera hecho. Tampoco lo habría hecho en ese momento si no estuviera agotado, y quizá porque el vino caliente le había aflojado la lengua—. Los dioses se enfurecen cuando los hombres se vuelven demasiado presuntuosos, demasiado seguros de su propia fuerza y poder —continuó mientras le acariciaba el brazo—. Recuerda siempre esta noche y lo que sentiste cuando tengas tentaciones de pensar que eres todopoderoso. Y luego acuérdate de Jalen y de su sacrificio.

Eskkar permaneció sentado en silencio. Sabía lo que Trella no había dicho. No le había recordado quién puso la espada en su mano, quién lo había guiado a lo largo de los meses, quién era la fuerza que los sostenía en las noches de preocupación.

—Mañana honraremos a Jalen. Todos asistirán a su funeral. Le daremos las gracias por el éxito de nuestro ataque. —Rodeó con su brazo a la muchacha y la estrechó contra él. Ella correspondió a su abrazo—. Y tú… me reprenderás si me vuelvo demasiado orgulloso, o si alguna vez me olvido de la lección de esta noche.

—No hará falta que te lo recuerde. Eres demasiado inteligente para olvidarte de lo aprendido.

Nunca se había considerado inteligente, y se preguntó si ella se lo estaba diciendo sólo para tranquilizarlo.

Trella lo miró, leyendo sus pensamientos.

—Eres un hombre inteligente, Eskkar, inteligente para conocer tus virtudes, inteligente para aprender de tus errores y aún más inteligente para aprender de los errores de otros. —Se separó de él y se levantó—. Ahora vamos a la cama, esposo. Necesitas descansar, y mañana habrá mucho de que hablar.

Eskkar miró hacia el cielo. La mañana llegaría pronto.

—Me pregunto qué habrá pasado con Thutmose-sin —dijo—. Cayó cuando lo golpeé con la empuñadura de la espada. —Le contó cómo el carro había explotado en una bola de fuego y de calor y cómo el extraño ruido dejó a todos tendidos en el suelo—. Sus hombres lo llevaron a rastras, alejándolo de las llamas y de nosotros. Tal vez haya muerto. Quise matarlo para vengar a mi familia. Habría valido la pena morir por eso. Pero él se defendió… es demasiado fuerte.

—Basta de hablar de muerte, esposo. Y pronto tendremos noticias de Thutmose-sin —le respondió—. Pero tanto si está vivo o muerto, para nosotros no cambiará lo que nos depararán los próximos días.

—Supongo que no.

La miró, recordando cómo se había sentido los primeros días que habían pasado juntos, cuando se dio cuenta de que era una muchacha especial. Ahora, con unas pocas palabras, lo que no tenía importancia se desvanecía. Tenía razón. La batalla continuaría, con Thutmose-sin o sin él.

La estrechó entre sus brazos, olvidando el dolor de sus heridas, dejando que la fuerza de Trella lo invadiera. Juntos caminaron hacia la casa, sin fijarse en los sirvientes y soldados que los miraban con respeto y admiración. Cayó sobre la cama sin tener apenas tiempo para un pensamiento antes de que el sueño lo dominara. La sabiduría, pensó, no era tanto una cuestión de lo que uno sabía, sino de admitir lo que uno ignoraba.

***

Thutmose-sin recuperó el conocimiento en su tienda, rodeado de sus esposas. Las primeras luces del alba brillaban a través de la abertura, indicándole que la noche había concluido. Al principio no podía ver claramente, pero las mujeres le ayudaron a sentarse. Se tocó la cabeza e hizo un gesto de dolor cuando sus dedos rozaron la hinchazón amoratada sobre su sien. Cuando se movía sentía un dolor intenso, que empezó a disminuir al quedarse quieto un momento.

Recordó la lucha. Y cómo se había roto su espada. En una batalla podía suceder cualquier cosa. Había visto numerosas espadas partirse, pero nunca una de las suyas, y mucho menos cuando estaba a punto de asestar un golpe mortal. Aquello lo había desequilibrado, y el guerrero había conseguido pegarle con la empuñadura de su arma. Thutmose-sin había girado la cabeza intentando evitar el golpe y la bola de bronce le había rozado, sin darle de lleno.

En caso contrario, podría haber muerto..

Su primera mujer, Chioti, le acercó un odre de agua a los labios. Bebió una y otra vez, dejando que el agua le corriera por el pecho. Cuando finalmente apartó el odre, la miró y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Tu guardia te trajo hace unas horas. Estabas inconsciente. Dijeron que los comedores de tierra habían incendiado los carros. Vimos un fuego enorme.

Sacudió la cabeza e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho.

—Ayúdame, Chioti.

Algunas de sus mujeres murmuraron que debía descansar, pero Chioti lo conocía mejor. Ella le pasó un brazo por encima del hombro y lo ayudó a ponerse de pie.

—Que venga Urgo —ordenó, manteniendo un brazo en torno a la cintura de su esposo—. Urgo quería que le avisaran en cuanto despertaras. —Chioti se puso ante él y lo miró a los ojos—. Quédate en la tienda hasta que estés seguro de encontrarte bien. No creo que quieras tropezar y caer.

O mostrarme débil ante mis hombres. Le sonrió.

—Me cuidaré, Chioti.

Mientras esperaba la llegada de Urgo, Thutmose-sin se fue sintiendo lo suficientemente fuerte para dejar la tienda. Sus guardias lo observaron. En sus rostros se reflejaba el alivio, mezclado con temor. Habían fracasado en su obligación de permanecer a su lado y protegerlo.

Los miró con frialdad mientras se reunían a su alrededor. Ya los castigaría más tarde. El sol de la mañana se elevaba sobre el horizonte. Sus fuerzas aumentaban con cada bocanada de aire fresco, aunque su cabeza, sin duda, le dolería durante días.

Urgo fue el primero en llegar, con un arco en la mano. Rethnar, Altanar y dos de los otros jefes de clan lo seguían de cerca. Se sentaron en el suelo, en semicírculo, ante él.

—Los comedores de tierra quemaron los carros con la leña, sarrum —dijo Urgo sin preámbulo alguno—. Hemos perdido la mitad y una carreta cargada de aceite. Afortunadamente, otros dos carros con aceite se han salvado.

Thutmose-sin se controló para no sacudir la cabeza en señal de disgusto.

—¿Y los caballos? ¿Y los comedores de tierra que los espantaron?

—Los hombres escaparon saltando al río. —Urgo se encogió de hombros—. Puede que se hayan ahogado. Hemos perdido alrededor de treinta caballos. El resto está suelto en la llanura. Los hombres todavía están intentando recuperarlos.

—¿Y los que quemaron las carretas?

—Encontramos dos cuerpos, sarrum. —Vio la pregunta en el rostro de su jefe—. Hemos perdido a diez hombres, incluyendo a dos centinelas. El resto murió durante la lucha. —Urgo le acercó el arco a su jefe—. Uno de los muertos llevaba esto. Los comedores de tierra enviaron a sus arqueros a atacarnos.

—No me enfrenté con un arquero —dijo Thutmose-sin, mientras examinaba el arma con interés. Era la primera que recuperaban, y de un vistazo pudo comprobar que estaba bien hecha y que era un arco poderoso—. Me reconoció, me llamó por mi nombre. Puede que haya pertenecido a nuestro clan.

Urgo se encogió de hombros.

—Un guerrero renegado… ¿qué importancia tiene? Puede que lo hayas herido. Sus hombres tuvieron que ayudarlo.

—¿Y la madera? ¿Nos queda suficiente?

—Ya he enviado a los hombres a buscar más. Tenemos bastante aceite, y en uno o dos días conseguiremos más madera.

—Sabía combatir, Urgo.

—Los dioses pueden haberlo protegido ahora para que lo capturemos más adelante, Thutmose-sin.

—O los dioses nos pueden estar enviando otro mensaje, sarrum. —Altanar habló por primera vez. Era uno de los jefes de clan más veteranos, había hablado muy poco durante la campaña—. Tal vez los dioses nos estén diciendo que debemos continuar, que no merece la pena perder aquí tantas vidas de nuestros guerreros.

—¡Huirías de los comedores de tierra! —Rethnar escupió las palabras—. ¿Acaso tienes miedo de pelear contra cobardes que se refugian detrás de una muralla?

—No, Rethnar, no les temo más que a ti. —La mano de Altanar se posó sobre su espada—. Pero muchos más guerreros han de morir antes de que tomemos el poblado. ¿Nos compensarán los esclavos los guerreros perdidos? Los comedores de tierra no tienen caballos. ¿En dónde encontraremos animales que reemplacen a los que perdimos anoche? —Se encogió de hombros—. Si Rethnar quiere quedarse y conquistar la aldea, que así sea. Pero yo digo que no encontraremos en ella nada de interés.

—Eres un cobarde —dijo Rethnar al tiempo que se ponía de pie y desenvainaba su espada.

Altanar también se levantó e hizo lo mismo.

—¡Sentaos! —gritó Thutmose-sin, pero los dos jefes de clan, aunque hubieran escuchado la orden, ya no pudieron detenerse.

Se desató el caos en el campamento. Los miembros de los clanes de Rethnar y Altanar se acercaron corriendo. Los guardias de Thutmose-sin, más atentos que de costumbre después del fracaso de la noche anterior, ayudaron a su jefe a ponerse de pie y lo sacaron del círculo. Formaron una barrera entre ellos, mientras la revuelta crecía ante sus ojos. Una docena de hombres estaba peleando y, en pocos instantes, algunos más se sumarían a ellos. Thutmose-sin sabía que necesitaba detenerlos inmediatamente.

—Guardias —gritó con una voz lo bastante fuerte como para que lo oyeran por encima del estruendo de la pelea—. ¡Matad a todo aquel que no deje de luchar! ¡Ya! ¡Matadlos!

Sus guardias se adelantaron. Superaban en número al puñado de guerreros, que se vieron amenazados por su avance. Los dos jefes de clan se separaron, y los miembros de los clanes hicieron lo mismo a regañadientes.

—Interponeos entre ellos —ordenó Thutmose-sin. Ahora su voz llegaba con toda claridad, al haber cesado el ruido de la pelea—. ¡Matad a todo el que no suelte su espada! No permitiré que nadie se mate por culpa de los comedores de tierra.

Con una maldición, Rethnar bajó su espada. Un momento después Altanar repitió el gesto. Los dos hombres se miraron con odio. Thutmose-sin avanzó hacia el centro del espacio.

—¿O acaso queréis luchar contra mí? —Miró a su alrededor—. Chioti, trae mi espada.

Thutmose-sin esperó, rodeado de hombres furiosos todavía empuñando sus armas, hasta que Chioti se abrió paso entre la guardia y le alcanzó una espada. La cogió, la sopesó y luego la blandió sobre su cabeza haciéndola silbar en el aire.

—¿Me estás desafiando, Altanar? —El jefe de clan no respondió. Se dirigió entonces a Rethnar—. ¿Y tú, Rethnar? —Éste tardó un momento en responder, y Thutmose-sin supo que se estaría preguntando hasta qué punto el combate de la noche anterior lo habría agotado. Se acercó a Rethnar con la espada baja—. ¿Me estás desafiando? —Thutmose-sin le habló pausadamente, pero todos escucharon la amenaza en su voz.

—No, sarmm. Es que…

—Entonces envainad las espadas, que se retiren vuestros hombres y sentaos. Tengo algo que deciros. —Esperó hasta que Rethnar y Altanar estuvieron sentados en el suelo—. Altanar tiene razón —comenzó—. Perderemos a muchos guerreros antes de conquistar ese poblado. Y seguramente habrá poco de valor dentro de Orak para compensar nuestros muertos. —Se volvió a Rethnar—. Pero Rethnar también tiene razón. Si no derrotamos a esos miserables pobladores, cualquier despreciable comedor de tierra de este territorio comenzará a agruparse en poblados. Se organizarán y se enfrentarán a nosotros. Y una vez que sepan que nos pueden expulsar, tendremos que luchar contra cada granja y choza de barro que encontremos. —Se detuvo ante Altanar—. ¿Estarías dispuesto a cambiar el recorrido de nuestro desplazamiento, Altanar? Si fracasamos en tomar este poblado, jamás podremos volver por estas tierras. Si lo hacemos, los de Orak habrán duplicado sus efectivos y tendrán el doble de guerreros. ¿Es eso lo que quieres para tus hijos, para tu clan? —Thutmose-sin caminó alrededor del círculo, desafiando con su mirada a cada jefe de clan y a sus lugartenientes—. No, hermanos de clan, ya no estamos peleando por los caballos o por el botín, ni siquiera por el honor. Orak debe ser destruido o estas tierras quedarán prohibidas para nosotros. Lucharemos para defender el modo de vida heredado de nuestros antepasados. —Regresó a su lugar y se sentó, colocándose la espada sobre las rodillas. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja, por lo que sólo los que estaban en el círculo pudieron oírlo—. Esta aldea tiene que pagar el precio de la guerra. Tenemos que matar a muchos de ellos, no por lo que podamos ganar, sino por lo que perderemos si nos marchamos. —Nadie dijo nada—. Entonces está decidido. Atacaremos tan pronto como los carros y la madera hayan sido reemplazados. Para el próximo asalto no dejaremos a nadie en la reserva. Cualquier hombre o muchacho que pueda pelear marchará sobre la aldea. —Miró a su alrededor una vez más—. Y cuando la conquistemos, aniquilaremos a los supervivientes y derribaremos todos los muros y las casas hasta que no quede nada más que el barro del río.

***

Eskkar había dormido menos de dos horas cuando el dolor de su espalda lo despertó. Por la ventana entraba un poco de claridad, que indicaba que el amanecer estaba próximo. A pesar de la falta de sueño su mente parecía tan despierta como si hubiera descansado toda la noche. Pero notaba dolorosamente cada músculo de su cuerpo cada vez que se movía. El vendaje de su brazo se había deslizado un poco. Lo tocó pero no encontró rastro de sangre fresca.

Se levantó tratando de no despertar a Trella y se vistió rápidamente. Cogió su espada y se dirigió a la sala de trabajo, abrió la puerta que daba al piso inferior y se encontró con Annok-sur, que subía para despertar a su ama.

Eskkar se llevó un dedo a los labios.

—Buenos días, Annok-sur —susurró—. Yo la despertaré. ¿Puedes subirnos el desayuno y enviar a Bantor y a Gatus cuando lleguen?

—Capitán, Gatus me ha enviado a llamarte. Quiere que vayas a la puerta principal.

La miró fijamente, pero ella no tenía nada que añadir.

—Súbele entonces algo de comer a Trella y asegúrate de que lo tome antes de salir.

Eskkar regresó al dormitorio y se sentó en la cama. El movimiento hizo que su esposa se diera la vuelta, aunque siguió durmiendo. Un poco más de luz entraba por las ventanas y la iluminaba tenuemente. Yacía con una mano sobre la cabeza, con su oscura cabellera cubriendo la almohada.

Cuando dormía, parecía una niña, demasiado joven para las obligaciones con las que cargaba. Su vida y su futuro pendían del mismo hilo que el suyo, un hilo que había creado con su orgullo al asegurarle a Nicar que los bárbaros podían ser derrotados. Tenía que evitar que pudieran hacerle daño, pensó Eskkar, ni los bárbaros ni los nobles. Primero derrotaría a los bárbaros, después incrementaría su poder para superar al de los nobles. Lo juró por todos los dioses aunque no creyera en ninguno de ellos. Quería besarla pero temía que el roce de sus labios la despertara. Prefirió dejarla dormir tranquila un poco más.

Fue a la planta baja y se detuvo en la cocina para beber una copa de agua y comer algo de pan que masticó mirando la salida del sol. Saludó a los guardias, examinó rápidamente la situación con los que estaban en la mesa de mando y montó en su caballo, siempre dispuesto. Se dirigió lentamente hacia el patio, con sus guardias a su lado y el pan todavía en la mano.

Había pocos pobladores despiertos a aquella hora de la mañana. Muchos se habían quedado hasta tarde celebrando la victoria sobre los Alur Meriki. Otra victoria. Como ladrones en la noche, él y sus hombres se habían arrastrado hasta el campamento bárbaro, habían ahuyentado a sus caballos y habían quemado algunos carros. Después habían salido corriendo. Y hoy era posible que la aldea pagara el precio de aquella «victoria». Se tragó sus negros pensamientos. Cuando llegó a la puerta, desmontó y le dio las riendas a un muchacho semidormido.

En lo alto de la torre se encontró con Gatus sentado en un banco tan alto que le ofrecía una perspectiva más amplia que si estuviera de pie. Su segundo al mando todavía tenía barro en el cuerpo. Había pasado la noche en la muralla.

El sol de la mañana brilló ante Eskkar mientras miraba hacia el Este.

—Bien, Gatus, veo que has pasado otra noche sin dormir. ¿Qué sucede ahora?

Partió por la mitad el pan que le quedaba y le dio una parte al soldado, que lo recibió agradecido.

—Anoche, unas horas después de tu partida, vimos algo. —Gatus mordió un pedazo del pan y luego lo masticó concienzudamente antes de continuar—. Hubo otro gran fuego en el campamento. No por donde habías quemado los carros, sino más cerca del centro de la llanura. Lo vimos durante algún tiempo y, justo cuando se extinguió, escuchamos ruidos de lucha. Duró muy poco tiempo, y luego desaparecieron. Pero antes del amanecer, nos pareció volver a escuchar sonidos de pelea.

Después de comerse el último pedazo de pan, Eskkar oteó el horizonte. Delgadas columnas de humo se elevaban detrás de la pequeña colina en donde habían ardido los carros, pero no vio otra señal de hogueras. Muchos hombres a caballo se movían de un lado a otro por las colinas, levantando nubes de polvo a su paso. Mientras observaba, una veintena de jinetes apareció en la ladera de la colina donde se habían ocultado la noche anterior. Los jefes de clan se acercaban a examinar el daño a la luz del amanecer y a planear su próximo movimiento.

—Creo que los hemos enfurecido. —Eskkar mantuvo la mirada en los jinetes mientras éstos se desplazaban lentamente—. Anoche perdieron caballos y carros y buena parte de la leña que habían acarreado en las últimas semanas. Y, sobre todo, han sido humillados, atacados en su propio campamento por los comedores de tierra. Los guerreros y sus jefes están furiosos con su jefe o con aquel a quien decidan culpar por nuestro ataque. Es posible incluso que hayan intentado matar a Thutmose-sin. Si han tenido éxito, nos enfrentaremos a un nuevo jefe, que tal vez tenga ideas completamente diferentes. O puede que Thutmose-sin haya acusado y atacado a otros jefes.

Gatus terminó su pan.

—Bueno, cuanto más luchen entre sí, mejor para nosotros. ¿O tal vez piensen que ya han tenido demasiado y han decidido marcharse? No creo que hoy suceda nada, ¿tú que opinas?

Eskkar no estaba dispuesto a correr riesgo alguno.

—Hoy quizá no. Pero me voy a quedar aquí un rato. Envía a Sisuthros. Y luego vete a dormir.

Gatus abrió la boca para protestar y luego lo pensó mejor.

—Muy bien. Iré a tu casa a dormir. Bantor ya se ha recuperado lo suficiente para tomar el mando durante unas horas.

Esperó un momento, pero Eskkar no dijo nada. Siguió observando la llanura. Se encogió de hombros y abandonó la muralla, no sin antes decirles a sus soldados dónde estaría y cuándo deberían llamarlo.

Eskkar casi no se dio cuenta de que se había marchado. Parecía haber mucho movimiento en el campamento bárbaro. Sin pensarlo, se sentó en el banco vacío. Pequeñas nubes de polvo flotaban por todas partes, lo que significaba que los jinetes iban de un lado a otro, la mayoría de ellos fuera del alcance de su vista. Trató de ponerse en el lugar de Thutmose-sin.

Si sobrevivo al desafío a mi autoridad, tendré que atacar el poblado. Para Thutmose-sin abandonar el sitio en aquel momento equivaldría a admitir la derrota, y habían muerto demasiados guerreros para poder permitírselo. Las diferencias y enemistades internas habrían estallado la noche anterior, y habría que derramar sangre para ajustar las cuentas. Así que si Thutmose-sin seguía teniendo el control, concluyó Eskkar, podían esperar un ataque en toda regla ese mismo día, o más probablemente al día siguiente. Alur Meriki intentaría primero reemplazar parte de la madera perdida, y quizá necesitaran algo más de tiempo para recuperar sus caballos.

El capitán estaba seguro de una cosa. Cuando se produjera el asalto, sería implacable. Los bárbaros contaban con hombres más que suficientes para un último intento. Tratarían de conquistar la muralla con todos los guerreros, y sería una victoria o un desastre para Alur Meriki. Porque si fracasaban, sus fuerzas se verían tan disminuidas que otras aldeas o clanes aprovecharían la oportunidad para enfrentarse a ellos.

Pero si Thutmose-sin había sido depuesto, entonces quizá… habría una posibilidad de que su sustituto decidiera marcharse. El nuevo jefe le echaría la culpa de todos los fracasos a su predecesor, podía alegar que la estación estaba demasiado avanzada para seguir luchando, e incluso convencerlos de que volverían en unos años a tomarse la revancha. Alur Meriki tenía muchas razones para persuadir a quienes quisieran abandonar la lucha. Y habría suficientes esposas, concubinas y caballos para distribuir entre los nuevos seguidores: las posesiones de los caídos en el combate.

Para Orak lo mejor era que Thutmose-sin hubiera muerto. Eskkar pensó en ello, deseando encontrar alguna manera de matar al líder de Alur Meriki, anhelando que alguien de algún clan hubiera resuelto el problema mediante un cuchillo en la espalda del poderoso jefe.

Permaneció en la muralla el resto del día. No hubo ataque, hecho que atribuyó a la escaramuza de la noche anterior. Por lo menos, nadie intentó el asalto al poblado. Por la tarde, algunos de los que vigilaban la llanura aseguraron haber escuchado ruidos de lucha en el campamento enemigo. Pero no pudieron ver nada, y él tampoco oyó nada.

Sin embargo, aunque no hubiera habido un enfrentamiento, los jefes de los clanes, insatisfechos con el mando de Thutmose-sin, podían haber intercambiado muchos insultos y acusaciones. Y los guerreros nunca luchan bien cuando sus líderes están enfrentados. Lo sabía tanto por su propia experiencia como por los días pasados a las órdenes de Ariamus.

El sol llegó a su ocaso. Los soldados mantuvieron la vigilancia toda la noche, sin correr riesgo alguno. Gatus, una vez más, permaneció de guardia, realizando varias inspecciones. La tregua le permitió a Eskkar recuperar algo del sueño perdido, aunque de madrugada ya se encontraba en la muralla, mirando ansioso hacia la cima de las colinas. Pero el sol de la mañana no trajo novedad alguna y el día volvió a transcurrir sin ninguna actividad digna de mención.

Sin embargo, al caer la noche los centinelas avistaron las luces de las hogueras reflejarse contra el cielo oscuro, brillando más de lo habitual y durante más tiempo. Continuaron con la vigilancia y esperaron hasta que la oscuridad fuera completa.

Al fin, Eskkar se dirigió a Sisuthros y a Gatus.

—Creo que la espera ha terminado. Mañana… creo que será mañana. Atacarán al amanecer.

—Estaremos preparados —respondió Sisuthros con seriedad.