Capítulo 2

De regreso a Orak, Eskkar se encontró con dos soldados que custodiaban la entrada, en vez del centinela habitual. Sus rostros reflejaron el alivio que sintieron al reconocerlo. Nicar debía de haber ordenado reforzar la guardia para tranquilizar a los habitantes. A estas alturas, todos debían de saber ya que los bárbaros habían sido avistados hacia el Norte.

Mientras su caballo transitaba por las estrechas callejas, la gente dejaba sus actividades para mirarlo fijamente. Algunos trataron de detenerlo para preguntarle qué noticias tenía sobre los bárbaros. Eskkar no les prestó atención. Todos parecían estar enterados de su reunión con Nicar, y alzaban hacia él sus miradas en busca de algún signo de esperanza y protección. Aquella idea hizo que frunciera aún más el ceño. No sabía qué decirles.

En los barracones, los soldados aguardaban fuera, acuclillados en el suelo o reclinados contra la pared, descuidando sus tareas habituales, con rostros ansiosos. Sabían que aquella noche se encontraría con Nicar. Casi treinta hombres, y algunas de sus mujeres, lo esperaban, ansiosos ante cualquier noticia. Desmontó y entregó su montura al mozo de cuadra.

Eskkar pensó en ignorarles, pero cambió de idea.

—¿Sabéis que los bárbaros se están acercando? —Varias cabezas asintieron—. No llegarán hasta dentro de cinco meses, así que hoy podéis dormir tranquilos. —Dudó, sin saber qué añadir—. Me voy a reunir con Nicar para organizar la defensa de la aldea. Cuando regrese, os diré lo que sepa.

Avanzó entre ellos hacia los barracones y dejó sus cosas sobre el camastro. Consideró la idea de trasladarse al alojamiento privado de Ariamus, pero decidió que podía esperar hasta después de la cena. Acordándose de su entrevista, se quitó parte de su ropa y se envolvió en una tosca sábana. Dejó atrás los barracones y descendió hacia el río por un serpenteante sendero que salía de la entrada posterior de la aldea. Ignoró a todos los que quisieron hablarle y empujó a los pocos que tuvieron la osadía de intentar detenerle.

Al borde del agua, dejó la tela sobre un arbusto, terminó de desnudarse y se echó al agua. Al principio, se quedó en un remanso formado por la curva de la orilla este, para luego apartarse del borde del río con fuertes brazadas, contra la corriente. Esto le exigió un gran esfuerzo, y después de nadar un poco tuvo que hacer acopio de toda su fuerza para evitar ser arrastrado por la potente corriente. Cuando regresó a la orilla, descansó en el agua fría. Finalmente salió del río, recuperó su sábana y se secó antes de regresar a los barracones.

Por lo menos aquella noche no se encontraría con Nicar vistiendo un gastado atuendo y oliendo a caballo y vino. Se puso una túnica limpia, mientras consideraba la posibilidad de llevar su espada corta, pero luego decidió que no era necesario. Los hombres que lo querían ver muerto se habían ido con Ariamus, y dudaba que quedara algún enemigo suyo en todo el poblado.

Se dirigió a casa de Nicar. Unos pasos antes de llegar a la entrada, cinco hombres salieron del patio y se le acercaron.

Drigo, uno de los nobles, y su hijo, escoltados por tres hombres, ocupaban el estrecho sendero y Eskkar tuvo que hacerse a un lado para dejarlos pasar. Drigo lo miró y le sonrió. Su rostro tenía la expresión de aquel que conoce todas las respuestas.

Cuando cruzó el umbral de la casa de Nicar volvió a encontrarse con el muchacho que lo había ido a buscar aquella mañana. Una vez en el interior, el joven sirviente cerró la puerta y luego se arrodilló para limpiar con un trapo húmedo los pies y las sandalias de Eskkar, haciendo desaparecer el polvo de la calle.

La mujer de Nicar, Creta, tenía casi la misma edad que su marido y su larga cabellera se había vuelto del color de la plata. Todos sabían que el comerciante prefería a las jóvenes esclavas como compañeras de alcoba, pero trataba a su mujer honorablemente y ella administraba el hogar con eficiencia.

Creta recibió al guerrero de modo bastante cordial, después de una rápida inspección para ver si se encontraba razonablemente limpio y presentable. Había pasado a su lado muchas veces, en la calle, sin apenas prestarle atención. Lo acompañó al comedor, ubicado en el fondo de la casa, en donde se encontraba una gran mesa dispuesta sólo para dos personas. Creta hizo una pequeña reverencia y lo dejó solo. Una sirvienta se acercó a ofrecerle vino, pero Eskkar le pidió agua. Regresó de inmediato y le entregó una copa de agua helada, justo en el momento en que Nicar entraba en la estancia.

—Toma asiento, por favor, Eskkar. —El mercader vestía una túnica diferente, con un bordado rojo y azul en torno al cuello—. Has cabalgado mucho, y deberíamos comer primero. Ya dispondremos después de tiempo para conversar. Me imagino que ya te habrán dado algo de beber.

Los sirvientes comenzaron a traer la comida, un plato cada vez, cosa que a Eskkar le pareció extraña. Cuando los soldados comían, se colocaba todo sobre la mesa, para ser devorado tan rápido como fuera posible.

El guerrero intentó emular los modales de su anfitrión, comiendo lentamente, tomando pequeños bocados de las verduras cocidas, después de mojarlas en aceite picante importado de alguna tierra lejana, hacia el Oeste. Mientras comían, Nicar le preguntó sobre su infancia y los diferentes lugares que había visto en sus viajes. Incluso quiso saber algunas cuestiones sobre los clanes de las estepas, cómo eran, por qué vivían del modo en el que lo hacían. Habló de todos los temas excepto del inminente ataque.

Eskkar se dio cuenta de que Nicar continuaba estudiándolo, intentando averiguar qué clase de hombre era. Y, ante todo, quería saber si Eskkar tenía capacidad para trazar un plan exitoso.

La comida había sido la mejor que Eskkar había probado jamás. Pero el vino, como las raciones, era servido en pequeñas cantidades. Decidió que Nicar quería mantenerlo con la cabeza despejada. Finalmente, cuando los sirvientes limpiaron la mesa y volvieron a llenar las copas de vino, Nicar les ordenó que se retiraran, y luego cerró la puerta.

Eskkar alcanzó a ver a Creta sentada fuera de la estancia, remendando un atuendo bajo la luz de una lámpara, para asegurarse de que los sirvientes no se acercaran a escuchar la conversación de su amo. Aunque no creía que aquello surtiera mucho efecto. Los esclavos de la casa siempre se enteraban de todo lo que sucedía.

—Háblame de tu pequeña incursión, Eskkar. ¿Qué has visto? —Nicar volvió a la mesa, con los ojos fijos en su invitado.

—¿Quieres saber si Orak puede ser defendida de los bárbaros? Es probable, pero el coste será alto, y tal vez no quieras pagarlo. —Miró seriamente al comerciante, pero su anfitrión no dijo nada—. No podemos derrotarlos en el campo de batalla, pero sí conseguir que les resulte demasiado difícil conquistar la aldea. Si podemos detenerlos durante un mes o dos, tendrán que continuar su camino, forzados ante la falta de comida. Así que de eso se trata. Hemos de lograr que tomar el poblado les cueste las muertes de demasiados guerreros y caballos y permanezcan bastante tiempo en un lugar que carecerá de ganado y víveres, aunque lleguen a someterlo. Eso significa que tendremos que matar a muchos guerreros, los suficientes como para preocupar a sus jefes. —El semblante de Nicar no dejaba lugar a dudas de la multitud de preguntas que estaban a punto de asomar a sus labios—. Los bárbaros siempre tienen demasiados guerreros pero no suficientes caballos, mujeres o comida. Por eso siempre luchan, incluso entre ellos. Es posible que el clan viera con buenos ojos una disminución en sus filas, la eliminación de los más descuidados, los más jóvenes o los más débiles. Si pierden cincuenta o sesenta guerreros por la toma de un próspero poblado, se consideran dichosos con el precio pagado.

Nicar asintió.

—Entiendo. Verán con buenos ojos la lucha, al menos en un principio. Entonces, ¿qué hemos de hacer para lograr que el precio que tengan que pagar sea demasiado alto?

—Primero hay que construir una muralla alrededor de la aldea. Un verdadero muro de piedra, algo que no pueda ser derribado o incendiado, al menos cuatro veces más alto que un hombre. Y tendrá que abarcar un espacio mucho mayor que el de la actual empalizada.

—No es la primera vez que los nobles discuten sobre la construcción de semejante muro, Eskkar, pero nunca llegamos a un acuerdo. No había necesidad, y el coste y el esfuerzo eran demasiados. Ahora llegan los bárbaros y es indispensable.

—Recuerda, Nicar, que debemos consultar con los constructores para saber si esa muralla puede ser construida.

—Sí, por supuesto. ¿Qué más se necesita?

—Segundo, todas las chozas y granjas fuera de este nuevo perímetro deben ser derribadas, completamente arrasadas, la tierra nivelada y despojada de todo, y las granjas y cultivos anegados nuevamente. El barro de los pantanos dificultará el avance de los caballos y obligará a que se acerquen a la aldea por el terreno situado ante la entrada principal. Tercero, todos los hombres deben recibir entrenamiento para la lucha. Esto significa instruir y armar a tantos arqueros como sea posible. Sólo el arco alejará a los Alur Meriki. Necesitaremos miles de flechas y cientos de arcos, y los hombres deberán ejercitarse a diario hasta que puedan acertar al blanco sin dudarlo, mientras se encuentran de pie sobre el muro. También debemos adiestrarlos en la lucha con hachas, lanzas y espadas, y finalmente con rocas para tirar contra los atacantes y barras para empujar las escaleras que se apoyen contra el muro. Incluso las mujeres y los niños deberán trabajar y combatir. Tendremos que hacer entrenamientos diarios y prepararnos para todos los ataques posibles. Todos deben esforzarse como nunca lo han hecho para que cuando lleguen los bárbaros nos encuentren preparados. —Eskkar respiró hondo y bebió un sorbo de vino de su copa, satisfecho de haber podido presentar su proyecto casi sin titubear—. Orak debe abastecerse de comida y agua suficiente para todos, al menos durante dos o tres meses. El resto de los rebaños deben ser enviados lejos, al otro lado del río, en donde estarán a salvo. Esto alejará a algunos hombres de la aldea, y también serán necesarios algunos soldados para protegerlos de los bandidos. Los animales serán un blanco tentador. Cuando los bárbaros lleguen, deberán saber que no tendremos ni caballos, ni bueyes, ni cabras, ni ovejas.

Nicar lo miró fijamente, con la sensación de que le faltaba algo más por decir.

—¿Y qué otra cosa debemos hacer?

—Los esclavos. Deben trabajar por su cuenta y poner a nuestra disposición todas sus habilidades. Tienes que prometer que los liberarás, Nicar, al menos a algunos de ellos, para que tengan un incentivo por el cual trabajar y combatir.

La copa de vino de Nicar se detuvo a medio camino de sus labios.

—¡Liberar a los esclavos! No es posible que hables en serio. ¿Después de todo lo que pagamos por ellos? Si les damos la libertad, ¿cómo seguirá funcionando la aldea?

—No estoy hablando de todos los esclavos. Sólo los necesarios para la defensa. Probablemente no más de la mitad. Orak funcionaba perfectamente antes de tener tantos esclavos, ¿no es así? Además, si los bárbaros llegan, perderás los esclavos y la vida, o tú mismo serás esclavizado. En cualquier caso, saldrás perdiendo. Si tenemos éxito, en vez de esclavos tendrás sirvientes a los que podrás pagarles hasta que puedas conseguir nuevos esclavos que los reemplacen. Sin la promesa de libertad, Nicar, no trabajarán al máximo o se escaparán en mitad de la noche, pensando que tal vez los bárbaros los traten mejor. No te olvides de que muchos morirán, esclavos o no, y tendrás que sustituirlos. Y una última cosa, Nicar. Deberás hablar con todo el poblado y con las Cinco Familias. Yo puedo organizar la defensa y determinar lo que hay que hacer, pero no puede haber desavenencias o disputas entre los nobles o entre los principales comerciantes. Debemos hablar con una misma voz, para que todos puedan ver que estamos decididos a resistir y a vencer. Y deberás suministrarme todo lo que pida para la defensa de la aldea. No discutiré ni contigo ni con nadie. Mis órdenes deberán ser obedecidas sin dilación. Incluso por tu parte, Nicar. Por eso te pregunto, ¿hablas en nombre de las Cinco Familias?

Durante un instante, Nicar se sintió sorprendido por las exigencias de Eskkar.

—Pides mucho. Pero hay verdad en tus palabras. Las luchas entre las Cinco Familia son objeto de rumor permanente. Deben ser dejadas de lado en la defensa de Orak.

—¿Y tú hablarás en nombre de todas las Familias?

—Sí, creo que podré convencerlas, excepto la Casa de Drigo. Es posible que quiera separarse.

Eskkar no creía que se pudiera descartar a Drigo con tanta facilidad. En los últimos meses, en las labores cotidianas, los hombres de Drigo se comportaban como si su amo fuera el único que gobernaba la aldea. Incluso Eskkar, que rara vez sentía curiosidad por los chismes, sabía que aquel noble se había enfrentado a Nicar por el poder y que intentaba permanentemente imponerse sobre las otras Familias. Por ahora, la mayoría prefería a Nicar, que era, sin duda alguna, un administrador más justo y equitativo.

—Si no puedes controlar al noble Drigo, ¿qué haremos? —preguntó el soldado—. Es poderoso, y muchos seguirán el camino que él elija.

Nicar volvió a mirarlo fijamente.

—Parece que no eres tan sólo un simple soldado, como me dijeron. —Bebió un pequeño sorbo—. Si puedes presentar un buen plan para defender Orak, tal vez no necesitemos a Drigo y su oro. Deja que yo me encargue de él. —El mercader sacudió su mano como si se deshiciera del asunto—. Pero después, si tenemos éxito en rechazar a los bárbaros, ¿cómo podremos pagarte, Eskkar?

—No necesito mucho, Nicar —rió—. No tengo grandes ambiciones. Las Cinco Familias se convertirán en seis, y yo participaré, en las mismas condiciones que tú, en la administración de la aldea. Cada uno de vosotros me daréis dos medidas de oro, lo suficiente como para que yo establezca mi Casa. Por eso, permaneceré en Orak y podremos comenzar a planificar cómo detener la próxima incursión de los bárbaros; porque regresarán en cinco o diez años. Si tenemos la suerte de echar a los Alur Meriki, jamás nos perdonarán semejante afrenta. Tienen buena memoria. Volverán algún día y tendremos que volver a enfrentarnos a ellos. Así que creo que volverás a necesitarme, y cuanto antes comencemos a prepararnos, mejor.

Nicar sacudió la cabeza.

—Tanta pérdida y destrucción. Sería mejor para todos si nos dejaran tranquilos.

—Jamás lo harán, Nicar. Viven de robar a otros todo aquello que necesitan. Es lo único que saben hacer. Así pues, volverán. La lucha no terminará hasta que unos u otros sean destruidos.

El mercader, obviamente, no había considerado la posibilidad de que los bárbaros pudieran volver. Por un instante, no dijo nada y giró la copa de vino en sus manos.

—Otra cosa, Eskkar. Algunos podrían preguntarse por qué luchas contra los tuyos. ¿Qué puedo decirles?

—Diles la verdad, diles que ya no son los míos. Cuando uno deja el clan, su vida, su memoria… lo pierde todo. —Por primera vez la voz de Eskkar se quebró, mostrando una cierta emoción—. Yo quiero… ni siquiera tu oro es aliciente suficiente para que yo quiera combatirles. Quiero la oportunidad de vengar el asesinato de mi familia, de matar a suficientes enemigos para aplacar sus espíritus. Ésta es la única ocasión que tendré.

Nicar asintió.

—Ya hemos hablado suficiente sobre el pasado y el futuro. ¿Piensas que podemos derrotar a los bárbaros si hacemos todo lo que dices?

Eskkar sostuvo su mirada.

—Ningún poblado se ha rodeado nunca con una muralla como la que vamos a necesitar. Ni siquiera sé si es posible construirla antes de su llegada. Pero al menos podemos intentarlo. Si lo conseguimos o no, lo averiguaremos en los próximos meses. Con nuestra fuerza y voluntad en la organización, tendremos una posibilidad, quizá una buena posibilidad. Si no nos preparamos bien, entonces ya sabemos lo que sucederá. Ésa es la mejor esperanza que puedo ofrecerte, Nicar. Ya te dije que el precio que pagarás por defender la aldea puede ser más de lo que ésta vale, o de lo que estás dispuesto a gastar. E incluso así, podríamos fracasar. Estarás arriesgando algo más que tu oro. Todos aquellos que intentaron resistirse a Alur Meriki han sido destruidos.

Nicar vació su copa y se sentó.

—Entonces debemos construir un muro en torno a Orak si deseamos resistir. —Tamborileó con sus dedos en la mesa antes de alzar sus ojos—. Veo, Eskkar, que eres honesto. No prometes el éxito. Si lo hubieras hecho, no te habría creído. —Examinó a su visitante por unos momentos más, como si estuviera tomando una decisión—. No tienes mujer, ¿verdad?

La extraña pregunta sorprendió a Eskkar, aunque suponía que Nicar ya conocía la respuesta. Las mujeres, al menos las buenas, eran escasas y muy costosas en Orak, y sus padres no aprobaban los matrimonios de sus hijas casaderas con soldados sin futuro, sobre todo cuando no tenían ni siquiera un par de monedas.

—No, no he tenido la oportunidad de costearme una todavía —respondió Eskkar, incapaz de evitar un atisbo de vergüenza en su voz. Una vez a la semana se gastaba una moneda de cobre con alguna de las muchachas de la taberna, o visitaba a las prostitutas que se ofrecían durante la noche en la orilla del río. Pero ya había transcurrido casi un mes desde la última visita.

—He recibido nuevos esclavos hace unas semanas —continuó Nicar—, entre ellos una joven, todavía virgen, según me han asegurado. Creo que tiene cerca de catorce años, no es hermosa, pero sí lo suficientemente atractiva. Iba a estrenarla yo mismo cuando encontrara el momento… y la voluntad —agregó con una sonrisa—. A diferencia de muchas mujeres, sabe contar, leer y escribir los signos, y parece lo suficientemente sensata. Te la daré, y creo que la encontrarás útil para muchas tareas durante los próximos meses. Hará algo más que compartir tu lecho. Necesitarás a alguien que te ayude a planificar todo y que te mantenga alejado de la taberna por las noches.

A pesar de su sorpresa, Eskkar supo que recibía un regalo excepcional y costoso, hecho con cortesía y sutiles consejos.

—Te lo agradezco, Nicar. —El soldado se dio cuenta, de repente, de lo que significaba aquello. El rico comerciante estaba de acuerdo con sus exigencias—. Todos nosotros necesitaremos tus consejos y guía, Nicar. Si vamos a emprender esta tarea, necesitaremos muchos hombres trabajando de forma coordinada. Así pues, una vez más, gracias.

—Es probable que no tengas la perspicacia de Ariamus, pero eres capaz de pensar y sé que puedes luchar —respondió Nicar—. El resto lo puedes aprender y todos te ayudaremos. No hay muchos hombres que sepan hacerlo todo. Todos nosotros necesitamos todo el apoyo que podamos recibir. No dejes que tu orgullo se interponga en tu camino cuando quieras lograr lo que deseas y acepta la colaboración de los demás. —Permaneció un instante en silencio—. Quería decirte una última cosa, Eskkar. Si tenemos éxito, entonces te deberé mucho más de lo que mi familia y yo podremos pagarte. Y si fracasamos, lo haremos juntos. Me reuniré con los nobles pasado mañana, cuando Néstor regrese del Sur. Hasta entonces, eres el capitán de la guardia. Cuando volvamos a encontrarnos, confirmaremos nuestra decisión de resistir a los bárbaros. Llévate a la muchacha esta noche, y trasládate al alojamiento de Ariamus. Te enviaré algo de oro mañana para que compres todo lo que necesites. En las próximas semanas, estoy seguro de que encontraremos una casa adecuada para ti. Las otras Familias te proporcionarán sirvientes, para que puedas despreocuparte de todo excepto de la defensa de la aldea.

Eskkar entendió a qué se refería al hablar de la casa. A pesar de lo que dijera Nicar, muchos se irían de Orak en los próximos meses. El guerrero se dio cuenta, repentinamente, de que entre ambos se había establecido un lazo invisible. Al menos tenían en común una cualidad: ninguno de los dos se daba por vencido con facilidad. Sobrevivirían o perecerían juntos.

Aunque no sabía cómo iba a ser su final, supo que su vida había cambiado y que nunca más sería un simple soldado que vivía gracias a su espada. Ahora tendría que aprender a pensar, planear, preparar defensas y entrenar tropas. Una vez más volvió a preguntarse si estaba capacitado para semejante tarea.

Ya había dado el primer paso: persuadir a Nicar de que podía salvar Orak. Para lograrlo, tendría que cambiar completamente y convertirse en otra persona, en alguien mejor que el torpe borracho que había perdido el conocimiento la noche anterior en la taberna. Se juró a sí mismo que eso jamás volvería a sucederle.

Nicar se levantó, poniendo con ello fin a la reunión.

—Entonces estamos de acuerdo. ¡Lograremos lo que nunca se ha hecho! Salvaremos el poblado.

Eskkar sonrió, pensando ya en la muchacha que le acompañaría a los barracones.

—No, Nicar, si tenemos éxito, usaremos la nueva palabra y la llamaremos Ciudad de Orak.

—Recemos porque llegue ese día —dijo Nicar. Extendió su mano y cogió el brazo de Eskkar, sellando el pacto. El mercader se dirigió después hacia la puerta, llamó a su esposa y le susurró unas palabras antes de que ésta desapareciera en dirección a los aposentos privados.

Casi de inmediato, Eskkar escuchó una acalorada discusión de voces femeninas, seguida por un grito angustiado, interrumpido bruscamente por el seco sonido de un bofetón. La mujer de Nicar reapareció, empujando a una joven hasta donde estaba Eskkar.

—Aquí tienes a tu esclava. Se llama Trella —dijo Creta con voz cortante—. Por supuesto, puedes ponerle el nombre que quieras. Sugiero que le des una buena paliza para que entienda cuál es su lugar. Es obstinada y orgullosa.

La joven lanzó una mirada de odio a su antigua ama, y Eskkar supuso que Nicar tenía más de un motivo para deshacerse de la jovencita. La vida en la casa de las Cinco Familias parecía más complicada de lo que había supuesto.

El guerrero dio un paso y cogió el mentón de la joven, que se negó a alzar sus grandes ojos color castaño oscuro. Su piel tersa, excepto por algunas marcas de varicela en las mejillas, casi imperceptibles, era bastante morena, la cual situaba su origen en las tierras del Sur. En su rostro alargado sobresalía una afilada nariz y sus labios temblorosos, todavía con una gota de sangre en una de sus comisuras a causa del bofetón de Creta, dejaban entrever unos dientes pequeños y regulares. Estaba bastante delgada y desaliñada, pero era poseedora de un atributo especial. Su cabello, oscuro y denso, caía en ondas sobre sus hombros.

Vio el miedo en sus ojos, ese temor que tiene todo esclavo cuando pasa de un amo a otro. Eskkar había sido testigo de aquella turbación muchas veces. Ella apartó su rostro y dirigió su mirada al suelo. De repente, la imagen de otra niña, casi de la misma edad y con el mismo miedo, acudió a su memoria. Un año antes de dejar el clan, había hecho amistad con Iltani, a la que había salvado la vida e impedido que la violaran. Ella pagó su deuda entregándose a él. Había sido la primera vez que estaba con una mujer. Y en dos ocasiones había arriesgado su vida por él, una obligación que nunca pudo recompensarle. Tal vez los dioses le habían recordado a Iltani, para que tuviera en cuenta aquella deuda.

—Escúchame, niña —le dijo con gran cortesía, obligándola suavemente a levantar la cabeza—. No tengas miedo. Estás para ayudarme, y ten por seguro que necesitaré tu colaboración. ¿Entiendes?

Sus ojos se volvieron hacia él y Eskkar sostuvo su mirada, y vio, esta vez, la fuerza que se ocultaba tras aquellos grandes ojos oscuros. Sus labios dejaron de temblar y asintió brevemente con un movimiento que hizo que su cabello ondeara con delicadeza en torno a su rostro.

—Bien. Acompáñame entonces. —Un pensamiento cruzó su mente. Miró a Creta—. ¿Posee algo que deba llevarse?

—Tiene algunas cosas —admitió Creta a regañadientes—. Puede volver a buscarlas por la mañana.

Cualquier posesión, por pequeña que fuese, habría desaparecido al día siguiente, arrebatada por la mujer de Nicar o por los otros sirvientes. Iba ya a marcharse cuando se giró y volvió a dirigirse a Creta.

—Un manto. Necesitará un manto para esta noche. ¿No tiene uno? —Su tono de voz era razonable—. ¿Podrías proporcionarle uno?

La mujer de Nicar recordó las palabras de su esposo. Frunció los labios y se dio por vencida.

—No tiene manto propio —admitió Creta—, pero le daré uno de los míos.

Dio dos palmadas y casi instantáneamente apareció otra muchacha. Creta le pidió que trajera una capa determinada. Al poco tiempo la esclava regresó con un remendado y descolorido manto, pero en un estado bastante aceptable.

Eskkar cogió la prenda y se la colocó a la muchacha sobre los hombros.

—Agradece a tu ama el regalo, Trella.

La observó con detenimiento. Ahora empezaría a saber qué clase de muchacha había adquirido.

Trella lo miró primero a él, intentando leer en sus facciones. El guerrero no dijo nada, con sus ojos clavados en ella. El silencio comenzaba a ser incómodo. Entonces la esclava se dirigió a Creta, inclinando la cabeza.

—Gracias, ama —dijo en voz baja, con un tono apropiadamente servil.

Levantó la cabeza y miró a Eskkar como si quisiera preguntarle «¿Era eso lo que pretendías?». Lo descubrió ocultando una sonrisa. El guerrero se volvió hacia la esposa de Nicar haciendo una profunda reverencia.

—Yo también te estoy agradecido, Creta. La comida que me has ofrecido ha sido deliciosa y bien servida.

Había estado ensayando con antelación aquellas palabras que no estaba acostumbrado a decir, y se alegró de haberlas pronunciado sin titubeos.

Cuando salió de la casa y se alejó un poco, Eskkar se rió en voz alta y, cogiendo a Trella de la mano, que vio que era suave y tibia, la condujo hacia los barracones.

—¿Tenías un manto propio?

Ella negó con la cabeza y bajó la mirada hacia el áspero camino por el que iban.

—Bien. Al menos has conseguido algo de ella.

La muchacha lo observó de reojo, y luego volvió a mirar hacia el suelo.

Eskkar no pudo evitar que sus pensamientos se centraran en el gran camastro de la estancia de Ariamus. Apresuró el paso, mirando a las estrellas. Faltaban pocas horas para la medianoche. Tendría que despertarse antes del amanecer.

Al doblar una esquina de la taberna, se detuvo sorprendido. Dos antorchas iluminaban el espacio frente a los barracones, arrojando luz sobre una multitud de soldados, mujeres y algunos de los habitantes de la aldea. Parecía que no tenían nada mejor que hacer a aquellas horas y esperaban su regreso. Automáticamente, Eskkar contó el número de personas y calculó que habría alrededor de cien.

Su idea de disfrutar de Trella y un tibio lecho se desvaneció lentamente a medida que recordaba su promesa. Tenía que decirles algo, y ante aquella perspectiva, su garganta adquirió una sequedad inesperada y se le hizo un nudo en el estómago.

Todos comenzaron a hablar a la vez tan pronto como lo vieron aproximarse. Un grupo de hombres lo rodeó, tirando de su túnica, haciéndole preguntas ansiosas. Eskkar sabía que tenía que hablar para hacer callar a la multitud, pero al llegar a los barracones, su mente se encontraba tan vacía como la copa de vino de la noche anterior. Se detuvo porque los soldados bloqueaban la entrada. No tenía más remedio que enfrentarse a aquella muchedumbre.

El guerrero sintió que le apretaban la mano y se dio cuenta de que todo aquel griterío había asustado a Trella. La miró. En sus ojos estaba reflejada la sorpresa.

—¿Qué es lo que quieren? —murmuró, con voz insegura.

Apretó los labios antes de responder.

—Nada, muchacha. Sólo tienen miedo de lo que puede suceder. Piensan que los bárbaros ya están acampados a las puertas de la ciudad.

De alguna manera, su preocupación lo fortalecía; se enfrentó entonces a la multitud.

—Espera aquí —le ordenó mientras soltaba su mano y avanzaba unos pasos hacia una roca; se subió a ella para elevarse sobre los demás—. Silencio —dijo en voz alta. Repitió la orden, empleando entonces su voz de mando—. Vais a despertar a toda la aldea con vuestro griterío, y nadie podrá dormir esta noche.

Hizo un gesto a sus soldados, que comenzaron a colocarse frente a aquel gentío, y ordenó a los más exaltados que guardaran silencio. Cuando por fin las voces se acallaron, comenzó a hablar.

—Sí, es cierto. Los bárbaros se aproximan. —Dejó que las palabras recorrieran la multitud, observando sus rostros desconcertados al confirmar sus temores—. Pero faltan algunos meses todavía para que lleguen, así que volved a vuestras casas, antes de que vuestras mujeres os degüellen por andar por ahí tan tarde.

Aquel comentario causó una risa nerviosa en algunos, pero otros le gritaron, preguntándole desde dónde llegarían los bárbaros, si debían abandonar la aldea o si Orak trataría de rechazarlos. Eskkar levantó la mano y volvieron a guardar silencio.

—Dentro de dos días, Nicar y las otras Familias se reunirán. Entonces podremos comenzar los preparativos para resistir a los bárbaros. Fortificaremos Orak para que pueda rechazar cualquier ataque.

Los gritos de incredulidad, las preguntas y el clamor se hicieron más intensos hasta convertirse en un enorme griterío. Eskkar se dirigió a sus soldados.

—Tratad de calmaros —ordenó. Sus hombres se movieron entre la multitud, acallando a los más ruidosos y empujando a los más agresivos.

Qué extraño. Ahora aquellos soldados obedecían cada uno de sus gestos y acataban la más mínima de sus órdenes. Hasta el día anterior, sólo sus puños, y a veces su espada si era preciso, le habían revestido de algo de autoridad. Esto debe de ser el verdadero poder, decidió Eskkar, sorprendido ante aquella sensación. La gente tenía miedo. Incluso los soldados parecían preocupados. Querían oír que estaban a salvo, y que se lo dijera alguien con capacidad de mando, alguien en quien poder confiar, aunque fuese sólo por poco tiempo.

—Sé que tenéis muchas preguntas —continuó una vez que los murmullos se apagaron—, pero tendréis que esperar hasta que Nicar hable con vosotros. Pero debéis saber, amigos míos, que dispondremos de medios y hombres para fortificar Orak lo suficiente para rechazar a los bárbaros, siempre que nos mantengamos unidos. Yo seré quien os guíe en esa gran empresa, y os digo que podemos y tenemos que conseguirlo. Ahora volved a vuestras casas y a vuestros lechos. Esperad dos días hasta el discurso de Nicar. Entonces sabréis qué es lo que debéis hacer.

Algunos le gritaron, pero él los ignoró mientras descendía de la piedra y llamaba a Gatus, un veterano canoso que se acercaba a las cincuenta estaciones. Segundo en el mando cuando Eskkar se sumó a la guardia de Orak, Ariamus lo había degradado por cuestionar sus órdenes. Eskkar no tenía amigos verdaderos entre los soldados, pero respetaba a aquel viejo guerrero, que conocía su oficio mejor que muchos.

—Gatus, serás desde ahora el segundo al mando. —Eskkar subió el tono de voz para que lo oyera la mayoría de los soldados—. Dispersa a la multitud. Asegúrate de que las puertas estén cerradas esta noche y que haya centinelas apostados. Que algunos hombres patrullen las calles hasta el amanecer. No tienen que hacer nada en particular, salvo ir armados y parecer amenazadores. Después ven a verme. —El hombre asintió, aceptando sin cuestionar su nueva autoridad, lo mismo que la de Eskkar—. Me trasladaré a los aposentos de Ariamus. Pon un centinela a la entrada de mi casa. De lo contrario esos idiotas estarán golpeando mi puerta hasta el amanecer.

Buscó a Trella y la descubrió mirándolo fijamente, sin temor, con sus grandes ojos puestos en él mientras se aproximaba. La cogió de la mano y la llevó lejos de la muchedumbre, hacia el fondo de los barracones, donde estaba ubicado su nuevo alojamiento.

Al entrar, Eskkar notó con sorpresa que alguien había limpiado y apisonado el suelo, eliminado la mayor parte de la suciedad, y que habían traído sus cosas. Algunos de sus hombres se habían anticipado a su ascenso.

Sus escasas pertenencias le hicieron sonreír. No habrían empleado mucho tiempo en trasladar una delgada manta, una túnica, una espada larga antigua y otra espada corta muy común.

El fuego ardía en el pequeño hogar, y alguien había amontonado cerca un poco de leña. Un soldado entró portando una vela —todo un lujo— que colocó sobre la cera acumulada en la mesa situada en el centro de la estancia. El hombre miró con curiosidad a Trella y luego sonrió a Eskkar antes de retirarse.

El capitán cerró la puerta y se reclinó contra ella; los ruidos del gentío iban disminuyendo a medida que sus hombres comenzaban a dispersar a los pobladores. La llama de la vela creció, sumando su luz a la del fuego.

Trella se movió lentamente por la habitación. Los ojos de Eskkar la siguieron mientras ella examinaba su nuevo hogar. La muchacha se quitó el manto y lo colgó en un gancho cerca de la puerta. De un bolsillo de su vestido sacó una bolsa pequeña, que, sin duda, contenía lo que quedaba de sus pertenencias, y la colgó en el mismo gancho. Cruzó la estancia hacia la chimenea y se colocó frente a él con la cabeza levantada.

El guerrero vio el movimiento de sus pechos contra el delgado vestido cuando, tras tomar aire, levantó la mirada para encontrarse con la suya.

—Me han dicho que tu nombre es Eskkar, que eres un bárbaro y que me han entregado a ti como tu esclava. —No pudo ocultar el tono de amargura en su voz cuando dijo la palabra esclava—. Creta no me informó de que ahora eres el capitán de la guardia.

—La gente de las estepas no se consideran a sí mismos bárbaros, Trella. Son iguales a cualquier otro clan, excepto que se mueven de un lugar a otro. Pero los abandoné hace ya mucho tiempo, cuando tenía catorce años, y desde entonces he vivido entre granjas y poblados, sirviendo con mi espada. Soy sólo un soldado, y la cobardía de Ariamus me ha convertido en capitán de la guardia.

Todavía se encontraba apoyado en la puerta, y pudo escuchar cómo uno de los guardias ocupaba su puesto al otro lado. El bullicio en el exterior había desaparecido, salvo algún que otro grito en la distancia, señal de que sus hombres cumplían las tareas encomendadas.

Sus hombres. Había dicho bien. El día había comenzado mal, pero al final se había convertido en el capitán de la guardia, con un alojamiento propio, una esclava de su propiedad y una bolsa de oro que recibiría por la mañana. Tal vez los dioses le sonrieran, después de todo. Sus perspectivas futuras parecían prometedoras, al menos durante los meses siguientes, hasta que, con toda probabilidad, los Alur Meriki le cortaran la cabeza y la ensartaran en una lanza. Pero aquella noche no valía la pena preocuparse por eso.

—Mi padre era consejero del jefe de la aldea de Carnax —continuó Trella—. Ambos fueron asesinados a traición, y mi hermano y yo vendidos como esclavos. Ahora te pertenezco.

Eskkar se preguntó si le estaba diciendo la verdad. Todos sabían que los esclavos mentían con respecto a su pasado. Sus padres podían haber sido unos campesinos que vendieron a su hija por unas monedas porque las lluvias tardaban en llegar o se les había muerto la vaca. Nunca había oído hablar de Carnax y, la verdad, poco importaba lo que ella dijera o asegurara. Trella era una esclava y lo sería durante el resto de su vida. Vio la tensión en su cuerpo y supuso que se resistiría cuando la poseyera.

Para su sorpresa, la idea no le causó ninguna excitación y, de repente, sintió sus piernas tan débiles como su cabeza. Abandonó la puerta. Sus movimientos atemorizaron a la muchacha, que retrocedió unos pasos y cruzó las manos sobre sus pechos.

Él se sentó a la mesa con la mirada fija en la llama de la vela.

—Trella, hoy ha sido un día muy largo, lleno de sorpresas para ambos. —Hasta ahora no había caído en la cuenta del esfuerzo que había significado su conversación con Nicar, que le había obligado a sí mismo a pensar y presentar sus planes e ideas claramente. Blandir una espada o partir cráneos requería menos trabajo, y sabía que había utilizado más palabras ese día que durante todo el mes anterior. Su cerebro no estaba habituado a semejante actividad, y ahora se sentía demasiado cansado, incluso para tratar de someter a la muchacha. Estaba envejeciendo. Treinta estaciones, aunque era consciente de que tenía suerte de estar vivo—. Y mañana será todavía peor. Estoy cansado. He comido demasiado, he bebido demasiado vino, y tengo demasiadas ideas en la cabeza. Dime si necesitas algo y después nos iremos a dormir.

Trella levantó la cabeza. Eskkar creyó apreciar cómo el color volvía a sus mejillas, aunque la temblorosa luz de la vela hacía difícil saber si era cierto.

—No me he acostado nunca con ningún hombre.

Eskkar le sonrió, aunque en aquel momento no sabía si semejante noticia era buena o mala.

—No creo que tengas problemas esta noche, muchacha. Necesito dormir y no pelearme contigo. —Se levantó y echó un rápido vistazo a la habitación—. Allí está el orinal. No creo que debas usar la letrina, al menos esta noche.

Se apartó de la mesa y salió, saludando al centinela con una inclinación de cabeza, para dirigirse a la letrina del barracón.

Cuando regresaba se encontró con Gatus, que lo estaba esperando. El viejo soldado no desperdició las palabras.

—¿Te ha nombrado Nicar capitán de la guardia? —Gatus lo miró directamente a los ojos, y se colocó frente a su nuevo comandante.

—De momento. Pero le he dicho que tenía que estar al mando de todo el poblado y sus defensas. El ratificará el acuerdo cuando se reúna con los otros nobles. O tal vez no.

—¿Y si no lo hace? —preguntó el soldado.

—Entonces mi esclava y yo abandonaremos la aldea. Pero Nicar me confirmará en el cargo, estoy seguro.

Gatus se encogió de hombros y sacudió la cabeza, agitando su larga cabellera gris.

—¿Verdaderamente crees que la aldea puede resistir a los bárbaros?

—Gatus, no voy a mentirte. Sé que no se ha conseguido jamás. Pero éste no es un poblado pequeño. Es posible que igualemos en número a los bárbaros. Creo que podemos fortificar las defensas lo suficiente para resistir hasta que se vean forzados a marcharse.

La idea de escabullirse de la aldea en cualquier momento en los próximos meses había cruzado su mente, pero la promesa del oro de Nicar le obligaba a mantenerla apartada de momento.

El hombre pareció dudar, y tenía motivos para ello. Pero Gatus tenía que estar convencido o la todavía frágil autoridad de Eskkar sobre sus hombres se desvanecería. Respetaban a Gatus y su opinión sería tomada muy en serio.

—Sígueme durante unas semanas y veremos lo que podemos hacer. Me he pasado el día pensando en muchas cuestiones y creo que puede lograrse. Estoy seguro. Mientras tanto, se te duplicará la paga y te convertirás en el segundo al mando.

Gatus se le acercó un paso.

—Hoy eres una persona diferente a la de ayer. ¿Has sido bendecido por los dioses?

La risa del capitán cruzó la noche. Los dioses y él no estaban, precisamente, en buenas relaciones.

—No, no estoy loco, aunque la cabeza me da vueltas con todas estas nuevas ideas.

Comenzó a caminar, pero Gatus lo cogió del brazo, con fuerza, y sus rostros se situaron a escasos centímetros.

—Has cambiado, Eskkar. Cualquier tonto podría darse cuenta, incluso el resto de los hombres. Obedeceré tus órdenes, al menos durante un tiempo. Pero si me mientes, te atravesaré con mi espada por la espalda. ¡Juro por los dioses que lo haré! Tengo mujer y dos hijos, y no dejaré que se los lleven los bárbaros.

—Entonces, cumple tus órdenes. Mañana será un largo día y tendrás mucho que hacer —le dijo mientras se apartaba y Gatus retiraba la mano.

Eskkar pensó en la rapidez con la que habían cambiado las cosas. El día anterior habría golpeado a cualquiera que le hubiera puesto una mano encima. Ahora no significaba nada.

Cuando volvió al aposento de Ariamus, la vela estaba apagada y el fuego había disminuido hasta convertirse en brasas. Dejó caer la barra de madera de la puerta, se desató las sandalias y se quitó la túnica y el resto de sus ropas, ignorando el frío reinante en la habitación.

Cogió su espada de la pared donde estaba colgada, la retiró de su funda y la colocó al lado de la cama. Desde que había huido de Alur Meriki no había pasado una sola noche en la que no durmiera con un arma al alcance de la mano. Se preguntó si la muchacha la usaría en su contra en la oscuridad, pero decidió que estaba demasiado cansado como para preocuparse de eso.

La cama era suficiente amplia para los dos, puesto que a Ariamus le gustaban las mujeres de formas generosas. Por un instante Eskkar creyó que estaba vacía, hasta que se dio cuenta de que la muchacha se había colocado contra la pared, tan lejos de él como le era posible. No le importó. Mañana, quizá por la mañana, la poseería y acabaría con aquella tontería.

Se dio la vuelta en la cama, dándole la espalda, de cara a la puerta. Tiró de la única manta para taparse los hombros y dejó que su cuerpo se relajara mientras intentaba dormir.

Pero su mente se negaba a obedecer. Pensó en Nicar, en Alur Meriki, en el mando de la guardia, en la propia aldea, todos se arremolinaban en su cabeza. Una semana antes no podía haber imaginado que aquello sucedería. Ahora podía adquirir poder, oro, esclavos, o lo que quisiera… si podía salvar Orak de los bárbaros.

Aquella era una condición enorme, a pesar de lo que les había dicho a Nicar y a Gatus. Había tanto que hacer que era difícil saber por dónde empezar. Al día siguiente habría que dar comienzo a muchos trabajos. Tendría que hablar con Gatus, elegir nuevos comandantes, prepararse para reunirse con Nicar y hablar con los soldados. Sabía que se enfrentaban a grandes obstáculos, pero había una posibilidad, y si podía ganar, si tenía éxito, si los dioses le brindaban buena fortuna, si… si… si…

Aquellas ideas siguieron girando en su cabeza, desde la cena con Nicar a la entrevista con los nobles, pensando en todo lo que les había dicho a sus hombres y a la multitud, las cosas que debería haber discutido con Nicar, lo que tenía que hacer al día siguiente, cómo dirigirse a sus soldados, qué decirles a las Familias. Cada vez que intentaba concentrarse en una idea en concreto, surgía otra y comenzaba nuevamente el ciclo.

La manta se agitó ligeramente, y de pronto sintió el cuerpo de Trella contra el suyo, con sus piernas rozándole, y algo suave tocando su hombro.

—Todavía estás despierto —le susurró, casi como si fuera una acusación—. Hace frío contra la pared —continuó, para justificar su acercamiento—. ¿En qué estás pensando?

Todo lo que estaba pensando se desvaneció con el primer contacto de su piel.

—En ti. Estaba pensando en ti. —Las ideas sobre Orak, junto a su cansancio, desaparecieron, mientras comenzaba a sentir una cierta excitación.

—No mientas. Estabas pensando en Nicar y en su oro.

Se rió. Ella no era ninguna tonta y lo suficientemente atrevida como para desafiar a su nuevo amo.

—Bueno, estaba pensando en Nicar, pero no en su oro. Pero ahora no recuerdo nada más, y todo a causa del contacto con tu cuerpo. Eres muy hermosa, Trella.

Ella guardó silencio. Después movió su brazo y le rozó el hombro, dejando a la vez una sensación de frescor y calidez sobre su piel. Eskkar aferró su mano con firmeza, del mismo modo que había hecho en la calle aquella misma noche. La joven se le aproximó un poco, de forma que casi podía sentir todo su cuerpo, cálido y suave, contra el suyo.

—¿Y qué piensas ahora? Sintió su aliento contra su oído.

—Pienso en tenerte entre mis brazos, abrazarte y besar tus labios.

Su virilidad se había despertado, casi dolorosamente, con una intensidad que no había sentido desde hacía mucho tiempo, pero no quería moverse o hacer nada que pudiera romper aquel hechizo impuesto por sus palabras y su roce.

—Soy tu esclava, Eskkar —le dijo susurrándole al oído y acercando su cuerpo aún más.

Sus palabras le sorprendieron, pero se dio la vuelta para mirarla, colocó sus brazos alrededor de ella y sintió cómo los músculos de su espalda se tensaban mientras la atraía hacia él. Eskkar podía sentir ahora todo su cuerpo contra el suyo, con su piel casi demasiado cálida al tacto. Algo extraño le estaba sucediendo. Quizá los acontecimientos del día lo habían excitado, o el hecho de que ella le perteneciera. De pronto se dio cuenta de que la deseaba más que a cualquier otra mujer que pudiera recordar. Quería que se le entregara voluntariamente, que lo quisiera.

—A una esclava se la toma. Si fueras sólo eso, te tomaría, quisieras o no. Pero eres algo más que una vulgar esclava. Nicar era consciente de ello, pero yo soy sólo un bárbaro, poco hábil con las palabras.

Sintió el impulso de tocarla, y pudo oír su respiración cuando con sus manos acarició sus suaves pechos.

—Vi el miedo en tus ojos cuando te enfrentaste por primera vez a la multitud. Pero pronunciaste las palabras adecuadas y creo que ahora ellos confían en ti.

Él no dijo nada, sorprendido y un poco avergonzado por haber dejado traslucir su nerviosismo y porque la muchacha se hubiera dado cuenta de ello. Pero consideró que se las había ingeniado bastante bien, y quizá nadie más se había percatado.

Su boca le rozó la mejilla e hizo desaparecer cualquier pensamiento.

—Yo también tengo miedo, Eskkar. Miedo a los bárbaros, miedo al futuro. Pero ya ha llegado el momento de convertirme en mujer, y no creo que vayas a hacerme demasiado daño.

Dejó entonces que su cuerpo se relajara bajo sus caricias, hundiendo su cabeza en su hombro. A los pocos momentos, la mano de la joven se deslizó hacia su entrepierna, obligándole a dejar escapar un pequeño grito.

Eskkar besó su mejilla, luego su boca, primero suavemente, con mayor fuerza y profundidad después, mientras ella lo abrazaba. Acarició su cuerpo, deslizó sus dedos sobre su vientre, se resistió todo lo que pudo, hasta que sintió que su deseo iba a hacerlo estallar. Aguantó hasta que ella le llamó con un gemido y pudo sentir la humedad entre sus piernas, antes de penetrarla, moviéndose tan lentamente como era capaz, sabiendo que le haría daño, pero tratando de ser lo más delicado posible. Ella dejó escapar un grito, una aguda exclamación de dolor mientras le clavaba las uñas en la espalda, para luego abandonarse con un suspiro de placer cuando se introdujo en su interior.

Eskkar permaneció inmóvil durante un instante hasta que Trella se relajó y sus brazos volvieron a rodearle con fuerza. Comenzó a balancearse contra ella, y nuevamente sus pequeños quejidos de dolor y placer, mezclados con su deseo, se incrementaron. Cuando todo terminó, demasiado pronto, la retuvo contra él, acariciándole el pelo, disfrutando de su presencia, hasta que cayó dormido en sus brazos, con un sueño profundo y sereno y una sensación de bienestar que no había experimentado desde su infancia.

***

Trella esperó hasta asegurarse de no despertarlo. Retiró su brazo del cuello de Eskkar con delicadeza, aunque se mantuvo cerca, sintiendo su aliento contra su pecho. Él dormía de lado, respirando con fuerza, con un brazo sobre su estómago. Ella miraba fijamente en la oscuridad, pensando en aquel abrazo amoroso, rodeada por el espeso silencio en el que la aldea estaba sumergida. Ahora era ella la que no podía dormir.

Había sido un abrazo amoroso, algo que ella había deseado, aunque no por las mismas razones que el hombre que tenía a su lado. Ser virgen se había convertido en un problema. Nicar, su hijo y los demás sirvientes de la casa del comerciante, incluso los traficantes de esclavos que la habían llevado a Orak, todos la habían deseado, y su virginidad había sido un atractivo adicional. Eskkar también la quería, y la habría tomado en contra de su voluntad aquella misma noche de no haber sido por los acontecimientos del día.

Pero al día siguiente sería diferente, y como capitán de la guardia habría perdido el respeto de sus hombres si no la hubiera tomado. Si se hubiera resistido, entonces la habría golpeado, y ella no quería comenzar así. No, lo mejor era hacerlo mientras todavía estaba en su poder la posibilidad de entregarle su virginidad como un regalo. Durante los próximos meses habrían de suceder muchas cosas y ella necesitaría todos sus conocimientos para mantenerse con vida, sobre todo si los bárbaros llegaban.

Aun así, él la había deseado, y esta idea la satisfacía. En la casa de Nicar lo había visto en su mirada, a pesar de las lágrimas que llenaban sus ojos. Trella recordó la desesperación que la invadió la primera vez que vio a aquel bárbaro de rostro adusto que ahora era su dueño.

Pero el recuerdo de sus propios deseos traicionaba aquella lógica. Tuvo que admitir, sorprendida, que cuando él decidió no forzarla y salió de la estancia, ella decidió que, a pesar de sus temores, le entregaría su virginidad. Y al ofrecerse ella misma, más que obligar a que la tomara, había mantenido algo de su dignidad. Un hombre debe ser más que un simple animal, y Eskkar, bárbaro o no, había demostrado poseer algo más de lo que aparentaba. Puede que fuera una esclava, pero también podía compartir la vida de su amo. Su vida era ahora la suya, y Trella quería que ambas vidas mejoraran en el futuro.

No había oído nada de lo que Eskkar y Nicar habían discutido durante la cena, pero había escuchado gran parte de la conversación que el comerciante y su mujer, Creta, habían mantenido con anterioridad, y luego con el noble Drigo, incluida la preocupación de Nicar por la inminente llegada de los bárbaros que le había obligado a convocar al capitán. De alguna manera, aquel bárbaro le había convencido de que podía encargarse de la defensa de la aldea, y tal desafío había sorprendido incluso al propio comerciante, un hombre inteligente, tan inteligente como había sido su padre.

Aquel recuerdo le provocó una oleada de tristeza, pero se obligó a alejar de su mente la imagen del cuerpo de su padre en el suelo, con la sangre brotando de sus heridas, con sus ojos ciegos mirando el techo. Él le había enseñado bien —demasiado bien, solía decir su madre—, reconociendo en su hija una mente tan hábil como la suya. Esperaba poder vengar su muerte algún día. Pero ahora ya no le quedaban lágrimas para lamentarse por la suerte de sus padres o por su propia desgracia.

Necesitaba aprender todo lo posible sobre aquel soldado. Podía ser un guerrero poderoso y con experiencia en el campo de batalla, pero ella quería saber si tenía la suficiente inteligencia para sobrevivir hasta llegar a enfrentarse con los bárbaros, y para derrotarlos. Eso era lo que más le preocupaba. Al día siguiente sabría mucho más sobre su nuevo amo. Ahora su futuro dependía enteramente de él.

Ahora pertenecía a un guerrero, y además bárbaro, por lo que su situación podía casi equipararse a la de la compañera de un soldado o a una prostituta. Sin embargo, si Eskkar tenía éxito como capitán de la guardia y se erigía en jefe en la defensa de Orak, las cosas cambiarían para ellos de manera sustancial. Aunque era consciente de que ni siquiera semejante empresa sería suficiente para borrar el estigma de ser, a la vez, extranjero y bárbaro.

Sin embargo, si Nicar había visto algo digno de aprecio en aquel hombre, entonces también ella podría encontrarlo. Y cualquier lugar y cualquier amo serían mejores que permanecer en casa de Nicar, con su repugnante hijo sobándola a la menor oportunidad. Pronto habría pasado del padre al hijo y a los sirvientes. Incluso la vida como esclava de un bárbaro sería preferible a dicha existencia.

El acto amoroso la había sorprendido. Su madre la había puesto sobre aviso de los dolores de la primera noche, pero éstos habían desaparecido tras un breve instante, convirtiendo su miedo en sorpresa y placer. Él la había tratado con delicadeza, más de lo que ella había esperado, y sus propias reacciones la hacían contraerse de vergüenza. Trella era consciente de no haber tenido pudor alguno, y aún en ese momento podía sentir la humedad entre sus piernas que le hacía recordar las sensaciones que habían cruzado su cuerpo más veloces de lo que ella fue capaz de controlar.

Finalmente sus pensamientos se aletargaron y comenzó a dormirse, pensando en el hombre que tenía entre sus brazos y sabiendo que al día siguiente comenzaría una nueva vida como esclava de aquel capitán de la guardia recién ascendido. No sería la vida que había previsto, la que ella y su padre habían discutido con frecuencia cuando éste la educaba. En vez de guiar y ayudar a algún mercader rico y poderoso, ahora tenía que estar al lado de aquel recio soldado para rechazar una invasión bárbara, una tarea que, cuanto más pensaba en ella, más temor le provocaba.

Era demasiado joven, aún no había cumplido su decimoquinta estación, pero tenía que intentarlo y esperaba que las enseñanzas de su padre fueran suficientes para suplir su inexperiencia.

Eskkar había admitido que nadie había rechazado nunca a los bárbaros, por lo que era posible que su nuevo amo escuchara sus consejos. Trella decidió que debía utilizar todo lo que había aprendido, así como su propio cuerpo, para mantenerlo cerca de ella. Él la necesitaría más de lo que suponía, como Nicar había dicho.

Y si Eskkar tenía éxito, entonces sólo los dioses sabían lo que el futuro podía depararles. Habría mucho que hacer en los días que estaban por llegar. Su último pensamiento antes de caer dormida fue que la noche siguiente se encontraría de nuevo en aquella cama y entre aquellos brazos, y esta vez no habría miedo, sólo placer.