Capítulo 27
En la sala de trabajo, la pequeña lámpara, con su aceite casi consumido, producía más humo que luz. Trella hizo una pausa para añadir un poco más, suficiente para poder ver. Abrió la puerta del dormitorio y escuchó la respiración de Eskkar. Al menos podía disfrutar de unas horas de sueño, aunque fuese inquieto. Se deslizó en la cama y rodeó con los brazos a su esposo, dejando que su cuerpo lo despertara.
La escasa luz le permitió ver que Eskkar tenía los ojos abiertos. Este suspiró brevemente, satisfecho. Luego intentó sentarse, recordando lo que les depararía la jornada. Trella se mantuvo abrazada a él.
—Quédate un momento. Faltan más de dos horas para el amanecer.
Apoyó el rostro contra su pecho y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Eskkar la besó con dulzura y se puso de lado, manteniendo un brazo alrededor de ella.
—Tengo que marcharme.
Trella había oído a los hombres en el piso inferior conversando y dando vueltas, mientras se preparaban para la batalla. Sabía que aquellos sonidos lo llamaban y tenía que dejarlo partir.
—¿Cuánto tiempo he dormido? Dijiste que…
—Casi tres horas. Apenas has dormido en estos últimos tres días. Gatus me dijo que no te despertara.
Sus brazos no pudieron impedir que se sentara.
—Debo irme, Trella. Los hombres necesitan verme antes de la batalla.
—Ya lo sé, esposo. Pero ten cuidado. No hay necesidad de correr riesgos. Que otros se lleven la gloria.
Ella permaneció de pie mientras lo miraba atarse las sandalias.
Ello hizo con lentitud, anudándolas con firmeza; luego se levantó y se ajustó el cinto con la espada. No se había desnudado antes de acostarse.
—Ésta es la última batalla. Durante cinco meses nos hemos preparado, y ahora ha llegado el momento. Hoy venceremos o caeremos.
Trella negó con la cabeza.
—Nunca es la última batalla. Recuérdalo y no actuarás apresuradamente.
Se acercó y se recostó contra él, luego alzó los brazos y se los pasó alrededor del cuello. Eskkar trató de besarla, pero ella lo abrazaba tan estrechamente que lo único que pudo hacer fue rozar su frente con los labios.
—Trella, yo… tienes que dejarme marchar.
Ella no dijo nada, pero aflojó los brazos y se hizo a un lado, con la cabeza baja.
—Ten cuidado, y recuerda lo que te he dicho si fracasamos.
Le habló con tranquilidad, pero sus palabras le encogieron el corazón. Trella se quedó de pie cuando Eskkar se dio la vuelta y salió del cuarto. Escuchó sus pasos bajando la escalera.
—Que los dioses te acompañen, esposo, a todos los lugares peligrosos a los que tengas que ir hoy.
Recitó aquella plegaria en voz alta, más para ella misma que para los dioses. Sus ojos se inundaron de lágrimas, pero fue sólo un instante. Ella también tenía mucho trabajo por delante.
***
Eskkar fue primero al pozo para saciar su sed y lavarse la cara bajo la temblorosa antorcha antes de volver a la cocina. El resplandor de una solitaria lámpara le permitió ver a Bantor, Alexar, Grond y a algunos otros en torno a la mesa. Se unió a ellos y todos comieron un poco de carne fría y bebieron la cerveza ligera que les sirvieron las mujeres. Todos guardaban silencio, ensimismados en sus pensamientos, esperando a que las estrellas comenzaran a palidecer. Cuando terminaron de comer, guardaron unos trozos de pan en su bolsa antes de marcharse. Quizá no tuviera otra oportunidad de comer en el largo día que se avecinaba.
En el patio Eskkar se encontró con Sisuthros comprobando que cada uno de los hombres tuviera claro cuáles eran sus obligaciones y su puesto. Sisuthros no había dormido en toda la noche. Se había ofrecido para patrullar la muralla y preparar a los defensores, mientras el resto dormía unas pocas horas. En la luz titilante, Eskkar le agradeció la larga noche de trabajo y le apretó el brazo como despedida.
Orak había dormido poco esa última noche, ya que se había corrido la voz de que los bárbaros estaban reuniendo sus fuerzas y que atacarían al amanecer. Los lugartenientes y los jefes de la aldea inspeccionaron a sus hombres y les ordenaron a todos que estuvieran en su puesto con las primeras luces. El fuego de las cocinas se encendió temprano. Los pobladores y los soldados tomaron insulsos alimentos en silencio y en una oscuridad casi completa, y luego bebieron agua de las jarras, preparándose para el largo y fatigoso día.
Padres, esposos y amantes se despidieron en voz baja, con rostros serios y gestos inciertos. Todo el poblado tenía miedo y se palpaba la tensión. A la caída del sol su suerte estaría echada.
Las norias habían estado funcionando sin cesar desde el día anterior, llenando el foso todo lo posible. A Corio ya no le preocupaba debilitar la base de la muralla. Los más veteranos revisaron las armas, inspeccionaron las reservas de agua y se aseguraron de que todos estuvieran en sus puestos. Los arqueros colocaron nuevas cuerdas en sus arcos y las probaron a la luz de las antorchas. El sonido de las piedras de afilar se hacía interminable, mientras los hombres pulían sus espadas y hachas al máximo.
Seguido por sus guardaespaldas, Eskkar se dirigió a la puerta principal. Gatus y los otros comandantes habían empezado a hacer el último recorrido en torno a la muralla. Se aseguraron de que todos los hombres estuvieran preparados, con sus armas a mano.
Se encontró con Corio y Alcinor, que estaban comprobando las cuerdas de los andamios colocados sobre la puerta. La plataforma superior, más pequeña, se curvaba en el centro por el peso de las piedras. La inferior, más ancha y sujeta de una forma más firme, soportaba un peso aún mayor de hombres y piedras. Corio parecía a punto de caer exhausto. El miedo era evidente en los rostros de padre e hijo bajo la luz de las antorchas. Aquel día el maestro constructor de la muralla y de la puerta se enfrentaría a su mayor desafío.
Mientras el capitán observaba, una fila de pobladores transportaba baldes con agua hacia el extremo superior de la puerta, donde otros los vaciaban con cuidado para mantener la madera lo más húmeda posible.
—La noche antes de la batalla siempre es larga, Corio —le dijo Eskkar para darle confianza.
—Ya estamos casi listos, capitán —respondió el constructor con un tono más agudo de lo habitual—. Sólo unos detalles y…
—Todavía hay tiempo. —Los hombres necesitaban tranquilizarse, más que ninguna otra cosa—. Trata de descansar o no nos servirás de nada cuando más te necesitemos. Cuando comience la batalla estarás demasiado ocupado como para preocuparte de nada.
Antes de que pudiera contestarle pasó a su lado para entrar a la torre norte. A medida que subía los oscuros escalones, saludó a sus hombres para que supieran que estaba allí. Pudo sentir, más que ver, el alivio en sus rostros. Al llegar arriba, los centinelas le dejaron un sitio en la muralla.
Se había pasado la mayor parte del día anterior en aquel mismo lugar, tratando de averiguar por cualquier indicio los planes de los bárbaros. Estuvo mirando hacia el campamento enemigo hasta la medianoche, cuando Gatus le exigió que descansara un poco. Dejó la muralla con la condición de que lo despertaran tres horas antes de la salida del sol. No esperaba conciliar el sueño, pero sorprendentemente cayó dormido al instante, tapándose los ojos con un brazo como si quisiera mantener el amanecer lo más lejos posible.
Pero el tiempo de dormir había terminado. Miró hacia el cielo por el Este. Le pareció detectar una tenue claridad. Al bajar la mirada, vio la silueta de colinas recortada claramente por el resplandor de las hogueras de Alur Meriki. Nada se movía sobre aquellos cerros. Ante ellos, la oscuridad envolvía la llanura.
Tras recostarse contra el muro, esperó la primera claridad del amanecer. Cerró los ojos y se concentró en los sonidos. Aunque las colinas estaban a más de un kilómetro de distancia, podía escuchar ruidos lejanos, y supo que los bárbaros habían ultimado los preparativos durante toda la noche. Reconoció el chirrido de las carretas mezclado con algún esporádico relincho de un caballo, asustado al moverse entre las tinieblas sin poder ver por dónde pisaba o nervioso por el chisporroteo de las antorchas. Seguramente habría fogatas por todas partes, pero sólo detrás de las colinas, para no darle a los defensores ni la más mínima idea de lo que ocultaban.
Oyó pasos en la escalera a su espalda. Los hombres caminaban y se colocaban en sus puestos en la muralla. Los arqueros no hablaban mucho, como si temieran que sus palabras pudieran precipitar el amanecer o molestar al enemigo.
—Bien, capitán de la guardia, parece que hoy los bárbaros tienen pensado moverse. —Gatus había regresado, rompiendo el hechizo con su potente voz—. Vendrán pronto, creo. Hemos oído cómo se preparaban toda la noche.
Eskkar se volvió hacia su segundo al mando. A la luz de las antorchas vio a la mayoría de sus comandantes. Sisuthros, Maldar, Grond, Totomes, incluso Myandro y algunos otros. Bantor, demasiado débil, se había quedado en el patio para ayudar a coordinar los soldados de reserva.
A lo largo de la muralla todos vigilaban y esperaban. Cada uno de ellos quería ser el primero en averiguar lo que les depararía el día. Los soldados permanecieron en silencio mientras el inicio del amanecer asomaba por el Este, pero se apresuraron con los últimos detalles a medida que las estrellas comenzaron a apagarse.
El ruido procedente de la llanura comenzó a aumentar. Se oía el movimiento de los caballos, el leve tintinear de espadas y lanzas, el agudo chirrido de las ruedas de los carros. Las cimas de las colinas parecían moverse y ondear bajo el débil resplandor. El cielo comenzó a aclararse, y el sol con sus rayos rojos y dorados empezó a abrirse paso entre las tinieblas, hasta teñir con su luz el horizonte.
Al asomarse por encima de las colinas y bañar la llanura con una luz rojiza y suave, el sol dejó finalmente al descubierto los movimientos del enemigo. Había carros por todas partes, moviéndose lenta pero decididamente hacia la llanura, hacia sus puestos, preparándose para la larga jornada frente a las murallas de Orak. Cientos de hombres tiraban de ellos o los empujaban, esforzándose para asegurarse de que llegaran a su destino. Los guerreros deambulaban en torno a ellos.
Los hombres de la primera línea no llevaban armas. Se dio cuenta de que eran esclavos y cautivos que actuarían como escudos humanos para proteger a los guerreros. Por todos lados aparecieron grandes escudos, con un tamaño suficiente para proteger a tres o cuatro hombres, transportados en cada extremo por guerreros o esclavos. Los pocos que iban a caballo se dispersaron hacia los lados de la aldea, lejos de la puerta principal.
Miró asombrado a la cantidad de hombres que avanzaban. Habían matado a cientos de guerreros y, sin embargo, el enemigo parecía poseer un número ilimitado para enviar a la batalla.
—Ya comenzamos —dijo, más para sí mismo que para quienes estaban a su lado.
El único que pareció escuchar aquel extraño comentario fue Gatus, que se giró hacia el capitán.
—No me preocupa cómo empecemos, sino cómo terminemos. Y eso lo sabremos pronto.
—Hoy luchan a pie —comentó Sisuthros—. No más cargas a caballo. Eran blanco fácil y nuestros arqueros los podían hacer pedazos.
—Parece que todos los carros del campamento vienen hacia nosotros —dijo Gatus—. Intentarán acercarlos hasta el borde del foso y utilizarlos como parapeto.
—Y tendremos el sol de cara todo el tiempo. —El acento de Totomes sonaba extraño, incluso después de tanto tiempo—. Será una larga mañana para nuestros arqueros.
—Vienen hacia la puerta. —Sisuthros hizo sombra con las manos para poder ver mejor—. Y sale humo de los carros. Les han prendido fuego.
Eskkar miró a los Alur Meriki mientras desplegaban a sus hombres de modo lento pero ordenado. Hoy no había señales confusas, ni galopaban inútilmente de un lado a otro. Sólo unos pocos jinetes dirigían a los hombres que tiraban o empujaban los carros. Thutmose-sin se había preparado bien. Habían tenido semanas para ponerse a punto.
A Eskkar le preocupaba el número de carretas y su ardiente carga. Habían destruido una enorme cantidad de leña dos noches atrás y sin embargo parecía que la hubieran reemplazado toda.
—Mira el tamaño de esos escudos —exclamó Gatus sorprendido—. Nunca había visto nada semejante.
Sobre las colinas, diez o doce hombres aparecieron cargando unos enormes escudos de madera, de casi dos metros de ancho y por lo menos el doble de largo, parecidos a los que había destruido con Grond.
Eskkar los examinó unos momentos.
—Creo que son plataformas para poner sobre el barro. Intentarán cruzar el foso sobre ellas. Tienen más en las carretas.
Durante un momento nadie dijo nada. Todos pensaban en lo que significarían esas armas fuera de lo común. Hoy serían los atacantes los que desplegarían nuevas tácticas.
—Totomes —dijo Eskkar—, ¿los arqueros tienen flechas incendiarias?
—No, capitán, creímos que no serían necesarias.
—Pues que comiencen a prepararlas. Cuantas más, mejor.
—Sí, capitán.
El arquero comenzó a bajar las escaleras.
—Que tengas buena cacería, Totomes. —Si le había oído, no se molestó en responderle. Eskkar se dirigió a sus hombres—. Sisuthros, llama a Nicar y a todos los que encuentres. Que reúnan antorchas y la mayor cantidad posible de aceite de quemar, si es que nos queda algo. Traed todo hacia la entrada. Es posible que tengamos que incendiar esos carros y plataformas. —Miró con detenimiento a todos sus hombres en busca de cualquier sombra de temor, pero sólo vio determinación—. Cada uno a su puesto y explicad a vuestros hombres lo que se avecina. Si conocen lo que les espera, menos posibilidades habrá de que les entre el pánico.
Mientras Gatus comenzaba a bajar las escaleras detuvo a uno de los guardaespaldas de Eskkar.
—Asegúrate de que se ponga el casco y se cubra con todo el cuero que encuentres o yo, personalmente, te arrancaré la cabeza.
Eskkar sonrió ante la preocupación del viejo soldado. Era una pérdida de tiempo discutir con él. Se giró de nuevo hacia la muralla para estudiar el avance de las tropas. Caballos, hombres y carretas se extendían ahora por toda la llanura, moviéndose con lentitud, a medio camino de Orak. En poco tiempo los bárbaros más adelantados estarían al alcance de las flechas.
Detrás de él los hombres comenzaron a gritar y a moverse. Escuchó a Totomes dar órdenes a sus arqueros, entre ellos los que tendrían que centrarse en los jefes de los clanes. Ese sería el principal objetivo de sus dos hijos. Bueno, Totomes, ha llegado el día de vengarte de Alur Meriki. Cuando llegara el ocaso, fuera cual fuese el resultado de la batalla, el maestro arquero y sus hijos habrían matado a suficientes enemigos como para saciar su sed de venganza.
Volvió a examinar la llanura. Dos columnas de jinetes, apoyadas por arqueros y hombres con escalas, se acercaban hacia las murallas norte y sur. Intentarían reducir el número de soldados disponibles para proteger la puerta y las torres. La mayor parte de Alur Meriki se dirigió directamente hacia las torres. Tratarían de hacer un puente sobre el foso utilizando carros y pasarelas de madera hasta que pudieran atacar la puerta. Las carretas y los escudos servirían de protección a sus arqueros.
Miró hacia las colinas y vio que los hombres seguían acercándose desde el campamento, pero ahora en menor número. Casi todos los que estaban en las primeras filas eran esclavos desarmados, muchos de ellos mujeres. Empujaban los carros o cargaban madera o recipientes con brasas.
Los Alur Merki consideraban a los esclavos elementos sustituibles. Siempre podían conseguir otros una vez que conquistaran el poblado. Así que no iban a ahorrar nada, ni un solo esclavo capaz de caminar, ni un hombre que pudiera cargar un arma. Eskkar hizo una señal a uno de los mensajeros agachados detrás de la muralla.
—Busca a uno de los escribas y dile que trate de contar a los guerreros.
¿Cuántos hombres le quedaban a Thutmose-sin? Por lo menos mil, estimó Eskkar. La horda frente a la aldea disminuyó su paso, deteniéndose fuera del alcance de las flechas mientras ocupaban sus puestos y preparaban los escudos para eludir las flechas que los aguardaban.
En las fuerzas enemigas reinaba el silencio. Aquel día no habría ni gritos ni burlas ni alaridos de batalla. Habían aprendido la lección y sabían que se enfrentaban a soldados expertos que no serían vencidos fácilmente. Echarían de menos el placer de la lucha. No habría una rápida matanza de hombres cuerpo a cuerpo, ni proezas de los jinetes. Sólo avanzarían bajo una lluvia de flechas.
Eskkar comprendió por qué no utilizaban sus caballos. Habían perdido demasiados, más de los que podían reemplazar. Aquella idea le hizo sonreír. Thutmose-sin debía de estar preocupado del precio que pagaría aquel día, aunque venciese. El jefe de Alur Meriki necesitaba una victoria, y tendría que resultar poco costosa para satisfacer a quienes esperaban su fracaso.
Si fuéramos capaces de darles un motivo para retroceder.
La orden de silencio circuló por la muralla mientras Totomes y los suyos probaban sus arcos. El maestro arquero ya no tenía más instrucciones que dar a sus hombres. Los montones de flechas estaban preparados y los arqueros comenzarían a usarlas tan pronto como fuera posible, mientras fueran capaces de tensar un arco, hasta agotar el último de aquellos proyectiles.
Eskkar hizo un gesto de asentimiento. Había hecho todo lo que había podido, y ahora los brazos de sus soldados decidirían si Orak sobrevivía o caía.
Sintió un suave roce en el brazo y se dio la vuelta, sorprendido al encontrar a una mujer allí. Al principio no entendió lo que le decía, pero luego vio la jarra de agua en su mano. Se trataba de una anciana, de cabellos grises que ondeaban bajo la ligera brisa. La jarra era pesada y le temblaba en las manos. Había cargado con aquel peso para él, sin preocuparse de otros hombres que había encontrado en su camino.
Cogió la jarra y se la llevó a los labios. Aún no tenía sed, pero el sol ya calentaba sobre la muralla y el calor pronto empezaría a hacerse insoportable. Bebió un largo trago y le devolvió la jarra a la mujer.
—Gracias, anciana —le dijo mientras se secaba la boca con el dorso de la mano.
—Buena suerte —le respondió con seriedad—. Mis hijos luchan hoy a tu lado. Que vuelvan victoriosos.
No esperó su respuesta. Bajó de la muralla con el agua, una tarea que repetiría todo el día o hasta que una flecha la derribara.
Detrás de ella apareció Grond, recientemente ascendido a guardia personal del capitán, llevando el casco de cobre de Eskkar, pintado de marrón para que pareciera igual a los demás. Se lo dio junto a un chaleco de cuero y unos guanteletes. El capitán se colocó las prendas, atándolas cuidadosamente y permitiendo que el soldado lo ayudara. El otro guardaespaldas le acercó a Grond una protección para el cuello de cuero grueso.
—No me voy a poner eso. —Eskkar sacudió la cabeza—. Pica, y me da la sensación de llevar una soga al cuello.
—Lo lamento, capitán, pero Gatus y la señora Trella han insistido. —Grond lo miró fijamente—. O te obligaremos a bajar de la muralla. El enemigo intentará matarte y no queremos que una flecha te atraviese la garganta.
Podía haber amenazado a sus guardaespaldas, que parecían nerviosos. Pero mientras Grond permaneciera firme, obedecerían las órdenes de quitar a su capitán de la muralla. Por un momento, Eskkar se mostró visiblemente irritado, pero Grond esperó con paciencia, ofreciéndole aquel collar de cuero. Se sintió tentado a agarrarlo y tirarlo por encima de la muralla, pero aquello sería un gesto infantil. Además, aquel hombre era capaz de bajar al foso a recuperarlo.
Eskkar apretó los dientes, le arrancó al soldado el collar de las manos y se lo puso alrededor del cuello. Inmediatamente comenzó a molestarle. Grond se acercó para ayudarle a ajustar los cordones.
—Que no me apriete, maldición. No quiero morir asfixiado.
El soldado sabía lo que tenía que hacer y una parte del cuero rígido quedó ajustada sobre la base del cuello de Eskkar, sin apretarlo, pero capaz de rechazar, con un poco de suerte, una flecha. Cuando terminó, Grond hizo un gesto a los dos guardaespaldas para que se colocaran por delante del capitán, apoyando sus escudos de madera contra la muralla.
Las gruesas maderas le cubrían la mayor parte del cuerpo, aunque podía ver un poco entre ellas y por encima. El resto de los hombres se colocaron en sus puestos, incluidos dos arqueros especialmente seleccionados por Totomes. Su objetivo era matar a todo aquel que pretendiera atacar a Eskkar.
Llegó un mensajero, respirando entrecortadamente y con los ojos desorbitados, para entregar un informe al capitán.
—Capitán, Corio dice que hay por lo menos mil cien hombres armados que vienen hacia nosotros y alrededor de quinientos esclavos.
—Avisa al puesto de mando.
Habló con calma, aunque soltó una maldición para sus adentros. No creía que todavía contaran con tantos guerreros. Debían de haber convocado a todo el mundo, incluso a niños y ancianos. O quizá otro grupo de bárbaros se había unido a ellos. En cualquier caso, eran muchos hombres para hacerles frente.
—Ya lo he hecho, capitán —respondió el muchacho.
Le dio las gracias y el mensajero se apartó un poco, situándose en un rincón cerca de la parte trasera de la torre. En la llanura, un tambor comenzó a redoblar. Todos dirigieron sus miradas hacia aquel sonido. Los arqueros de Orak parecían nerviosos, casi ansiosos por comenzar la batalla. Había llegado el día y serían puestos a prueba durante las próximas horas.
Los jinetes bárbaros se movieron hacia los flancos, fuera de su alcance. Intentarían presionar sobre los otros sectores todo lo posible. Buscarían los puntos débiles y contaban con suficientes hombres para realizar un asalto. Pero el objetivo principal era hacer una maniobra de distracción que obligara a los defensores a enviar soldados en detrimento de la entrada principal.
Mientras tanto, la fuerza principal de Alur Meriki hizo una pausa y se agrupó, con los carros listos y los escudos alzados. De pronto los tambores cambiaron el ritmo. Con unos cuantos gritos la masa de esclavos, guerreros, jinetes y carros comenzó a moverse. Eskkar miró al sol, alto en el horizonte. Había transcurrido una hora desde el amanecer.
Los hombres de la muralla permanecieron en silencio. Todos los ojos estaban centrados en aquello que estaba sucediendo frente a ellos, mientras se preparaban y colocaban las flechas sobre las cuerdas de sus arcos, esperando las órdenes de Totomes. El maestro arquero se tomó su tiempo. Antes de dar la orden esperó a que el grueso de los hombres se acercara al lugar en donde incluso el menos experimentado de sus arqueros podía llegar. El eco de la orden se propagó por el resto de la muralla. La primera andanada de flechas anunció que la batalla por Orak había comenzado.
La parte principal de la muralla estaba defendida por doscientos veinte arqueros, mientras que el resto estaba distribuido a grandes intervalos en los otros tres sectores. Se enfrentaban a unos setecientos guerreros que marchaban directamente hacia la entrada, que junto a la masa de esclavos utilizados como escudos, sin contar los animales de carga, sumaban más de mil hombres.
Las flechas surcaron los aires, andanada tras andanada. Los hombres de Totomes lanzaban entre quince y dieciocho flechas por minuto. En la llanura, los bárbaros comenzaron a caer, pero las carretas seguían adelante, retrasándose sólo un instante cuando uno o dos hombres caían, pero continuando su firme avance.
Hasta el momento, nadie había respondido, aunque eso cambiaría de inmediato. El enemigo avanzaba, impasible, asumiendo las pérdidas. Los gritos de guerra se escuchaban por doquier, mientras los guerreros espoleaban a sus animales contra las murallas norte y sur.
Los tambores aceleraron el ritmo. Los bárbaros comenzaron a correr, empujando a sus esclavos al frente con la hoja de las espadas. En poco tiempo, el grupo principal de Alur Meriki puso rodilla en tierra y colocó sus escudos a cincuenta pasos del foso, mientras los arqueros se situaban detrás y comenzaban a responder a los defensores.
Para sus cortos arcos, la distancia era enorme. Los soldados jugaban con ventaja, al contar con armas más resistentes y la altura de la muralla. Pero había más de trescientos guerreros enemigos lanzando sus flechas y habían comenzado a hacer blanco, incluso a aquella distancia. Los carros seguían avanzando.
Una flecha pasó silbando cerca de la cabeza de Eskkar. Totomes ordenó a sus hombres que dispararan a los que empujaban los carros. Los bárbaros caían uno tras otro, pero eran reemplazados de inmediato.
El capitán hizo un gesto de disgusto. La mayoría eran esclavos, ni siquiera guerreros, obligados a trabajar hasta que una flecha los derribara. Si huían tendrían que enfrentarse a las espadas y lanzas de los guerreros a sus espaldas. Por fin, el primero de los carros, cargado con planchas de madera clavadas unas contra otras y con marcas del fuego en uno de sus lados, alcanzó el borde del foso. Comenzaba el ataque de verdad.
Una flecha rebotó contra el casco de Eskkar y otra le rozó el brazo derecho, rasgando el cuero. Grond lo empujó debajo del escudo y después ordenó a los arqueros que mataran a todo aquel que apuntara al capitán. Este alcanzó a ver una gran actividad detrás de la primera carreta, ya cubierta de flechas que los defensores habían lanzado contra cualquier bárbaro que se encontrara en las proximidades.
Alrededor de veinte guerreros cubiertos de cuero corrieron a los lados del carro y agarraron las planchas de madera. Levantaron una parte y trataron de acercarse al foso. Muchos cayeron bajo las flechas, pero permanecieron en pie los suficientes para aproximarse al foso y lanzar las planchas al interior antes de salir corriendo hacia los carros en busca de protección.
Otro grupo de hombres intentó repetir la operación, pero esta vez los arqueros de Totomes los detuvieron con una lluvia de saetas que hizo que los guerreros, aullando de dolor, cayeran de rodillas antes de llegar al borde del foso. Fue un retroceso temporal. Otros hombres corrieron en su ayuda y consiguieron aferrar y levantar otra vez la pesada carga y lanzarla hacia delante, cayendo algunos de ellos al barro y otros sobre las primeras tablas.
Con las prisas, la segunda sección de la improvisada pasarela no fue colocada correctamente. Durante un tiempo, ningún guerrero se atrevió a ajustaría. En cambio trajeron a más arqueros de la retaguardia y una tormenta de flechas obligó a los defensores a guarecerse detrás de la muralla por un instante. Eskkar sólo pudo observar, a través de la estrecha abertura que le habían dejado entre dos escudos, cómo dos grupos de hombres se adelantaban, uno para enderezar la segunda sección y el otro para levantar y transportar la tercera.
En ese momento todos los arqueros bárbaros disparaban sus flechas desde cualquier lugar que pudiera protegerles, creando dificultades a los arqueros de Orak. Los enemigos sólo necesitaban apuntar a la parte superior de la torre para obligar a los defensores a refugiarse.
Con la tercera sección en su lugar, los bárbaros habían cruzado casi la mitad del foso, aunque allí su anchura fuera superior que en el resto. Eskkar se dirigió a Gatus.
—Trae a la muralla a todos los arqueros que puedas encontrar. Yo voy hacia la puerta.
Sin esperar respuesta, el capitán salió a toda prisa, con Grond y los guardaespaldas tras él. Corrió escaleras abajo, abriéndose paso entre los hombres que subían para reforzar o reabastecer a los que ya estaban en lo alto. Justo al salir de la torre se encontró con Corio, que dirigía a un grupo de pobladores que cargaban tres pesados recipientes de barro.
—Buen trabajo, Corio —gritó Eskkar—. ¿Es el aceite?
—Todo el que queda. El depósito está vacío.
Las tierras de los alrededores de Orak estaban salpicadas de numerosos pozos de aquel aceite negro utilizado como combustible, pero no existía ninguno dentro de Orak. Las innumerables antorchas que habían necesitado durante la noche habían agotado las reservas más rápido de lo que habrían deseado. Y el ataque con fuego de Eskkar se había encargado del resto.
Éste frunció el ceño, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
—Necesitamos más. Busca más. Y sube una vasija al andamio sobre la puerta.
—Capitán, ten cuidado, podemos incendiar…
Eskkar dejó a Corio con la palabra en la boca y subió por los estrechos escalones de madera que conducían a la plataforma superior. Varios arqueros que estaban detrás de las hendiduras de la puerta habían sido heridos, pero unos cuantos ovacionaron la llegada de su capitán. Eskkar se colocó en el punto central, apartando a un arquero para poder mirar por las aberturas. Los bárbaros habían colocado otra sección en el foso y parecían dispuestos a situar aún otra más. Con la última completarían el recorrido y tendrían libre acceso a través del foso.
Un poblador robusto tropezó contra Eskkar, respirando agitadamente y cargando con el más pesado de los recipientes de aceite. El capitán intentó sostenerlo, y casi se le cayó, sorprendido de su peso.
—Trae todas las antorchas que consigas —ordenó.
El hombre asintió y se descolgó del parapeto hasta el andamio inferior y de allí saltó al suelo.
Con la última sección tendrían que recorrer una distancia mayor, y una vez más los arqueros de Totomes aguardaron a que los Alur Meriki se pusieran en movimiento. Una lluvia de flechas detuvo el primer intento, hiriendo a una media docena de guerreros antes de que pudieran levantar la plancha de madera. El segundo intento también fracasó, hasta que un grupo de unos cincuenta hombres se acercó a toda prisa y, gracias a su gran número, pudieron arrastrar la plancha hacia el foso y colocarla en su lugar. A pesar de las grandes pérdidas, un grito de triunfo acompañó su culminación.
Eskkar se giró hacia Grond, que seguía de pie detrás de él.
—Tiraremos esta vasija tan lejos de la puerta como podamos, ¿entiendes? ¡A la de tres!
Entre los dos levantaron el recipiente de barro, cada uno con una mano en la base y la otra en el lateral para mantenerlo en equilibrio. Eskkar respiró hondo y, tras hacerle un gesto a Grond, comenzó la cuenta.
—¡Uno… dos… tres!
Con un enorme esfuerzo lanzaron el cántaro por encima de la puerta. Éste cayó a unos veinte pasos de ella, rompiéndose en miles de pedazos y derramando su contenido entre la cuarta y la quinta sección de la pasarela de los bárbaros. Sin detenerse a mirar, Eskkar agarró una antorcha que le acababa de dar uno de los soldados y la tiró por encima de la puerta. Cuando se acercó a una de las hendiduras a observar, la antorcha había prendido el aceite y las llamas se extendían a todos los lugares impregnados por éste. Incluso el barro del foso estaba en llamas.
Dos flechas pasaron silbando a través de la abertura y Eskkar sintió que el corazón le daba un vuelco. Si se hubiera quedado mirando un instante más… Los arqueros de Alur Meriki buscaban cualquier blanco.
—Trae otro recipiente de aceite, Grond. Con esto los detendremos momentáneamente.
Los hombres se agolpaban contra la puerta. Las plataformas se curvaron peligrosamente cuando diez arqueros subieron a ayudar. Otro cántaro más pequeño fue arrojado por Eskkar y Grond. Cayó más cerca del barro pero aun así empapó las maderas ya en llamas. Los pocos guerreros que se habían atrevido a subir a la pasarela tuvieron que retirarse rápidamente. Durante un momento, las llamas sobrepasaron la altura de la puerta.
Las últimas dos secciones del puente ardían sin parar, y nada conseguiría apagarlas hasta que el fuego llegara a la superficie embarrada bajo la madera. Los bárbaros se detuvieron, sorprendidos al ver que utilizaban su táctica contra ellos. El virulento intercambio de flechas continuó ocasionando bajas en ambos lados. Grond preparó el último recipiente pero una mirada a Eskkar le dio a entender que todavía no era necesario. Éste se inclinó por el borde de la plataforma y le gritó a Corio.
—Corio, necesitamos más aceite. Envía a las mujeres a buscar lo que quede en las casas.
—Sí, capitán. Ya encontraremos algo.
Eskkar volvió al andamio. Alcinor y algunos pobladores continuaban echando agua sobre la puerta, nerviosos por el fuego que había provocado su capitán. Un fuego detrás de la puerta podía resultar muy peligroso. En aquel momento, un grito desde la torre hizo que Eskkar echara otro vistazo por una de las hendiduras. Los bárbaros estaban levantando otra sección de planchas de madera de una carreta y se preparaban para un nuevo avance.
Comprendió de inmediato lo que planeaban. Colocadas encima de las planchas que estaban ardiendo, la nueva sección apagaría las llamas y proporcionaría un apoyo todavía más firme. Los guerreros dieron un grito mientras se enfrentaban a las andanadas de flechas de los arqueros, cuando intentaron aferrar la plataforma por ambos lados para comenzar a moverla hacia el foso. Eskkar cogió el arco de un soldado herido y preparó una flecha.
—Búscate un arco, Grond.
Su guardia regresó de inmediato, mientras los arqueros se situaban alrededor de las aberturas.
—Están vigilando las hendiduras. Les dispararemos desde arriba. Intenta derribar al primer hombre a tu derecha.
Aquello era peligroso. Tenían que exponer una mayor parte de su cuerpo. Pero Eskkar necesitaba detener inmediatamente a los atacantes.
Los guerreros, tambaleándose bajo el peso de la plancha de madera pero moviéndose rápidamente habían llegado a medio camino del foso.
—¡Ahora! —gritó Eskkar.
En ese instante, tanto él como Grond se inclinaron por encima de la puerta y dispararon mientras el resto de los defensores hacía lo mismo, agachándose justo a tiempo antes de que una lluvia de flechas pasara por donde se encontraban hacía unos segundos. Con una rápida ojeada comprobó que su flecha había dado en el blanco. El guerrero herido había caído sobre el que tenía a su espalda. Todo el entablado había caído al foso. Los guerreros intentaron levantarlo, pero las flechas de cada torre y de la puerta los hicieron huir a refugiarse detrás de las carretas. Incluso las maderas del foso se cubrieron de flechas.
La mitad de la sección que los Alur Meriki habían intentado colocar se encontraba en el barro y la otra mitad sobre el puente. A Eskkar le pareció demasiado lejos para poder alcanzarla con otro cántaro de aceite. ¿O no lo estaba?
—Espera aquí, Grond —le ordenó. Saltó al andamio inferior y desde allí se tiró al suelo. Pidió a gritos que enviaran mensajeros, aunque Corio y Alcinor corrieron a su lado.
—Buscad jarros pequeños, de este tamaño —dijo separando sus manos unos quince centímetros—. Quiero que el aceite vaya más lejos. ¡Y conseguid más aceite!
Corio hizo un gesto a su hijo, que salió corriendo.
—¿Podremos detenerlos, capitán?
El maestro constructor parecía asustado.
Una pregunta inútil.
—Sólo los dioses lo saben, pero todavía no han entrado. Mantén la puerta húmeda y nuestras antorchas alejadas del aceite.
A escasos pasos de donde se encontraban, los pobladores bombeaban agua frenéticamente, enviando un flujo constante al foso.
Volvió a subir a la parte superior de la puerta, ignorando el cansancio de sus piernas. Se arrodilló al lado de Grond, cogió un escudo y lo usó para protegerse mientras observaba por la hendidura. Vio a varios guerreros que intercambiaban flechazos con los defensores mientras otros se preparaban para otro ataque.
Alcinor regresó, respirando agitadamente, con dos pequeñas jarras de barro, como las que se usaban para el vino en las tabernas. También llevaba varias tiras de algodón. Llenó la jarra en el último recipiente de aceite que quedaba y la tapó con el algodón. Por último, limpió los restos de aceite con otro poco de tela hasta que no quedó nada.
El joven vio la cara de curiosidad de Eskkar.
—El trapo servirá de tapón, como la mecha de una lámpara. Prenderemos fuego al tapón antes de tirarla.
Para demostrarlo, cogió una antorcha y encendió el trapo.
Eskkar observó fascinado cómo el fuego brotaba de la tela. Ardía como la mecha de una vela, sin consumirse de inmediato. El capitán agarró la jarra de vino encendida, se situó en el lugar apropiado y la lanzó por encima de la muralla. Faltó poco para que aquel proyectil ardiente se desviara, pero llevaba el suficiente impulso para caer en la nueva sección del puente, rompiéndose y estallando en llamas. El fuego no ardió tanto como antes, pero sin duda supondría un nuevo retraso para los atacantes.
Consiguió su objetivo durante algún tiempo. Pero después un grupo numeroso de guerreros volvió al foso corriendo y, usando las manos como palas, tiraron barro húmedo sobre las planchas ardientes. Esto sofocó las llamas y al mismo tiempo inutilizó el aceite. Las flechas derribaron a muchos, pero otros reemplazaron a los muertos o heridos y arrojaron más barro sobre la plataforma.
—Malditos sean —masculló Eskkar. Las flechas de los arqueros desde la muralla no eran suficientes para detenerlos—. Necesitamos más arqueros —le gritó a Grond—. Quédate y lanza tantas jarras como puedas. —Se bajó del parapeto y corrió hacia la muralla norte, donde se encontró a su segundo dirigiendo a sus hombres y gritando órdenes—. Gatus, necesitamos más arqueros. Llegarán a la puerta en cualquier momento.
—Te he enviado a todos los hombres que he encontrado. Totomes dice que están rechazando a los arqueros bárbaros.
—Está llevando demasiado tiempo. Están casi listos para asaltar la puerta. Trae a los arqueros del resto de la muralla y reemplázalos por pobladores. Búscalos donde sea, pero tráelos.
Eskkar se dirigió apresuradamente a donde estaba Grond, que preparaba otra jarra repleta de aceite.
Una flecha atravesó la rendija, pasando entre sus caras, justo cuando Eskkar estaba a punto de asomarse. Se miraron con seriedad. Pero necesitaba ver, así que echó un rápido vistazo. Vio una gran actividad al otro lado del foso, pero hasta el momento los Alur Meriki no habían intentado colocar otra sección. Lo harían en cualquier momento.
—Capitán, esto es todo lo que queda de aceite —dijo Grond—. Pero creo que puedo lanzarlo cerca del carro, si me cubres.
Eskkar miró los musculosos brazos y hombros de Grond. La jarra parecía más pequeña que las anteriores. Si alguien podía hacerlo, era él. Sin embargo, tendría que ponerse de pie, prepararse y lanzarla. Pero si alcanzara el carro…
—Arqueros —gritó Eskkar—, preparaos para una andanada.
Cogió su escudo. Los soldados se prepararon. Grond agarró la jarra y Alcinor acercó la antorcha al trapo, que comenzó a arder y a humear.
Eskkar miró por encima del parapeto. Los arqueros estaban serios pero decididos.
—¡Ahora!
Se pusieron de pie y lanzaron una apresurada andanada, lo suficiente como para distraer a los arqueros bárbaros más próximos durante un momento.
En ese instante Eskkar se levantó y alzó el escudo para proteger a Grond, quien, aferrándose a la muralla con la mano izquierda, lanzó el recipiente.
Eskkar tiró al soldado al suelo con su mano libre mientras las flechas volaban por encima de sus cabezas. En el escudo había cuatro flechas clavadas. Por la hendidura pudo comprobar que el lanzamiento de Grond había dado en el blanco. La jarra había caído ante el carro y estallado en llamas. El aceite salpicó y comenzó a quemar la madera seca. Los guerreros intentaron apagar las llamas, pero los arqueros de Orak se lo impidieron.
Eskkar observó la reacción de los guerreros. Al principio no hicieron nada, pero luego uno de los jefes organizó a un grupo de ellos con escudos y les ordenó que formaran frente al carro para proteger a los que iban a apagar las llamas.
Esta vez los atacantes no sólo extinguieron las llamas sino que cubrieron el frente del carro con pieles de animales. Mientras tanto los guerreros lanzaban sus flechas rápidamente para prepararse una vez más y colocar la última sección del puente. Eskkar y sus hombres habían retrasado su avance pero no lo habían detenido.
Con un grito, los bárbaros se arremolinaron en torno al carro y tomaron otra sección del puente. Ignoraron las llamas que todavía se alzaban a sus pies, así como las flechas que caían a su alrededor. Eskkar escuchó el estruendo de la pesada sección al ser colocada en su lugar detrás de la puerta. Esta vez algunos atacantes hicieron una pausa para sacar barro del foso y ponerlo sobre la nueva plataforma y así mojar la madera antes de que los pobladores pudieran lanzar más aceite.
Guerreros de reserva y descansados, la mayoría con arcos pero también con hachas, salieron de detrás de los carros entre grandes alaridos y corrieron por encima del embarrado y humeante puente, sobre los cuerpos de los caídos, muertos o agonizantes que cubrían el foso. Ahora ante la entrada se encontraban el doble de bárbaros, con sus flechas listas para disparar contra cualquier cosa que se moviera.
Eskkar oyó el primer golpe de un hacha contra la puerta.
—¡Piedras! —gritó.
Los hombres dejaron sus arcos y soltaron una riada de piedras por encima de la puerta.
Los golpes del hacha se hicieron más numerosos, llegando con su eco a todos los lugares del poblado. Los escudos protegían un poco a los Alur Meriki de las piedras.
—¡Piedras! ¡Flechas! ¡Ya! —aulló Eskkar. Las piedras volaban sobre la puerta, hasta que comenzaron a caer como si fuera lluvia.
Alcinor, con su voz quebrada, gritaba a los hombres, recordándoles que lanzaran las piedras hacia abajo, puesto que los atacantes se aplastarían contra la muralla para evitar los proyectiles.
Después de unos instantes de frenética actividad, los defensores terminaron con todas las piedras de los andamios. Alcinor pidió a gritos más piedras, y Eskkar se arriesgó a recibir una flecha echando otra mirada a través de la hendidura. Uno de los lados del primer carro había caído al foso. Los Alur Meriki querían arrastrarlo lo más cerca posible de la puerta. Habían intentado pasarlo por el puente, pero se había desequilibrado y ahora una de las ruedas estaba hundida en el barro; las otras tres permanecían sobre el puente. Mientras, otro carro, con su carga de madera y aceite, empezaba a aproximarse.
Los guerreros se arrastraban por el foso, ignorando las flechas que caían a su alrededor, para liberar y mover el primer carro. Eskkar los escuchó maldecir el atorado vehículo que se resistía a sus esfuerzos, hasta que unos veinte hombres lo levantaron y lo pusieron sobre el puente. Otros bárbaros corrían hacia la puerta con herramientas y hachas.
Un nuevo grupo de guerreros, sin armas pero con grandes escudos de madera, se adelantó para proteger de las piedras a los que golpeaban con sus hachas la puerta. Malditos sean los dioses, parecía que los bárbaros eran innumerables.
Eskkar se volvió hacia Grond.
—Voy a tratar de buscar más jarras. El primer carro está a nuestro alcance, y ahora están trayendo otro.
El hombre asintió, mientras el capitán saltaba del borde del andamio al suelo por tercera vez, tropezando con Narquil.
El hijo de Totomes había descendido de la torre derecha. Se acercó tambaleante a Eskkar, con la sangre resbalándole por el brazo derecho y dos flechas clavadas en él. Eskkar lo agarró y llamó a un mensajero. Un niño de ojos temerosos apareció por debajo de la muralla.
—Lleva a Narquil a donde están las mujeres para que detengan la hemorragia.
Narquil, con los ojos desorbitados por la conmoción, el dolor y la pérdida de sangre, aferró a Eskkar por el brazo con su mano izquierda.
—Capitán… mira la flecha.
Pronunciaba las palabras con dificultad, y al principio Eskkar pensó que Narquil quería que le revisara la herida.
—La flecha, capitán… es una de las nuestras. Se están quedando sin flechas.
—Sí, ya lo veo. Ahora ve con el muchacho.
Le ordenó al mensajero que se diera prisa y luego volvió a la torre en la que había estado al principio de la mañana. Había sangre y cadáveres por todas partes. La muerte había reducido sus filas, pero los arqueros seguían disparando. Se encontró con Totomes. El implacable arquero se había mantenido en su puesto, apuntando y disparando con calma contra su odiado enemigo, utilizando la ventaja de la torre para matar a tantos jefes de clan como le fue posible.
—Totomes, ¿tus arqueros pueden dispararle a los guerreros en el foso? —le gritó—. Están atacando la puerta con hachas.
Totomes dejó escapar una flecha antes de agacharse tras la muralla, arrastrando a Eskkar consigo.
—Todavía no, capitán. Tendríamos que inclinarnos demasiado sobre la pared para poder hacer blanco. Estamos eliminando a los arqueros que están parapetados tras los carros. El fuego está disminuyendo y se les están acabando las flechas. Los hombres del foso tendrán que esperar.
—Puede que no nos quede demasiado tiempo. Están debilitando la puerta y el fuego pronto nos alcanzará.
—Haré lo que pueda, capitán, pero hay que contenerlos un poco más. ¿Están vivos mis hijos?
—A Narquil lo han herido en el brazo. Lo he enviado con las mujeres. Por hoy ya no volverá a pelear. A Mitrac no lo he visto. —Eskkar comenzó a alejarse, pero regresó junto a él—. Narquil también me dijo que se les estaban acabando las flechas. Una de las que lo hirieron era de las nuestras. ¿Qué significa eso?
Totomes hizo un gesto de dolor al recibir la noticia de la herida de su hijo.
—Nuestras flechas son más pesadas que las suyas, y más largas. Si las usan para atacarnos, se arriesgan a romper sus arcos, o a no lanzarlas con toda la fuerza. Eso significa que también deben hacerlo más lentamente. Ahora déjame volver a mi trabajo. Ya he matado a los jefes de dos clanes y todavía quedan muchos más ahí fuera.
Colocó otra flecha en su arco mientras hablaba. Después se levantó, apuntó y la disparó con un solo movimiento.
Maldiciendo a los dioses, Eskkar comenzó a descender las escaleras, empujando a una mujer que llevaba una bolsa con flechas a los hombres. Al menos sus soldados tendrían suficientes. Fuera de la torre y de regreso a la puerta, oyó las hachas retumbar contra la estructura. Al mirar hacia arriba, vio a Grond tirar piedras por encima de la puerta.
Los hombres subían cestas con piedras, pero los defensores las tiraban continuamente, por lo que las reservas no llegaban con la suficiente rapidez. Se pasaban las cestas de mano en mano para poder cubrir toda la sección de la puerta. Eskkar comenzó a subir, pero se detuvo al oír su nombre. Gatus se acercó corriendo a su encuentro, con sangre en la mano y un corte en la mejilla.
—¡Eskkar! Los bárbaros han cruzado el foso en la muralla sur y casi la asaltan. Bantor se ha dirigido hacia allí con los últimos pobladores, ya que no quedaban más soldados de reserva.
Eskkar no podía hacer nada por los otros sectores. Los pobladores tendrían que mantener a los atacantes a raya.
—Necesito más hombres aquí, Gatus. Ahora. —Señaló hacia la puerta y vio que sólo unos cuantos hombres lanzaban rocas y flechas—. De lo contrario, no tardarán mucho en entrar.
Los grandes troncos de la puerta habían comenzado a sacudirse bajo los golpes de las hachas.
Gatus examinó la puerta fríamente. Los trabajadores de Alcinor estaban por todas partes, llevando pesadas maderas para reforzar la base.
—La puerta tendrá que resistir un poco más. Te encontraré más hombres.
Eskkar volvió a maldecir y a correr escaleras arriba, haciendo un alto para coger una cesta con piedras de manos de una mujer que apenas podía con la carga. Gruñó bajo su peso y se agachó al pasar por delante de las hendiduras hasta llegar a donde se encontraba Grond. Este cogió dos piedras, una en cada mano, se colocó directamente sobre el lugar donde se escuchaban los golpes y las arrojó. Eskkar continuó de rodillas y le dio a Grond las tres piedras restantes, una por una. Un arquero en la abertura que había a su lado dio un grito ahogado cuando una flecha le atravesó la garganta. El capitán agarró el arco de manos del soldado y luego tiró al moribundo del parapeto. Preparó una flecha y se acercó a la rendija justo cuando otra flecha entró volando. Los atacantes se habían vuelto más decididos. Habían descubierto que el lugar más seguro era la base de la pared y muchos se había situado allí, con las flechas listas para dar a cualquier blanco que apareciese.
Se asomó por la abertura en el ángulo más cerrado posible y vio a un arquero Alur Meriki en el foso y le disparó. La flecha se hundió en el pecho del hombre.
Aquel impacto trajo como consecuencia una lluvia de flechas. Logró esquivar una de ellas por poco. Pero llevaba el casco y la protección del cuello, y necesitaba detener a los bárbaros de inmediato. Asomó el arco por la hendidura durante un momento y se retiró rápidamente, dejando que otra andanada de flechas intentara alcanzarlo. Después volvió a colocarse mientras volvían a prepararse y dejó escapar una flecha hacia un guerrero Alur Meriki.
Se escondió de nuevo y volvió a mirar hacia el foso y vio que un tercer carro había sido empujado contra él. Los guerreros transportaban ahora troncos y antorchas encendidas hacia la plataforma. Traían también recipientes con aceite. Metieron las brasas ardientes en los agujeros abiertos por las hachas, empaparon todo con aceite y prendieron fuego a la puerta. Y los defensores ya no tenían aceite para efectuar un contraataque.
Grond reapareció con otra cesta llena de piedras. Detrás de él, dos guardaespaldas traían más. La puerta temblaba continuamente bajo las hachas y el ruido de la madera al astillarse se alzaba por encima de los gritos frenéticos de los defensores.
—Hay un grupo de arqueros justo debajo de nosotros. Démosles de comer algunas piedras.
Grond asintió y puso a los guardaespaldas uno a cada lado. Entre los tres hombres comenzaron a lanzar piedras simultáneamente por encima del borde. Tan pronto empezaron, Eskkar se acercó a una abertura y disparó otra flecha, maldiciendo cuando su blanco dio un paso atrás y la flecha desapareció en el barro sin causar daño alguno. Al mismo tiempo, pudo ver a otro guerrero herido en el hombro por una de las piedras. El hombre gritó de dolor y dejó caer el escudo que sostenía sobre su cabeza. Sin embargo, más bárbaros avanzaban por el foso, cargando montones de madera y paja y recipientes que, sin duda, contenían aceite.
Eskkar, Grond y los demás peleaban como demonios, mientras el brutal combate se desarrollaba a su alrededor. Las piedras eran ahora la principal arma de los defensores, los arqueros de la puerta eran casi inútiles, temerosos de asomarse o de usar las aberturas. Demasiados arqueros enemigos, con los arcos preparados y en su mayoría protegidos por escudos, esperaban cualquier movimiento. Los bárbaros seguían dando golpes con sus hachas a la puerta, perdiendo hombres pero manteniendo su obstinado ataque. Las sacudidas de la estructura eran incesantes.
Un grito a sus espaldas hizo que Eskkar se diera la vuelta. Corio y Alcinor habían regresado con una multitud de pobladores que cargaban las últimas piedras. Tras formar una fila, los pobladores fueron pasando las rocas hasta la parte superior de la puerta tan rápido como pudieron. Bajo el parapeto, los carpinteros continuaban reforzando la base de la estructura. De repente, cesaron los golpes. Eskkar se arriesgó a echar un vistazo.
Los bárbaros armados con las hachas se retiraban a todo correr para ponerse a cubierto detrás de los carros, concluyendo, de momento, su tarea. Otros corrían a reemplazarlos. Estos guerreros llevaban grandes brazadas de hierba seca que amontonaron contra la puerta. Los enemigos habían abierto grandes brechas en la estructura inferior y ahora colocaban paja y madera empapada en aceite en ellas. Eskkar vio a una docena de hombres con antorchas correr por la plataforma antes de lanzarlas contra la puerta, que comenzó a arder bajo el crepitar de las llamaradas.
Los defensores continuaron tirando piedras y agua por encima de la puerta. Eskkar se inclinó para mirar al otro lado del foso. Los carros estaban cubiertos de flechas, y otras muchas continuaban cayendo sobre los hombres refugiados detrás de ellos, dirigidas contra cualquiera que tratara de asomarse. Los arqueros de Orak estaban inmovilizando, poco a poco, a los arqueros del otro lado del foso. Totomes tenía razón. Estaban ganando la batalla con los arcos. Si contaran con tiempo suficiente…
Eskkar miró directamente hacia abajo. En la base de la puerta se elevaba una gruesa columna de humo, que esparcía el olor del aceite quemado.
Todos pedían agua a gritos. Hombres y mujeres pasaban baldes hasta el extremo superior de la puerta. Todos los pobladores que pudieran ser de utilidad, incluso los niños, se estaban acercando hasta allí, trayendo agua de los pozos y luego pasando los baldes de mano en mano hasta la muralla. Otros seguían cargando piedras y flechas para los soldados.
Se trataba de una auténtica batalla contra el fuego. Algunos echaban agua hacia la base de la puerta, en cualquier sitio que sospechaban que podía quemarse. Eskkar vio a Trella entre la gente, manteniendo el orden entre los pobladores y dirigiéndolos hacia donde podían resultar más útiles. Luego miró hacia el parapeto.
—Grond, estos hombres están agotados. Voy a enviar a otros para que los sustituyan. Diles que bajen, o estarán demasiado cansados para luchar.
Otra vez volvió abajo.
Alguien gritó su nombre. Eskkar vio a Alexar correr a su encuentro con diez arqueros más procedentes de los otros sectores.
—Reemplaza a los hombres que están arriba. Pronto los necesitaremos también para lanzar piedras.
Alexar asintió y siguió adelante, gritando órdenes. El capitán se dirigió a la parte inferior y apoyó la mano sobre la estructura, pero no sintió nada. El fuego crepitaba con furia y un humo espeso y grasiento flotaba en el aire. Las llamas se elevaban por encima de la puerta. Grond seguía en el andamio superior, asegurándose de que sus hombres siguieran lanzando piedras, mientras que en el andamio inferior algunos se arriesgaban a recibir un flechazo al echar agua por las hendiduras. Sin embargo, la madera impregnada de aceite continuaba ardiendo y los Alur Meriki seguían amontonando más hierba seca para alimentar el fuego.
Las llamas empezaban a consumir de una forma incesante los travesaños de la puerta. Sin embargo, ningún poblador abandonó su puesto y hombres y mujeres continuaban llegando, cargando con cualquier cosa que pudiera usarse como arma. A pesar de la confusión, todos cumplían con el trabajo asignado.
Vio un espacio libre en la fila de hombres que transportaban agua hacia el parapeto. Cogió un balde, lo llevó hasta la plataforma superior y lo echó por donde Grond le señalaba. Escuchó otra voz que lo llamaba. Miró y vio a Sisuthros de pie en la torre sur.
—Capitán, están reuniendo a sus guerreros —gritó su lugarteniente—. Traen un ariete, están preparados para el asalto.
Eskkar se secó el sudor de la frente y echó una mirada, manteniendo la cabeza hacia atrás para que los arqueros no pudieran verle. Examinó a los hombres que se movían y ocupaban sus puestos. Algo había cambiado. Alzó un poco más la cabeza y luego se apartó, al mismo tiempo que una flecha entraba por la abertura y rebotaba contra su casco.
—Grond, necesito saber qué sucede.
Eskkar agarró un escudo y lo alzó por encima de la puerta, a tres o cuatro centímetros del borde, ignorando las flechas que se clavaban en él. Detrás de aquella protección, se levantó hasta casi ponerse de pie.
Los bárbaros se estaban acercando por el foso, formando una línea en uve de escudos y carros que se curvaba ligeramente hacia los extremos del foso. Allí los Alur Meriki habían reunido a sus guerreros, retirándolos de los otros sectores de la muralla para dirigir su atención a la puerta. Los atacantes iban a concentrar todas sus fuerzas en derribar la entrada.
Sisuthros se acercó a Eskkar.
—He traído a todos los hombres disponibles del resto de la muralla —dijo jadeando— y les he dicho a Maldar y a los demás que hicieran lo mismo.
Comenzaron a llegar soldados más descansados a la plataforma, cada uno con una cesta de piedras, además del arco.
—Mantén en las torres a todos los que puedan. Que empiecen a matar a los guerreros de la base, aunque tengan que asomarse para ello. ¡Tenemos que forzarlos a retirarse de la puerta! —Levantó la voz para dirigirse a los defensores—. ¡Resistid! ¡Ya vienen más soldados, y el enemigo empieza a debilitarse!
Unos pocos lo aclamaron pero la mayoría simplemente lo miró, con el agotamiento y la desesperanza en sus rostros. Pero ninguno dejó el trabajo, y cuando los arqueros comenzaron a llegar, parecieron recobrar la esperanza.
El capitán se bajó de la primera plataforma, que crujió y se balanceó peligrosamente mientras las cuerdas se tensaban. Un grito se sintió al otro lado de la puerta. Echó un rápido vistazo y volvió a agacharse. Esta vez no entró ninguna flecha por la abertura, aunque pudo oír el impacto de una que chocó cerca. Los arqueros bárbaros estaban empezando a resentirse. Pero unos sesenta o setenta guerreros habían atravesado el foso con un enorme ariete hecho con el tronco de un gran árbol, que era transportado bajo un armazón de madera, suspendido por un sinfín de cuerdas. Los guerreros, con sus escudos en alto, protegían a los que empujaban la carga, y el ariete consiguió llegar a la base de la puerta sin caer al foso. Pronto estaría golpeando la estructura allí donde el fuego había causado más estragos.
La madera, debilitada por el fuego, no podría soportar durante mucho tiempo los golpes de un objeto de semejante tamaño. Una nueva lluvia de flechas de Alur Meriki cayó sobre cualquier blanco expuesto, intentando proteger a los guerreros que transportaban el ariete.
El sonido de un martilleo hizo que bajara la vista. Al menos veinte pobladores estaban clavando otra plancha de madera en el lugar más dañado. Otros, con gran esfuerzo, colocaban un travesaño para apuntalarla en medio de un espeso humo negro que se elevaba a sus pies y que les hacía toser, ahogados con el olor del aceite quemado.
De pronto, la puerta se sacudió como si un puño descomunal se hubiera estrellado contra ella. Dos hombres gritaron al perder el equilibro y caer del andamio superior. Eskkar les habría seguido de no haber sido por Grond y sus grandes manos, cubiertas de sangre, que le agarraron, sosteniéndolo sobre el andamio. Aún no se había recobrado cuando otro golpe agitó la puerta.
Arriesgándose a mirar por la hendidura, Eskkar vio una superficie compacta de escudos que protegía a los que manejaban el ariete. Los atacantes estaban sufriendo terribles pérdidas, pero continuaban adelante. No habían matado a suficientes hombres como para hacerles desistir.
La puerta volvió a temblar, esta vez acompañada del sonido de la madera al astillarse. Los pobladores se gritaban unos a otros intentando apresurarse en sus ocupaciones.
—Haz lo que puedas aquí arriba, Grond, pero no te quedes demasiado tiempo. Baja del parapeto antes de que se caiga todo. La puerta no aguantará. Voy a bajar a preparar a los hombres.
Una vez más, se descolgó de la plataforma, quedando un instante suspendido en el aire hasta que pudo lanzarse a tierra, cayendo de rodillas a causa del impulso.
Se levantó enseguida y examinó la base de la puerta. El ariete se estaba abriendo paso. La pesada viga que había sido colocada hacía unos instantes ya se había desplazado, mientras la cabecera del ariete rompía parte de las maderas que la soportaban. Maldar se acercó corriendo con otra media docena de hombres con los arcos preparados.
—Forma una fila aquí, Maldar —le ordenó Eskkar.
La puerta volvió a temblar. Una sección del andamio inferior cedió, y los hombres corrieron a apuntalarlo para evitar su inminente derrumbe. Estudió la puerta, mirando cómo se sacudía cada vez que el ariete la golpeaba con fuerza. El sector izquierdo era el más débil, el lado derecho estaba casi intacto y sus contrafuertes firmes.
Corio, con los ojos llorosos por el humo, tropezó con la viga que se había caído. Eskkar lo agarró del brazo y lo ayudó a ponerse de pie.
—Apuntala la plataforma superior antes de que se caiga o no tendremos hombres en las hendiduras. Mira a ver si lo puedes mantener en pie, aunque se abran paso por debajo. ¡Deprisa!
Eskkar no le dio tiempo a responder, simplemente lo apartó de su camino. Otros cinco soldados acababan de llegar. Los llamó y les pidió escudos. Grond bajó del andamio con dos de los guardaespaldas de Eskkar.
Quitándose el sudor de los ojos, se dirigió a sus hombres.
—Dadles los arcos a los pobladores y buscad escudos. También necesitaremos espadas y lanzas.
Grond señaló a los guardias dónde estaban almacenadas las armas en la casa más cercana. Volvieron al momento con cuatro escudos.
Volvió a mirar a la puerta. El lado izquierdo empezaba a resquebrajarse. Los enormes troncos, debilitados por el hacha y el fuego, temblaban y se sacudían con los tremendos golpes del ariete. También pudo comprobar que a ambos lados los arqueros trataban desesperadamente de detener a los que utilizaban el ariete.
Era demasiado tarde. Alur Meriki iba a abrir una brecha, aunque quizá no fuera muy grande y pudiera resistir. Mientras miraba, el lado izquierdo del parapeto inferior se desprendió con gran estruendo, mezclado con los gritos de los hombres que saltaban o caían al suelo. Se derrumbó lentamente, yendo a parar justo ante la abertura. El mismo golpe derribó también a dos hombres de la plataforma superior, que empezaba a balancearse peligrosamente. Todavía resistía, aunque se sacudía y temblaba con cada golpe del ariete.
El enorme tronco volvió a estrellarse contra la puerta, y esta vez su extremo, endurecido por el fuego, atravesó la estructura de madera. Al retirarse para tomar nuevo impulso, algunos arqueros dispararon por el agujero. Al otro lado se oyó un grito.
—Seguid disparando —ordenó, apartándose de la abertura mientras los arqueros enviaban otra andanada, y algunas de las flechas pasaban por la estrecha abertura. El ariete había sido desplazado hacia un lado, impactando contra otra sección de la puerta. Golpeó cuatro veces más antes de que otro tronco se partiera en dos.
Los golpes cesaron un momento, mientras los guerreros con sus hachas completaban el trabajo. Pero pronto volvieron a oírse. Con menos de una docena de golpes otro par de troncos cedió. El estruendo fue en aumento a medida que más hachas se estrellaban contra los troncos partidos, ensanchando la abertura. Un guerrero intentó entrar, pero se encontró con una oleada de flechas que lo empujaron hacia atrás con la fuerza del impacto.
Eskkar aferró su escudo y desenvainó su espada, mientras se dirigía a Grond y los guardias.
—Tenemos que detenerlos aquí. ¡No podemos permitirles que crucen la puerta! —Agarró al guardaespaldas más cercano y le gritó al oído—: Asegúrate de que los arqueros se detengan cuando nos movamos hacia la brecha. ¡Corre!
El hombre asintió y corrió hacia la línea de arqueros, que aguardaban en fila, lanzando sus flechas hacia la abertura. Aparecieron los escudos de los Alur Meriki, abriéndose paso por la brecha para proteger a los atacantes que venían detrás de ellos. Eskkar y Grond gritaron con todas sus fuerzas y se lanzaron hacia la brecha.
Los bárbaros trataron de atravesar la estrecha abertura, agachándose y usando los escudos para evitar las flechas. A toda prisa, Eskkar se lanzó hacia delante, sin preocuparse de si recibiría por la espalda una flecha de sus hombres. Alzó el escudo a la altura de sus ojos, dio cuatro pasos y lo estrelló contra el primer guerrero Alur Meriki. Desequilibrado, el hombre reaccionó con lentitud, tropezando con las astillas y los trozos de madera. El capitán dio medio paso atrás y dejó caer su espada sobre su cabeza. A continuación apoyó el hombro contra su escudo y empujó con todas sus fuerzas al guerrero muerto.
La furia del combate se apoderó de todos. Eskkar, Grond y cuatro soldados formaron un semicírculo en torno a la brecha y la defendieron con una ferocidad que sorprendió a sus atacantes. Los defensores estaban descansados, mientras que los bárbaros habían estado manejando el ariete o esquivando flechas bajo el calor del sol sin haber bebido agua durante al menos dos horas.
La primera oleada de Alur Meriki retrocedió, empujada por los furiosos golpes de Eskkar y sus compañeros. Pero a los defensores no les dio tiempo a alegrarse. Una segunda avalancha de vociferantes enemigos, viendo la victoria a su alcance, se abrió paso por el boquete, que se iba haciendo más grande, ya que los bárbaros no habían dejado de utilizar sus hachas sobre la puerta.
Armados con lanzas y espadas, rápidamente empezaron a poner en serios aprietos al grupo de hombres que luchaba valientemente contra ellos. Eskkar no cesaba de golpear con su espada todo lo que se ponía a su alcance, utilizando el escudo para repeler la embestida enemiga.
De repente, una poderosa voz a su espalda les ordenó:
—¡Agachaos!
Eskkar y los suyos reaccionaron de inmediato, habituados por el duro entrenamiento, cayendo con una rodilla en tierra y ocultando sus cabezas detrás de los escudos. Una lluvia de flechas zumbó por encima de ellos. Al instante, volvieron a ponerse en pie. Habían practicado aquel ejercicio con tanta frecuencia que ahora lo hacían automáticamente. Las flechas detuvieron a los atacantes durante un momento. El capitán y sus soldados reiniciaron el ataque antes de que el enemigo pudiera recuperarse, obligándolos a retroceder. Los sitiadores flaquearon un momento, pero una vez más se abrieron paso nuevos guerreros por la cada vez más amplia brecha.
Eskkar y sus hombres previeron la orden siguiente y cuando el grito de «agachaos» se repitió, se dejaron caer, permitiendo que otra lluvia de flechas volara sobre ellos antes de volver a ponerse en pie y atacar a los bárbaros.
Los Alur Meriki dudaron, desconcertados ante aquella extraña estrategia; no estaban acostumbrados a luchar contra guerreros con espada y arqueros al mismo tiempo. Aprovechando aquel momento de vacilación, Grond avanzó hasta la abertura con un cadáver enganchado a su escudo y lo lanzó hacia el exterior.
Blandiendo su espada por encima de su cabeza, Eskkar la dejó caer con toda su fuerza sobre el escudo de un guerrero, atravesándolo junto con su brazo.
Más defensores lo rodearon. Uno armado con una lanza se puso ante él, al mismo tiempo que pudo ver que otros con espadas bloqueaban la entrada. Pero, de forma sorprendente, no intentó entrar nadie, así que dio un paso atrás y alzó la vista. El parapeto superior se mantenía en pie con dificultad, pero los hombres continuaban tirando piedras a los atacantes. Sólo que ahora gritaban entusiasmados y trabajaban con renovadas energías. Algo extraño sucedía, pero no sabía lo que era.
Se giró hacia Grond.
—Quédate aquí.
Necesitaba averiguar qué pasaba en el foso. Corrió hasta el lateral de la puerta y subió a toda velocidad la escalera hasta llegar al parapeto. Sintió cómo se balanceaba peligrosamente bajo su peso y confió en que resistiera un poco más.
Esta vez ni siquiera se molestó en protegerse con el escudo. Miró por encima de la puerta, asomándose un poco por el borde, intentando no exponerse demasiado ante los arqueros que pudiera haber a los pies de la muralla. Lo que vio lo dejó sorprendido. Los guerreros habían emprendido la retirada, alejándose del foso y corriendo hacia la retaguardia. Otros lo hacían con más lentitud, disparando con sus arcos mientras se alejaban. Desde los lados del poblado, los jinetes galopaban de regreso a la llanura, espoleando a sus caballos, sin prestar atención al combate que tenía lugar ante la entrada. Para su sorpresa no disminuyeron el paso, ni siquiera cuando estuvieron fuera del alcance de las flechas de Orak. Regresaban corriendo a su campamento, pero no había descubierto la causa.
Entrecerró los ojos, mirando en dirección a las colinas más alta, sin prestar atención al sudor que le caía sobre los ojos. Algo había cambiado. Más de una docena de columnas de humo se elevaban en el cielo sobre el campamento Alur Meriki. Las llamas no podían verse, pero el fuego se había desencadenado cerca de la zona norte del campamento principal de Alur Meriki.
Vio movimientos sobre la colina. Llegaban más hombres corriendo hacia Orak para unirse a la batalla. No, por todos los dioses, ¡eran mujeres! Mujeres que huían del campamento. Y docenas de caballos sin jinete galopaban también hacia la aldea. Algo había asustado a los animales. Otro movimiento, algo distinto, le llamó la atención e intentó esforzarse para averiguar qué era.
Sobre la cima de una de las colinas más elevadas, un jinete solitario alzaba su lanza hacia lo alto. Atada a ella había un largo estandarte. Incluso a aquella distancia pudo distinguir el emblema amarillo ondeando en la brisa. El jinete lo agitó unos instantes más, sin preocuparse de los guerreros que se le acercaban a caballo, antes de dar media vuelta lentamente y galopar hasta perderse de vista.
—¿Qué es eso? —Sisuthros estaba de pie a su lado, respirando agitadamente, con su brazo izquierdo cubierto de sangre—. ¿Qué está pasando?
Eskkar quiso reírse, pero de su garganta sólo brotó un sonido gutural. Un poblador sin aliento llegó con un balde destinado a apagar el fuego. Eskkar se lo quitó y se lo echó por encima, llenándose al mismo tiempo la boca de agua.
—No lo has visto, Sisuthros —respondió una vez saciada su sed—. Era Subutai, y por todos los dioses, ¡ha asaltado su campamento!
—Pero lo apresarán —dijo Sisuthros con voz preocupada.
—Subutai no es tan tonto. Estoy seguro de que puso su caballo a todo galope cuando abandonó la cima de la colina. Tendrá que correr, pero lo logrará. Ha debido de atacar el campamento, quemar algunas tiendas y asustar a los caballos. Además se habrá asegurado de que los Alur Meriki sepan quién había sido. Abandonaron el combate al saber que sus mujeres y niños estaban en peligro. No saben cuántos hombres han asaltado su campamento.
Permanecieron de pie y en silencio. El capitán vio cómo el último de los Alur Meriki salía tambaleándose del foso y comenzaba a correr tan rápido como podía. Con el apuro, muchos dejaron caer sus espadas y armas, escapando de las furiosas flechas que trataban de alcanzarles. Algunos guerreros fueron derribados; los defensores no mostraban piedad alguna ni perdían la oportunidad de acabar con sus enemigos.
Una larga fila de cadáveres con flechas clavadas en sus espaldas marcaba la huida de los bárbaros. La imagen lo entristeció y se sintió extrañamente aliviado cuando vio que el último de ellos las esquivaba. Muchos hicieron un alto para amenazar con sus puños a Orak y sus defensores, reflejando su furia y su frustración. Otros cayeron a tierra para recuperar el aliento, demasiado agotados por la batalla y la carrera como para siquiera maldecir a sus enemigos.
Se empezaron a oír vítores a lo largo de la muralla, primero espaciados y roncos, pero luego fueron aumentando de volumen a medida que los que estaban más alejados de la entrada comprendieron lo que había sucedido. Eskkar observó la retirada y contó unas treinta columnas de humo elevándose hacia el cielo. No era un gran número, pero había sido suficiente para provocar una gran humareda. Subutai no tendría muchos hombres, pero un jinete con una antorcha podía hacer mucho en poco tiempo y él habría preparado a sus hombres con cuidado. Había aprendido bien aquella lección.
Se preguntó cuántos hombres más habría perdido Subutai y deseó que el número no fuera elevado. Aunque Alur Meriki no tenía guerreros custodiando el campamento, habrían quedado algunos niños y viejos que podían usar un arco. Los hombres de Ur-Nammu tenían un recorrido largo y difícil hacia el Norte, con un centenar de guerreros persiguiéndolos.
—¿Podríamos haber resistido sin el ataque de Subutai?
La sangre brotaba de la mejilla de Sisuthros. La vieja herida se había reabierto, probablemente de gritar tanto.
—Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero creo que sí. El ataque de los arqueros se había debilitado. Aun así…
Se dio cuenta de que las aclamaciones habían cambiado y entre las muestras de alegría un único grito comenzó a hacerse cada vez más persistente.
—¡Eskkar!… ¡Eskkar!… ¡Eskkar!… —rugía la multitud, y en aquel momento pareció que todo el poblado tenía una sola voz.
Se volvió y miró hacia los pobladores. La aldea al completo parecía haberse congregado allí, apretujándose en los espacios libres y en las calles. Los gritos continuaban sin cesar. Notó un movimiento en la multitud reunida a sus pies. Media docena de soldados se abría paso entre ella, con Trella en el medio. Tuvieron que empujar a la compacta masa de pobladores hasta que éstos se dieron cuenta de quién se acercaba y los dejaron pasar. Las ovaciones cambiaron y ahora también el nombre de Trella era repetido por todos.
Eskkar miró a Sisuthros y vio que su lugarteniente se había sumado al clamor.
—Nunca he visto nada igual.
Nadie escuchó las palabras de Eskkar, que desaparecieron ahogadas por el alboroto de la multitud. Trella llegó hasta los primeros escalones. Varias manos entusiastas la condujeron por el parapeto hasta que llegó al lado de Eskkar. El la abrazó bajo los vítores de la gente. Cuando la soltó, ella se quedó a su lado y le gritó al oído.
—Háblales. Diles lo que quieren escuchar.
Eskkar la miró; su rostro estaba tranquilo y sereno y tenía la cabeza alta. Había planeado incluso aquello. Eskkar alzó ambos brazos pidiendo silencio. En un primer momento no le prestaron atención y los gritos de «Eskkar» y «Trella» continuaron incesantemente. Al fin se tranquilizaron. Gritó antes de que volvieran a comenzar.
—Pobladores… soldados. ¡Hemos expulsado a los bárbaros! —El griterío se hizo ensordecedor. Eskkar tuvo que esperar bastante tiempo antes de poder continuar—. Hemos hecho lo que ningún poblado ha conseguido jamás. Ahora tendrán que seguir su marcha. Habéis peleado con valor. Ahora tenemos que atender a nuestros heridos y enterrar a nuestros muertos, porque muchos hombres buenos hoy pelearon y murieron. Debemos reconstruir Orak, más grande y más fuerte que nunca.
Docenas de pobladores comenzaron a vociferar.
—¡Guíanos!… ¡Protégenos!… ¡Tienes que ser el líder de Orak!
Al instante, todos exigieron lo mismo. Los soldados levantaban sus arcos o sus espadas mientras gritaban, y los pobladores alzaban los brazos. Incluso Trella se hizo a un lado y se volvió hacia él, levantando los brazos y sumándose a los ruegos de la multitud.
Eskkar volvió a alzar la mano y, una vez más, la gente estalló en aclamaciones, hasta que finalmente consiguió imponer silencio. Cuando volvió a hablar, levantó la voz todo lo posible para que sus palabras llegaran a todos.
—Si queréis que yo os guíe y proteja, lo haré. ¿Me elegís para que gobierne Orak?
Esta vez el griterío fue como un trueno. Los habitantes de Orak vociferaban hasta quedar afónicos de alegría, y de alivio por haberse librado de los bárbaros. Eskkar los dejó durante un momento y luego volvió a alzar los brazos pidiendo silencio.
—Entonces seré vuestro líder. Hay mucho trabajo por delante, pero ahora podremos comenzar a hacerlo.
La multitud volvió a ovacionarle. El permaneció de pie, con el brazo derecho en alto en señal de reconocimiento. Pasó mucho tiempo hasta que se acallaron las voces.
—Ahora, ¡volved a vuestros trabajos! —gritó, y le dio la espalda a la multitud.
Ayudó a Trella bajar del parapeto. Al lado de la puerta los esperaban Corio, Bantor y Gatus. Eskkar les dio instrucciones de que apuntalaran la puerta, atendieran a los heridos y enterraran a los muertos. No habría descanso de los pobladores. Tenían que reconstruir la puerta y asegurarla antes de que cayera la noche. El capitán le dijo a Gatus que enviara arqueros a los puestos de vigilancia de la muralla y que mantuviera alerta a los soldados.
Cuando terminó de dar esas y una docena de órdenes más, Trella se puso delante de él.
—Ahora que todo se hace según tus órdenes, debemos recorrer la aldea y hablar con toda la gente que podamos.
Eskkar la agarró de la mano y sonrió por primera vez en varios días.
—¿Y qué debo decirles?
—Dales las gracias por el trabajo que han hecho hoy y en los últimos meses. Diles que el éxito de hoy ha dependido de sus esfuerzos. Y exprésalo de todas las formas posibles.
Un grupo de mujeres se acercó con unos trapos empapados en agua. Lavaron la sangre y la tierra del cuerpo de Eskkar y una de ellas incluso se puso de rodillas para limpiarle los pies y las sandalias. Después, rodeado por el clan del Halcón, recorrió Orak junto a Trella. Caminaron por todas las calles y se detuvieron en casi todas las casas. Aceptó el agradecimiento y los elogios de los pobladores mientras les repetía el mismo mensaje, que Orak se lo debía todo a ellos, que eran los verdaderos héroes y que les agradecía a los dioses su ayuda. Mientras caminaba, los mensajeros se acercaban a él con preguntas o solicitudes.
Respondió a todo lo que le pedían, y Trella no le permitió que abandonara aquel recorrido.
—Esto es más importante —le dijo cuando él se impacientó—. Ahora, cuando la victoria está fresca en sus mentes, es cuando debes ponerlos de tu lado una vez más. Ellos serán tu fuerza en los próximos meses, hasta que finalmente nos sintamos seguros como gobernantes de Orak. Recordarán por siempre tus palabras de gratitud.
Eskkar suspiró pero siguió sonriendo. Trella, que tenía todo planeado, había previsto también aquel momento, por lo que se sintió preparado para semejante trabajo. Mientras caminaban por las callejuelas, varias mujeres, la esposa de Bantor entre ellas, les abrían paso, alentando a la gente, sugiriéndoles qué decirles, ovacionándolos y bendiciéndolos. Incluso en la victoria, Trella guiaba y dirigía a los pobladores, a la gente común, según su voluntad. Sacudió la cabeza asombrado, pero continuó sonriendo mientras daba las gracias a todos, agarrado de la mano de Trella.