Capítulo 13

Eskkar salió de Orak seis días más tarde acompañado de Sisuthros, nueve soldados, dos muchachos y unos cuantos caballos. Se dirigieron al Sur a ritmo constante. Jalen se había ocupado de explorar la zona norte para obtener información sobre el campamento bárbaro principal. Eskkar quería examinar los grupos de avanzadilla de Alur Meriki que habían sido vistos hacia el Sur.

Los hombres estaban preparados y entrenados para combatir. Seis de ellos eran veteranos experimentados. Completaban el grupo algunos reclutas que habían demostrado una enorme habilidad tanto como jinetes como en la lucha. A la hora de enfrentarse con los bárbaros, un buen jinete era tan importante como un buen luchador.

Mitrac era la excepción. El hijo más joven de Totomes tenía limitada experiencia con caballos. Sin embargo, se había esforzado mucho en aprender durante la semana anterior, siguiendo las instrucciones de Jalen. Cuando Eskkar se convenció de la destreza de Totomes y sus hijos, quiso que lo acompañara alguien que pudiera usar las nuevas armas.

El capitán tuvo una pequeña discusión con el arquero y sus hijos antes de que el padre permitiera que Mitrac les acompañara, temeroso de poder perderle en alguna pequeña escaramuza, y sólo accedió cuando Eskkar le prometió ocuparse personalmente del joven.

Cabalgaron todos los días hacia el Sur, dejando descansar a los caballos con frecuencia. Eskkar pasaba el tiempo junto a Sisuthros, Mitrac y el resto de los hombres, hablando con ellos, pidiéndoles consejo, o simplemente acompañándoles en sus bromas de soldados. «Acércate a tus hombres, desde el último recluta hasta tus lugartenientes», le aconsejó Trella. «Primero hazte respetar, y luego deja que te conozcan. Así es como se consolida la lealtad».

Sus palabras eran fiel reflejo de lo que había visto con Corio y con Nicar. Eskkar no sabía dónde había aprendido Trella aquellas cuestiones sobre el liderazgo de hombres, pero todo lo que le aconsejaba tenía sentido. Le bastaba con recordar todos los errores de sus antiguos comandantes, o incluso los propios, para apreciar la sabiduría de sus palabras. Así que comenzó a esforzarse por ganarse primero el respeto y luego la lealtad de sus hombres.

«Sólo con lealtad tendrás verdadero poder». Aquellas palabras resonaban en su mente como un eco. «Si suficientes soldados y pobladores creen en ti, entonces estarás a salvo, porque tus enemigos temerán la furia de quienes han depositado su confianza en ti». Aquélla era una poderosa razón para que Eskkar tratara de asegurarse el afecto de sus hombres.

Con respecto a esta cuestión, el capitán había experimentado un profundo cambio en los últimos meses. El oro, las mujeres, los caballos, las armas, todas las cosas que antes consideraba deseables ya no significaban nada para él. Ahora quería poder para colocarse por encima del alcance de los nobles, establecer su propia Casa y constituir un clan que perdurara para siempre. Y, por encima de todo, quería proteger a Trella, asegurarse un futuro en común.

Pero ahora tenía que concentrarse en el presente, así que alejó a Trella y a Orak de sus pensamientos y se centró en su misión. Al quinto día de viaje ya había recorrido más de ciento sesenta kilómetros hacia el sur de Orak, y pronto empezaron a llegar noticias sobre un grupo de exploración de Alur Meriki.

Viajeros y refugiados palidecían de miedo cuando Eskkar y sus compañeros se les aproximaban. Pero sus rostros se relajaban y sonreían cuando se enteraban de que procedían de Orak. Reuniendo los relatos de estos viajeros pudo tener una idea más o menos aproximada de la situación. Los bárbaros habían llegado finalmente a las orillas del Tigris, a unos trescientos kilómetros al sur de Orak. Y aún no habían iniciado su marcha hacia el Norte.

Pero pronto empezarían a desplazarse. Nadie sabía con exactitud cuál era el número de guerreros que componían la avanzadilla. Los rumores hablaban de cientos de bárbaros asolando todo lo que encontraban a su paso. Eskkar dividió cada estimación por cuatro, sabiendo que el miedo y la inexperiencia tendían a exagerar el número. Estaba seguro de la existencia de dos grupos distintos de exploradores.

El capitán advirtió a todo aquel que se cruzaba en su camino que no se dirigieran a Orak a menos que estuvieran dispuestos a combatir. En caso contrario, debían cruzar el río lo antes posible.

Aquella noche, después de atender a los caballos, se sentaron en torno a una pequeña hoguera y disfrutaron de carne fresca por segunda vez desde su partida de Orak. Habían encontrado un ternero moribundo, separado de su madre, y el joven animal les proporcionó carne para una comida sustanciosa. La comida caliente supuso un cambio en su dieta, habitualmente a base de tortas de trigo y pan duro.

Cuando terminaron, Eskkar envió a uno de los muchachos a una colina cercana para hacer guardia y reunió al resto de los hombres. Cada noche planificaba con ellos lo que podrían hacer al día siguiente.

—Hemos avanzado hacia el Sur lo suficiente. En los próximos días, los Alur Meriki comenzarán a moverse hacia el Norte. Así que mañana marcharemos hacia el Este. Los bárbaros ya han pasado por esas tierras.

—¿Por qué no nos adentramos más hacia el Sur para ver con cuántos hombres cuentan? —preguntó Sisuthros.

—No vamos a averiguar nada nuevo yendo hacia el Sur. Los bárbaros han llegado al río, por lo menos con un grupo de exploración numeroso. Si nos encontramos con ellos antes de que se dirijan hacia el Norte, nos perseguirán y en unos pocos días nos darán alcance, incluso con nuestros caballos.

—¿Qué encontraremos hacia el Este, capitán? —Sisuthros no parecía convencido.

—Habrá pequeños grupos de hombres y esclavos dirigiéndose hacia el Norte y hacia el Sur entre el grupo principal y los exploradores del Sur. No esperarán que nadie se aproxime desde esta dirección, ahora que los guerreros han barrido esta zona. Me gustaría capturar a uno o dos, para saber cuántos son y qué planean. Recordad que no estamos buscando pelea, sólo información. Quiero que regreséis vivos a Orak.

A la mayoría de los comandantes les preocupaba muy poco la vida de sus hombres, por lo que sabía que los había impresionado con aquellas palabras.

—Entonces, si nos encontramos con los bárbaros —dijo Sisuthros—, ¿huiremos?

Los hombres querían luchar. Eran jóvenes y valientes, se habían entrenado durante semanas muy duramente, y eso les había dado la confianza y la necesidad de medirse contra el enemigo.

—Eso haremos, a menos que se trate de un grupo pequeño, del tamaño del nuestro. Entonces quizá tengamos la oportunidad de probar nuestras espadas.

A la mañana siguiente se desplazaron a paso moderado, con dos hombres delante y otro en la retaguardia. Cabalgaron de ese modo durante tres días, deteniéndose con frecuencia para que sus caballos descansaran, viajando sólo quince o veinte kilómetros diarios. A su paso encontraron pocas granjas o gente y, en cambio, muchas tierras abandonadas, a medida que los bárbaros se internaban en los escarpados territorios del Este.

Llegaron al pie de las colinas y desfiladeros, en donde daban comienzo las grandes cadenas montañosas. Ahora Orak se encontraba muy lejos, hacia el Noroeste.

Al noveno día de salir de Orak, el amanecer dejó paso a un cielo gris y cargado de nubes que amenazaba lluvia. Continuaron al ritmo habitual, manteniéndose apartados de la cima de las colinas y deteniéndose frecuentemente para que descansaran sus animales.

Una hora después del mediodía, y mientras hacían un pequeño descanso, el centinela lanzó un grito y señaló hacia las montañas. De inmediato, Eskkar montó en su caballo y miró hacia el Este. Vio que uno de sus exploradores situado más hacia el Sur se aproximaba a ellos a galope. Hacia su izquierda, vio que el otro explorador regresaba, pero a un ritmo más pausado.

El primero de ellos, un veterano de nombre Maldar, se detuvo ante Eskkar. Todos los hombres se habían montado a caballo y preparado sus armas, mientras oteaban el horizonte en todas direcciones.

—Capitán, hay un gran grupo de bárbaros a unos cinco kilómetros. —La voz de Maldar no ocultaba su excitación—. O tal vez sean dos grupos. No estoy seguro, pero parecía como si estuvieran combatiendo entre ellos, a juzgar por las nubes de polvo y el gran estruendo.

¡Una pelea entre bárbaros! A Eskkar le pareció un tanto extraño. Alur Meriki imponía serios castigos cuando surgían peleas entre ellos y sobre todo si se encontraban en una misión para el clan. De regreso al campamento principal, los individuos peleaban con frecuencia, pero los conflictos entre grupos de guerreros eran raros. Incluso si dos clanes se enfrentaban, preferían que sus jefes pelearan. Pero si no era entre ellos, ¿a quién más podrían enfrentarse?

—Maldar, que uno de los muchachos te deje su caballo. —Quería que Maldar contara con una montura descansada—. Sisuthros, síguenos con el otro explorador, pero mantente al menos a medio kilómetro de distancia.

Eskkar esperó a que Maldar estuviera listo. Antes, el miedo reflejado en el rostro del muchacho le habría hecho burlarse de él, pero ahora el capitán sonrió para alentarlo.

—Mantente firme, muchacho, no te dejaremos atrás.

Eskkar y Maldar partieron al galope, rodeados de una pequeña nube de polvo.

Al poco tiempo, los hombres llegaron a la falda de las colinas. A partir de allí, el terreno subía cada vez más, hasta que los grandes picos bloqueaban el camino. Le pareció oír el fragor distante de los golpes de las armas de bronce y el grito de los hombres combatiendo, pero cuando se detuvo a escuchar, sólo le llegó el rumor del viento.

—Por aquí, capitán, los he visto desde esta colina.

Un sendero serpenteante, señalado por Maldar, conducía a la cima. Eskkar podía subir a caballo, como había hecho el soldado, o hacerlo a pie. Decidió no arriesgar los caballos.

—Vamos —ordenó—, subiremos andando.

Avanzaron unos pocos pasos más, hasta la base de la colina, desmontaron y ataron los caballos a un árbol pequeño. Eskkar se aseguró de atar fuertemente su cabalgadura y de que Maldar hiciera lo mismo. Si tenían que salir corriendo, no quería pelear contra su propio soldado por un caballo, si el otro animal se escapaba.

Comenzaron el largo ascenso, con esfuerzo y algún resbalón que otro, hasta que llegaron a la cima. Nada en su reciente entrenamiento los había preparado para trepar colinas empinadas, y cuando llegaron a la cima, respiraba agitado. Grandes piedras cubrían la zona, con la hierba creciendo entre ellas. Se escondió detrás de dos rocas.

Miró hacia abajo y descubrió que la colina en la que estaba era algo más alta que las que tenían enfrente. Esto le proporcionaba una buena perspectiva para observar las formaciones rocosas rojo-grisáceas que se extendían desde las altas cumbres, configurando un laberinto de cañones y desfiladeros.

Maldar señaló hacia el Noreste.

—Mira, allí están. No, espera, se han desplazado en nuestra dirección.

Pudo distinguir el polvo levantado por muchos jinetes, una nube que se movía y cambiaba de forma mientras la observaba. Parecía como si dos grupos de jinetes estuvieran enfrentados en una batalla. Mientras miraba, uno de ellos cayó sobre las filas del contrario y se dirigió hacia donde estaba Eskkar, siguiendo la línea de colinas que corría paralela a la suya, a más de un kilómetro de distancia.

En poco tiempo, los otros jinetes se reagruparon y comenzaron la persecución.

—Cuenta el primer grupo, Maldar —le ordenó mientras intentaba una estimación del segundo, más numeroso. La lejanía hacía difícil la tarea. Calculó unos sesenta y cinco o setenta hombres.

—Cuarenta, tal vez algunos más. ¿Por qué pelean, capitán?

Eskkar concentró su atención en el primer grupo, ahora lo suficientemente cerca para distinguir algunos detalles. No tenían estandarte o lo habían perdido en el combate. Pero ni siquiera el polvo podía ocultar las cintas amarillas que decoraban muchas lanzas y arcos. El amarillo era el color de otro clan, el rojo pertenecía a Alur Meriki. De alguna manera, otra tribu de guerreros de las estepas se había visto involucrada en una lucha con los Alur Meriki.

Eskkar vio que el grupo perseguido se dirigía hacia ellos, buscando una salida fuera de las colinas y desfiladeros que amenazaban con cerrarles el paso. Los perseguidores comenzaban a ganar terreno. Había visto suficiente.

—Vamos, Maldar. No quiero estar aquí cuando…

Su voz se fue apagando mientras observaba a los jinetes de amarillo galopar hacia una cañada. Desde donde estaba, vio que aquel sendero no tenía salida. Pero, en aquel momento, dieron media vuelta y cambiaron de dirección, reduciéndose la distancia entre ellos y sus perseguidores por el tiempo perdido en el camino equivocado. Poco después volvían a estar en otra encrucijada. Una entrada que conducía a un estrecho y sinuoso camino los dirigiría a la planicie en donde se encontraban los hombres de Eskkar, mientras que la segunda opción, un sendero el doble de ancho, desembocaba en un gran desfiladero que serpenteaba paralelo a los acantilados, pero carecía de salida. Aunque los apresurados jinetes no podían saberlo. El capitán, como una premonición, casi pudo ver lo que sucedería. Al mismo tiempo, una insensata idea cruzó por su mente. Sus ojos se fijaron en las elevaciones de terreno que tenía a sus pies.

—Vamos —ordenó, ya decidido, y comenzó a deslizarse colina abajo, agarrándose a las raíces y a los bordes de las rocas que sobresalían entre la hierba.

Al llegar al final, esperó a que Maldar descendiera y lo cogió del brazo para sostenerlo.

—Camina despacio hacia los caballos, Maldar. No los asustes.

Cuando estuvieron junto a los nerviosos animales, el capitán se aseguró de aferrar firmemente la rienda antes de deshacer el nudo y comprobó que Maldar seguía su ejemplo. Una vez montado, encabezó la marcha de regreso junto a sus hombres, ocultos por una pequeña colina.

—Capitán, tenemos que apresurarnos. —La voz de Maldar temblaba a causa del nerviosismo—. Llegarán en cualquier momento. Estamos en su camino.

Eskkar llegó a la cima de la colina y vio al resto de sus hombres. Les hizo una señal para que se acercaran. Podían oír el ruido amortiguado de los cascos de los caballos bárbaros, con su eco rebotando en las rocas. Ambos grupos se encontraban a menos de medio kilómetro de distancia.

Maldar iba a hablar, pero Eskkar lo detuvo.

—No, tomarán el camino erróneo en el desfiladero y quedarán atrapados. No conocen este terreno, o de lo contrario jamás habrían entrado en la primera cañada sin salida. De momento estamos a salvo.

Sisuthros miró hacia las colinas. Eskkar vio el miedo en el rostro de sus hombres, especialmente en el de los más jóvenes. Ahora todos podían escuchar el ruido de los caballos, amplificado por las paredes de los desfiladeros, y sabían que el peligro se encontraba al otro lado. Esperó a que todos estuvieran a su alrededor.

—Escuchad con atención. —Mantuvo la voz tranquila y firme—. Hay dos tribus de bárbaros que luchan en ese barranco —dijo señalando hacia la izquierda—. El grupo más grande pertenece a Alur Meriki, y está formado por cincuenta o sesenta hombres. —No tenía sentido asustarlos diciéndoles exactamente la verdad—. Están combatiendo con otro grupo más pequeño, de unos cincuenta bárbaros; no los conozco, pero son, sin duda, de otro clan. A estas alturas los Alur Meriki ya los habrán atrapado en una cañada sin salida y pronto los atacarán.

—Entonces tenemos tiempo para irnos.

La voz de Sisuthros mostraba alivio. El resto de los hombres asintió.

—No, no nos iremos. —Eskkar vio cómo en sus rostros se asomaba la sorpresa—. Vamos a atacar al grupo de Alur Meriki por la retaguardia. Tenemos suficientes hombres y caballos frescos para ganar este combate.

—¿Por qué hemos de luchar para salvar a unos bárbaros? —preguntó Maldar—. ¿Por qué no dejar que se maten entre sí mientras nosotros nos vamos?

Eskkar negó con la cabeza.

—Los bárbaros tienen un proverbio: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Si ayudamos a esa tribu, ganaremos aliados contra Alur Meriki, y Orak necesita toda la ayuda que podamos encontrar. Con nuestro apoyo, pueden ser derrotados. —Vio la duda y la incredulidad en sus rostros—. Dijisteis que queríais luchar, ¿no? Bueno, ¡ésta es vuestra oportunidad! ¿O vais a salir corriendo?

No les dio tiempo a responder. Giró su caballo hacia los desfiladeros.

—Mitrac, acompáñame y prepara tu arco. Sisuthros, dispón a los hombres y acércate con los caballos a unos doscientos pasos por detrás de nosotros.

Se adelantó sin mirar atrás. En un instante, Mitrac se colocó a su lado, pálido pero decidido, con los ojos completamente abiertos. Eskkar miró al joven.

—Confía en mí, muchacho, podemos hacerlo. Te prometo que hoy matarás, por lo menos, a cinco Alur Meriki.

Avanzó a través del paso entre las colinas, mientras crecía el clamor de la lucha y el resoplido de los caballos. El primer grupo se había dado cuenta de que habían caído en una trampa, y ahora ambas facciones se tomaban su tiempo preparando a hombres y caballos para la lucha final. Sin duda, los perseguidos habían llegado al final del despeñadero y allí se reagruparían. Pero la batalla todavía no había comenzado, así que Eskkar contaba con algo de tiempo.

Tras comprobar las elevaciones del terreno que había observado antes desde la cima de la colina, Eskkar desmontó. Ató su caballo a un árbol retorcido y luego aseguró la montura de Mitrac.

—No era un buen nudo —dijo Eskkar—. Tu caballo se habría escapado con el primer estruendo de la lucha. Amarra bien siempre tu caballo. —Lo palmeó suavemente en el hombro—. Ahora ajusta tu espada y sígueme.

Sin esperar o mirar hacia atrás, Eskkar se movió en silencio el último centenar de pasos que conducían al estrecho sendero. El desfiladero se iba haciendo cada vez más alto, hasta llegar al recodo final del camino. Se arrastró entre las rocas y echó una rápida ojeada.

Los bárbaros habían dejado dos jinetes en la entrada para evitar cualquier intento de huida de sus oponentes. Miraban fijamente al despeñadero. La respiración agitada de Mitrac anunció a Eskkar su llegada, al tiempo que se ocultaba detrás de las rocas.

—Mitrac —dijo Eskkar, viendo que el arco del joven ya estaba preparado y una flecha dispuesta—. Hay dos guerreros armados con arcos justo en el recodo, a unos cuarenta pasos. Sus armas no están listas. Mata al que está más alejado, porque es el que está más próximo a la entrada del cañón y no quiero que se escape. Después haz lo mismo con el otro. Si no das en el blanco, sigue tirando. Si ataca, yo lo esperaré con mi espada.

Observó al joven, que parecía tranquilo, aunque el labio le temblaba ligeramente, igual que el arco en su mano.

—¿Preparado?

Mitrac tragó saliva y asintió.

Eskkar conocía el rastro del miedo.

—Es un blanco fácil y no esperan que les ataquen. Hazlo ahora y piensa después. Vamos. Da tres pasos y suelta la flecha. Estaré detrás de ti.

Eskkar desenvainó su espada, intentando infundir valor y una sensación de seguridad a Mitrac. En aquel momento, un gran grito de guerra de Alur Meriki sonó dentro del desfiladero, mezclado con el galope de los caballos, lanzados al ataque.

Las manos del joven arquero temblaban un poco, mostrando su nerviosismo. Se mordió el labio, respiró profundamente y avanzó. Dio tres largos pasos y, girando, se afianzó sobre su pie izquierdo.

El prolongado entrenamiento del muchacho bajo la tutela de su padre dio resultado. Tensó el arco suavemente, apuntó durante un breve instante y soltó la flecha. El primer guerrero dio un grito cuando su hombro derecho fue atravesado. El segundo, desconcertado, miró en la dirección equivocada. Cuando se giró de nuevo, la segunda flecha de Mitrac le impactó en mitad del pecho, haciéndole caer de su caballo.

Eskkar regresó a donde estaban sus hombres y, blandiendo la espada, les indicó que se acercaran. Volvió junto a Mitrac y le dio una palmada en el hombro para animarle.

—Colócate detrás de esas rocas. Tírale a cualquiera que se acerque con enseñas rojas.

Eskkar corrió, se hizo con los caballos de los bárbaros caídos y los condujo lejos de la entrada del desfiladero. Al acercarse pudo comprobar que la distancia entre las paredes del cañón era de unos diez metros. Le entregó los animales a Sisuthros, que se acercó con la espada en una mano y las riendas del caballo de Eskkar en la otra.

El capitán hizo un gesto a su lugarteniente, aliviado al ver que sus hombres le habían seguido. Le entregó las riendas de las cabalgaduras de los bárbaros a uno de los muchachos y luego montó en la suya.

—Ocúpate de estos animales. Es posible que necesitemos caballos de repuesto. —Se dirigió a Sisuthros y a los demás—. Seguidme, y al entrar en el desfiladero, formad una fila. No esperarán un ataque por la retaguardia. Cuando se dispongan a cargar contra vosotros, cabalgad tan rápido como podáis y matad a cualquiera que se os cruce con insignias rojas. Rojas, ¡acordaos de eso!

Habló rápidamente, sin dar tiempo a sus hombres para pensar o dudar.

Al momento, el capitán se encontró en el centro de una fila de diez jinetes, adentrándose en el desfiladero. El estruendo de la batalla atronaba sus oídos, aunque todavía no lograba ver nada.

—Mitrac —llamó al joven que se encontraba de pie entre las rocas, con su arco y una flecha preparados—. Síguenos pero quédate en las rocas. Mata a todos los que puedas. No dejes que escape ninguno. —Eskkar miró a sus hombres—. Recordad, matad sólo a los de rojo o tendremos que luchar contra todos.

No tuvieron más tiempo para preocuparse.

—¡Pensad en todo el oro que llevan! Usad los caballos y gritad como locos. Quiero que vosotros los asustéis más que los otros bárbaros. ¡Ahora, seguidme y haced lo mismo que yo!

Espoleó a su caballo y confió en que sus hombres lo siguieran. Si no lo hacían, muy pronto estaría muerto. Su propio miedo le subió a la garganta con un sabor amargo, como siempre le sucedía antes de la batalla. La muerte podía encontrarse a pocos pasos, pero no quiso detenerse a pensar en el riesgo que entrañaba su decisión de luchar. Respiró hondo, aliviado de que se hubiera acabado el tiempo para reflexionar.

Al girar en la curva, justo antes de la entrada al desfiladero, le llegó con toda su furia el estruendo del combate. Grandes nubes de polvo se extendían por todos lados, pero Eskkar no les prestó atención y espoleó al mejor caballo de Nicar con salvajes patadas, mientras se mantenía firme sobre el animal, apretando fuerte las rodillas. Cuando llegó a la retaguardia de la pelea, el primero de los Alur Meriki les oyó venir y se dio la vuelta.

La espada de Eskkar cayó sobre el guerrero y le entró por el hombro cuando trató de hacer girar a su montura. Sin detenerse, el capitán se acercó con su caballo al siguiente hombre y chocó con el animal del bárbaro, haciendo que éste soltara las riendas en el momento en el que le asestaba otra brutal estocada. La locura de la batalla lo envolvió, dominándolo por completo. Lo único que importaba era matar.

Sus hombres lo seguían de cerca, gritando con toda la fuerza de sus pulmones y dando estocadas como dementes. Uno de los guerreros de Alur Meriki dio la vuelta a su caballo y se lanzó contra Eskkar, blandiendo su espada en lo alto. Antes de poder hacer nada, una de las flechas de Mitrac se hundió en el pecho del bárbaro, que cayó de espaldas.

La lucha se hizo confusa. Los caballos se golpeaban entre sí, relinchando y mordiendo. Los guerreros se aferraban a sus monturas, intentando pelear al mismo tiempo. Pero los animales más descansados de los hombres de Eskkar empujaron a los de Alur Meriki; la larga espada del capitán subía y bajaba incesantemente, salpicando de sangre a hombres y bestias.

Atacados por detrás por una fuerza desconocida, los bárbaros no podían calcular el número de agresores. Los gritos de los hombres de Orak se mezclaron con los de los heridos y moribundos.

Eskkar intentó hacer balance de la batalla, mientras se esforzaba por controlar a su montura y pelear, pero el caos del combate lo sobrepasó mientras los hombres, desesperados, luchaban cuerpo a cuerpo.

Un bárbaro se lanzó contra Sisuthros y lo derribó de su caballo. Los dos hombres rodaron a los pies del capitán, que se inclinó y hundió la espada en la espalda del bárbaro justo cuando elevaba su daga para dar una cuchillada mortal.

Se olvidó de Sisuthros cuando otro guerrero con su lanza se acercó al galope hasta él, lanzando su grito de guerra. Se había enfrentado a aquellas armas con anterioridad, y sabía que sólo tenía que desviar la punta unos pocos centímetros para sobrevivir. Azuzó a su caballo, se abrazó a su cuello y mantuvo el brazo rígido y la espada bajada hasta que vio la punta de la lanza. Entonces alzó su espada y golpeó la pica justo bajo la punta de bronce, sintiendo su ardiente roce en el brazo. Éste permaneció rígido y su espada recta cuando los caballos chocaron. La empuñadura de su arma golpeó el pecho de su oponente antes de que el impacto se la arrancara.

El golpe provocó que su caballo se sentara sobre sus patas traseras. También el capitán cayó de cabeza al suelo. Desde allí, todo se veía distinto y más aterrador. Un bárbaro lo vio como blanco fácil y se lanzó hacia él. Pero a una docena de pasos, el caballo se encabritó repentinamente al recibir una flecha en el cuello, mientras el jinete luchaba por controlar al agonizante animal.

Eskkar se arrastró hasta el guerrero que había matado y recuperó su espada. La aferró por la empuñadura con ambas manos, y poniendo un pie sobre el cuerpo, tiró con fuerza y la sacó del cadáver. Una flecha voló sobre su cabeza, pero no supo quién la había disparado o si había acertado en el blanco.

Su caballo, otra vez erguido, giraba y se movía aterrado, demasiado confuso para salir de la pelea. Con tres rápidos pasos se lanzó sobre el lomo del animal. Luchando por recuperar el control de la aterrorizada montura, trató de calmarla con su voz. Le llevó un instante recuperar el equilibrio y apretar sus rodillas contra los flancos, mientras se inclinaba para recoger las riendas. Otra flecha pasó zumbando por detrás del cuello del animal, y esta vez pudo ver cómo otro bárbaro con insignias rojas caía a pocos pasos.

En el momento en que el capitán tomó las riendas, el animal se tranquilizó. Miró a su alrededor para ver que los Alur Meriki estaban siendo acorralados, mientras los soldados de Orak repartían golpes como demonios. Se estiró sobre su montura para poder apreciar mejor la batalla. Seis o siete guerreros todavía intentaban cargar sobre los jinetes de insignias amarillas. El estandarte rojo se acercó a un reducido grupo de la tribu desconocida.

—Seguidme, Orak, seguidme —aulló Eskkar mientras empujaba a su caballo hacia delante, directo hacia el animal que portaba el estandarte—. Orak, Orak —gritó al estrellarse contra el jinete, haciendo retroceder al animal y dando golpes con su espada. Eskkar irrumpió en el medio, golpeando en todas las direcciones y gritando a sus hombres para que lo siguieran. La locura del combate volvió a apoderarse de él. Ni pensamientos, ni miedo, sólo atacar.

Se abrió paso entre una fila de bárbaros que se habían dado la vuelta para enfrentarse a los hombres de Orak. Ahora estaba a la espalda de los Alur Meriki que se enfrentaban al debilitado grupo de jinetes del estandarte amarillo. Hundió la espada en el flanco de un caballo y después en la cabeza de otra montura de salvaje mirada. Las bestias heridas y aterradas se encabritaron, levantando sus patas y mezclando sus relinchos con el griterío ensordecedor de la batalla.

Eskkar puso a su caballo entre los dos animales heridos, matando a uno de los hombres que intentaba controlar a su montura. Después se enfrentó al otro jinete y descargó su espada sobre el brazo del guerrero. Un chorro de sangre y un grito brotaron al desaparecer la mano del enemigo. El capitán volvió a lanzarse hacia delante una vez más.

Casi había atravesado las filas de Alur Meriki cuando uno de los guerreros se colocó ante él para detenerle. Se trataba de un hombre fuerte, que dejó caer su espada sobre la cabeza de Eskkar, quien frenó el golpe, aunque el bárbaro contraatacó una y otra vez. Los golpes hicieron retroceder a Eskkar, impidiéndole responder. Luchó duramente, tratando de lograr por la fuerza lo que no podía con habilidad. Pero aquel guerrero era demasiado fuerte y decidido.

Tiró de las riendas, tratando de salir de aquel atolladero, pero su caballo estaba bloqueado por detrás. Sintió que el brazo con el que sostenía la espada se debilitaba, y vio el brillo de la victoria en los ojos de su enemigo.

Aquella luz se apagó repentinamente cuando una flecha apareció como por arte de magia en la garganta del guerrero. El caballo del moribundo sintió que las rodillas de éste se aflojaban y permitió el paso a la montura de Eskkar, que pasó por encima del hombre, cuyos ojos se volvieron a mirarlo. El brazo derecho del capitán temblaba a causa del tremendo esfuerzo, pero espoleó a su caballo y atacó a otro hombre por la espalda.

Un jinete de Alur Meriki apareció lanzando su caballo contra el de Eskkar, que fue derribado de nuevo, pero uno de los soldados de Orak llegó a tiempo para acabar con el bárbaro casi al instante. Se puso de pie y se lanzó contra los últimos Alur Meriki que todavía intentaban acercarse hasta el jefe de los jinetes del estandarte amarillo, que estaba herido y había desmontado, teniendo como protección a un único guerrero.

Una vez más la espada de Eskkar atravesó la grupa de un caballo, que tiró a su jinete al patear con las patas traseras, casi alcanzándole en la cara. Una flecha pasó silbando y derribó a otro guerrero de insignias rojas mientras el capitán levantaba su arma para cortar las piernas del último jinete.

El Alur Meriki se percató del peligro y blandió su espada contra Eskkar. Éste trató de detener el pesado golpe, pero su brazo temblaba de cansancio. El impacto le hizo retroceder y caer de rodillas, e intentó volver a ponerse de pie para resistir la embestida mortal del guerrero.

Pero el golpe final nunca llegó. El último de los guerreros de insignia amarilla asestó al caballo un tajo salvaje, que enloqueció al animal y le hizo caer herido y aterrado. El jinete Alur Meriki, luchando por mantenerse en su montura, levantó la espada contra Eskkar, pero luego dirigió la mirada hacia el guerrero de insignia amarilla. Aquel instante de indecisión le costó no sólo la oportunidad de asestar un buen golpe sino la vida.

Eskkar, todavía de rodillas, embistió con su espada al atacante, ahora lo bastante cerca, lanzándose hacia delante con todo el peso de su cuerpo, decidido a hundir la espada en el cuerpo de su enemigo, aunque le costase la vida. Su arma y la del otro hombre atravesaron, al mismo tiempo, al último guerrero de Alur Meriki, que lanzó una especie de agónico ronquido.

El caballo malherido cayó de lado, arrancando la espada de la mano de Eskkar. Éste consiguió volver a ponerse de rodillas e intentó recuperar su arma, pero no pudo hacerlo. Los agotados músculos de su tembloroso brazo se negaron a obedecerle, y ya le fue imposible ponerse en pie.

Contrariado, renunció a su espada y buscó un puñal, pero ya no era necesario. Miró a su alrededor y vio que la batalla había terminado. No había sobrevivido ningún guerrero de insignia roja. Sólo los hombres de Orak y los bárbaros de insignia amarilla seguían vivos, comenzando, de inmediato, a examinarse unos a otros con recelo.

Eskkar se puso en pie con dificultad, consciente de que había llegado el momento de verdadero peligro. Intentó recuperar el aliento. Sentía sus piernas temblorosas por el esfuerzo y la excitación. Levantó la voz y ordenó a sus hombres que desmontaran y guardaran las armas.

El guerrero que le había ayudado a eliminar al último hombre de Alur Meriki se dirigió a su jefe caído, que trataba de ponerse de pie. Otro más joven, que sostenía la espada ensangrentada que había sacado de un cadáver, miró con desconfianza al capitán. Su jefe llamó a los hombres, que se acercaron rápidamente, bajando sus armas.

El guerrero más joven repitió en voz alta las palabras que acababa de pronunciar su jefe, y esta vez Eskkar pudo comprenderlas, aunque hacía tiempo que no escuchaba su lengua materna.

No parecía que tuvieran intención de iniciar de nuevo la lucha, si Eskkar había entendido bien. Los hombres de Orak rodearon a su capitán, con las espadas todavía desenvainadas, pero apuntando hacia el suelo; Mitrac se sumó al grupo, con su rostro rojo de excitación.

Eskkar quería que sus hombres se apartaran un poco para asegurarse de que nada inesperado sucediera. Intentó hablar, pero no pudo hacerlo. Respiró hondo y probó otra vez.

—Llevad los caballos… allá…

Se detuvo mientras Maldar acudía para agarrarlo por su brazo izquierdo, que pasó sobre su hombro. Sisuthros se acercó por otro lado y lo sujetó por la cintura.

—Estás herido —dijo este último mientras miraba hacia su brazo derecho, cubierto de sangre.

—Sí, y no puedes mantenerte en pie —agregó Maldar—. Necesitamos vendarte el brazo, antes de que te desangres, y echarle un vistazo a esa pierna.

Entre los dos lo llevaron hasta un lugar en donde pudieron sentarlo. Vio entonces la sangre que descendía del hombro hasta la muñeca. Debían de haberle herido al intentar esquivar la lanza. La punta del arma le había abierto una brecha a lo largo del brazo.

Sintió que le temblaba la pierna de forma incontrolada. Se le estaba formando un enorme cardenal en mitad del muslo, posiblemente a causa de su caída del caballo. De pronto, una oleada de dolor le atravesó la pierna, dejándole sin aliento. No podía concentrar su mirada.

Soltó una maldición al darse cuenta de que, si el hueso del muslo estaba roto, podía darse por muerto. Sería incapaz de cabalgar y estaban demasiado lejos de Orak. Sus hombres lo acomodaron contra un saliente de la roca, y Maldar le quitó la ropa a uno de los muertos, rasgándola en tiras. Sisuthros le acercó una bolsa de agua a los labios, hasta que ya no pudo beber más, y luego echó el resto sobre la herida del brazo para lavar la mayor parte de la sangre y limpiarla antes de que Maldar, rápido y eficiente, la vendara.

—¿Cuántos muertos? —Eskkar permaneció estoicamente sentado mientras lo curaban. Sisuthros y Maldar se miraron, contando mentalmente.

—Faltan cuatro.

La voz seria de Sisuthros hizo desaparecer las sonrisas victoriosas de sus rostros.

—¿Y los caballos? —Eskkar hacía esfuerzos para hablar—. ¿Y qué ha sucedido con los muchachos?

Su lugarteniente se dio la vuelta y ordenó a uno de los hombres que regresara a la entrada del cañón y trajera a los jóvenes y a los caballos.

—Uno de los muchachos ha muerto. —Mitrac estaba en cuclillas a los pies de Eskkar—. Le he visto caer.

—Se les ordenó que se quedaran en su puesto —dijo Eskkar furioso. Un muchacho de la aldea no duraría ni un instante en aquella pelea—. ¿Y el otro?

—No estoy seguro —respondió Mitrac—. Ambos se sumaron a la lucha, pero no sé qué ha sido de él. Probablemente también esté muerto.

—Te debo la vida, Mitrac, por lo menos dos veces, que yo recuerde. —Se volvió hacia Maldar, sentado a unos pasos de distancia—. También a ti, Maldar.

Luego miró a Mitrac y vio que en su carcaj sólo quedaban dos flechas.

—Mejor que vayas a buscar tus flechas, antes de que los demás las usen para hacer fuego.

También comprobó que Sisuthros no parecía tener heridas serias. Se sintió ligeramente mareado y trató de concentrarse para evitar que sus pensamientos se dispersaran. Su pierna comenzó a temblar nuevamente. La agarró por la rodilla para detenerla.

—Examinemos las heridas de los hombres. Y después nuestros caballos. —Partieron a cumplir sus órdenes. Eskkar se recostó contra las rocas mientras un nuevo mareo le nublaba la vista. Cerró los ojos un momento.

Debió de ser un largo momento, porque de pronto se sentó recto, mirando confuso a su alrededor. Por la sangre de Ishtar, debía de haberse quedado dormido. Un jefe jamás debe mostrar tal debilidad ante sus hombres. Trató de levantarse pero Maldar le obligó a quedarse sentado.

—Descansa, capitán. Te has desmayado. Has perdido mucha sangre. —Reconoció el tono afectuoso de su voz—. Y tenemos buenas noticias, capitán. Zantar está vivo. Lo encontraron debajo de un montón de cuerpos, inconsciente. Los bárbaros lo estaban desnudando cuando despertó. Les ha dado un susto de muerte. —Maldar se rió de la situación—. Y uno de los muchachos todavía está vivo, esa rata ladrona —añadió, en referencia al ladronzuelo que había rogado y suplicado que lo dejaran participar en la misión—. Su brazo está roto por mal sitio, pero puede que viva, aunque no va a poder robar más bolsas.

Eskkar intentó pensar. Si Zantar estaba bien, entonces habían perdido sólo tres hombres, dos veteranos y uno de los reclutas. No estaba tan mal, si tenía en cuenta el tamaño del grupo al que se habían enfrentado. Se preguntó cuántas bajas había sufrido la otra tribu. Miró a su alrededor y vio que quedaban pocos hombres.

Sisuthros regresó y se dejó caer en el suelo, junto a él.

—Cuatro muertos, contando al muchacho, y hemos perdido tres caballos, sin contar el tuyo: uno de los bárbaros parece interesado en quedárselo. El resto de nosotros está bastante bien, sólo cortes leves y golpes. Deberíamos regresar al arroyo y lavarnos. O por lo menos ir a buscar más agua.

Nadie sabía por qué las heridas lavadas con agua limpia cicatrizaban antes.

—Sí. Si pueden cabalgar, envíalos al arroyo. Que traigan agua para todos.

—Yo me ocuparé de ello, Sisuthros —dijo Maldar mientras se ponía de pie—. Quédate y no le quites ojo a esos bárbaros.

Maldar reunió rápidamente todos los odres que encontró y salió a galope con otros dos soldados.

Sisuthros se inclinó hacia su capitán y le habló en voz baja.

—He ordenado a los hombres que mantengan cerca sus armas, por si intentan algo.

—Asegúrate también de que no seamos nosotros los que podamos causarles problemas.

Eskkar quería su ayuda, no otra pelea.

—Capitán, los bárbaros están despojando a los muertos de sus pertenencias. Algunos de nuestros hombres trataron de hacer lo mismo, pero los otros amenazaron con desenvainar sus armas, así que se retiraron.

—No te preocupes por el botín —dijo Eskkar con una sonrisa cansada—. Después de la batalla, todas las armas y trofeos capturados pertenecen al jefe. Él lo divide de acuerdo a la valentía de cada luchador o según sus necesidades. Diles a los hombres que recibirán su parte.

Les llegó el sonido de una voz desde donde estaban los bárbaros. Eskkar dirigió la mirada al campo de batalla. El jefe del desconocido grupo se aproximaba, asistido por el mismo guerrero que había luchado a su lado al final del combate.

—Aquí llega su jefe. —Intentó levantarse, pero su pierna le falló y no podía arreglárselas con un solo brazo—. Ayúdame, Sisuthros.

Su lugarteniente le pasó un brazo por debajo del hombro y comenzó a levantarlo, pero el joven guerrero, ahora a escasos pasos de distancia y haciendo uso de la lengua que usaban los comerciantes, le dijo que lo dejara en el suelo. Unos momentos después, el jefe bárbaro se sentó ante Eskkar. El joven guerrero permaneció de pie detrás de él, con expresión sombría.

—Saludos, jefe de los desconocidos. Yo soy Mesilim, jefe de Ur-Nammu. Éste es mi hijo, Subutai.

Giró lentamente la cabeza, como si le doliera, e hizo una inclinación al guerrero que tenía a su espalda. Mesilim tenía un gran cardenal en la frente y cortes en ambos brazos, cubiertos por vendas que ya estaban empapadas de sangre. Usaba el idioma de la gente de las estepas. Hizo una pausa y luego miró a los hombres de Eskkar, que permanecían sentados en las proximidades.

Eskkar comprendió su error. Cuando los jefes de un clan hablan, sólo él o sus lugartenientes pueden estar presentes. El resto debe permanecer alejado, por si deben ser tratadas cuestiones privadas.

—Sisuthros, di a los hombres que se alejen.

El soldado pareció inquieto, pero mandó a los hombres que se retiraran unos veinte pasos, para que no pudieran escuchar la conversación.

El capitán esperó a que Sisuthros regresara y se colocara, siguiendo el ejemplo del guerrero, detrás de él.

—Mi nombre es Eskkar, capitán de la guardia del poblado de Orak, y rindo honores al gran jefe del clan, Mesilim, que hoy ha matado a muchos guerreros. —Miró al hijo—. Y a su intrépido hijo, que ha combatido a todos los Alur Meriki que se atrevieron a enfrentarse a él.

Era mejor excederse en los elogios antes que arriesgarse a cometer alguna ofensa al honor.

—Tus hombres han luchado valientemente, jefe Eskkar —dijo Mesilim—, pero necesito saber por qué os habéis sumado a la batalla. Vosotros cabalgáis y vestís como la gente de los poblados, y sé que tenéis poco aprecio a la gente de las estepas.

«Gente de los poblados» era la manera más cortés que un hombre de las estepas podía emplear para denominar a los «comedores de tierra». Mesilim había hecho un esfuerzo.

—Mi gente está enfrentada a Alur Meriki. ¿No es el enemigo de mi enemigo mi amigo? Estábamos de exploración cuando vimos que tus guerreros eran atacados. ¿A quién no le gustaría luchar al lado de tan bravos guerreros?

La sombra de una sonrisa cruzó el rostro de Mesilim. Eskkar se preguntó si habría exagerado demasiado en sus elogios. Sin embargo, el jefe de Ur-Nammu y sus hombres estarían muertos sin la ayuda que ellos les habían prestado, aunque, evidentemente, su jefe no lo admitiría jamás. Por una cuestión de respeto y cortesía, tampoco Eskkar podía mencionarlo.

—Tienes razón, jefe Eskkar. El enemigo de mi enemigo es mi amigo. Has salvado muchas vidas en el día de hoy, incluida la mía. Pero ¿puedes decirme por qué te enfrentas a Alur Meriki? Son un clan con numerosos guerreros, y la gente de los poblados no puede combatirles.

—No deseamos enfrentarnos con ninguna de las tribus de las estepas, jefe Mesilim. Pero Alur Meriki avanza hacia nuestro poblado con todos sus efectivos, y hemos escogido combatir en vez de huir. —Eskkar vio cómo la incredulidad se asomaba al rostro de Mesilim y adivinó lo que estaba pensando: que ningún campesino tenía ni la más mínima posibilidad contra una fuerza de guerreros tan grande—. Mi aldea es muy numerosa, casi tanto como la tribu de Alur Meriki. Hemos construido una gran muralla de piedra a su alrededor y nos enfrentaremos a Alur Meriki desde ella, no desde nuestros caballos.

Mesilim bajó la vista, demasiado cortés como para mostrar sus dudas o su disgusto ante una estrategia con tan pocas garantías de éxito. Procedió entonces a hablar de su propio clan.

—Mi pueblo se enfrentó a Alur Meriki por primera vez hace más de dos años. Luchamos con valentía y matamos a muchos de ellos, pero nos vencieron porque su número era mayor. Ahora los Ur-Nammu casi hemos desaparecido. Casi todos nuestros guerreros han muerto. Sólo quedamos nosotros para continuar la lucha. Nuestras mujeres y niños… han sido asesinados o capturados por Alur Meriki. —Su voz no pudo ocultar la tristeza de su corazón—. Seguimos combatiendo obligados por el juramento de Shan Kar que hemos hecho, aunque tal vez habría sido mejor que hubiéramos caído todos en la batalla de hoy.

Eskkar miró a Subutai con más respeto. Muchos hijos clavarían un cuchillo en la espalda de su padre en una noche oscura antes que continuar con una lucha hasta la muerte. Porque eso es lo que significaba Shan Kar, una lucha hasta la muerte, y Mesilim había condenado a sus seguidores a ese destino, puesto que no tenían posibilidad de victoria alguna. El hijo debía de ser muy leal y demostraba una gran tenacidad protegiendo a su padre así.

—Gran jefe, tengo mucho que preguntarte con respecto a Alur Meriki. Conoces bien a mi enemigo y todo lo que pudiéramos aprender de vosotros sería de gran ayuda para mi gente. Siempre que estuvieras dispuesto a compartir ese conocimiento conmigo.

Mesilim asintió.

—Sí, tenemos mucho de que hablar. Pero primero cuidemos de nuestros heridos, enterremos a los muertos y dividamos el botín. Pronto caerá la noche.

Tendió la mano a su hijo, que le ayudó a ponerse de pie y luego lo escoltó de regreso con los Ur-Nammu.

Sus hombres se acercaron tan pronto como Mesilim se hubo alejado, intrigados por aquella conversación. Cuando todos estuvieron a su alrededor, Eskkar explicó la situación.

—Por ahora, somos considerados amigos de los Ur-Nammu, puesto que hemos peleado junto a ellos. Reunirán el botín de los muertos, que será dividido entre todos. Según la costumbre, el jefe Mesilim hará el reparto, pues es el que posee más guerreros. Debemos enterrar a nuestros muertos y cuidar de nuestros heridos. —Vio la duda en los ojos de sus hombres, por lo que decidió ser un poco más explícito—. No os preocupéis. Nos podrían matar con facilidad si quisieran. —Los Ur-Nammu tenían alrededor de veinticinco guerreros preparados para luchar—. Esta gente conoce muy bien a nuestro enemigo. Más aún, podrían ayudarnos en nuestra lucha. Así que aseguraos de no ofender a ninguno de ellos. Son todo lo que queda de un pueblo orgulloso, enfrentados en una lucha a muerte contra nuestros enemigos. Ahora ayudadme a levantarme.

Sisuthros y Maldar lo pusieron de pie y lo sostuvieron mientras trataba de caminar. La hinchazón de su muslo era enorme, pero dio unos pocos pasos con su ayuda, comprobando con alivio que el hueso no estaba roto; de lo contrario, su pierna no habría soportado el peso. Sin embargo, cada vez que trataba de apoyarla, un agudo dolor lo atravesaba. Pidió que le dieran algo en lo que pudiera apoyarse. Maldar cogió una lanza rota y se la acercó.

A pesar del dolor, insistió en examinar a cada uno de sus hombres. La mayoría de las heridas no parecía muy grave. Se trataba, sobre todo, de cortes superficiales. Zantar, que había caído inconsciente durante la batalla, seguía tumbado en el suelo, con los ojos perdidos, mareado y balbuceando incoherencias. El único que había escapado sin un rasguño era Mitrac.

El muchacho que había sobrevivido, llamado Tammuz, sufría la peor herida. Eskkar vio que el brazo izquierdo tenía una rotura complicada, probablemente en más de un sitio. El más ligero roce o movimiento le provocaba un agónico aullido.

—Bueno, Tammuz, veo que has desobedecido mis órdenes. La próxima vez, quizá me hagas caso.

Aparte del brazo, el resto de sus cortes y golpes parecían de escasa importancia.

—Quería luchar, capitán —respondió el chico con la voz quebrada, luchando contra el llanto. Incluso el esfuerzo de hablar le resultaba doloroso—. Maté a uno, yo, con el… arco. Mitrac lo vio, estoy seguro… lo vio.

Eskkar había traído dos arcos, pero los había dejado con los caballos. Los inexpertos muchachos los habían preparado y habían seguido a los guerreros tan pronto como pudieron.

—Estoy seguro de que es verdad, Tammuz. Ahora descansa.

Eskkar sabía que el brazo roto le daría complicaciones y que el joven posiblemente moriría en un día o dos si no lo remediaban. Se volvió hacia Maldar.

—Dale agua, y después vino, mucho, para aliviar el dolor.

Usando su improvisado bastón, Eskkar se giró y miró hacia los Ur-Nammu.

Mesilim y su hijo ya casi habían terminado de atender a los heridos y habían comenzado a preparar el entierro de los que habían perecido. Mientras Eskkar observaba, varios jinetes salieron para realizar diferentes tareas, mientras que otros comenzaron a despejar una zona contra una de las paredes del desfiladero. El capitán se acercó cojeando a Mesilim. El grupo de guerreros bárbaros lo miró con curiosidad pero le abrieron paso. Su jefe alzó la vista.

—Honorable jefe —comenzó Eskkar—, tengo a un muchacho herido. Se ha roto un brazo y está grave. Nosotros no podemos curarlo. ¿Hay alguien entre los tuyos que pueda ayudarle?

Mesilim consideró aquella petición.

—A los muchachos se les atiende al final, después de los guerreros. Tenemos un curandero, pero ha de ocuparse de sus propias heridas. Te lo enviaré cuando haya terminado de atender a nuestros guerreros. —El jefe bárbaro miró hacia donde sus hombres estaban despejando la tierra para el entierro—. Enterraremos a nuestros muertos tan pronto como sea posible. ¿Quieres que los tuyos reposen junto a ellos?

—Sí, y te agradezco que nos concedas ese honor. ¿Permitirás que mis hombres ayuden a cavar la tumba? —Había que hacer una fosa lo bastante profunda para mantener alejados a los animales salvajes. Se necesitaría el esfuerzo de muchos hombres—. Tenemos una herramienta para remover la tierra que podría facilitar el trabajo —añadió Eskkar.

—Debo consultarlo con mis hombres —respondió Mesilim.

Éste se dirigió a su hijo y a dos guerreros. Cada uno dijo algo, pero todos parecieron ponerse de acuerdo. Se giró de nuevo hacia Eskkar.

—Tus hombres pueden ayudarnos, y te lo agradecemos. Tus muertos honrarán a los nuestros.

Eskkar hizo una reverencia como agradecimiento y regresó junto a sus hombres, apoyándose en la lanza y apretando los dientes a causa del dolor.

—Mesilim enviará a un curandero para ayudar al… Tammuz. —A quien había matado a un enemigo en el campo de batalla ya no se le podía llamar muchacho—. Reunid a nuestros muertos y preparadlos para ser enterrados. Después, todos los que podáis les ayudaréis a cavar la tumba. Enterraremos a nuestros muertos junto a los suyos. Nos han honrado con su ofrecimiento.

—¿Qué están haciendo ahora? —preguntó Sisuthros. Una docena de guerreros se había montado en sus caballos y habían salido del desfiladero, llevando con ellos varios animales de repuesto.

—Van a buscar los cuerpos que quedaron en el otro campo de batalla. Cuando sean enterrados, los cuerpos de los Alur Meriki quedarán sobre la tumba para los animales carroñeros y para que todos sepan cuántos murieron aquí. Creo que entonces podremos abandonar este maldito desfiladero.

La idea de marcharse sonaba cada vez mejor a cada momento que pasaba. Había moscas por todas partes, y las aves de rapiña hacían círculos sobre sus cabezas, esperando su oportunidad, atraídas por la sangre y por la muerte. Eskkar intentó ignorar el olor metálico de la sangre, que le provocaba arcadas. Vio a Mitrac espantar una mosca.

—Mitrac, ¿has recuperado ya tus flechas?

Una mirada avergonzada del joven respondió a su pregunta.

—Ve a buscarlas. Podremos volver a necesitarlas y de paso haces recuento del número de hombres que has matado. —Aquello lo mantendría ocupado—. Sisuthros, deja a uno de los hombres para cuidar a Zantar y al… Tammuz. El resto de vosotros, tomad las palas y poneos a cavar.

Cavar resultó ser demasiado para Eskkar, que se dio cuenta de que no podía hacer ningún esfuerzo con su pierna. Pero cinco de sus hombres comenzaron a trabajar junto con los Ur-Nammu, y la pequeña pala de bronce que habían traído demostró ser de gran utilidad. Pero a pesar de sus esfuerzos, Eskkar sabía que la noche caería antes de que hubieran terminado.

Mesilim pensó lo mismo. Dos de sus hombres regresaron con leña y encendieron fuego, preparando algunas ramas para que sirvieran de antorchas. La grasa de los caballos muertos las mantendría encendidas.

Los hombres de Eskkar trabajaron tanto como los bárbaros para demostrar que eran tan fuertes como ellos. A pesar de la ayuda, los veinticinco hombres emplearon casi cuatro horas en excavar una fosa lo suficientemente larga y profunda para enterrar cincuenta cuerpos, incluidos los de los Ur-Nammu que habían muerto en la escaramuza anterior.

Aquellos cuerpos habían sido transportados hasta su lugar de enterramiento atados de en dos sobre los caballos. Casi dos tercios de los hombres de Mesilim habían muerto aquel día. Habían luchado con coraje y si hubieran sido un poco más numerosos, tal vez habrían derrotado a los Alur Meriki por sí mismos. Ahora sólo quedaban vivos veinticinco, muchos de ellos heridos, para continuar con la venganza que había jurado su jefe.

Al caer la noche, los hombres avivaron la hoguera y encendieron más antorchas. Una hora más tarde, la luna apareció en el cielo e iluminó su trabajo. Sin embargo, el esfuerzo dejó a todos los hombres extenuados, que salieron, finalmente, tambaleándose de la fosa.

—Por los dioses, capitán. —Sisuthros parecía a punto de desmoronarse. Tenía tanta tierra encima que sus ojos brillaban blancos a la luz de las antorchas—. No recuerdo haber trabajado tanto jamás. —Miró al resto de los agotados hombres de Orak y sonrió—. Pero les hemos demostrado que podemos igualarlos.

—Ve a buscar un poco de agua y después trae a nuestros muertos.

Uno de los guerreros de Ur-Nammu comenzó a entonar un cántico fúnebre para consagrar el terreno y prepararlo para recibir los cadáveres. Eskkar y sus hombres permanecieron de pie y observaron en silencio bajo la luz de las antorchas hasta que concluyó la breve ceremonia.

Mesilim caminó con dificultad, pero sin ayuda, hasta donde se encontraba Eskkar.

—Puedes colocar a tus hombres en este extremo de la fosa, para señalar la dirección por donde habéis llegado. Cubriremos tus muertos con los nuestros, para protegerlos en el otro mundo.

—Estamos muy agradecidos de que honréis a nuestros muertos —contestó formalmente Eskkar, e hizo un gesto con la cabeza a Sisuthros para que comenzara a colocar los cadáveres en la tumba. A continuación dispusieron los cuerpos de los Ur-Nammu, tratando cada cadáver con toda la delicadeza que les fue posible, con las piernas estiradas y los brazos cruzados sobre el pecho.

Eskkar se aproximó al extremo de la fosa en donde yacían sus hombres, completamente cubiertos por los otros cuerpos. Pronunció en voz alta una oración para rendir honores a los muertos, llamando a cada uno por su nombre y mencionando sus hazañas, para que la diosa Ishtar y el gran dios Marduk supieran a quiénes recibían y los trataran como verdaderos guerreros.

Cuando Eskkar se retiró, Mesilim se aproximó por el otro lado e hizo lo mismo, aunque empleó más tiempo, al incluir más detalles sobre el guerrero más valiente. Finalmente, todos los dioses, demonios y sombras fueron invocados. Los hombres comenzaron a tapar el agujero, un proceso que llevó casi tanto tiempo como abrirlo, ya que era necesario apisonar la tierra lo más posible.

Cuando la tumba quedó totalmente cubierta, los guerreros pasaron sobre ella con sus caballos, para que la tierra quedara más compacta. Finalizaron casi a medianoche. Abandonar a aquella hora el desfiladero habría sido una temeridad. Los hombres de Eskkar encontraron un claro alejado del lugar de la matanza. Se echaron en el suelo envueltos en sus mantas y durmieron profundamente, demasiado exhaustos para pensar, para comer o para preocuparse de que alguien pudiera cortarles el cuello en medio de la noche.