Capítulo 12

Costó poco trabajo que la cena de aquella noche fuera breve. Jalen, cansado por la jornada y ansioso por estar con la muchacha con la que había comenzado a acostarse justo antes de su misión, fue el primero en abandonar la mesa. Gatus y los demás captaron la indirecta de Annok-sur. Las noticias de Jalen interesaban a todos, pero cuando se marchó, nadie quiso quedarse.

Eskkar encontró a Trella en la cocina, ayudando a la cocinera y a Annok-sur a limpiar. La cogió de la mano y la llevó al piso superior. Allí, cubierto por una cortina de lino, había un pequeño cuarto con un orinal. Esto permitía a los sirvientes vaciarlo sin tener que molestar al amo de la casa en su trabajo.

El piso superior de la casa de Drigo era una maravilla constructiva. Contaba con muchas comodidades que ni siquiera la casa de Nicar poseía. Una puerta baja daba a una gran estancia que el antiguo ocupante utilizaba como sala de trabajo. Ahora contenía una mesa grande, un armario, seis sillas y una mesa más pequeña.

Desde allí, otra pesada puerta proporcionaba la única entrada al dormitorio. La pieza, de unos siete metros por seis, había sorprendido a Eskkar. Cuatro pequeñas aberturas, distribuidas de forma regular y ubicadas en lo alto de dos de los muros exteriores, suministraban luz y aire. Ni siquiera un niño podría pasar por ellas. Una ventana angosta, cerrada con un recio postigo asegurado con dos barras, era la única vía de escape en caso de incendio. La ventana era más difícil de forzar que la puerta.

En una tinaja de barro decorativa, bajo la ventana, había una soga enrollada para usar en una emergencia. La ventana podía ser vigilada y protegida desde el patio interior. Drigo había tomado sus precauciones al construir sus habitaciones privadas, para asegurarse de que nadie pudiera entrar o espiar sus actividades en el dormitorio o sus conversaciones.

Todos estos esfuerzos beneficiaban ahora a Eskkar, que atravesó la sala de trabajo para llegar al dormitorio y se aseguró de cerrar la puerta. Por primera vez en su vida, contaba con algo más valioso que el oro: privacidad. Podía hablar y estar seguro de que nadie le oiría.

Cogió a Trella en sus brazos, la miró y aspiró el perfume de sus cabellos.

—Trella… durante todo el día he querido abrazarte; gracias por tus palabras en la reunión. Haces que todo parezca fácil, y ahora incluso las Familias te escuchan cuando hablas.

La joven tenía las manos alrededor del cuello de Eskkar y la cara contra su pecho.

—Dijiste que querías hablar, amo —bromeó, hablándole como una esclava—. ¿O me has traído aquí por otros motivos?

Una vez más ella lo excitaba con unas cuantas palabras y el contacto de su cuerpo.

—Creo… que dejaremos nuestra conversación para más tarde.

Le quitó el vestido, alzándolo lentamente por su cabeza, disfrutando de su figura y del contacto de su cuerpo contra el suyo. Antes ella había dicho la verdad. Habían pasado tres días desde la última vez que la había poseído. De pronto, le pareció demasiado tiempo.

—Entonces… tendremos que darnos prisa —susurró, mientras le aflojaba el cinturón y lo dejaba caer al suelo. Le ayudó a quitarse la túnica, sintiéndose tan ansiosa como Eskkar.

El capitán la depositó suavemente en la cama, en donde la acarició, tomándose su tiempo, obligándose a contenerse mientras la excitaba, buscando su placer tanto como el propio.

Nunca había hecho algo así. Hasta la llegada de Trella, poco le había importado si las mujeres que había poseído sentían algo. Había oído hablar del asunto, y los hombres contaban historias de mujeres que disfrutaban en el acto amoroso tanto como los hombres, y que hasta ahora había descartado por falsas y le habían parecido cuentos de soldados. No sabía cuál era la magia de Trella, pero ella le hacía sentir algo especial, intensificaba el acto amoroso y lo convertía en algo más que una simple cópula. Deseó con todas sus fuerzas que siguiera siendo siempre así.

Más tarde, descansó en la cama, relajado sobre almohadas limpias y un colchón de suave tela de lino relleno de algodón y plumas. Una pequeña lámpara suministraba luz suficiente para ver. Trella había abandonado el dormitorio, y cuando regresó, lo hizo con una bandeja con una jarra de agua y dos vasos de vidrio.

Las copas de vidrio eran caras, exóticas y difíciles de fabricar; habían sido un regalo de uno de tantos mercaderes en busca de favores. Eskkar bebió agradecido, pero Trella tomó sólo medio vaso y luego utilizó el resto para humedecer una tela, con la que enjugó la frente de Eskkar, le frotó el pecho y limpió sus genitales. Después dio la vuelta al paño y se limpió ella misma. Cuando terminó, se acurrucó a su lado, tapándose con la sábana.

Eskkar disfrutaba mucho de aquellos cuidados, casi como si fuera un niño.

—¿Sabes, Trella? Ésta es una vida estupenda. Tenemos una hermosa casa, sirvientes y oro para pagar. Para mí es como un sueño. —Pasó su brazo por los hombros de la muchacha—. Y sobre todo, te tengo a ti.

—Y si no me tuvieras a mí, tendrías a alguna otra joven en tu cama. Los hombres sois todos iguales. Mi padre, Nicar, los jefes de mi aldea… ¡ay!

La pellizcó para que se callara.

—Sí, tendría otra muchacha, pero no sería en esta cama. Estaría en los barracones con una docena de hombres mirando y riéndose. —Eskkar se puso de lado para mirarla a los ojos, ahora seriamente—. Sé a quién le debo esta cama mullida. Todo esto es gracias a ti, y no lo olvidaré. —Le apartó el cabello del rostro y la besó en la mejilla—. Di lo que quieras, aunque sepas que es mentira.

—Entonces, todavía me quieres —susurró de pronto, con una voz tímida como la de una niña—. ¿Aunque no sea tan bonita como todas las mujeres que ahora posan sus ojos en ti?

—Sí, más que nunca. —Le dio una palmadita juguetonamente en el muslo—. Pero tienes que decirme cómo una muchacha tan joven como tú conoce tanto los secretos del amor. Si todas las niñas de Carnax son como tú, debemos visitar ese lugar. —La atrajo hacia él—. ¿Dónde has aprendido a hacer tan feliz a un hombre?

Trella ocultó su rostro y él supo que se había sonrojado, aunque la lámpara apenas permitía distinguirla.

—Un día mi padre me encontró espiándolo mientras se entretenía con una de sus sirvientas. Para aplacar mi curiosidad, decidió que aprendiera a satisfacer a un hombre, para asegurarse de que sería bien tratada por mi futuro esposo. Entonces hizo que una de las esclavas me instruyera en los misterios, y… yo… me permitieron observarla junto con su marido.

Se preguntó qué más habría hecho, aunque no le preocupaba.

—Tu padre era un hombre sabio. Te hizo un gran regalo. Siempre estarás a mi lado. —Aquello le hizo recordar algo desagradable—. Ahora háblame de Caldor, ¿qué sucedió con aquella mirada?

Trella se sentó frente a Eskkar y se arropó con la sábana.

—Vi lo mismo que Gatus, durante un instante. Había sido avergonzado por su padre ante todos. El muy estúpido tendría que haberse quedado callado. Cuando yo hablé y los nobles me escucharon con atención, su ira creció todavía más, porque a mí me permitían hablar y a él se lo habían prohibido. Él… —Su voz se fue apagando.

Eskkar le cogió la mano, se la besó y luego la apretó entre las suyas.

—Sí, ¿qué más hizo?

—Cuando estaba en casa de Nicar, Caldor quería… me quería. Me dijo que estaba esperando a que su padre hiciera uso de mí primero y que luego le sería entregada a él. Pero ni siquiera esperó, quería que yo… yo… me arrodillara frente a él. —Trella se detuvo, las palabras brotaban con dificultad—. Yo lo empujé y me escapé. Habría huido de la casa, pero Creta me atrapó y me obligó a contarle lo que había sucedido. Debía de haber hablado con Caldor, porque después de eso sólo me miraba y sonreía. Yo… yo le tenía miedo.

Le mataré por eso, decidió Eskkar, pero mantuvo su mano inmóvil sobre la de Trella, para que ella no pudiera averiguar sus sentimientos. Se maldijo por no haberle preguntado nada sobre su vida en casa de Nicar, como si nada de lo que hubiera sucedido antes le importara.

De todas formas, no podía ir matando a todos los que quisieran acostarse con Trella, una lista en la que ahora se incluiría a la mayoría de los hombres de Orak.

—¿Y qué sucedió después?

—Nada. A los pocos días, Nicar, que estaba fuera, regresó. Pasaron dos semanas y Caldor y Lesu tuvieron que salir de viaje. Después viniste a cenar y me entregaron a ti.

—Y ya no supiste qué era peor, si el bárbaro o el joven malcriado —dijo suavemente, contento por hacerla reír un poco—. No parecías muy contenta de tener que venir conmigo. ¿Por qué no me contaste nada antes?

—Porque no me pareció importante. Había decidido que cualquier cosa era mejor que ser esclava, así que planeaba escaparme. Pero fuiste cortés y me trataste respetuosamente. Después de oírte hablar a la multitud aquella noche, decidí ayudarte a lograr lo que Nicar te pedía, pero por motivos personales. —Le tocó la mejilla—. Después de hacer el amor, me sentí… distinta, y ahora sólo quiero ser tu mujer. No quiero otra vida que no sea contigo, Eskkar. Si fracasamos, entonces ambos moriremos y nada importará. Si triunfamos, entonces Caldor se convertirá en una cuestión insignificante. —La mano de Eskkar se puso tensa ante la mención de aquel nombre—. No puedes matarlo, Eskkar, aunque quieras hacerlo. Si matas a otro hijo de las Familias, nunca te lo perdonarán. —Se acurrucó en sus brazos para que su mejilla estuviera contra la de él—. Debes escucharme. Hay mucho más en juego que los bárbaros. Si ganamos, la victoria podría ser tan mortal para ti como los bárbaros. Tendrás que sobrevivir a las Familias, que recordarán que naciste bárbaro, la muerte de Drigo, a sus familiares muertos en la batalla y cuánto oro de su propiedad gastaste. —Él quiso hablar, pero ella le puso un dedo sobre sus labios—. Incluso los soldados pueden querer arrebatarte el poder, con la ayuda de los mercaderes y de las Familias. Cuando esto termine, mucha gente habrá muerto, muchos de ellos amigos tuyos, y también habrás hecho nuevos enemigos. Para mantener el poder sobre ellos hay mucho que hacer, y hay que comenzar de inmediato.

El aliento de Trella le acariciaba la mejilla. Eskkar no quería otra cosa que tenerla en sus brazos y olvidarse de todo. Malditos fueran los dioses, ¿no era suficiente enfrentarse a los bárbaros? Ahora tenía que preocuparse de que le clavaran un cuchillo por la espalda y planear su futuro, todo al mismo tiempo, cuando ni siquiera sabía si sobreviviría a la inminente batalla.

¡Que los demonios se llevaran a todos a los infiernos! Prefería un buen combate a aquella maldita planificación y confabulación. Podía coger a Trella e irse de Orak, confiando en su espada y en el oro que ya había ganado. Una parte de él aún echaba de menos poder vivir día a día, libremente, sin tener que preocuparse de las estratagemas de los hombres.

Le acarició el pelo.

—Trella, no tenemos por qué quedarnos. Podemos irnos cuando queramos. Hay otras aldeas, otras tierras, y tenemos suficiente oro. —Al ver que ella guardaba silencio, continuó—: ¿No es mejor que quedarse aquí y arriesgarlo todo, enfrentarse a los bárbaros y a lo que pueda venir después?

—Tienes que elegir por ambos. Yo ya he elegido, y te seguiré durante el tiempo que me quieras a tu lado.

Eskkar tuvo un instante de lucidez. Trella aceptaría una existencia más sacrificada como su mujer, recorriendo los caminos en busca de una nueva vida, si aquello era todo lo que él podía ofrecerle.

Suspiró.

—Nos quedaremos y lucharemos. Ahora dime qué debo hacer.

—Te he observado de cerca, Eskkar, y he aprendido mucho de ti. Pero ahora ha llegado el momento de hacer nuevos planes. Los hombres se están ejercitando bien. La muralla crece día a día y tus lugartenientes tienen bien delimitadas sus funciones. Viéndote entrenar me he dado cuenta de que has mejorado en fuerza y habilidad. Ahora tenemos que mostrarle a Orak un capitán de la guardia diferente.

—¿Y cómo conseguiremos eso, mujer?

—Creo que tendrías que irte de Orak durante unos días. He pensado mucho en esto. —Se sentó y le sirvió más agua—. ¿Cuál de tus comandantes es el más importante para ti? —le preguntó.

—Sisuthros. Es el más inteligente y al que he dado mayores responsabilidades.

—Creo que no. Yo me decantaría por Bantor porque se enfrenta diariamente con una multitud de personas y puede hablarles en tu nombre. Además, no es tan inteligente, pero sabe que has tenido paciencia con él, así que es el más leal. Pero perderás esa lealtad si no pasas más tiempo a su lado y te aseguras de que reciba el respeto que se merece.

—Puede que estés en lo cierto con respecto a su lealtad, aunque yo habría elegido a Gatus como el más fiel.

—Gatus es un buen hombre, y como un tío para mí, pero ahora se limita a entrenar a los hombres, y aquí hay muchos que pueden hacer eso. Piensa en Jalen, que sólo quiere luchar y te será leal si le dejas obtener sus victorias.

Eskkar pensó en aquellas palabras, considerando a sus hombres desde otro punto de vista.

—¿Y Sisuthros?

—Sisuthros es, para ti, el más peligroso, porque a él recurrirán las Familias cuando quieran quitarte del medio. Corio y algunos otros se sienten más cómodos con él que contigo. Y eso es algo que debemos cambiar. Recuerda, él no mató a ninguno de ellos, ni se mueve por Orak con guardias armados. Y además no olvidarán el destino de Drigo. Sisuthros se ha reunido con Caldor al menos una vez que yo sepa. Así que cuando te vayas, debes llevarle contigo.

—¿Cómo sabes tanto de Sisuthros, Corio y sus asuntos?

—En el último mes me he reunido todos los días con docenas de mujeres, esclavas, esposas e hijas. He ofrecido monedas de cobre a las más necesitadas y amistad al resto. Gracias a ti me respetan, y ahora vienen a pedirme consejo o ayuda, o simplemente a conversar. Las mujeres están en todas partes, y los hombres como Caldor ni siquiera se dan cuenta. A las que me traen alguna noticia les doy una moneda de cobre o lo que necesiten. Muchas de nuestras sirvientas me han proporcionado buena información o tienen acceso a quienes hablan demasiado. Ellas y otras me ayudan a saber los secretos que los hombres piensan que las mujeres no escuchan o son demasiado estúpidas para entender. Gracias a todas ellas me he enterado de muchas cosas, y pronto habrá poco en Orak de lo que yo no esté enterada.

Trella había estado gastando su oro, pero él tenía más que suficiente para sus necesidades. Y ella tenía razón. Los hombres hablaban delante de las mujeres como si éstas fueran sordomudas. Él mismo lo había hecho en muchas ocasiones. Ya no volvería a ser tan descuidado, por si acaso sus propias palabras pudieran volverse contra él.

—Y estas… mujeres… ¿te lo cuentan todo a ti?

—Sí, espían a sus maridos y a sus amantes. La mayoría de los hombres hablan mucho cuando hacen el amor, como bien sabes.

Espía. Una nueva palabra de la que tendría que preocuparse, se dijo a sí mismo Eskkar mientras pensaba en su significado. Alguien que recopilara información, los secretos que otros querían mantener ocultos. Tal conocimiento sería ciertamente útil.

—¿Y continuarás reuniendo esa información?

—Sí, eso y más. Pero necesitaré más oro, Eskkar.

Sus veinte monedas de oro mensuales estaban a punto de desvanecerse. Le acarició el cuello, pensando que su actitud hacia el oro había cambiado mucho en los últimos meses. Ahora era sólo un medio para un fin.

—Coge lo que necesites, Trella. ¿Qué más debo escuchar antes de poder dormir?

Hablaron durante mucho tiempo aquella noche. Cuando él no estaba de acuerdo o tenía preguntas, escuchaba con cuidado las razones que ella presentaba hasta que llegaban a un consenso o por lo menos a un cierto entendimiento entre ambos.

Y así pasó el tiempo. Vieron cómo la luna se elevaba y descendía y la lámpara se iba extinguiendo poco a poco, hasta la salida del sol. Trella cuestionó no sólo sus ideas sino su forma de pensar. Sin embargo, el capitán se reservó para sí mismo una cuestión. Cuando llegara el momento, el joven Caldor moriría. Con aquel pensamiento, una sonrisa afloró en sus labios antes de que ambos cayeran en un profundo sueño.

***

A la mañana siguiente, Eskkar se entrenó como hacía habitualmente con el último grupo de reclutas. Su habilidad natural para la lucha, acentuada por meses de ejercicios y buena comida, le permitía no sólo ejercitarse junto a ellos, sino también enseñarles.

Sin embargo, con frecuencia recibía tantos golpes como daba. En el caso de algunos de los nuevos hombres, «recluta» significaba sólo que no habían recibido instrucción con Gatus, no que eran guerreros sin experiencia. Así que él pudo observar distintos estilos en el manejo de la espada y consiguió aprender nuevas técnicas.

Aquel día la suerte había estado de su lado. Su cuerpo no había recibido golpes de importancia. Cansado y sucio, se lavó junto al resto de los hombres, antes de proseguir con la siguiente etapa del entrenamiento. Condujo a los reclutas a través de las calles, hacia la puerta del río, para llegar a la zona del tiro con arco situada en el lado norte. El arco era, para él, la parte más importante del entrenamiento, y la única arma que podía dar a los pobladores alguna posibilidad contra los bárbaros.

Eskkar y Gatus discutían sobre esta parte del entrenamiento con frecuencia, y ambos estaban decididos a conseguir excelentes arqueros. Los soldados necesitaban no sólo tener un buen manejo del arco, sino dominar las técnicas de tiro desarrolladas por Gatus para utilizarlas desde lo alto de la muralla.

Al llegar se encontraron con una gran multitud, soldados en su mayor parte, aunque también había bastantes pobladores, cosa que le hizo fruncir el ceño. Los pobladores y los soldados tenían sus tareas asignadas y no debían perder el tiempo viendo las prácticas de arco.

Su furia aumentó a medida que se abría paso entre la multitud, con los reclutas detrás de él. La multitud estalló en gritos cuando llegó a la línea de tiro. Totomes estaba apuntando con su arco. Se escuchó otra exclamación. Vieron cómo Mitrac, hijo de Totomes, tensaba su arma y lanzaba una flecha hacia el blanco más alejado. Los espectadores lanzaron una ovación, incluso antes de que el muchacho que se ocupaba de los blancos señalara otro acierto en el centro de la diana.

Eskkar permaneció de pie, tan sorprendido como los demás, mientras Narquil lanzaba otra flecha al mismo blanco. Cuando el joven terminó, Totomes y sus hijos retrocedieron veinte pasos y volvieron a empezar. El arquero y sus hijos ya habían pasado la línea máxima en la que practicaban los guerreros más experimentados. Gatus, de pie al lado de la muchedumbre, se acercó a Eskkar.

—Buenos días, capitán. Tendrías que haber llegado antes. Estos extranjeros han estado dando todo un espectáculo. Aciertan a cualquier distancia. Forno dice que jamás ha visto algo semejante.

Forno, el mejor arquero de los soldados de Eskkar, era el que había matado al hombre de Naxos. Dirigía el entrenamiento para los reclutas.

—Son excelentes tiradores, pero ¿serían capaces de enseñar su técnica a los demás?

Gatus se acarició la barba mientras la multitud vitoreaba otro acierto.

—Forno piensa que sí. Totomes ya le ha dado algunas indicaciones, e incluso le dejó usar su propio arco, sólo que en un blanco cercano.

Ningún arquero querría romper el arco de otro apuntando a un blanco lejano. Forno podía agradecer que Totomes le hubiera permitido usar su arma. Se lanzó otra ronda de flechas y nuevamente la multitud retrocedió veinte pasos. Totomes se percató de la presencia de Eskkar y le saludó con un ligero movimiento de cabeza.

La distancia ascendía ahora a más de trescientos pasos, e incluso los montones de paja colocados detrás de los blancos se veían pequeños. A pesar de la distancia, las flechas de Totomes llegaban con facilidad, con una trayectoria apenas curva. Forno se acercó a su capitán y a Gatus, sacudiendo incrédulo la cabeza.

—Por la sangre de Marduk, nunca he visto a nadie usar el arco de forma semejante. —Miró hacia los blancos—. Y sus hijos son casi tan buenos como él. Narquil tira más lento pero es el más certero, aunque Mitrac acierta casi con la misma frecuencia.

—¿Pueden ayudarte a entrenar a los hombres? —preguntó Eskkar.

—Capitán, creo que dentro de unos días yo les ayudaré a ellos a entrenar —contestó Forno—. Me gustaría verlos disparar con nuestros arcos, pero estoy seguro de que Totomes ha estado preparando arqueros durante veinte años.

Los tres arqueros, tan lejos de los blancos como era posible, seguían lanzando flechas al cielo y casi nunca erraban. Eskkar tomó una decisión y se dirigió a Gatus.

—Que Totomes empiece entrenando a este grupo de reclutas. Gatus, yo les acompañaré.

El viejo soldado enarcó una ceja.

Hasta ahora Eskkar había pospuesto cualquier entrenamiento intensivo con el arco, concentrándose principalmente en el uso de la espada. Aquélla era una oportunidad tan buena como cualquier otra para comenzar.

De inmediato, el capitán se puso a la cabeza de los reclutas, arco en mano y con el carcaj atado a la cintura. Los blancos se colocaron a treinta pasos escasos.

Totomes comenzó con sus indicaciones. Dejó su arma a un lado e hizo una demostración con uno de los arcos de los soldados. Si a alguien le pareció extraño ver al capitán de la guardia en medio del grupo de reclutas novatos, nadie dijo nada. Totomes se colocó al lado de Eskkar para observar cómo tensaba el arco, apuntaba y disparaba la flecha.

—Otra vez —ordenó Totomes, con sus ojos fijos en su alumno. Eskkar lanzó otra flecha, aunque la primera había dado en el blanco casi en el centro. El arquero sacudió la cabeza—. Así no acertarás nunca, capitán. —Se dirigió a sus hijos—. Enseñadle.

Los dos jóvenes se colocaron a ambos lados de Eskkar y lo cogieron los codos para ajustar su postura y hacer que su peso se concentrara en la pierna colocada más atrás.

—Tiras desde tu pie delantero, capitán —continuó Totomes—, y cuando tensas el arco, pierdes el equilibrio haciendo movimientos innecesarios. Y llevas la flecha desde el suelo hacia arriba cuando tensas el arco. Has de actuar de forma contraria cuando la coloques sobre tu hombro. De ese modo, una flecha disparada demasiado pronto podría dar en un blanco en vez de ir a caer en la tierra.

Los dos jóvenes sostuvieron a Eskkar con firmeza, obligándole a tensar el arco lentamente, a mantener la mayor parte del peso en su pie trasero y a ajustar su codo derecho. El capitán mantuvo el arco tensado mientras verificaban su postura, tomándose todo el tiempo necesario hasta que estuvieron satisfechos. El brazo izquierdo de Eskkar comenzó a temblar antes de que Totomes diera la orden de disparar. La flecha impactó en el haz de paja pero no dio en el blanco de madera colgado en el centro.

—Al principio resulta extraño, capitán, pero ya te acostumbrarás. Es diferente a la manera en la que… has aprendido. Inténtalo de nuevo.

Totomes se dirigió al siguiente recluta, dejando que Narquil controlara a Eskkar.

El capitán tiró otra vez, hasta que su brazo izquierdo se quedó entumecido y los dedos de su mano derecha se le hincharon y quemaron a causa de la fricción contra la cuerda. Pero su orgullo le mantenía en pie y le hacía resistirse a mostrarse débil ante sus hombres. A lo largo de la fila, Totomes, Mitrac, Narquil, Fornos e incluso Gatus controlaban cada movimiento de los reclutas, asegurándose de que siguieran exactamente las indicaciones de Totomes. Cuando terminaron, Eskkar estaba tan cansado como el resto de los hombres, y ni siquiera había tirado tan bien como algunos de ellos.

—Lo harás mejor dentro de unos días, capitán —le dijo Totomes con una sonrisa amistosa mientras volvía con él hacia los barracones—. Si quieres disparar con exactitud, tendrás que olvidar alguno de tus malos hábitos, pero lo conseguirás. Tienes buen ojo para ello. Mitrac puede practicar contigo en privado si te sientes incómodo con todo el mundo mirando.

Demasiado tarde para eso. Se había ofrecido a entrenar con aquel grupo de arqueros y ahora su honor estaba en juego. Estaba decidido a hacerlo tan bien como cualquiera de ellos.

—No, Totomes, aunque te agradezco la oferta. Acompañaré a estos hombres durante algún tiempo.

Eso significaría cuatro horas más al día con el arco durante una semana, además de sus horas habituales de entrenamiento con la espada, la lanza y el hacha de guerra. Pero tendría que hacerlo, si quería saber exactamente cómo Totomes y Forno ejercitaban a sus hombres. El destino de Orak estaría en manos de esos arqueros.

Transcurrieron diez días antes de que se acostumbrara a la nueva técnica y de que pudiera acertar en el blanco con precisión. Ya hacía tiempo que había admitido que Totomes era un experto en su oficio. Eskkar llevaba la delantera a los reclutas en cuanto al nivel de aciertos, hasta que se dio cuenta de que algunos de ellos lanzaban mal a propósito algunas flechas para asegurarse de que su capitán siempre obtuviera mayor porcentaje. Pero ya había aprendido a acertar a un blanco a setenta pasos tres veces de cada cuatro, y estaba más que satisfecho.

Pocos días más tarde comenzaron las prácticas desde la muralla, mirando hacia las pequeñas colinas, lugar por donde aparecería el verdadero enemigo. Los soldados se dispusieron en grupo, disparando no a blancos individuales, sino a una distancia determinada. Los blancos se convirtieron en figuras de madera fijadas a la tierra. Los hombres tensaban, apuntaban y tiraban las flechas al unísono, siguiendo órdenes, aprendiendo a calibrar la distancia y a utilizar los proyectiles desde el blanco más alejado al más cercano.

El primer día en la muralla Eskkar pudo apreciar algo insólito. Normalmente, los hombres siempre estaban riendo, haciendo bromas vulgares, o lo que los soldados y reclutas hacen habitualmente para olvidar su propia incomodidad y para matar el tiempo durante los entrenamientos. Pero la primera vez que se colocaron ante la muralla, su risa cesó como por ensalmo. Tras tomar sus posiciones, expuestos de cintura para arriba, se dieron cuenta de que pronto se enfrentarían a un enemigo realmente serio. Así que prestaron mucha atención a su instructor y se comportaron de una forma extraordinariamente cuidadosa en su trabajo.

Al final de la primera sesión, Totomes llevó a Eskkar a un lado.

—Ha terminado tu entrenamiento, capitán. Has avanzado tanto como te ha sido posible. Pero jamás serás un arquero experto. Eres demasiado viejo para eso. Deja la instrucción ahora, antes de que los otros te aventajen demasiado. Ya has demostrado tu habilidad. Ahora tienes tareas más importantes de las que ocuparte.