Capítulo 10

Las siguientes cuatro semanas pasaron rápidamente para Eskkar, cuya jornada comenzaba cada mañana antes de la salida del sol y terminaba bastante después de caer la noche. Cada día aparecía una nueva dificultad o un retroceso inesperado. Pero el primer grupo de reclutas ya se había sumado a las filas y otro grupo de cuarenta se estaba ejercitando.

Bantor y Gatus contaban, al fin, con suficientes soldados para controlar las puertas, los embarcaderos y las calles, lo que le permitía a Eskkar el lujo de enviar pequeñas patrullas de exploración. Sus informes confirmaron que se acercaba gente hacia Orak. Algunos querían una oportunidad para enfrentarse a los bárbaros, otros simplemente buscaban un refugio o lugar seguro para ellos y sus familias. Cada día llegaban más, pero también había otros que se marchaban de la aldea. Los hombres de Bantor detenían a todos a las puertas, en donde los recién llegados se enteraban de que podían luchar, cavar o irse. Sólo los mercaderes con sus caravanas y mercancías circulaban libremente.

Había patrullas de vigilancia durante el día, encargadas de que todos cumplieran con el trabajo asignado. Los perezosos recibían un único aviso. Al segundo, el capitán ordenaba que fueran expulsados, obligándolos a dejar tras de sí todo lo que fuera de valor para la defensa.

Un estúpido artesano había intentado resistir aquella orden y había amenazado a un soldado con un cuchillo. Bantor lo había matado. Su muerte fue tan insignificante como una piedra lanzada a las aguas del gran río, pero los pobladores, ricos y pobres, captaron el mensaje. Desde entonces nadie había intentado dejar la aldea por la fuerza. Todos los que se habían quedado trabajaban en la muralla, añadiendo su sudor y su sangre a la arena, piedras y barro con que la estaban construyendo.

La muralla. Se convirtió en el eje de las vidas de todos y en el principal tema de conversación, sobre todo en lo que concernía a la agotadora labor, mientras los hombres se tambaleaban bajo las pesadas cargas de tierra, ladrillos o piedras. Nicar, Corio y los ancianos de la aldea trabajaban en la zona de construcción todos los días, alentando a los esclavos y a los pobladores a esforzarse. Los soldados de Sisuthros se aseguraban de que todos cumplieran con su parte del trabajo, sumando sus propios músculos al esfuerzo y usando el látigo únicamente contra los perezosos. Los hombres trabajaban y sudaban, y el muro comenzaba a crecer. Pero lo hacía lentamente, como si se resistiera a los esfuerzos de los impacientes hombres que querían levantarlo.

El entrenamiento de los soldados era el segundo tema de conversación importante. Los hombres de Eskkar sudaban tanto con la brutal instrucción como los pobladores que trabajaban en la construcción del muro. Se ejercitaban a la sombra de la nueva muralla, mientras practicaban con sus arcos desde plataformas.

El uso del arco ocupaba el primer lugar en el entrenamiento. Durante tres horas, cada grupo de soldados se dedicaba a utilizar esta arma. Tiraban cientos de flechas cada día, hasta que los dedos les sangraban y los músculos les temblaban por el esfuerzo. Cuando terminaban con el arco, continuaban con la espada, la lanza y el hacha. El final del día no les daba respiro, porque los necesitaban para vigilar las puertas y los muelles, patrullar la aldea y mantener la disciplina en los grupos de trabajo. Todos se quejaban, pero sin resultados, porque sus comandantes trabajaban tanto como ellos.

El tercer tema, habitualmente el más interesante, era el capitán de la guardia y su esclava. Pocos pobladores conocían o habían notado la presencia de Eskkar antes de que Nicar lo ascendiera al mando de las tropas. Quienes lo recordaban de aquellos días admitían que había cambiado. Todavía distante y poco sonriente, ahora destacaba entre los demás habitantes de la aldea.

Todos le cedían el paso. Contaban con él para defender Orak y salvarlos de los bárbaros. Lo examinaban cuidadosamente cada día, buscando la más mínima señal de miedo o duda. Pero nunca la encontraban. Día a día la muralla crecía un poco más, los soldados se entrenaban un poco más duro y los pobladores comenzaban a creer que podían sobrevivir.

Pero si Eskkar no constituía un tema de conversación excesivamente amplio, Trella era otra cosa. Mientras se dedicaba a sus obligaciones o acompañaba a su amo, todos encontraban algo que comentar sobre la joven esclava que había hechizado al soldado. En contra de las costumbres, caminaba a su lado y éste, con frecuencia, le pasaba el brazo por los hombros, haciendo ver cuánto significaba para él.

Las mujeres de la aldea comenzaron a admirarla, y sus hombres pronto hicieron lo mismo. Trella demostraba ser mucho más inteligente que lo que correspondía a su edad, y su voz imponía respeto en los consejos. Parecía irradiar poder sobre hombres y mujeres, y ahora muchos buscaban su opinión cuando se cruzaban con ella por las calles.

Sin embargo, al final de cada día los cansados pobladores se preguntaban si habría suficientes soldados para defender Orak, y los soldados si los pobladores podrían terminar la muralla a tiempo.

Eskkar incrementaba todos los días sus esfuerzos, como si con su duro trabajo pudiera, por sí solo, garantizarles el éxito. Su entrenamiento diario pronto lo convirtió en el mejor para el combate con espada, pero muchas veces había mordido el polvo al enfrentarse a un oponente particularmente hábil o afortunado.

Los hombres siempre festejaban estos acontecimientos, y el capitán aprendió a felicitar a su oponente, aunque rara vez le sucedía dos veces seguidas. Algunos días recorría a caballo los alrededores de Orak y estudiaba el terreno, al tiempo que se ejercitaba. Regresaba cada noche con un nuevo arañazo o cardenal y Trella le masajeaba los doloridos músculos.

La muchacha trabajaba también incansablemente. Se había hecho cargo de todas las armas y materiales que necesitaban los soldados. Se reunía a diario con Rufus y Tevana y les proporcionaba lo que necesitaban, y hacía lo mismo con los constructores de lanzas, escudos y hachas.

Pasaba el día entero con Eskkar y Gatus, aprendiendo todo lo posible sobre el armamento y las vestimentas de los soldados. Le mostraban los chalecos de cuero, cascos y muñequeras para los arqueros. Puesto que éstos tendrían que estar de pie sobre la muralla, expuestos de cintura para arriba, estarían protegidos por una armadura de cuero. Aunque aquel material no detuviera una flecha de Alur Meriki disparada de cerca, salvaría, ciertamente, algunas vidas.

Trella hacía lo mismo con las otras armas. Gatus le mostró el tipo de espada corta, lanza y hacha que precisaba, explicándole cómo se usaría cada una y enseñándole a apreciar su calidad. Se dio cuenta de que Eskkar prestaba también atención a lo que decía su lugarteniente. El viejo soldado sabía de armas y tenía las ideas muy claras sobre todo lo que precisaba.

Pronto Trella reunió toda la información necesaria para tratar con mercaderes y comerciantes. Gatus inspeccionaría y aceptaría cada arma nueva, pero la discusión sobre precios y fechas de entrega ya no sería una preocupación para él.

La muchacha se aseguraba de que todas las armas y equipamientos se entregaran a tiempo, a la vez que llevaba la cuenta del oro para efectuar el pago. Al ocuparse ella de la logística, Eskkar podía encargarse del reclutamiento, entrenamiento y organización de los hombres. También le quedaba más tiempo para reunirse con Nicar, Corio y el resto de las Familias. Al final de cada semana se pasaba el día con los escribas de Nicar, revisando las cuentas y asegurándose de que ningún mercader recibía un pago por mercancía no entregada.

A Trella le llevó pocos días descubrir la cantidad de plata que había robado el antiguo capitán, comprando, para sus soldados, escasos alimentos y de ínfima calidad. Después de una negociación con los granjeros sobre los precios, como representante de Eskkar, consiguió que recibieran suficiente comida de forma regular y a un coste razonable.

Por primera vez, los soldados comieron decentemente y en la cantidad adecuada para soportar el riguroso entrenamiento. Pan fresco y verduras se complementaban con el cordero y el pollo que componían su dieta habitualmente. Trella negoció directamente con los granjeros que proporcionaban los alimentos, y añadió un grupo de cocineros para prepararlos. Sólo por aquello los soldados la adoraban, pero había ido más lejos. Con el oro de Eskkar, pagó unas pocas monedas de cobre a los que estuvieran dispuestos a limpiar los barracones y sus alrededores. En pocos días, los apestosos barracones quedaron irreconocibles.

No satisfecha con sus logros, buscó nuevas oportunidades de conseguir más influencia. La primera fue involucrarse, con Nicar y Néstor, en el trabajo relacionado con el problema de las viviendas.

Por orden de Nicar, toda persona que abandonara Orak perdía su casa y todas sus pertenencias. Esta política forzaba a los pobladores que pensaban irse a tomar una difícil decisión. Si la aldea resistía y ellos regresaban, sus casas ya no les pertenecerían, porque habrían sido entregadas a otros. O bien podían quedarse y luchar.

A pesar de todo, muchos abandonaron Orak, pero aquellos que permanecieron en la aldea exigieron aunque fuese la más humilde de las casas o chozas. Con la ayuda de los escribas, Trella hizo un inventario de todas las propiedades abandonadas y recomendó a nuevos dueños, favoreciendo a los que podían prestar más ayuda a Orak. Argumentaba con facilidad, obligando a los escribas a renunciar a sus planes de ayudar a sus amigos o a gente dispuesta a pagar. Trella se concentraba en aquellos que poseían alguna habilidad necesaria para la defensa del poblado y estaban dispuestos a quedarse y trabajar. Entonces se colocaba de su parte.

Sólo una vez había tenido que acudir a Eskkar. Los escribas querían entregar una casa a un mercader de vinos, mientras que ella insistía que ésta debía darse a una familia de cinco personas que incluía a un padre y dos hijos mayores dispuestos a combatir. El capitán perdió la paciencia y amenazó con expulsar a todos los escribas de la aldea. La muchacha tuvo que rogarle que no hablara con Nicar. Después de eso, no tuvo más problemas.

Con cada día que transcurría, las vidas de Eskkar y Trella estaban más vinculadas al destino de Orak, y el destino de Orak dependía de la muralla.

Todos los que podían trabajaban en su construcción. Luchar, cavar o marcharse. No había otra opción. Eskkar tomaba las decisiones, apoyado por Nicar. Las espadas de los soldados ayudaban a imponerlas. Todos en Orak trabajaban en la defensa, incluso los miembros de las Familias.

No se permitía ningún otro trabajo. Se castigaba a los que no realizaban la tarea asignada y el capitán no hacía excepciones con los hijos de los nobles, aunque les asignaba trabajos menos pesados que hacer zanjas o remover rocas, siempre y cuando lo hicieran bien.

Gatus destinó más hombres a patrullar los caminos y a mantener a los bandidos y ladrones alejados de los que transportaban mercancías a Orak. Sisuthros contaba ahora con veinte hombres para asegurarse de que los que trabajaban en la muralla se esforzaran, mientras que Corio dirigía un grupo de más de cuatrocientos hombres y muchachos, e incluso mujeres y ancianos. El maestro constructor se movía entre los trabajadores, esforzándose él mismo y sus aprendices tanto como cualquier otro operario.

Esclavos y hombres libres trabajaban a la par, cubiertos de polvo y barro, a excepción de aquellos que transportaban las piedras desde el río y podían, ocasionalmente, darse un baño. Todas las noches, una vez terminado su trabajo, los pobladores se acercaban a contemplar la muralla, que crecía día a día.

El muro se extendía ahora más de treinta metros a cada lado de donde iría ubicada la nueva puerta. Cada lado aumentaba unos seis metros por día, intentando abarcar Orak en su totalidad.

Alcinor, el hijo mayor de Corio, dirigía la construcción de la puerta principal. Estaría hecha de pesadas vigas cuidadosamente talladas y unidas por los carpinteros, tratadas para resistir las flechas incendiarias y reforzadas con gruesas láminas de bronce. Dentro de la puerta se alineaban los agujeros con las piedras para los troncos que reforzarían la estructura una vez cerrada.

Bajo la puerta se había excavado un pozo de unos dos metros de ancho por cuatro de largo. Pronto se rellenaría con pesadas piedras y una mezcla de barro y paja, creando un cimiento sólido que frustraría todo intento de socavar la estructura. La puerta entraría en funcionamiento en poco tiempo, aunque aún no estuviera completa, y se cerraría sobre los nuevos confines del poblado.

Cada día llegaban más de una docena de barcazas con maderas de todas las clases y tamaños. Herramientas, armas y productos de cuero eran introducidos por tierra y a través del río. Se transportaban también alimentos y vino, los cuales iban a parar a los almacenes de Orak, que se preparaban también para el sitio. Se había corrido la voz en toda la región, y el resto de las aldeas estaban ansiosas por ayudar en la resistencia contra los bárbaros o sencillamente por ganar dinero.

Barcas repletas de cobre y estaño fondeaban de forma regular. Imprescindibles para los trabajadores del bronce, además de otros muchos usos, las fraguas siempre tenían escasez, puesto que se trataba de un material de difícil obtención. Las minas se encontraban a bastante distancia y producían una pequeña cantidad diaria, porque sólo los esclavos podían ser obligados a trabajar en ellas. Por alguna misteriosa razón, éstos morían rápidamente, y algunos no duraban más de seis meses. Eskkar comprendió que necesitaba mucho oro y plata para comprar cobre y estaño.

Eskkar quería armas de bronce, y sólo podían conseguirlas con aquellos componentes. Los herreros de Orak trabajaban de la mañana a la noche, convirtiendo la materia prima en armas y herramientas de aquel brillante metal.

La madera del Norte era otro de los materiales que entraba a través del río, necesaria no sólo para la puerta, sino para reforzar muros y parapetos, para la fabricación de escudos para los soldados e incluso como combustible para las fraguas. Otras barcas que transportaban las primeras remesas de armas, espadas, lanzas, arcos y flechas venían a sumarse a las armas que se estaban fabricando en Orak. Las barcas que se utilizaban eran pequeñas, empujadas por remos y, a veces, una pequeña vela. No podían cargar mucho peso, pero, a medida que las noticias sobre la defensa de Orak se expandieron, empezaron a llegar cada vez más embarcaciones, convirtiendo el río en una zona de intercambio intenso.

El encargado de los muelles no permitía que fuesen descargadas más mercancías de las necesarias, como alimentos o vino, aunque Eskkar estaba seguro de que otros artículos entraban de contrabando.

En los muelles había surgido un gran mercado, donde los mercaderes compraban y vendían diariamente los contenidos de las barcas. Las Familias de Decca y Rebba asumieron la responsabilidad de controlar los intercambios, comprando y vendiendo y asegurándose de que los precios se mantuvieran dentro de unos límites razonables.

El capitán no confiaba en ninguna de las Familias. Sabía que, a la mínima oportunidad, actuarían en su propio beneficio. Como medida de prevención, Nicar y sus escribas también ayudaban en esta tarea, controlando las cuentas y examinado los cargamentos de los barcos. Parecía funcionar, ya que todos los mercaderes y el capitán de las barcas se quejaban de que les robaban, mientras que las Familias gritaban que los estaban reduciendo a la miseria. Pero el comercio no se detenía, y las embarcaciones entraban y salían a diario.

Gatus continuaba entrenando a los hombres diariamente. Él y Eskkar habían discutido todo un día antes de que el capitán aprobara las nuevas ideas de su subalterno. El viejo soldado quería entrenar a los hombres para que pelearan en unidades de diez. Eskkar jamás había oído nada semejante, ni tampoco sus hombres. Pero Gatus expuso sus opiniones con convicción, declarando que los arqueros serían más efectivos si luchaban de ese modo y que la infantería podía apoyarse mutuamente en la batalla. El capitán acabó por ceder, puesto que pronto habría muchos hombres armados y necesitarían algún tipo de organización para controlarlos.

Tan pronto como Gatus comenzó a disponer de la forma prevista, Eskkar pudo comprobar los buenos resultados: la moral de los soldados mejoró, lo mismo que su efectividad.

Los veteranos tenían cuatro horas de instrucción al amanecer o una hora después del mediodía. Cuando terminaban, trabajaban para Sisuthros o para Bantor, o enseñaban a los nuevos reclutas, que se ejercitaban toda la jornada. Los hombres recibían un duro entrenamiento para estar físicamente preparados y luchar bien. En el intercambio de golpes de espada, el más débil, o el que se cansaba antes, sería el que primero moriría, y Eskkar quería que sus hombres pudieran combatir y matar durante horas si fuera preciso.

Gatus los hacía correr cargando pesados troncos sobre sus cabezas, hasta que se tambaleaban y caían; luego les daba una espada y les obligaba a golpear unos postes mientras sus manos cubiertas de ampollas comenzaban a sangrar antes de encallecerse. A veces, los hombres formaban en grupos y marchaban con armaduras y lanzas, cargando las pesadas armas para fortalecer los músculos del brazo.

Finalmente, sedientos, temblorosos y cansados, se dirigían a hacer prácticas de tiro con arco, hasta que cada uno acertaba en el blanco cincuenta veces, sin importar la cantidad de flechas empleadas para ello. Gatus y sus hombres se aseguraban de que cada recluta tensara el arco de forma adecuada. Los que intentaban hacer trampa recibían un golpe. Y al día siguiente los blancos eran alejados unos pasos. Con tres semanas de entrenamiento, incluso los más novatos ya estaban en condiciones de acertar en el blanco a sesenta pasos cinco de cada seis veces.

Cuando terminaban la sesión, descansaban recogiendo las flechas que habían utilizado y preparándolas para el grupo siguiente. Las cuerdas de los arcos tenían que ser revisadas y reemplazadas en caso necesario. Una cuerda bien hecha podía utilizarse para lanzar entre doscientas y trescientas flechas antes de estirarse o romperse, y se necesitaba una docena de mujeres trabajando a jornada completa para hilar y trenzar los hilos que se transformarían en este indispensable accesorio.

Eskkar también hacía su parte, primero entrenándose con los soldados y después con los reclutas. Los nuevos hombres estaban orgullosos, sabedores de que su capitán no se consideraba superior y sudaba con ellos varias horas al día. Hacía que el entrenamiento les resultara más tolerable, al igual que sus palabras de aliento.

—Perros miserables —les gritaba—, quiero que tengáis más miedo a Gatus y a mí que a los propios bárbaros.

Todos los días algunos pobladores, en su mayoría mujeres, ancianas y niños, se acercaban a observar el entrenamiento y animar a los hombres. Eskkar lo permitía para que todos supieran que los soldados trabajaban tanto como los que estaban obligados a cargar tierra y piedras.

Trella le recordaba al capitán continuamente que debía hacerse amigo de los pobladores, hacerles notar que trabajaba para ellos y convertirlos en seguidores suyos.

—Tu fuerza —insistía— va a residir en convencer a la gente de que los estás defendiendo a ellos, no sólo a los ricos mercaderes.

Él seguía sus consejos y se esforzaba, todos los días, en decir algunas palabras de aliento o un simple saludo a los pobladores. Se sentía extraño al hacerlo, pero pronto se acostumbró. Ahora confiaba en Trella completamente. Si ella consideraba que algo era importante, Eskkar lo hacía, aunque no entendiera las razones para ello.

Lo sorprendente es que estaba funcionando. La moral de los soldados y los reclutas continuaba siendo positiva, reforzada por el progreso constante de la muralla que se levantaba lentamente ante Orak. Aumentaba unos siete metros diarios, y Corio prometía más a medida que la capacidad de los obreros se incrementaba.

El cuerpo de Eskkar se había vuelto fuerte y musculoso, y trataba de ayudar a los más débiles a cargar los troncos. Si podían seguir su ritmo y los bárbaros no llegaban antes de que estuviera terminada la muralla, era posible que el plan funcionara.

Al capitán jamás se le había ocurrido pensar que los pobladores podían ser entrenados lo suficiente para derrotar a los bárbaros en un combate cuerpo a cuerpo, pero ahora, viendo sus progresos, empezó a cambiar de idea. Los hombres habían sido ejercitados como soldados anteriormente, pero nunca bajo la amenaza de una invasión bárbara. Gatus y los otros comandantes tenían más experiencia y eran más eficientes en sus métodos. Si los habitantes de Orak pudieran enfrentarse a los bárbaros en aquellas condiciones, si los bárbaros se comportaran como Eskkar esperaba, si no llegaban demasiado pronto, si… si… si…

Cada noche en su lecho, Eskkar exponía sus dudas y preocupaciones a Trella. Él, que nunca había compartido sus pensamientos con nadie en toda su vida, hablaba abiertamente con ella, que le daba seguridad. Su deseo amoroso era menos frecuente pero más intenso, como si compartieran un peso que amenazara con aplastarlos.

Eskkar aprendía algo nuevo cada día, observaba algo o a alguien de manera distinta, acertaba en alguna cuestión o cometía algún error. Diariamente tenía una docena de decisiones que tomar, o multitud de situaciones para las que carecía de experiencia. No era indulgente con sus subordinados cuando se equivocaban, y mucho menos consigo mismo.

Los peores fallos eran aquellos de los que no se percataba. Los que Trella o alguna otra persona le señalaba le dejaban un sabor amargo. Se obligaba a escuchar las explicaciones que ella le daba, en silencio, jurándose que no volvería a caer en el mismo error.

Él no había sido preparado para una situación como aquélla, y en más de una ocasión pensó en abandonarlo todo, subirse a un caballo y huir. Pero el recuerdo de Trella lo mantenía siempre en su puesto.

Ahora deseaba el futuro que era capaz de vislumbrar. También comprendía que lenta y sutilmente estaba cambiando, aprendiendo a pensar antes de hablar, a reflexionar antes de actuar y, por encima de todo, a escuchar y aceptar los consejos de otras personas. De algún modo, los dioses habían vinculado su destino al de ella, y ambos tendrían que enfrentarse a lo que el futuro deparara a Orak y a ellos mismos. Y a medida que pasaban los días, la muralla se iba haciendo cada vez mayor.

***

Aquellas semanas pasaron todavía más rápido para Trella, que se había impuesto una tarea aún más dificultosa y que no podía llevar a cabo abiertamente. Su cometido comenzó después de su traslado a la casa de Drigo. Tan pronto como finalizaba su trabajo de la mañana, Trella se pasaba dos o tres horas caminando por la aldea. Iba siempre acompañada de un guardia y ataviada con el viejo vestido que usaba cuando vivía en casa de Nicar. Se detenía a hablar con las mujeres en el mercado, las ayudaba a lavar en el río, e incluso visitaba a aquellas que se ocupaban de los campos o de la muralla.

Pero hacía algo más que eso. Su propio trabajo en la edificación del muro era tan agotador como el de cualquier hombre, aunque sólo lo hiciera durante pocas horas. Cargaba piedras y ladrillos, o cavaba en las zanjas junto a las otras mujeres. La primera vez que Corio la vio trabajando, intentó detenerla. Ella se negó, diciendo que hacía muy poco comparado con las otras mujeres.

Desde el primer día, grupos de mujeres se reunían con ella en cualquier lugar, ansiosas por preguntarle cosas y pedirle consejo. A partir de la primera semana, la mujer de Bantor, Annok-sur, comenzó a acompañarla.

Mujer sencilla y práctica, algo más joven que Eskkar, Annok-sur demostró que tenía la inteligencia y la experiencia necesarias para administrar una casa grande. Entre las dos transformaron rápidamente la antigua casa de Drigo no sólo en un hogar para el capitán y sus hombres, sino también en un centro de operaciones para la defensa de Orak.

Entre ambas organizaron a los sirvientes, asignándoles las tareas diarias, y establecieron una rutina que comenzaba a funcionar por sí sola. A pesar de la diferencia de edad, se hicieron amigas.

Trella se sentaba en una pequeña mesa en su dormitorio mientras Annok-sur le cepillaba el cabello. Ninguna de ellas consideraba extraño que una mujer libre peinara a una esclava.

—Ama Trella —Annok-sur habló en voz baja, por costumbre, aunque se encontraban solas en el segundo piso—, tus paseos entre los pobladores se han convertido en el momento más importante en el día para muchos de ellos. Dejan todo lo que están haciendo para esperarte, decepcionados si eliges otra calle.

—Me gusta mezclarme con la gente, Annok-sur. De ellos se aprende mucho sobre Orak.

—Tal vez les enseñes tú más de lo que ellos piensan. Muchos te piden consejo o ayuda. Y a algunos les das monedas de cobre. ¿Por qué eres tan generosa?

Trella respondió con una pregunta.

—Has estado casada con Bantor durante mucho tiempo. Ser esposa de un soldado supone una vida de sacrificio, ¿no es cierto?

—Es muy dura, ama. Mis dos primeros hijos murieron, uno al nacer y otro unos meses después. Sólo Ningal, nuestra hija, ha sobrevivido. —Suspiró—. Bantor es un buen hombre que trabaja mucho, pero a veces es un poco lento de pensamiento. Hasta que Eskkar lo ascendió, apenas teníamos nada, y pocas esperanzas de mejorar. Tuve que hacer muchas cosas desagradables para ayudar a que Bantor y Ningal sobrevivieran.

Cosas de las que es mejor no hablar, pensó Trella.

—Pero ahora la vida ha mejorado, ¿verdad?

—Sí, por ahora. Pero después de que los bárbaros sean derrotados, me temo que volverán los tiempos duros.

—¿Estás segura de que los venceremos?

—No, por supuesto que no. Sé que son muy poderosos. Pero si nuestros hombres fracasan, no importará. Si no nos matan al principio, entonces tú y yo nos convertiremos en esclavas de algún guerrero, abusarán de nosotras y nos golpearán. Creo que tengo más miedo a envejecer con el sueldo de un soldado, sin dote para que Ningal encuentre un buen marido. Desde que Eskkar fue nombrado capitán, el futuro de mi esposo parece bendecido por los dioses. Bantor es muy leal. Ambos sabemos lo que Eskkar ha hecho por él.

Trella tocó la mano de Annok-sur, cogió el peine y se puso frente a ella.

—Yo también soy la mujer de un soldado. Y, como tú, Annok-sur, tengo miedo de que cuando los bárbaros sean expulsados, las cosas vuelvan a ser como antes. Eskkar es poderoso ahora, pero cuando Orak ya no esté amenazada, tal vez los nobles no necesiten a un capitán de la guardia con tanta autoridad ni tantos soldados, especialmente aquellos que no están bajo sus órdenes.

—¿Ésa es la razón de tus paseos por la aldea, ama? ¿Para ganarte la amistad de la gente? Eso no será suficiente para proteger a tu amo.

—Quiero algo más de los pobladores. Y tú puedes ayudarme, si así lo decides. Tu apoyo no será olvidado en el futuro, Annok-sur.

—Cuenta conmigo, Trella. No serás esclava por mucho tiempo. Todos los saben. Te convertirás en una gran dama de Orak, y Eskkar en el fundador de una gran Casa. Y si él asciende, también podría hacerlo Bantor.

—Entonces hay mucho que hacer para asegurar ese futuro. Debemos utilizar a la gente para que nos ayude una vez que los bárbaros sean derrotados. Los pobladores deben unirse a Eskkar y a su futuro, para que el uno no sea posible sin los otros. No podemos volver a nuestra antigua vida.

—¿Cómo podremos conseguirlo? A los nobles no les gustaría escuchar semejantes ideas.

—No, no les gustaría. De hecho, sería muy peligroso que las conocieran. —Trella no agregó nada más, esperando que Annok-sur considerara las consecuencias.

—No deseo volver a los días de antaño. Dime qué debo hacer para ayudarte.

Trella le contó sus planes. Cuando terminó, la mujer le agarró otra vez la mano y se la apretó.

—Podemos hacerlo, Trella. Podemos conseguir todo eso. Haré todo lo necesario.

—Ayúdame, Annok-sur, y tú también tendrás, algún día, una Casa poderosa. Te lo prometo.