Capítulo 5

Dentro de dos horas me reuniré con Nicar y las Cinco Familias, comenzó diciendo Eskkar, dirigiéndose a Gatus y a los tres hombres que había seleccionado como comandantes. Se encontraban sentados ante la pequeña mesa del alojamiento de Eskkar. Gatus estaba junto al capitán. Bantor, Jalen y Sisuthros, frente a ellos. Sobre la mesa, Trella había colocado una jarra con agua y unos cuencos.

Bantor, un hombre de fiar y capaz de obedecer órdenes, era poco mayor que Eskkar. Jalen, unos cinco años más joven, había llegado a Orak desde el Oeste. Se trataba de un excelente guerrero y uno de los escasos buenos jinetes de la aldea y se había enfrentado a Ariamus y a sus seguidores incluso más que Eskkar. Sisuthros había cumplido recientemente las veinte estaciones, pero poseía una inteligencia equiparable a su destreza con la espada.

Con excepción de Gatus, ninguno de ellos había dirigido, hasta aquel momento, a un número importante de hombres. Ariamus los había mantenido como tropa, promocionando a sus favoritos, que seguían sus órdenes sin cuestionarlas. Eskkar había seleccionado a aquellos tres soldados valerosos y hábiles como hombres de confianza. Y en ello había influido que todos se habían atrevido a desafiar a Ariamus.

—Se discutirá mucho en la reunión, pero la mayoría de los nobles estarán decididos a quedarse y luchar. Después, Nicar irá al mercado para dirigirse a la población. Yo hablaré cuando él haya terminado. Vosotros estaréis allí con vuestros hombres, para mantener el orden. Seguid mis indicaciones y ayudadme a convencer a los pobladores. Si alguno entre la multitud pierde el control, no tengáis miedo a romper algunas cabezas. Se derramará bastante sangre antes de que esto termine, así que no hay nada que nos impida comenzar hoy.

Eskkar los examinó. Parecían imperturbables.

—Bantor, te harás cargo de las puertas. Asigna tres hombres a cada una de ellas. Nadie saldrá de la aldea sin mi permiso o el de Nicar. Absolutamente nadie. Y eso incluye a los miembros de las Cinco Familias.

Sus caras mostraron incredulidad. Podían entender perfectamente lo de romper algunas cabezas. Pero enfrentarse a algún miembro de las Cinco Familias y a sus mercenarios armados era algo que representaba un riesgo mayor.

El capitán vio las dudas reflejadas en el rostro de aquellos hombres.

—No podemos permitir que los hombres dejen el poblado llevándose utensilios o esclavos que podemos necesitar para defenderlo —explicó—. Así que si alguien quiere irse, no debemos dejarle. Nuestras vidas pueden depender de tales hombres.

—¿Y qué hacemos con aquellos que van a trabajar al campo? —preguntó Bantor inclinando la cabeza.

Eskkar sabía que era mejor preguntar que quedarse callado.

—No me estoy refiriendo a los que deben salir diariamente, Bantor, sólo a aquellos que pretendan huir de la aldea, llevándose sus pertenencias con ellos. Si alguien quiere marcharse, bien. Pero nadie que pueda llevarse esclavos, herramientas u otras mercancías se alejará sin nuestro permiso.

—Los hombres del noble Drigo están en las calles y en el mercado, hablando con todos —anunció Bantor—. Se comportan como si la aldea ya estuviera en su poder. Algunos dicen que Drigo tomará el mando de Orak y de los soldados.

—Bueno, tengo una sorpresa para el noble Drigo —dijo Eskkar, dando gracias a los dioses por el aviso de Trella—, pero de eso hablaremos más tarde.

—Los hombres no querrán entregar sus esclavos —observó Gatus—. Crearán problemas si intentas detenerlos.

Eskkar asintió.

—Si tienen algo que sea de utilidad, pagaremos, ya sea por un esclavo, una herramienta o un arma. Es decir, Nicar y las Familias pagarán.

Los hombres se miraron de reojo pero no dijeron nada. Él no prestó atención a aquellas miradas. Necesitaba que creyeran en él, al menos hasta que ese día finalizara, y entonces comprobarían por sí mismos cómo iban a desarrollarse los acontecimientos.

—A partir de mañana comenzaremos a reclutar y a entrenar. En los próximos meses, cientos de personas entrarán a la aldea huyendo de los bárbaros. Debemos estar listos para armarlos y ejercitarlos.

—No puedes entrenar hombres para enfrentarse a los bárbaros, al menos en tan corto periodo de tiempo —se quejó Jalen, elevando su voz en tono de protesta.

—No vamos a salir a enfrentarnos cuerpo a cuerpo, sino que lucharemos desde la muralla que construiremos en torno al poblado. Utilizaremos a los arqueros. Cualquiera puede tensar un arco. Gatus y yo ya hemos discutido sobre eso y sabemos que es posible. —Eskkar miró a su segundo, que hizo un gesto de asentimiento.

—Siempre he querido instruir a un grupo de hombres para combatir como una unidad —dijo Gatus—. Ahora tengo la oportunidad.

El viejo soldado tenía ideas extrañas sobre cómo entrenar a los hombres, y nada le producía más placer que hacer sudar a un recluta hasta ponerlo en forma.

—Nos rodearán y atacarán la aldea desde todos los lados —insistió Jalen—. Ni siquiera los arqueros podrán rechazar semejante asalto.

—No tan rápido, Jalen —rió Eskkar—. Nos aseguraremos de que puedan acercarse a nosotros en gran número sólo desde una dirección, ante nuestras defensas más fuertes. Esperaremos detrás del muro hasta que se les acabe la comida, obligándoles a seguir su camino. No tenemos que derrotarlos o expulsarlos. Tenemos que conseguir que se cansen de atacarnos. Y sé que podemos lograrlo. —Eskkar golpeó con su jarro sobre la mesa—. Y cada vez que ataquen nuestro muro, los masacraremos. Los obligaremos a desmontar y los mataremos con flechas. —Pudo apreciar el escepticismo reflejado en sus rostros. Se habían enfrentado a los bárbaros en alguna ocasión y conocían bien su resistencia—. Ya sabéis que cuando un hombre baja de su caballo —continuó— es fácil de matar, y con los bárbaros resulta todavía más sencillo. Desde la infancia combaten a caballo. Sus espadas y lanzas están diseñadas para golpear desde sus cabalgaduras y sus arcos para disparar mientras galopan hacia el enemigo. Cuando van a pie, son frágiles enemigos y blancos fáciles para nuestros arqueros, que estarán protegidos por una muralla.

—También los bárbaros son arqueros. —Sisuthros había luchado contra ellos con anterioridad y todavía conservaba cicatrices para probarlo—. Pueden eliminar a nuestros hombres en el muro sin esfuerzo.

—No va a resultar tan sencillo como crees, Sisuthros, pero me alegra que todos os preocupéis por estas cuestiones. Los bárbaros usan arcos cortos y curvos. Nosotros utilizaremos arcos de caza, más largos y fuertes, con flechas más pesadas. Comenzaremos a matarlos antes de ponernos a su alcance, y la muralla protegerá a nuestros hombres de sus flechas.

—¿En verdad piensas que puedes detenerlos, capitán? —preguntó Sisuthros.

—Sí. Nunca se han enfrentado a alguien como nosotros, a un muro repleto de hombres bien armados y entrenados.

Gatus se acarició la barba.

—¿Seremos capaces de construir una muralla lo suficientemente alta y fuerte a tiempo? Quiero decir, ¿qué altura tendrá? Eskkar se encogió de hombros.

—Ahora te has adelantado. Ésa es una de las cosas que tengo que averiguar, y nos llevará varios días de trabajo con los artesanos y constructores. Es una de las razones por las cuales no podemos permitir que ninguno de ellos se marche. —Miró a sus hombres—. Lo más duro de esta batalla contra los bárbaros va a tener lugar en las próximas horas —dijo mirando por la ventana. No le quedaba demasiado tiempo—. Si las Cinco Familias aceptan nuestro plan, la aldea podrá resistir. Por eso es muy importante que vayáis al mercado y sigáis mis órdenes. Nicar y yo persuadiremos a las Cinco Familias. Vosotros tendréis que ayudarnos a convencer a la multitud.

—Nos estás pidiendo que arriesguemos nuestras vidas y las de nuestras familias —dijo Sisuthros—. Si nos quedamos y luchamos… si fracasamos…

—Nicar y yo arriesgaremos lo mismo que vosotros. ¿O preferís marcharos y vagar por las estepas con vuestras familias, en busca de un lugar seguro donde vivir? Cuando expulsemos a los bárbaros, vuestros hogares aquí estarán protegidos. Además, os doblaré la paga. Eso debería daros fuerzas. Cuando los bárbaros sean rechazados, cada uno de vosotros recibiréis veinte monedas de oro, más dos partes de cualquier botín que podamos arrebatarles. —La referencia al oro surtió el efecto deseado—. Pero eso no es suficiente para mantener a los hombres luchando. He combatido contra ellos muchas veces, e incluso cuando los he matado he tenido que ceder terreno. Estoy cansado de claudicar ante ellos, y también de que me digan que son los mejores guerreros. Ha llegado el momento de que nos teman.

Las palabras de Eskkar flotaron en el aire durante un instante antes de que Jalen hablara.

—No le he contado esto a nadie, pero hace siete años los bárbaros arrasaron mi aldea, mataron a mi padre y se llevaron a mi madre y a mi hermana como esclavas. He matado a muchos de ellos desde entonces, y sólo quiero la posibilidad de matar a más todavía. Me pondré a tus órdenes, Eskkar, mientras decidas hacerles frente. No les tengo miedo, ni siquiera cuando van a caballo.

Eskkar asintió, comprendiendo el dolor de aquel hombre. En Orak había muchos como él. Ahora empezaba a entender por qué Jalen lo había mirado con furia tantas veces, viendo en él sólo a un hombre de un clan bárbaro, no al soldado en el que Eskkar se había convertido.

—Todos somos guerreros, y nuestra lucha contra los bárbaros comienza hoy. El primer paso será impedirle a Drigo que tome el control de Orak. Aun con el respaldo de Nicar, sospecho que veremos correr sangre antes de que el sol se oculte. Lo que os pido no es sencillo. Posiblemente será lo más peligroso a lo que os hayáis enfrentado. Pero si triunfamos, la recompensa será grande. Así que os pregunto: ¿me seguiréis en esta empresa para obtener oro para nosotros y para salvar Orak? ¿O tendré que salir en busca de otros hombres?

Uno a uno, intercambiaron algunas miradas y, lentamente, asintieron.

Eskkar sonrió satisfecho. Los había convencido en esta cuestión. Ahora había que ver cuánto estaban dispuestos a arriesgar. Miró hacia el sol.

—Bien. Ahora nos queda un asunto por tratar, y muy poco tiempo para hacerlo.

***

La gente se amontonaba en las estrechas callejuelas. Eskkar nunca había visto el mercado tan concurrido. Todos querían pararlo y hacerle preguntas, mientras se abría paso hacia la casa de Nicar. Gatus, Sisuthros, Adad y otros dos hombres le acompañaban. Vestido con la túnica y las sandalias nuevas el capitán caminaba con confianza, dando largos y decididos pasos, apartando a la multitud de su camino. Su espada corta colgaba de su cinto, recién engrasada para poder sacarla rápidamente de su funda.

Detrás de él avanzaba Trella, que miraba respetuosamente hacia el suelo, con su nuevo vestido. Éste no había sido hecho con las mismas telas lujosas que utilizaban los mercaderes ricos o los granjeros prósperos, pero era más acorde a su nuevo estatus y le sentaba mucho mejor que las viejas prendas que había usado cuando era esclava de Nicar. Eskkar no le había dicho nada sobre lo que debía comprar o cuánto podía gastar, pero no le sorprendió que tuviera el sentido común de haber adquirido algo práctico.

Tras doblar hacia la calle en la que vivía Nicar, Eskkar se encontró con lo que había previsto. Una veintena de hombres, los mercenarios contratados por las Familias, les cerraba el paso. Haciendo uso de la autoridad de sus amos, daban órdenes tanto a los pobladores como a los soldados, al menos desde que Eskkar había llegado a Orak. Cuando lo vieron acercarse, casi todos se pusieron en guardia, formando una línea más o menos recta que bloqueaba la calle, a una docena de pasos de la casa de Nicar. La mayoría de ellos llevaba el emblema de Drigo en sus túnicas.

Naxos, el jefe de la guardia del noble Drigo, tenía hombros anchos y una descuidada barba rojiza que no llegaba a cubrirle el rostro picado de viruelas ni el diente que le faltaba. Estaba de pie en el centro de la calle, situado directamente frente a Eskkar.

—La reunión de las Cinco Familias no está abierta a los soldados —dijo Naxos en voz alta cuando el grupo de Eskkar se aproximó, asegurándose de que todos oyeran su voz de mando. Acto seguido enganchó sus pulgares en el grueso cinto de cuero que sostenía su espada.

—He sido convocado por Nicar —afirmó prudentemente Eskkar, y se detuvo a unos cinco pasos de la fila de hombres—. ¿Yo también tengo prohibida la entrada?

Naxos, cuya altura era semejante a la de Eskkar, lo miró a los ojos y se tomó su tiempo antes de responder.

—Puedes entrar —contestó al fin, hablando todavía en voz alta y procurando que se oyera en toda la calle, como si tuviera capacidad para decidir sobre aquel asunto por sí mismo—, pero el resto de tus hombres debe volver a los asquerosos barracones de donde han salido. No necesitamos soldados de juguete.

Así que querían que entrara solo. Seguramente Drigo tampoco quería derramar demasiada sangre. Lo atacarían cuando cruzara la fila de mercenarios. El capitán agradeció mentalmente a aquel hombre sus ofensivas palabras. Nada podía haber provocado más a sus hombres o reforzado su decisión. Todos habían sufrido los abusos y burlas de aquel indeseable y sus secuaces. Miró a los hombres envalentonados que permanecían detrás de Naxos, con las manos en sus espadas, confiados en su autoridad. Y pudo escuchar cómo la multitud a su espalda comenzaba a dispersarse.

—Mis hombres van a donde yo les ordeno, Naxos —anunció Eskkar con firmeza—. Hazte a un lado y déjanos pasar.

La risa del mercenario retumbó en toda la callejuela.

—Eres un cerdo bárbaro, Eskkar, y hace tiempo que tendría que haberte dado una lección. Presentaré tu cabeza en una bandeja si tus hombres no se retiran.

El hombre que se encontraba junto al mercenario, joven y fornido, desenfundó su espada, con los ojos muy abiertos por la excitación.

—Déjame que lo mate, Naxos —pidió ansioso.

Eskkar no respondió. Levantó lentamente la mano izquierda por encima de su hombro, con la palma hacia fuera, como si fuese a calmar al hombre. Y en vez de replicar, señaló simplemente con su índice al provocador. Se escuchó un silbido en el aire y un sordo impacto. Cuando el mercenario bajó la vista, vio una larga flecha clavada en el centro de su pecho.

Nadie se movió mientras el moribundo trataba de tomar aire y levantaba la cabeza, con su espada resbalando de su mano. Luego cayó de rodillas, para acabar dando con la cara en el suelo. Todos permanecieron inmóviles. Los hombres de Naxos levantaron sus ojos, boquiabiertos, hacia los tejados a lo largo de la calle. Allí se encontraban apostados diez arqueros, cinco a cada lado. Estaban bajo las órdenes de Jalen, con los arcos preparados para disparar y los blancos ya seleccionados, esperando la siguiente señal de Eskkar.

El resto de los mercenarios no hizo el más mínimo movimiento, con la mirada fija en los arqueros, mientras Gatus impartía órdenes. Bantor y media docena de hombres corrieron a escoltar a Eskkar y Gatus. Llevaban escudos y sus espadas desenvainadas mientras formaban rápidamente frente a Naxos y sus hombres.

La valentía de la guardia de los nobles se había transformado, en un instante, en miedo, y ahora se veían paralizados por la indecisión. Ninguno se atrevió a desenvainar un arma, y la mayoría retiró la mano de las empuñaduras. Unos cuantos, especialmente los que estaban al servicio de otros nobles, retrocedieron un poco, intentando distanciarse de Naxos y de los hombres de Drigo.

Eskkar desenfundó con calma su espada, pero mantuvo la punta hacia el suelo mientras recorría los cinco pasos que lo separaban de Naxos. Los ojos del mercenario seguían fijos en los tejados, mirando a los tres hombres que apuntaban, con arcos, a su pecho. Ni siquiera reaccionó cuando Eskkar levantó su espada y apoyó la punta contra su estómago, sino que se quedó mirando la espada como si nunca hubiera visto un arma semejante.

—Vosotros —ordenó Eskkar—, no os mováis. Tirad las armas. El que desenvaine una espada morirá de inmediato.

Todos parecían petrificados, como si hubieran echado raíces. La mayoría seguía mirando fijamente a los arqueros.

—¡Ahora! —Eskkar gritó salvajemente la orden. Su voz rompió el hechizo y, en un instante, se escuchó el ruido metálico de las armas golpeando contra el suelo.

Eskkar miró a los ojos a Naxos y advirtió que el miedo reemplazaba al estupor que le había invadido al ver a los arqueros. No le dio más tiempo, ni para hablar ni para actuar, y le hundió la espada en el vientre. Un gemido de agonía y sorpresa escapó de los labios del mercenario mientras intentaba detener el filo que lo atravesaba. Con cierta saña, Eskkar giró la espada, haciendo brotar otro gemido de la boca abierta de Naxos, y luego la extrajo de su cuerpo.

La sangre se extendió por todas partes, deslizándose entre las manos de Naxos mientras intentaba cubrir su herida mortal y caía de rodillas al fallarle las fuerzas, para acabar tendido de espaldas, con una de sus piernas dobladas y la otra sacudiéndose en el polvo. Intentó hablar, pero no pudo emitir sonido alguno. Antes de que estuviera muerto, los soldados de Eskkar se habían acercado a sus hombres, dispuestos a atacar.

Eskkar se agachó y limpió su espada en la túnica del moribundo, ignorando su agonía y sus estertores. Incluso cambió de mano su espada y se limpió el brazo derecho, que estaba salpicado con la sangre que había brotado del estómago del herido. Ninguno de los hombres de Naxos se movió o dijo una palabra.

El capitán volvió a envainar la espada. Dando la espalda a los acobardados mercenarios, se volvió hacia los atemorizados pobladores, que se encontraban detrás de él tratando de ver lo que estaba sucediendo. También ellos estaban inmóviles y silenciosos.

—No me gusta que me llamen bárbaro —dijo alzando la voz para que pudieran oírle en todos los rincones de la calle—. Ni a mis hombres les gusta oír que se hable de esa manera de su capitán. —Se dirigió entonces a Gatus—. Reúne sus armas y mantenlos a raya.

Trella se había detenido a unos pasos de Gatus y sus hombres. Eskkar la llamó y le hizo una seña para que lo siguiera mientras se abría paso entre los todavía estupefactos mercenarios. Caminaron hacia la puerta abierta y entraron en el jardín que separaba la casa de Nicar de la calle.

La puerta estaba parcialmente abierta y sin nadie que la custodiara; entraron sin llamar. Una vez en el interior, Eskkar se dio cuenta de que nadie tenía ni idea de lo que había sucedido en la calle. Los sirvientes de la casa, ocupados atendiendo a los invitados de Nicar, no habrían tenido tiempo para prestar atención a los ruidosos acontecimientos que acababan de tener lugar.

Trella le detuvo un momento, tomó un pedazo de tela de su bolsillo, lo humedeció con la lengua y le limpió una gota de sangre de la mejilla y otra del brazo. Le observó detenidamente para ver si había más restos de sangre. Estaba pálida y sus manos temblaban un poco, pero sus ojos no mostraban temor alguno. Eskkar supuso que nunca había visto morir a ningún hombre de esa manera.

—Nunca es agradable matar a nadie —le dijo en voz baja, para que sólo ella pudiera oírlo—. Si no lo hubiera matado, habría desafiado continuamente mi autoridad. —Tocó su brazo—. ¿Estás segura de poder enfrentarte a lo que nos espera dentro?

Ella asintió.

Se dieron la vuelta al oír un ruido de pasos y vieron a Creta que se aproximaba.

—Buenos días, Eskkar —saludó, mirando de reojo a Trella al notar que llevaba un vestido nuevo—. Ven por aquí, te están esperando. Llegas tarde.

—Buenos días, Creta —respondió Eskkar, asintiendo con la cabeza—. Te seguimos.

Creta se detuvo de golpe, pero Eskkar habló antes de que pudiera protestar.

—Nicar me dijo que podía utilizar a Trella para que me asistiera, y la necesito a mi lado. —Mantuvo su voz firme y severa.

Sin decir una palabra, Creta los condujo al mismo aposento en donde había cenado con Nicar. Llamó una vez y abrió. Eskkar y Trella entraron y Creta cerró la puerta detrás de ella.

La estancia parecía diferente preparada para una reunión que para una cena. Se habían retirado las cómodas sillas y almohadones de la noche anterior. Habían traído otra mesa de algún lugar y la habían añadido a la que Nicar y Eskkar habían utilizado, ocupando casi toda la habitación. El aroma a vino flotaba en el aire, mezclándose con el perfume de unos jazmines colocados en un rincón, con objeto de disimular los olores de tantos hombres reunidos en un espacio tan reducido.

Diez hombres se hallaban sentados alrededor de la mesa: los jefes de las Cinco Familias, cada uno acompañado por su primogénito o por un consejero de confianza. Nicar estaba sentado a la cabecera de la mesa, con los nobles Rebba y Decca a su derecha. Estos dos primos eran dueños de varios negocios y de muchas de las embarcaciones con las que se comerciaba a lo largo del río.

Drigo y Néstor ocupaban el otro lado. El segundo de ellos era dueño de la mayoría de las granjas más grandes que rodeaban la aldea.

Había un asiento libre en el otro extremo de la mesa; Eskkar se dirigió a él, y antes de sentarse hizo una profunda reverencia a los nobles. Sus dudas se habían desvanecido. Las muertes en la calle lo habían hecho comprometerse por completo, y ahora ya no podía volverse atrás. Cuando saliera de aquella estancia tenía que haber sido ratificado como capitán de la guardia. Si no era así, se consideraría afortunado si conseguía abandonar Orak con el pellejo intacto. Drigo pondría, sin duda, precio a su cabeza por haber matado a Naxos. Se dio cuenta de que tenía una ventaja, aunque temporal: nadie en aquella habitación sabía lo que había sucedido fuera, que la guardia de aquellos nobles había sido desarmada y que ahora estaba sentada en el suelo, bajo el control de los soldados.

—Noble Nicar, vengo atendiendo a tu solicitud. —Miró a los otros hombres y observó el gesto de sorpresa de Drigo—. Os saludo a todos.

Trella le había recomendado que debía ser cortés en todo momento y mantenerse tranquilo, sin importar las provocaciones o desacuerdos que pudieran surgir.

—Tu esclava no debe estar aquí —dijo Drigo, aunque se suponía que Nicar era el que dirigía aquella reunión—. Ésta es una reunión de las Cinco Familias, y tenemos nuestras costumbres. Las mujeres y los esclavos no son admitidos.

Drigo se había recuperado rápidamente de su sorpresa. El capitán pensó que era extraño que el día anterior se hubiera quedado impresionado por la autoridad del noble. En ese momento, sin embargo, lo consideraba un simple obstáculo que debía superar.

—Nobles, sólo soy un soldado. No tengo ni práctica ni buena memoria para poder hablar con vosotros. Mi esclava está aquí para recordarme lo que debemos discutir y no olvide nada importante.

—Mi padre te ha ordenado que hagas salir a la esclava. —Aquellas palabras fueron pronunciadas por Drigo el joven. Pocos años antes, siendo un muchacho pendenciero, había aterrorizado a los niños más débiles con sus puños. Ahora que había alcanzado la edad adulta se consideraba a sí mismo un jefe. Más alto y con hombros más anchos que su padre, había cumplido las diecinueve estaciones. Tres hombres que lo habían ofendido murieron en circunstancias misteriosas, asesinados en medio de la noche. Y al menos otros dos habían muerto a manos del mismo Drigo.

Sus palabras atrajeron miradas severas de los otros nobles, por lo que Eskkar supuso que sólo los mayores podían hablar sin impedimentos.

—Ella se queda conmigo —respondió con firmeza el capitán—. Pero si lo deseáis, puedo retirarme.

El primer choque, tal como Trella había previsto. Uno de los nobles miró a Drigo, los otros dos a Nicar. Eskkar mantuvo la tranquilidad, con los brazos relajados. Trella se encontraba dos pasos detrás de él, con la mirada baja.

—¿Y adonde irías, Eskkar? —inquirió Drigo, ignorando los comentarios de su hijo—. ¿De vuelta con los bárbaros a los que perteneces? Tal vez deberíamos enviarte con ellos.

—Hoy el viento sopla en muchas direcciones, noble Drigo —contestó Eskkar—. Creí que las Familias deseabais la defensa de Orak. Si eso no es verdad, simplemente hacédmelo saber y os dejaré continuar con vuestras deliberaciones. Un guerrero siempre encuentra ocupación en tiempos turbulentos.

—Eres un perro impertinente —replicó Drigo el joven—. Me están entrando ganas de echarte a la calle.

Esta vez fue Nicar quien reaccionó.

—Drigo, tu hijo habla sin autorización. Si no puede contener su lengua, será mejor que abandone la estancia. —El mercader miró en torno a la mesa y el resto de los presentes asintió en silencio.

—Mi hijo guardará silencio —respondió Drigo—, pero yo no. No necesitamos a este soldado. De cualquier manera, no podremos resistir a los bárbaros.

Varios miembros de las Familias comenzaron a hablar, pero la voz de Eskkar resonó sobre las de todos.

—Nobles, si no deseáis luchar, entonces vuestro poblado será destruido. Los bárbaros derribarán vuestras casas y quemarán todo lo que no puedan arrojar al río. Pero también podéis combatir contra ellos, expulsarlos y salvar Orak. La elección es vuestra, y debéis decidirlo hoy mismo. —Sus palabras los acalló momentáneamente. Eskkar los miró y vio la duda reflejada en sus ojos, mezclada con la confusión ante el atrevimiento de un hombre al que consideraban un simple soldado. Continuó antes de que pudieran decir nada—. Sea cual sea vuestra decisión, los habitantes de Orak aguardan vuestras palabras. Les he dicho que hoy os dirigiríais a ellos. Así pues, debéis tomar una determinación. Si les decís que los nobles no van a resistir, muchos comenzarán a marcharse. Y cuando lo hayan hecho, no regresarán. Y entonces todos os tendréis que ir, con lo que podáis cargar, cruzando el río y esperando poder salvaros de los bárbaros.

—No tenías derecho a hablarle a la gente —dijo el noble Rebba tomando la palabra por primera vez—. Sólo las Familias pueden hablar en nombre de Orak. —Decca asintió en silencio.

—Los pobladores saben que los bárbaros se aproximan —contestó Eskkar, manteniendo su voz y sus modales bajo control—. Saben que Ariamus huyó con hombres, caballos y todo lo que pudo acumular antes de escapar. Conocen la reunión que se está celebrando ahora. Si no les decís algo hoy, muchos se irán, incluidos yo y el resto de los soldados. Nadie se va a quedar custodiando vuestras riquezas hasta que sea demasiado tarde para escapar. Así que Orak caerá en unas pocas semanas o meses, antes de que lleguen los bárbaros. Cuando salgáis de aquí, creo que podréis ver que ya han cambiado muchas cosas. —Miró brevemente a Nicar—. Como he dicho, si no queréis que organice la defensa del poblado, decídmelo y me marcharé. No necesito arriesgar mi vida defendiendo Orak.

—Nada puede detener a los bárbaros, Eskkar —respondió Néstor, el más anciano de las Familias. Néstor vivía en Orak, en una de las granjas más grandes que rodeaba la aldea, desde hacía más tiempo incluso que Nicar—. Y eso deberías saberlo mejor que nosotros.

—Noble Néstor, estoy convencido de que podemos detenerlos y yo sé cómo hacerlo. Ya he discutido con Nicar algunas cuestiones. Pero sólo será posible si comenzamos de inmediato, y si todos ponemos el corazón y el esfuerzo en conseguirlo. Tenemos que persuadir a los habitantes de Orak de que podemos resistir. En caso contrario, se marcharán.

—No necesitamos a los pobladores —dijo Drigo con desprecio—. Nosotros tenemos la autoridad y decidimos lo que sucede en Orak.

—Puede que tengas poder aquí, pero es la gente de la aldea quien te lo concede —respondió Eskkar—. Sin los artesanos, el panadero, el tabernero, incluso los granjeros en los campos, ¿qué harías? ¿Cocinar tu propio pan, plantar tus semillas, mandar a tu familia?

—Hay otras aldeas —dijo Drigo, seguro de sí mismo, en tono condescendiente.

—Sí, y tienen sus propios gobernantes —remarcó Eskkar, recordando las palabras de Trella—. Tendrás que pagar para conseguir acceso. Tal vez te encuentres con que no eres noble en tu nuevo poblado.

—Podemos comenzar nuestra propia aldea —dijo Drigo el joven, ignorando la orden de permanecer en silencio—. No necesitamos a estos pobladores para eso.

Eskkar se rió.

—Sí, jefe de un montón de estiércol de cincuenta o cien personas. Aquí está el río, la tierra fértil, el comercio con las otras aldeas, cientos de trabajadores y artesanos de muchas clases. ¿En qué otro lugar puedes encontrar todo eso?

—Silencio, hijo mío —ordenó Drigo el viejo a su heredero—. Aunque en las palabras de mi hijo hay algo de verdad. Podemos volver una vez que los bárbaros se hayan marchado.

—Cierto, podéis volver a empezar —replicó Eskkar, agradeciendo mentalmente a Trella su perspicacia. Hasta ahora no habían dicho nada que no hubiera previsto—. Pero los bárbaros volverán una vez más dentro de cinco o diez años. O tal vez se establezcan otros y se muestren interesados en ser los jefes de un nuevo Orak. —Miró a Nicar y vio cómo éste se recostaba en su silla, tranquilo, disfrutando claramente del debate, mientras evaluaba las expresiones de los otros nobles—. Pero no quiero haceros perder vuestro valioso tiempo —continuó—. Y no creo que sea de mi competencia explicaros el valor de un poblado del tamaño de Orak. —Titubeó un poco, tratando de dar a sus palabras el tono que Trella había sugerido. Pero no parecieron notar su turbación.

—Tal vez debiéramos preguntarle a Eskkar cómo piensa detener a los bárbaros —dijo en voz baja Nicar. Esperó un momento, pero nadie habló—. Por favor, toma asiento, Eskkar. ¿Quieres un poco de vino?

El capitán se sentó, consciente de que llevaba la espada en su cinturón, a la que nadie parecía haber prestado atención.

—Agua, noble Nicar. Mi esclava me la traerá. —Hizo un gesto a Trella. Ella se dirigió a la jarra de agua que había a un lado de la mesa y llenó una copa que puso ante Eskkar.

—Vino para mí, esclava —exigió Drigo el joven al tiempo que deslizaba su copa por la mesa, hacia Trella, quien la frenó con presteza antes de que cayera.

Ella miró a Eskkar, sin emoción alguna en su rostro, y él asintió.

—Vino para el amo Drigo —repitió Eskkar a la vez que decidía que mataría al joven por aquel insulto. Debió de dejar traslucir en su tono de voz lo que estaba pensando, porque todos los ojos se volvieron hacia él, incluso los de Drigo el viejo, como si hubieran percibido algo detrás de sus palabras.

—No, no más vino para mi hijo —dijo Drigo con un tono algo más cauto—. Hemos terminado. Podéis perder el tiempo discutiendo cómo detener a los bárbaros, pero a la hora de la verdad todos abandonarán la aldea. —Se levantó mientras su hijo hacía lo mismo—. Tengo cosas más importantes que hacer.

Eskkar sonrió con aire de tolerancia al hijo de Drigo, a pesar de haber visto la daga bajo la túnica del joven al ponerse de pie.

Nadie más abandonó sus asientos. Padre e hijo se dirigieron a la puerta, pero el joven no pudo resistir la tentación de hablar una vez más. Se detuvo a unos pasos de Eskkar.

—Bárbaro, es mejor que cuides tu lengua, o un día te la arrancarán.

La musical risa de Trella sorprendió a todos, incluso a Eskkar, y detuvo toda conversación. Todas las miradas se dirigieron a ella. Todas excepto la de Eskkar, que se aferró a la del joven Drigo.

—Os pido disculpas, nobles, mi lengua me ha traicionado —dijo Trella compungida, pero la risa permaneció en su voz y en sus ojos.

—¿Qué te resulta tan gracioso, esclava? —Una arruga apareció en la frente de Drigo, como si se le hubiera escapado algo importante.

—Nada, noble Drigo —contestó con suficiente humildad—, excepto que el último hombre que llamó bárbaro a mi amo está muerto.

—Poco nos importa que le haya cortado el cuello a un sucio granjero —dijo el joven Drigo, mientras su ira crecía a tono con el color demudado de su rostro.

La risa de la joven había descontrolado al muchacho. El joven Drigo no estaba habituado a que se rieran en su cara, y mucho menos una esclava.

—No, joven amo Drigo, no fue un campesino —replicó la joven, con voz tranquila y la suficiente insolencia como para inflamar aún más la furia del joven—. Son Naxos y uno de sus hombres los que yacen muertos en la calle. —La sonrisa permaneció en su rostro y su mirada fija en el muchacho.

Todos miraron a Eskkar, que se limpiaba una uña sin quitarle el ojo de encima al joven Drigo. Éste se llevó la mano hacia la túnica, a pocos centímetros de la daga.

—¿Es eso cierto? —preguntó Nicar, incapaz de ocultar la indignación y la ira en su voz.

—Sí, es verdad —respondió el capitán, reclinándose contra la mesa con su brazo izquierdo mientras se sentaba de lado en la silla para mirar al comerciante—. La guardia de Drigo intentó impedirme el acceso a vuestra casa. Naxos dijo que mi esclava tampoco podría entrar. Me llamó bárbaro y luego, junto a otro hombre, intentó atacarme. —No había sido exactamente así, pero no le importó. Esperó un momento antes de continuar, girando su cuerpo aún más, de manera que su espada quedaba entre él y la mesa, de cara a Drigo el viejo y con su costado derecho orientado hacia el joven—. Pero no te preocupes, noble Drigo. Le perdoné la vida al resto de tu guardia. Los encontraréis fuera, y creo que en el futuro serán mucho más corteses con mis soldados.

Desde su nueva posición, el capitán echó una ojeada a Drigo el joven y, tras advertir que su rostro se había enrojecido aún más, le sonrió con aire condescendiente, como si se tratase de un niño.

Con un grito de furia, el joven sacó la daga de su túnica y se lanzó sobre él, seguro de poder herirlo antes de que pudiera ponerse de pie o desenfundar su espada. Pero en vez de intentar levantarse y detener el ataque, Eskkar se apoyó aún más contra la pesada mesa y le dio una patada. El golpe acertó al muchacho en el pecho, lanzándole violentamente hacia la pared, lo que le permitió al guerrero ponerse rápidamente en pie, desenvainar su espada y hundírsela en la garganta.

El movimiento de Eskkar había sido tan rápido, tan inesperado, que los jefes de Orak continuaron sentados, aturdidos ante la herida mortal, una reacción típica en hombres habituados a dar órdenes, no a recibir estocadas.

Drigo el viejo recuperó la voz.

—No, ¡detente! —gritó demasiado tarde, mientras veía cómo su hijo era mortalmente herido. Y se lanzó contra el capitán.

No estaba armado, y un brazo firme contra su pecho habría sido suficiente para rechazarlo. Pero Eskkar no tenía esa intención. Volvió a girar su cuerpo para enfrentarse a su atacante, dio un paso atrás y extendió su brazo armado, dejando que Drigo se atravesara con la espada, haciendo que su peso y la inercia la hundieran hasta que la empuñadura casi tocó su pecho. Su mano derecha tembló ante al rostro de Eskkar y sus ojos se abrieron sorprendidos durante un instante, antes de ponerse en blanco. La muerte le había llegado aun antes que a su hijo, que todavía se ahogaba y retorcía antes de que la pérdida de sangre lo matara.

Todos se levantaron, pero nadie dijo nada. Y así siguieron, asombrados, con los ojos completamente abiertos, viendo morir a padre e hijo. Eskkar intentó sacar la espada del cuerpo caído del padre, pero estaba demasiado incrustada. Tuvo que ponerle el pie en el pecho y tirar con fuerza.

El silencio se hizo casi palpable. La sangre continuaba manando de los cuerpos. Le tendió la espada a Trella.

—Límpiala.

Se agachó, cogió la daga que el joven había dejado caer y se sentó nuevamente a la mesa, con el cuchillo en su regazo. Cogió su jarro de agua y bebió, aunque la mayor parte de su contenido se había derramado al empujar la mesa.

—Creo que todos deberíais sentaros —dijo con voz tranquila—. Todavía tenemos mucho que discutir.

Se escucharon fuertes golpes en la puerta.

—Abre la puerta, Trella, y luego ve a buscar a Gatus.

La puerta se abrió antes de que Trella llegara a ella, y Creta se detuvo en el marco de la misma, con dos guardias de Nicar detrás. Comenzó a hablar, pero se dio cuenta, horrorizada, de la sangrienta escena que se presentaba a sus pies y se cubrió la boca con la mano. A su espalda, los guardias parecían tan atemorizados como su ama.

—Noble Nicar —comenzó Eskkar—, tal vez debieras decirles a tus hombres que no hay peligro alguno.

Para alivio de Eskkar, Nicar se recuperó rápidamente.

—Sí, por supuesto. ¡Creta! Vino para todos. ¡Y que los esclavos retiren estos cuerpos inmediatamente! —Miró a la multitud de sirvientes congregados en la antecámara y levantó la voz para que todos pudieran oírlo—. Ha ocurrido un desafortunado incidente. Drigo y su hijo intentaron matar a Eskkar, el nuevo capitán de la guardia —hizo una pausa—, y han sido eliminados.

Durante los siguientes diez minutos, la habitación fue escenario de una intensa actividad mientras los atemorizados sirvientes arrastraban los cuerpos fuera del lugar, limpiaban el suelo y volvían a colocar los muebles en su sitio. Trella volvió con Gatus. Le entregó a Eskkar su espada, limpia de sangre, y rozó con su mano el brazo del guerrero durante un fugaz instante. Los nobles, aún nerviosos, tomaban vino, hasta que finalmente una temblorosa Creta cerró la puerta de la estancia.

Durante todo ese tiempo Eskkar estudió a los hombres de la mesa. Los representantes de las Cinco Familias, ahora las Cuatro Familias, estaban asustados, y sin duda pensaban que aquello podía haberles sucedido a cualquiera de ellos. Necesitaban ser tranquilizados, y rápidamente.

—Nobles jefes —comenzó humildemente el capitán—, mis más sinceras disculpas por lo que ha sucedido. Pero yo no he provocado a nadie, ni en la calle ni en esta habitación.

Casi decía la verdad, pensó, aunque había estado preparado para matar a cualquiera que intentara detenerlo. Tras mirar a su alrededor comprobó que sus palabras causaban el efecto deseado. Ahora aquellos hombres tendrían que pensar, sabiendo que había cambiado el sistema de poder en Orak, quién sería el mayor beneficiado. Eskkar volvió a respirar hondo.

—Pero el noble Drigo no estaba interesado en defender Orak, sólo en controlarla. Planeaba apoderarse del poblado y de vuestras propiedades. —Los observó y decidió que Trella tenía razón. Era mejor derramar un balde de aceite que una taza—. Vosotros sois los jefes de Orak. Mis hombres y yo nos quedaremos y protegeremos la aldea, si así lo decidís. —Los miró uno por uno—. Nicar ha manifestado el deseo de combatir. Ya le he dicho que Orak puede ser defendida y que yo dirigiré el combate, si las Familias están de acuerdo con mis condiciones. Ha llegado la hora de decidir. ¿Luchamos por este lugar hasta la muerte o nos marchamos? ¿Cuál de las dos opciones elegís?