Capítulo 4
Eskkar encontró a Gatus recostado contra la pared del barracón, dormitando bajo el sol de la tarde mientras le esperaba. Se puso de pie, bostezó ruidosamente y luego se dirigió hacia el establo. Quedaban menos de una docena de caballos. Ariamus se había llevado los mejores, dejando tras de sí viejos jamelgos. Eskkar no se fiaría para el combate ni de ellos ni de los que se había llevado Ariamus. Hacía falta oro para comprar, mantener y entrenar buenos caballos, y los miserables nobles gastaban pocas monedas en las monturas de los soldados.
Eligieron dos caballos que necesitaban ejercicio y tomaron el camino de la colina donde el día anterior Eskkar había meditado sobre su plan. Los dos hombres se sentaron frente a frente. El capitán relató todo lo que le diría a Nicar, esta vez mucho más detalladamente. Gatus sugirió aspectos referentes a la manutención y utensilios necesarios, la cantidad y calidad de las armas y cómo debían pagar a sus hombres. Discutieron sobre los soldados, examinando sus habilidades individuales y la forma más conveniente de utilizarlas. Gatus se mostró de acuerdo con Eskkar sobre los hombres que debían ascender a comandante.
Intentaron componer una lista con todo lo necesario para montar, entrenar y mantener a un gran número de soldados. Luego trataron de establecer un orden de prioridades, señalando lo que debía realizarse lo antes posible y lo que podía esperar unas semanas.
Por último, conversaron sobre los bárbaros, especulando sobre lo que harían cuando se encontraran con la muralla, cómo usarían sus armas y caballos, y los puntos de ataque más probables.
Eskkar jamás había tenido una conversación semejante. Durante toda su vida, luchar había sido algo que uno hacía y no planeaba. Se podía intentar tender una emboscada al enemigo, o apresarlo cuando dormía, pero para un jinete pocas cuestiones se hacían siguiendo una estrategia. Siguiendo la costumbre de las estepas, Eskkar creía que el mejor de todos los planes era tener mejores hombres y caballos que el enemigo. Si eran sobrepasados en número, los bárbaros evitaban la lucha y esperaban un día más favorable. Ni él ni los Alur Meriki tomaban como una falta de honor eludir conflictos que no tenían posibilidades de ganar.
Para haber sido criado en una aldea, Gatus podía aportar valiosas contribuciones. Había sobrevivido a años de luchas y tenía ideas propias y ningún problema para ponerlas en práctica, especialmente aquellas relacionadas con las armas y el entrenamiento. Procuraba encontrar defectos en el plan de Eskkar, buscando puntos flojos o fallos que pudieran hacer fracasar la defensa de Orak. Cuando Gatus veía un problema, trabajaban en él hasta resolverlo.
Casi tres horas más tarde, Eskkar asintió satisfecho. Habían llegado a un acuerdo en todas las cuestiones. Gatus le había ayudado a clarificar sus planes. Por primera vez, el capitán estuvo completamente seguro de que podría responder a cualquier pregunta que pudieran plantearle durante su reunión con Nicar.
Los dos hombres cabalgaron ladera abajo para volver a examinar el terreno. Esta vez prestaron particular atención a las granjas situadas al norte y sur de la aldea. Con su inundación, se cerraría también el acceso habitual por la puerta principal de Orak. Cuando finalmente concluyeron su recorrido, Gatus admitió que Orak podía tener una posibilidad, con suerte, de sobrevivir a la invasión.
Eskkar buscaba algo más que su simple aprobación. Quería que el viejo soldado lo aguardara en el exterior de la casa de Nicar, en caso de que los nobles solicitaran una segunda opinión. Él vivía en Orak desde hacía más de cinco años y la mayoría de los nobles respetarían su palabra.
—Pero necesitaremos entrenar al menos a trescientos o cuatrocientos arqueros —dijo Gatus—. Y, asumiendo que podamos proporcionar armas a todos ellos, aún nos llevará un par de meses prepararlos.
Eskkar no entendía por qué llevaba tanto tiempo enseñarle a alguien a usar un arma tan simple, pero tuvo que aceptarlo, ya que Gatus tenía experiencia con los habitantes de la aldea.
—Entonces es mejor que comencemos ya. Tú sabes cómo adiestrar a los hombres mejor que nadie. Harán lo que tú digas.
Y lo harían más rápidamente con Gatus que con un bárbaro. Eskkar podía ser el capitán de la guardia, pero no había demostrado su capacidad frente a aquellos hombres. Por ahora lo seguirían, pero en un verdadero combate, en el que los hombres tenían que confiar completamente en su comandante y estar dispuestos a arriesgar sus vidas… para eso era necesario un jefe con otro tipo de autoridad.
—Y con respecto a todo lo demás, ¿qué hay que hacer? ¿Ya tienes claro todo aquello que has de conseguir de Nicar y los nobles?
—Sí, ya he repasado todo con Trella. Se le ocurrieron muchas cosas que yo había pasado por alto. Ella sabe cómo pedir lo que necesitamos. Sólo hay que decírselo. Entonces podrá tratar con los mercaderes. Conoce los símbolos, puede contar y recuerda lo que oye. Proviene de una familia noble, y su padre le enseñó a mandar.
—Ah, es una de ellas.
—¿Una de quién? —preguntó mirando a Gatus.
—Una de las especiales. Has pasado temporadas en otros poblados, ¿no?
—Sí. Pero deja de hablar con acertijos, ¿qué sucede con ella? Gatus tardó un poco en contestar.
—¿Cuántas mujeres en Orak conocen los símbolos o pueden contar más de diez?
—No lo sé —dijo encogiéndose de hombros—. Supongo que ninguna. Todos los contadores y escribas son hombres.
—Tú no conoces los símbolos, ni yo tampoco. Pero la mujer de Nicar sí. —Gatus vio la sorpresa en el rostro de Eskkar—. Hay algunas otras, sobre todo mujeres de los grandes comerciantes y mercaderes. ¿Quién crees que maneja los negocios cuando están de viaje o enfermos? Hay algunas mujeres, bárbaro ignorante, entrenadas para algo más que para la cama. Si ella es una de ésas… dime qué más te comentó.
Eskkar frunció el ceño ante aquella descripción, pero le contó todo lo que habían hablado.
—Entonces ha sido educada para ser la mujer de alguien como Nicar o Drigo —musitó Gatus—, un jefe noble.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame. Fuiste instruido para luchar, entrenado desde la infancia a usar armas, a ser fuerte.
—Sí, es la tradición bárbara. Pasas la vida entera aprendiendo a combatir, aprendiendo a…
—Trella fue criada para ayudar a mandar. Probablemente ha pasado su vida a los pies de su padre, observando a los jefes de su poblado, aprendiendo a leer los rostros de los hombres, escuchando lo que decían, juzgando cuándo mentían. Trella tiene cuántas… ¿catorce estaciones? Puede que haya pasado todos los días de los últimos cinco años estudiando a los nobles de su aldea, aprendiendo los misterios del oro y el bronce, los símbolos secretos, estudiando las costumbres de granjeros y pobladores. Si su inteligencia es tan aguda como dices…
—Lo es —dijo Eskkar, tratando de asimilar aquel nuevo concepto. No se le había ocurrido que los nobles de Orak pudieran ser instruidos para saber mandar. De la misma forma que él había aprendido a luchar, Trella se había formado utilizando su inteligencia, estudiando a los hombres y su conducta. Su conversación de aquella mañana… se dio cuenta de que Trella lo había dirigido en la preparación de la reunión con más elementos que su conocimiento sobre la casa de Nicar. Si sabía los secretos de los nobles y podía leer los pensamientos de los hombres, entonces podía valer incluso más que lo que él había supuesto.
—No estás acostumbrado a tratar con mujeres inteligentes, ¿eh?
Eskkar cerró la boca y frunció el ceño.
—No, no sabía que tales mujeres existieran.
—Bueno, piensa en lo que eso significa antes de ordenarle que vaya a buscarte agua al pozo y que te lave los pies. Es posible que Nicar te haya dado un tesoro mayor de lo que imaginas.
—Al principio pensé que podía ser de gran utilidad porque… se acordaba de las cosas. Después de anoche y de nuestra conversación de esta mañana…
—Ya te ha hechizado. Lo noté por la manera en que la miras. —Gatus se rió al recordarlo—. Pero los nobles, ¿escucharán a una joven esclava?
—Cuando llegue el momento, me aseguraré de que lo hagan, Gatus. Y ella hablará en mi nombre. Si los nobles la rechazan o nos causan problemas, nos iremos de Orak. No discutiré ni con Drigo ni con ninguno de ellos. Eso ya se lo dije a Nicar ayer, y lo repetiré en el encuentro de mañana. Por eso quiero que tú también estés allí, por si quieren escucharte.
—Lo que pienso es que vas a conseguir que nos maten a ambos.
El capitán se rió.
—Tal vez. Pero no se lo digas. Además, tendremos tiempo de huir si las cosas comienzan a ir mal. Y suficientes hombres que nos sigan, si llegamos a ese extremo. Así que esperaremos a ver qué pasa.
—El tiempo lo dirá —observó Gatus mientras espoleaba su caballo.
Entraron al galope por la puerta, antes de reducir el paso. Gatus tenía razón. Los próximos días serían decisivos para clarificar todo. Pero había conseguido persuadir al viejo soldado, una tarea difícil, y permanecería a su lado tanto tiempo como creyera que pudieran resistir. Haber convencido a Gatus le ayudaría también con los soldados. Consideró que había sido un buen día de trabajo. Ahora necesitaba que la reunión del día siguiente con Nicar fuese igualmente buena.
***
Trella volvió al alojamiento de Eskkar con todo lo que había comprado. Se sentó a la mesa, disfrutando de aquel momento de soledad. Los acontecimientos de la noche anterior y de aquella mañana amenazaban con aturdiría.
La luz del sol entraba por la puerta abierta e iluminaba su nuevo hogar. Hacía apenas unos meses, el austero entorno le habría parecido deprimente y miserable, incluso peor que el pequeño rincón sin ventilación que compartía con otras dos muchachas en casa de Nicar. Pero ahora, dentro de esas paredes, tenía una gran responsabilidad. Se había convertido en la señora de la casa de Eskkar, si se podía dar semejante nombre a una estancia adosada a los barracones de los soldados.
Sus nuevas obligaciones podían ser limitadas, pero al menos no tenía a Creta o a sirvientes de mayor rango dándole órdenes. Y había evitado el desagradable destino de tener que satisfacer primero a Nicar y luego a su hijo y a los otros sirvientes. Podía haber aceptado ser la compañera ocasional de lecho del comerciante. Él era, después de todo, el tipo de hombre que su padre había pensado para ella, aunque habría querido uno más joven. No, Nicar no habría representado un problema. Sabía que podía satisfacerlo lo suficiente como para que le diera mayores responsabilidades. Las dificultades en aquella casa habrían surgido por culpa de Creta y de su hijo menor, Caldor.
Las sirvientas le habían relatado sus degradantes experiencias con Caldor, e incluso ahora, al recordarlo, Trella no pudo evitar un escalofrío. Lo había visto poseer a una de las esclavas, una niña aún más joven que ella y sin ninguna experiencia en los secretos de las mujeres. La había tomado por detrás, poniéndola de rodillas con la cabeza y los hombros contra el suelo. La pobre niña no podía dejar de llorar, y sus sollozos se oían por toda la casa. Pero las lágrimas de un esclavo no significan nada, ni siquiera para los otros sirvientes. Caldor prolongó el acto, sin duda disfrutando de la humillación de la muchacha tanto como de su cuerpo, mientras ignoraba a quienes pasaban por su habitación.
Trella se preguntó qué habría hecho cuando Caldor la hubiera requerido y ordenado que se quitara el vestido para presentarse ante él desnuda. Sacudió enfurecida la cabeza. Al igual que la otra muchacha, Trella habría obedecido, y más tarde habría caído dormida entre llantos, consolada por las otras mujeres. Las esclavas no se resistían a sus amos, no importaba lo que les exigieran, y satisfacerlos sexualmente tenían que considerarlo una tarea rutinaria, lo mismo que lavarle la ropa o servirle la comida.
Apartó de sí aquellos pensamientos sombríos. Recordó el encuentro amoroso de la noche anterior, y su evocación la inundó con una oleada de placer, un grato anticipo de lo que sucedería aquella noche. Estaba segura de que su nueva vida, fuese como fuese, le depararía algo mejor que la que acababa de dejar, y ella no perdería el tiempo en quejas inútiles, y menos con tanto trabajo por delante.
El deber de un esclavo es complacer a su amo, se recordó. Había logrado más que eso la noche anterior y aquel día. Eskkar había comenzado a confiar en ella. También la había alabado casi sin darse cuenta. La había tratado de manera diferente, como si fuese su igual, un sentimiento que no había experimentado desde que había caído en la esclavitud. Más aún, respetaba sus ideas. Podía carecer de educación, pero reconocía la verdad cuando la veía, sin importar quién la presentara. Desde ahora ése sería su papel. Consejera de día, amante de noche.
La noche anterior se había comportado como una virgen asustada e insegura de sí misma. Pero hoy sería diferente. Estaba empezando a aprender a satisfacer los deseos de Eskkar, a mantenerlo excitado y deseoso de su cuerpo. Su madre la había prevenido sobre los hombres y sus necesidades, y advertido de que podían perder el interés por una mujer después de algunos encuentros en la cama. Afortunadamente, había sido educada en los misterios del acto amoroso. Con lo que había aprendido, y con lo que pronto descubriría, Trella podría mantener al capitán a su lado.
Sin embargo, sentía una enorme calidez en sus lugares secretos ante la idea de tenerlo en su interior aquella noche. Podía ser una esclava, pero se había transformado en una mujer. Estaba decidida a que él la deseara, a convertirse en lo más importante de su vida.
Pero en ese momento Trella necesitaba prestar atención a sus otras obligaciones. De pie, echó un rápido vistazo a la habitación y se preguntó por dónde empezar. Eskkar no le había dejado ningún encargo. Seguramente no le importaría si se pasaba todo el día sentada, peinándose y esperando su regreso. La estancia estaba sucia y descuidada, aunque dudaba mucho de que Eskkar o su anterior ocupante se hubieran percatado de ello. Esto significaba que había cosas que hacer. Trella no pensaba vivir en medio de tanta porquería.
Se dirigió a la puerta. Adad levantó la vista y le sonrió. Durante un instante fugaz, le recordó a su hermano.
—Adad, me gustaría que me consiguieras algunas cosas. —Se dio cuenta de que estaba hablando con lo que su padre llamaba «voz seria», un tono que utilizaba cuando quería algo.
—¿Qué necesitas?
—Una escoba, un balde y algunos trapos. También quiero que me compres algunas esteras sencillas, tres, no, cuatro, por lo menos de este tamaño —dijo, extendiendo sus brazos abiertos—. Dile al mercader para quién son y que yo le pagaré más tarde. ¿Podrías hacerme ese favor?
—Se supone que no puedo dejarte sola. Eskkar me ordenó que…
—Ya sé cuáles son tus órdenes. Pero te prometo que me quedaré aquí hasta que regreses.
Dudó, pero luego accedió, sabiendo que Eskkar no regresaría hasta más tarde.
—Vuelvo enseguida. No salgas a ningún lado.
Dejó su lanza contra la puerta y se marchó.
Trella sonrió. El soldado la había obedecido casi tan pronto como si el mismo Eskkar le hubiera dado la orden. Volvió al interior y, mirando al lecho, decidió que podría comenzar por allí.
Apartó de la pared aquel pesado armazón y quedaron al descubierto una mezcla de basura y desperdicios que había acumulados en la parte de atrás. Una araña enorme buscó refugio bajo aquella suciedad, sorprendida por la luz. Trella frunció el ceño cuando la vio. Parecía lo suficientemente grande como para que la picadura fuera dolorosa. Posiblemente una capa de arena limpia había cubierto alguna vez el suelo, pero con el tiempo había desaparecido. Lo que quedaba parecía tierra de los campos.
Adad regresó, con una escoba en una mano y un balde vacío en la otra.
—Voy a buscar las esteras.
Salió apresuradamente, ansioso por dejarla sola.
Trella cogió la escoba y comenzó a barrer la basura hacia la puerta. Tan pronto como terminó de limpiar y de aplanar la superficie bajo el lecho, volvió a arrastrarlo a su rincón, gruñendo por el esfuerzo. Después continuó con el resto de la estancia.
Trabajó de manera ininterrumpida, la mayor parte del tiempo de rodillas; utilizaba las manos para juntar y mover los objetos que encontraba, y arrojaba todos los guijarros y desperdicios en el caldero. Limpió con sus dedos aquella mezcla de arena y tierra, aplastando algún que otro insecto con la palma de la mano.
Cuando Adad regresó, la habitación ya estaba en condiciones. Entre los dos movieron la mesa y colocaron las esteras, una cerca de la cama, otra a la entrada, y las otras dos bajo la mesa y los bancos. Aplanó la tierra y se aseguró de que las alfombras se extendieran lisas, sin protuberancias.
Al finalizar, examinó la habitación. Había quedado tan limpia como era posible en tan poco tiempo, y al menos aquella noche no habría restos de comida o huesos que atrajeran a los insectos o ratones. En su próxima visita al mercado, con una moneda de cobre podría comprar una carretilla de arena limpia, suficiente para cubrir todo el suelo.
Si finalmente se convirtiera en su hogar, haría recubrir los muros internos con barro fresco, para después alisarlos y blanquearlos. Quizá así conseguiría hacer desaparecer el olor que se extendía por la estancia. Eso le hizo recordar el jergón. Sólo los dioses sabían cuándo se había cambiado por última vez. Tendría que rellenarlo con paja fresca.
Se miró a sí misma y se rió. Cubierta de polvo y suciedad, le pareció que la mitad de la porquería que había sacado de aquella habitación cubría ahora su cuerpo. Necesitaba un baño. Cogió su manto y las demás prendas que había comprado ese día y, tras hacer un hatillo, se dirigió hacia el río. Adad la siguió, apresurándose para no quedar atrás.
Trella disfrutaba de su nueva libertad. El guardia hacía que todo fuera más sencillo, ya que ahora podía ir a donde quisiera y sentirse a salvo.
Conocía el camino al río y no le llevó mucho tiempo llegar a la entrada posterior de Orak. La cruzaron y torcieron hacia la izquierda, moviéndose rápidamente entre la multitud. Trella se mantenía un paso delante de Adad, y esta vez nadie le prestó atención. Pasaron por los embarcaderos, en donde los hombres trabajaban en sus barcas, y pronto llegaron a la zona de las mujeres, rodeada por unos cuantos sauces que crecían a la orilla del río.
—Espera aquí, Adad. Necesito lavar las ropas de Eskkar y darme un baño. Por favor, vigila mi manto.
Adad pareció incómodo, pero obedeció. Normalmente, los hombres no se acercaban demasiado al lugar donde se bañaban las mujeres, aunque con frecuencia hombres y niños pasaban despacio por aquella zona, riéndose de ellas y mirándolas.
Trella se acercó a la orilla y descendió hasta una zona rocosa. A esa hora de la tarde, sólo tres personas se encontraban lavando la ropa. Una matrona mayor y su nieta parecían pasar más tiempo salpicando que lavando. La tercera mujer era pocos años mayor que ella.
Echó una mirada hacia atrás para comprobar que Adad estaba esperando en donde lo había dejado, a unos cincuenta pasos. Se adentró en el río, zambulléndose en el agua fresca, dejando que cubriera su cuerpo. Cuando salió a tomar aire, dio la espalda a la orilla, se quitó el vestido y comenzó a frotarlo vigorosamente.
Lavó su cuerpo y su cabello, y después volvió a ponerse el vestido mojado, que estiró sobre su cuerpo.
Reunió las otras prendas y también las lavó. Cuando estaba terminando, la otra muchacha se le acercó, moviéndose lentamente en el agua, con el vestido inflado a la altura de la cintura.
—¿Eres Trella, la esclava de Eskkar?
Trella examinó a la joven. Un gran cardenal cubría su ojo derecho y el labio inferior estaba partido e hinchado.
—Sí, soy Trella. Y tú eres…
—Shubure. Esclava en la casa del noble Drigo. Tengo que terminar de lavar la ropa de mi amo y luego regresar a toda prisa. Su hijo podría solicitarme para darle placer otra vez, antes de la cena —dijo acercando la mano a su rostro.
Trella había oído historias acerca del hijo de Drigo, y sintió pena por la suerte de Shubure. Agradecía a los dioses que hubiera sido Nicar y no Drigo quien la había comprado. Por lo menos en la casa de Nicar el amo y sus hijos no golpeaban a sus mujeres, ni siquiera a sus esclavos.
—¿Por qué te ha pegado tu amo?
Shubure no le contestó y se acercó más a Trella.
—Dile a tu amo que tenga cuidado. El noble Drigo no está contento con la elección que ha hecho Nicar del capitán de la guardia.
Un escalofrío recorrió a Trella, y no fue causado, precisamente, por el agua fría que cubría sus muslos.
—¿Qué has oído?
Shubure se acercó a las rocas, cogió una prenda de su cesta y la sumergió en el agua. Miró a su alrededor para ver si alguien la observaba. La mujer mayor seguía conversando con la niña y sólo el guardián de Trella miraba en la dirección en que ellas estaban.
—No mucho. Al noble Drigo hablando con su hijo. Dijo que Eskkar se creía más de lo que era y necesitaba que le dieran una lección. Una que él y sus soldados no olvidarían. Eso es todo. —Se encogió de hombros y bajó ligeramente la cabeza, concentrándose en lavar la prenda ya limpia que tenía entre las manos.
Trella movió las manos en el agua.
—¿Por qué te ha pegado, Shubure?
La joven volvió su rostro hacia ella y sintió un ligero estremecimiento.
—Mi madre está demasiado enferma para trabajar. No puede comprar comida para mis hermanos y hermanas. Todos tienen hambre. Pronto tendrá que venderlos como esclavos, como a mí, para alimentarlos. Anoche, después de que el joven Drigo se acostara conmigo, le pregunté si me podía dar una o dos monedas de cobre para mi familia, para alimentos. Le prometí realizar todo lo que quisiera para satisfacerlo, cualquier cosa. —Cerró los ojos, como si estuviera reviviendo los hechos—. Me pegó una vez para hacerme callar y otra por haberlo molestado con semejantes asuntos.
Un esclavo podía ser bien o mal tratado. Drigo era un amo severo y había matado a uno de los suyos unas semanas antes. Los rumores decían que el hijo era peor que su padre.
Trella nunca había sido castigada en casa de Nicar, ni siquiera le habían dado una bofetada, hasta la noche en que Eskkar se la llevó. Pero el joven Drigo había usado sus puños contra Shubure por el simple hecho de querer alimentar a su familia.
Aunque sintió lástima por las desdichas de aquella muchacha, Trella necesitaba saber más sobre los planes de Drigo.
—Espera un momento, Shubure. —Trella se apartó de la orilla y abrió la bolsita que colgaba de su cuello. Monedas de cobre y de plata se mezclaban ahora con el oro de Eskkar. Cogió dos monedas de cobre de su bolsa y la volvió a cerrar. Con su mano bajo el agua, se acercó otra vez a ella.
—Toma esto para tu madre. Si alguien las ve, dile que las encontraste en la calle. —Las manos de Shubure y las suyas se tocaron—. Si oyes algo más con respecto a mi amo, vuelve aquí mañana. Te conseguiré más monedas. ¿A qué hora puedes venir?
—Una hora después de la salida del sol, Trella… ama Trella. Doy las gracias a los dioses por tu regalo.
Ama Trella. Por primera vez en su vida, alguien se dirigía a Trella como cabeza de una Casa.
—No es nada, Shubure. Es mejor que te vayas antes de que se pregunten por qué tardas tanto y vuelvan a pegarte.
Shubure asintió y se alejó, guardando las monedas en su vestido.
Trella esperó, salpicando agua como si todavía estuviera trabajando, hasta que la esclava desapareció detrás del embarcadero. Entonces recogió su ropa y subió por la orilla del río.
Regresó al lugar en donde había dejado a Adad. Se dio cuenta de la mirada que el soldado le dirigió. Su vestido mojado marcaba sus pechos y sus caderas. Lo que habría sido una desgracia en la casa de su padre, ahora no significaba nada. A nadie le preocupaba si un esclavo llevaba ropa o iba desnudo. Adad, finalmente, recordó sus modales y desvió la vista mientras le alcanzaba su manto. Se secó el pelo vigorosamente y luego se cubrió con el manto. Con las ropas mojadas en sus brazos, inició la vuelta a casa, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar.
Nicar conocía perfectamente las ambiciones que Drigo albergaba de convertirse en el primer noble de Orak, ser el jefe de los nobles y decidir el futuro de la aldea. Drigo había intentado conseguir su objetivo con mucho ahínco durante los últimos meses. Pero con la llegada de los bárbaros, Nicar pensaba que Drigo se marcharía, desapareciendo junto a sus ansias de poder y poniendo fin al problema.
Quería que el consejo de nobles votara por quedarse y luchar. Si Drigo abandonaba Orak y los bárbaros eran derrotados, le sería difícil restablecer su autoridad. Pero si persuadía a los demás nobles para marcharse, la supremacía de Nicar se vería debilitada. Cuando regresaran para reunir los pedazos y reconstruir el poblado, Drigo conseguiría poder y prestigio y ocuparía el lugar de Nicar como jefe de Orak.
Pero Nicar poseía una gran influencia. Si Eskkar demostraba que su plan era factible y el rico comerciante elegía quedarse y resistir, probablemente los nobles se pondrían de su parte.
Trella se detuvo tan de repente que Adad chocó con ella. Habían cruzado la puerta. Se apartó del centro de la calle y se reclinó contra la pared más cercana, apretando contra su pecho el hatillo de ropa mojada, sin prestar atención a las miradas de los que pasaban por su lado.
Hasta aquel momento, Trella no se había preocupado de las consecuencias de la reunión del día siguiente. Si todos se quedaban y luchaban, Eskkar obtendría grandes honores y sería capaz de establecer su propia Casa en Orak. Eso hacía que el riesgo valiera la pena, aunque el guerrero ya había dicho que no se quedaría si no pensara que tenían posibilidades de ganar.
Si Drigo abandonaba Orak y sobrevivía, entonces el noble perdería su reputación y su honor, pero le quedaría todo el oro, y pronto restablecería todas sus rutas comerciales. ¿Por qué querría Drigo desacreditar el plan de Eskkar? El arrogante noble se beneficiaría si la aldea resistía, incluso sin su apoyo.
Seguramente, Nicar también se había percatado de aquello. Y por eso le había dicho a Eskkar que no se preocupara por Drigo. Pero el capitán, aunque no fuera políticamente astuto, sabía que la elección de Drigo era importante y que influiría sobre muchos de los habitantes de Orak.
Tal vez tuviera otro plan, algo que Nicar no hubiera tenido en cuenta. Trella pensó en las alternativas de Drigo. Parecían simples: quedarse o marcharse. Si optaba por la segunda tendría que llevarse todo lo de valor que pudiera; si se quedaba arriesgaría su vida y su fortuna bajo las órdenes de Nicar. Las opciones parecían claras. A menos que tuviera en mente una tercera alternativa.
Recordó todo lo que había escuchado acerca de aquel hombre. Ambicioso, arrogante y cruel con sus sirvientes, avaro con sus mercancías y su oro, cada vez más codicioso. Pero el oro, recordó, podía obtenerse de muchas maneras, no sólo comprando y vendiendo. Para Drigo, la invasión bárbara podría ser una bendición de los dioses, no el desastre que Nicar suponía.
Trella fue consciente de que había descubierto en qué consistía el plan de Drigo, algo que Nicar no había podido hacer. Miró a Adad, y sus ojos se detuvieron en la espada que colgaba de su cinturón. Tenía que hacer algo más para asegurarse.
—Vamos, debemos regresar. Tengo que hablar con Eskkar.
***
Eskkar dejó su caballo en el establo y se acercó al pozo a quitarse la tierra y el olor a sudor de su cuerpo. Esperaba ansioso poder pasar una hora en la cama con Trella. Luego irían a una de las mejores tabernas de Orak, en donde podrían disfrutar de un vino y una comida decentes, un lujo hasta ahora imposible, antes de volver al lecho.
Al entrar en la estancia, Eskkar miró sorprendido a su alrededor. A pesar de que la tarde comenzaba ya a extender sus sombras, la habitación parecía más brillante. Se fijó en las nuevas esteras que cubrían la mitad del suelo, y advirtió que el resto había sido limpiado y barrido. El lugar estaba casi tan limpio como una de las habitaciones de Nicar, aunque los sencillos muebles y las sucias paredes dejaban mucho que desear. El hecho de que Trella hubiera arreglado todo en pocas horas aumentaba su deseo. Sus anteriores mujeres no habían mostrado el más mínimo interés por la limpieza.
Aún no había terminado de colgar su espada cuando entró Trella, con un hatillo de ropa húmeda en sus brazos. Su aire satisfecho se desvaneció tan pronto como se fijó en su rostro.
—Amo, tenemos que hablar. —Miró hacia la puerta abierta. Adad se había retirado, al haber cumplido con su tarea del día, y había sido relevado por otro soldado. Ella bajó la voz—. ¿Puedes enviar al guardia un poco más lejos para que podamos hablar en privado?
Todo sentimiento de ternura que podía haber albergado Eskkar desapareció. Salió y le dijo al guardia que vigilara desde detrás de un árbol. Cuando volvió, cerró la puerta a su espalda.
Trella había terminado de extender las ropas para que se secaran. Lo abrazó, poniendo su rostro contra su pecho y apretándose con fuerza, y semejante manifestación de sentimientos le sorprendió. Sintió cada curva de su cuerpo bajo el vestido húmedo y respiró el limpio aroma del río en su cabello.
Antes de que pudiera reaccionar, ella dio un paso atrás, le cogió de la mano y lo condujo a la mesa. Se sentaron frente a frente, pero ella no le soltó la mano.
—Amo, he conocido a una muchacha esta tarde, en el río, una esclava de la casa del noble Drigo. Tenía la cara llena de golpes. El hijo de Drigo la había castigado. Me contó que quiere darte una lección antes del encuentro de mañana. Creo que Nicar ha subestimado sus intenciones.
Una oleada de rabia lo atravesó ante la posibilidad de que Drigo pudiera interferir en su recién descubierta felicidad y prosperidad. Luego se encogió de hombros. Probablemente había sido sólo una conversación, chismes de mujeres.
—¿Qué puede hacer Drigo, Trella? Renunciar a combatir y marcharse. O quedarse y pedir que otra persona sea nombrada para encargarse de la defensa. No me interesa. Le dije a Nicar que sólo trataría con él. Si los nobles no quieren luchar, o quieren a otro como capitán de la guardia, entonces tú, Gatus y yo, con algunos hombres, nos iremos.
—¿A qué otra persona podría poner Drigo como capitán?
Eskkar pensó en ello. Entre los soldados, sólo Gatus tenía suficiente experiencia, pero no ambicionaba el puesto. Odiaba a Drigo y a sus hombres, y no quería tener nada que ver con ellos. Antes de que el capitán hablara con él la noche anterior, estaba dispuesto a marcharse.
Drigo contaba con algunos hombres, todos armados, que circulaban por el poblado. Su jefe, Naxos, sucio y vulgar, era su guardaespaldas personal. Ni Nicar ni los otros confiarían sus vidas y sus fortunas a aquel individuo, aunque Drigo lo propusiera.
—No conozco a nadie más en Orak. A menos que haya alguien que yo no sepa, alguien que se haya enfrentado a los bárbaros y dirigido a los hombres en el campo de batalla.
—¿Cuántos soldados tiene el noble Drigo, amo?
—No son soldados —la corrigió, enfadado por la habitual confusión de los pobladores entre mercenarios y soldados adiestrados—. Son fuertes y tienen armas, pero en general se limitan a intimidar a los campesinos y comerciantes, a hombres más débiles que ellos o desarmados. Son valientes cuando están en grupo, pero ninguno de ellos podría matar al más joven de los guerreros de Alur Meriki. —Ella guardó silencio, y tardó un momento en darse cuenta de que no había respondido a su pregunta—. Drigo tiene muchos mercenarios, más que los otros nobles. Quizá nueve o diez. —La decidida expresión en el rostro de Trella le hizo reconsiderar sus palabras. Cada uno de los nobles contrataba a su guardia personal. Mejor pagados que los soldados, solían beber y reunirse entre ellos. Miraban con desprecio a los soldados y éstos no se enfrentaban a ellos—. Creo que Drigo puede haber contratado a algunos más en estas últimas semanas.
—Y los otros nobles, ¿cuántos hombres tienen?
Eskkar ya había comenzado a pensar en eso. Cada uno de ellos contaba, por lo menos, con siete u ocho hombres armados. Sin contar a la guardia de Nicar, eso significaba que el resto superaba a los treinta soldados que quedaban. Una sombra de incertidumbre recorrió su rostro.
—Los otros mercenarios, ¿seguirían a Naxos?
Eskkar respiró profundamente.
—No lo sé, Trella. Hacen lo que les dicen sus amos, pero sin órdenes… quizá escucharan al hombre de Drigo.
—Mañana por la mañana volveré al río. La esclava de Drigo me dijo que podría estar allí una hora después del amanecer. Tú no te encontrarás con Nicar hasta el mediodía. Tal vez ella sea capaz de desvelarnos alguna otra cosa.
—Si antes no le cortan el cuello por contar historias sobre su amo —dijo Eskkar. Él había escuchado relatos similares sobre la crueldad de Drigo.
—Le di dos monedas de cobre por su información y le prometí algunas más mañana, amo. Si tú lo apruebas.
Aquella solicitud tan formal le hizo sonreír.
—Dale un puñado si averigua algo útil. —La opinión de Eskkar con respecto al oro había cambiado de la noche a la mañana—. Tengo que descubrir qué pueden planear Drigo y Naxos en los próximos días.
Ella sacudió la cabeza.
—Mañana, amo. No tienes dos o tres días. Lo que prepare Drigo tendrá lugar mañana. —Ella le apretó la mano sobre la mesa—. ¿Qué crees que intentará hacer?
La miró y se preguntó cómo había conseguido preocuparlo sólo con unas cuantas palabras. Si hubiera escuchado a otra persona decir lo mismo, posiblemente se habría reído o lo habría ignorado. La percepción de Trella le daba otra dimensión.
—Me quedé sorprendido cuando Nicar me requirió. No debía de haber nadie más a quien pedir ayuda. Si anoche le hubiera dicho que la defensa de Orak era imposible, Nicar habría abandonado la idea de resistir. —Decidió que al menos aquello era cierto—. Si yo no estuviera, entonces…
—O si estuvieras muerto —dijo Trella—, Drigo podría hacerse cargo de los soldados, deshacerse de los que no necesita o no puede controlar y Orak sería suya.
—¿Qué ganaría con eso? No se libraría del ataque de los bárbaros, y no podría defenderse.
—Los bárbaros tardarán meses en llegar. Si Drigo controla sesenta o más soldados y mercenarios, además de los que pueda contratar, ¿quién podría impedirle hacer lo que quisiera y que se apropiara de todo lo que desea? Podría saquear toda la aldea, llevarse el botín al otro lado del río y volver cuando los bárbaros se hubieran marchado. Con suficientes hombres y oro podría reconstruir Orak para él solo. No necesitaría a Nicar ni a los otros nobles. Gobernaría sin oposición sobre Orak. —Calló un momento, pero Eskkar no dijo nada—. Drigo no contaba contigo, no esperaba que convencieras a Nicar. Y además, ahora los pobladores creen que no temes a los bárbaros. No creo que al noble Drigo le guste eso.
La ira de Eskkar aumentó. Deseaba que Trella estuviera equivocada. Malditos fuesen los nobles y sus conspiraciones. Él se veía amenazado por ellos. Golpeó la mesa con el puño. Trella abrió completamente los ojos. Él se levantó, fue hasta la puerta y llamó al centinela.
—Envía a alguien a buscar a Gatus inmediatamente. Y luego regresa a tu puesto.
Trella le tocó el brazo. Lo había seguido hasta la puerta.
—Haz venir también a Adad. Debes mantenerlo cerca esta noche. Estuvo conmigo hoy y me vio con la muchacha. Podría comentarle a alguien que he estado hablando con una de las esclavas de Drigo.
Su sugerencia lo irritó. Eskkar sabía que Trella había ido al río y que un guardia la había acompañado. Pero no se le había ocurrido pensar lo que el soldado podría hacer o decir en sus horas libres. Levantó la voz y llamó nuevamente al centinela.
—¡Trae a Adad contigo! Quiero que vigile mi casa esta noche.
Cerró la puerta con tanta fuerza que los muros temblaron; después se dirigió al gancho del que colgaba su espada. La ajustó en su cinturón. Aquel gesto podría parecer absurdo, pero se sentía mejor con el arma a su lado. La estancia parecía caérsele encima, con aquel aire viciado y rancio. Tenía que salir.
—Ya casi ha oscurecido, Trella. Quédate dentro el resto de la noche.
—¿Adonde vas?
—A ninguna parte. Necesito pensar un poco a solas.
La verdad es que se sentía otra vez bajo su influencia, hacía lo que ella deseaba en vez de tomar sus propias decisiones. Abrió la puerta con fuerza y salió.
Caminó hacia un árbol y se recostó contra él. El aroma a pollo asado flotaba en el aire e inundaba la calle.
Eskkar había perdido el apetito. Habría deseado llevar a Trella a la aldea esa noche, mostrarla a todos, y luego detenerse en una de las tabernas a tomar vino y cenar. Su mano se crispó sobre la empuñadura de su espada.
Ahora se quedaría allí, temeroso de abandonar su alojamiento, preocupado por recibir una puñalada a traición. No tenía miedo a los mercenarios de Drigo. Al menos de uno en uno. Pero tres o cuatro juntos podían derrotar a cualquier hombre. La imperiosa necesidad de abandonar Orak le sobrecogió. Quería ir a buscar a Trella y marcharse. Todavía quedaba mucho oro del que le había dado Nicar. En poco tiempo podía estar a caballo y, sin lugar a dudas, los centinelas de la puerta le abrirían.
Lanzó una serie de maldiciones contra Nicar, los nobles, Ariamus, y en especial contra los habitantes del poblado que desconfiaban de él y lo habían odiado durante años y que ahora querían que salvara sus cobardes vidas y sus miserables posesiones. Los despreciaba tanto como ellos le temían. Siempre lo habían considerado un extranjero, un bárbaro domesticado, pero que podía atacarlos si tenía oportunidad.
Debía irse, dejar Orak. Nada bueno obtendría quedándose, tratando de enfrentarse a los Alur Meriki, arriesgando su vida por la decisión de los comedores de tierra. Se llevaría a Trella y… pero ella no quería marcharse. No había respondido cuando él mencionó la posibilidad de huir. Ella, una joven noble, pocos beneficios conseguiría acompañando a un mercenario. Ni siquiera sabía si podía montar a caballo. Pocas mujeres sabían cómo tratar a un equino. Volvió a maldecir. Y no podía dejarla, no después de la noche anterior.
El centinela regresó, acompañado por un enfadado Adad, que había tenido que interrumpir su cena. Los dos hombres aminoraron el paso cuando vieron a su capitán bajo el árbol. Se dirigió hacia ellos, con la mano en la empuñadura de la espada.
—Debéis permanecer juntos y alerta. No abandonéis vuestro puesto bajo ningún concepto. Llamad si veis algo sospechoso. Podría haber problemas esta noche. Haré que otros hombres os acompañen.
Se dirigió a su alojamiento, ignorando sus miradas interrogantes, y entró. En la habitación en tinieblas, apenas podía ver a Trella sentada a la mesa. Sin comida, no tenía nada de que ocuparse.
Cerró la puerta, se dirigió hacia el hogar y comenzó a encender el fuego. Al menos tendría algo en que ocupar sus manos mientras pensaba. Finalmente las llamas se elevaron y agregó más leña de la necesaria. Encendió con una brasa la nueva lámpara que Trella había comprado.
La muchacha no había dicho ni una palabra. Una vez que la estancia quedó iluminada por la lámpara y el fuego, se sentó frente a ella.
—¿Sabes montar a caballo?
—No, amo. Pero estoy segura de que puedo aprender.
Mantuvo su voz serena, pero él pudo detectar su desencanto. Ella sabía lo que implicaba aquella pregunta. Eskkar también se sintió decepcionado. Le había enseñado a suficientes comedores de tierras a cabalgar. Incluso para un alumno hábil de manos fuertes, hacía falta por lo menos una semana para endurecer los músculos de los muslos y las piernas lo suficiente. Suponiendo que Trella no se cayera y se rompiera algo. Pero también podía caminar mientras no aprendiera.
Un golpe repentino en la puerta les sobresaltó. Se trataba de Gatus.
—¿Qué sucede? ¿Por qué…? —Vio la espada en el cinto de Eskkar.
—Cierra la puerta —dijo Eskkar—. Tenemos que hablar.
El viejo soldado se sentó y posó sus ojos alternativamente en Eskkar y Trella. Había visto a los guardias custodiando el recinto.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada todavía. Trella ha oído algo en el río. Los hombres de Drigo pueden estar planeando algo, tal vez atacarme o matarme. Parece que el noble Drigo no está contento con la elección de capitán de la guardia que ha hecho Nicar y no quiere esperar a la reunión de mañana. —Eskkar se dirigió a Trella—. Cuéntaselo todo.
Trella relató lo que había averiguado en el río y añadió sus ideas sobre lo que Drigo intentaba llevar a cabo.
Gatus permaneció sentado, mordiéndose el labio, y se tomó su tiempo para pensar. Al cabo se dirigió a Eskkar.
—¿Qué es lo que harás? Yo no pienso recibir órdenes del imbécil de Naxos, ni tampoco de Drigo; y además no creo que tengan mucho interés en mi persona. Tal vez haya llegado el momento de olvidarnos de esta estúpida conversación e irnos de Orak.
Unos momentos antes, aquello era lo que Eskkar habría deseado oír. Pero había observado cómo Trella había contado la historia. Sabía que quería quedarse, quería que él se quedara, aunque no lo había dicho. De repente, se dio cuenta de que no quería decepcionarla, ni admitir que no era capaz de enfrentarse al desafío de Drigo.
—No, Gatus. Me voy a quedar y luchar. —Sus palabras brotaron casi sin pensarlo—. No dejaré que los matones de Drigo me expulsen, mientras Nicar quiera que yo sea el capitán de la guardia. Siempre y cuando tú sigas a mi lado. —Eskkar detestaba pedirle ayuda a nadie, pero no tenía alternativa—. No estoy seguro de en quién debo confiar. Tú vives aquí desde hace años y conoces a todo el mundo mejor que nadie.
—La mayoría odia a esos mercenarios —aseguró Gatus mientras se mesaba la barba—, pero puede que haya unos cuantos estúpidos tentados por la plata de Drigo. —Tomó aire—. Pero no serán más que tres o cuatro. Si intentan algo, ¿cuándo será?
—Tiene que ser esta noche, Gatus, o mañana en casa de Nicar. Justo antes de la reunión, o apenas terminada, supongo. ¿Qué opinas tú? —preguntó dirigiéndose a Trella, aunque sus propias palabras le sorprendieron incluso a él mismo. La estaba tratando como a un igual en la toma de decisiones.
—Amo, si alguien te ataca después de que Nicar te confirme como capitán de la guardia, será tomado como un desafío a él mismo. Al resto de los nobles no les agradará. Pero si Drigo puede humillarte antes de la reunión, entonces los nobles no estarán tan dispuestos a confiar en ti, no importa quién sea el culpable, ni que sus vidas y bienes estén en juego.
—Bueno, parece sencillo entonces —dijo Gatus—. Iremos con todos los hombres a casa de Nicar y si alguien se interpone en nuestro camino…
—Los nobles podrían interpretar como una amenaza si apareciera en casa de Nicar con treinta hombres armados. —Trella había dado su opinión sin que se la pidieran, pero a aquellas alturas ni a Eskkar ni a Gatus les importaba que una joven esclava les diera consejos. Ella continuó antes de que pudieran decir nada—. Y no debe haber derramamiento de sangre, nada que haga pensar a los nobles que arriesgarán sus vidas confiando en vosotros.
Eskkar apretó el puño, pero se contuvo antes de golpear la mesa. Se había enfrentado a la muerte en el campo de batalla con frecuencia, pero Drigo tenía oro más que suficiente para contratar a una docena de hombres dispuestos a arriesgarse. La idea de una jauría de perros callejeros saltándole a la garganta lo enfureció, aunque mantuvo su voz tranquila.
—Correrá la sangre, Trella, a menos que nos vayamos.
—La sangre en las calles no llevará a los nobles a confiar en ti, amo. ¿No puedes encontrar otro modo?
—Malditos sean los dioses. —Esta vez fue Gatus el que golpeó la mesa con el puño—. Mi esposa se puso muy contenta al saber que nos quedábamos, aunque eso significara luchar contra los bárbaros. Si nos vamos ahora… si nos vamos contigo, Eskkar, habrá mujeres, niños, carros, animales… Será una pequeña caravana. Tenía esperanzas de quedarnos.
Tenían tres alternativas, pensó Eskkar. Irse solo con Trella, marcharse liderando un grupo de soldados con sus mujeres e hijos, o quedarse y pelear contra las intrigas de los nobles y contra los bárbaros. El tiempo de la prudencia había terminado. No podía admitir su preocupación frente a Trella y su lugarteniente, y no retiraría sus palabras.
—Si tú permaneces a nuestro lado, nos quedaremos, Gatus.
El viejo soldado soltó un gruñido.
—¿Así que me concedes a mí semejante responsabilidad? Soy demasiado viejo para ir vagabundeando por los campos, al menos mientras haya una posibilidad de permanecer aquí.
—Entonces lucharemos —dijo Eskkar—. Necesitamos que Nicar me confirme como capitán de la guardia. Después de eso, podremos ocuparnos de Drigo.
Eskkar se sentía mejor, ahora que se había decidido.
—Gatus, asegúrate de que nadie deje los barracones esta noche y mantén a una docena de hombres preparados y alerta.
—Sí, capitán. —Gatus se levantó y le sonrió a Trella—. Has prestado un gran servicio, muchacha. Es posible que hayas evitado que a tu amo y a mí nos rompieran la cabeza. Trata de que no se meta en líos el resto de la noche. —Luego le preguntó a Eskkar—: ¿Te reunirás con los hombres por la mañana?
—Sí, antes de entrevistarme con Nicar, como planeamos.
—¿Y qué harás mañana?
—Ya pensaré algo —respondió Eskkar.
Acompañó a Gatus a la salida y observó cómo el viejo soldado desaparecía en la oscuridad. Después se reclinó contra la pared y pensó en los acontecimientos de aquellas últimas horas. Durante los últimos quince años había estado solo, tomando sus propias decisiones y aceptando las consecuencias. Había sobrevivido, gracias a su habilidad para la lucha, pero no había mucho más que añadir a tales logros.
Ahora prestaba atención a lo que decía una muchacha, instruida para ver más allá de lo evidente, aquello que a él se le escaparía. Más que escuchar, él y Gatus estaban comenzando a confiar en ella. Eskkar, hasta ese momento, nunca había hecho caso a los consejos de ninguna mujer, y ahora los estaba buscando. Parte de él quería ignorar sus palabras, tomar sus propias decisiones, equivocarse incluso si era preciso.
Pero sabía que eso sería una tontería. Más aún, podía morir. No había sobrevivido todo aquel tiempo ignorando la verdad. Objetivamente, si Trella no hubiera reunido las piezas del rompecabezas, al día siguiente se habría encaminado hacia la entrevista, totalmente ajeno a lo que los hombres de Drigo tenían planeado.
Así que posiblemente le debía la vida. A Eskkar no le gustaba admitir que tenía una deuda semejante. Entre ella y Nicar habían transformado su vida. La propuesta de Nicar le había otorgado un futuro. Ahora, los consejos de Trella podían ofrecerle aún más. Por lo menos le debía la posibilidad de ayudarle. Todavía la deseaba, la deseaba más cada minuto que pasaba, y si mantenerla junto a él significaba tener que tragarse su orgullo y aceptar sus sugerencias, así lo haría. Había salvado su vida una vez. Tal vez pudiera volver a hacerlo. Después de todo, las cosas no podían ponerse mucho peor. Quizá había llegado el momento de probar nuevas alternativas.
Echó una última mirada a los centinelas y volvió a entrar, cerrando y asegurando la puerta tras de sí. Ella seguía sentada, con su perfil recortándose en la penumbra ante el escaso resplandor del fuego, esperando a que él decidiera no sólo su propio destino, sino también el de ella.
Se dio cuenta de que nada merecía la pena. Necesitaba estar junto a ella, tenerla a su lado. Todo lo demás carecía de importancia, incluido su orgullo.
—Ya se nos ocurrirá algo, ¿verdad?
***
Trella se despertó antes del alba, salió del lecho y se vistió. La noche había transcurrido sin sobresaltos. Eskkar había hecho traer un pollo asado, pan, nueces y vino, y habían cenado con la puerta cerrada. La carne estaba muy sabrosa, aunque ninguno de los dos se dio cuenta. Trella llenó la copa de Eskkar de vino, pero ella no bebió nada. Después de tomar media copa, vio cómo el capitán la llenaba de agua, dejando el resto del vino sin tocar. No había dicho nada, pero se sintió agradecida de que su amo tuviera el buen juicio de no beber demasiado en una noche como ésa.
Gatus volvió un par de veces, una para informar de que todo estaba en orden y los hombres se hallaban en sus puestos, y la segunda para llevarse un pedazo de pollo y decirles que se fueran a dormir. Antes de retirarse, Eskkar bloqueó la entrada con la mesa y los bancos y colocó su espada y su cuchillo al lado de la cama.
La abrazó en la oscuridad, pero no dijo nada, y ella supo que estaba pensando en el día siguiente. Se quedó sorprendida cuando él le explicó un posible plan para tratar con los mercenarios. Era peligroso, pero quizá fuera la única manera de evitar un derramamiento de sangre.
Cuando no quedó nada por discutir, Trella se sentó a horcajadas sobre él, excitada ante su audacia. Lo besó una y otra vez, rozando suavemente con sus pechos su tórax y su estómago, y después con sus labios. De pronto, lo sintió en su interior, y se oyó a sí misma gemir ante una oleada de placer. Siguió moviéndose lentamente, disfrutando de las nuevas sensaciones que la atravesaban, hasta que se abandonaron por completo al éxtasis, olvidando todo lo que sucedía en el mundo exterior.
Cuando terminaron de hacer el amor, él cayó dormido casi instantáneamente, con un sueño profundo y sereno que no parecía ser perturbado por ninguna preocupación. Ella se sumergió en un duermevela, despertándose con frecuencia, esperando la llegada del amanecer. Quería ir temprano al río.
Con las primeras luces del alba, despertó a Eskkar y abrieron la puerta. Nadie los recibió, excepto dos centinelas cansados en su puesto. Al poco rato llegó Gatus bostezando, cargado con una pesada bandeja de madera con pan y queso, desayuno para todos, incluidos a los hombres que habían estado de vigilancia ante la puerta durante la noche. Después Trella fue con Gatus a los barracones y se ofreció a lavar algunas de las prendas de los soldados.
Llenaron un cesto con todo lo que pudo cargar. Esperaba que Adad volviera a acompañarla al río, pero ya se había retirado a dormir un poco, cansado tras la larga noche de vigilia. Pero Gatus escogió a otro hombre para escoltarla.
A aquella hora tan temprana, sólo unas pocas mujeres habían ido a lavar la ropa de sus hogares, pero pronto llegarían otras. La reconocieron inmediatamente. Se arremolinaron a su alrededor mientras trabajaba y se presentaron, deseosas de enterarse de las últimas novedades por parte de alguien que podía conocerlas de primera mano.
Trella las tranquilizó, pero siguió concentrada en su trabajo. Las mujeres se fueron retirando poco a poco. La muchacha ni siquiera se dio cuenta de que estaba lavando una y otra vez la misma túnica, hasta que vio que Shubure se aproximaba.
Sin que lo notaran, se fue desplazando río abajo, hacia aguas más profundas, hasta que éstas le llegaron casi hasta la cintura. Ni siquiera entonces Shubure se acercó a ella. Esperó un buen rato hasta que la mitad de su ropa estuvo lavada. Los ojos de Trella recorrieron la orilla, deteniéndose en las otras mujeres, pero ninguna le prestaba atención, sólo el aburrido guardián cuya mirada iba de un extremo a otro del río.
Tan pronto como Shubure se colocó a su altura, Trella dejó que su túnica se le escapara de las manos. La corriente la llevó directamente hacia la esclava de Drigo, que la atrapó y se la devolvió. Cuando sus manos se tocaron, Trella dejó tres monedas de cobre en la palma de la joven. Ésta bajó la mirada durante un momento. Se giró un poco mirando hacia los que se hallaban en la orilla del río.
—Tu amo se reunirá con Nicar a mediodía. Drigo le ha ordenado a Naxos que lo mantenga alejado de la casa de Nicar. Quieren ponerlo en ridículo antes de la reunión, ante los otros nobles. Si se resiste, Naxos lo matará y se convertirá en el nuevo capitán de la guardia.
Entonces sucedería aquella misma mañana. Trella se dio la vuelta para que nadie pudiera verlas hablando.
—¿Has averiguado alguna otra cosa?
—No, nada. Excepto que Drigo dijo que sería el jefe de Orak dentro de unos días. Él y su hijo ya están haciendo planes. Esperan reunir mucho oro antes de que lleguen los bárbaros.
—Te agradezco la información, Shubure.
—Mi madre y yo te damos las gracias por las monedas, ama Trella. Ella podrá alimentar a nuestra familia durante unos días.
—Si tu madre es capaz de mantener la boca cerrada, le enviaré más monedas. Si averiguas alguna otra cosa, díselo a ella para que pueda venir a decírmelo.
Sería más sencillo y menos arriesgado para Shubure que Trella se encontrase con su madre.
Shubure asintió. Se apartó justo en el momento en que se aproximaban otras lavanderas, ansiosas por hablar con Trella. Pero la muchacha reunió la ropa mojada y regresó con cuidado a la orilla. Levantó el pesado bulto, con el vestido empapado pegándosele a las piernas, mientras se dirigía caminando hacia la puerta de la aldea. Su guardián la siguió, seguramente contemplando su figura.
Encontró a Eskkar en el exterior de los barracones, esperando su llegada. La siguió a su alojamiento y cerró la puerta.
—¿La has visto?
—Sí. —Repitió todo lo que Shubure le había dicho. Sorprendentemente, las noticias parecieron tranquilizarle. Fue hasta la mesa y se sentó con el ceño fruncido. Trella extendió las ropas mojadas sobre la cama y luego se sentó frente a él—. ¿Seguirás adelante con tu plan, amo?
La miró con su rostro serio.
—Oh, sí, me ocuparé de Naxos.
Ella supo a lo que se refería.
—Si matas al sirviente de Drigo, contratará a alguien más para asesinarte. No tolerará el insulto. Y los nobles…
—Si la muerte de Naxos supone demasiada sangre para ellos, entonces nos iremos. No voy a pasarme los días preguntándome cuándo actuará el asesino que Drigo me enviará.
Trella lo examinó cuidadosamente. No había en su semblante ni una pizca de preocupación. Parecía relajado y tranquilo, sin rastro de la inquietud de la noche anterior. Se dio cuenta de la enorme diferencia que había entre él y los mercaderes y comerciantes con los que había crecido. Un guerrero sólo necesitaba saber lo que debía hacer. Se preocuparía de cómo actuar, y una vez que hubiera comenzado, sería como una flecha lanzada por un arco, sin dudas ni posibilidad de volver atrás.
—¿Puedo ayudar en algo?
Le dirigió una intensa sonrisa, llena de calidez y afecto.
—Tal vez. He estado pensando en la reunión. Todavía necesito hablar con los soldados. Pero creo que necesitaré tu ayuda.
Ella le sonrió y le agarró la mano con suavidad.
—Dime qué he de hacer.