Capítulo 22
Sobresaltado, Eskkar se despertó solo en la cama con el sol de la mañana entrando a raudales en la habitación. Se sentó y cayó en la cuenta de que había dormido al menos una hora más tras la salida del sol. Le había pedido a Trella que lo despertara antes del amanecer. Dos horas perdidas.
La casa le pareció extrañamente tranquila mientras se vestía apresuradamente. Su lugar de trabajo estaba vacío y la puerta cerrada. Cuando la abrió, el susurro de unas voces y el olor de carne asada subió desde el piso inferior. Bajó las escaleras de dos en dos. Al pie de la misma se encontró con Gatus saliendo de la cocina, vestido para la batalla, con un pedazo de pollo en la mano.
—Buenos días, capitán. Iba a despertarte. —Antes de que Eskkar pudiera decir nada, continuó—. Decidimos dejarte dormir un poco más. Todos los hombres están apostados en la muralla y sólo hay unos pocos bárbaros que nos miran desde las colinas. —Frunció el ceño—. Tal vez quieras bañarte antes de comer. Todavía hueles a caballo.
—¿Dónde está Trella?
¿Por qué no lo había despertado? Los bárbaros podían haber atacado al amanecer.
—En donde se supone que tiene que estar, con las mujeres. —Gatus dio otro mordisco a la pata de pollo—. Está buena. Me parece que iba a ser tu desayuno.
Eskkar maldijo al sonriente soldado y entró en la cocina. La mujer de Bantor se encontraba allí, atizando el fuego, con su desayuno preparado. A medio camino hacia la mesa, decidió que Gatus tenía razón.
—No me sirvas todavía la comida, Annok-sur.
Salió y fue hacia el pozo, se quitó la túnica y la utilizó para asearse. Llego entonces un sirviente y sacó varios baldes de agua, hasta que Eskkar se sintió limpio. Al acabar se ató la túnica mojada alrededor de la cintura, volvió a su cuarto y se vistió, esta vez para la batalla.
Lo hizo cuidadosamente, ajustándose la ropa interior a su cuerpo y poniéndose por encima una túnica de lino limpia. Se ató las sandalias que Trella le había comprado el primer día, asegurándose de que las correas de cuero estuvieran firmemente atadas a sus pantorrillas.
Un sirviente entró en el dormitorio con un grueso chaleco de cuero en la mano. Le colocó un protector, también de cuero, en el antebrazo derecho y otro más pequeño en el brazo. Se ajustó la espada a la cintura y el cuchillo, casi tan largo como la espada corta de sus soldados, en el cinto. Por último, el sirviente le ofreció un casco de bronce, para proteger su cabeza, pero él lo rechazó con un gesto.
—Déjalo, hace demasiado calor.
Le dio las gracias al sirviente y volvió a la cocina. Devoró los restos del pollo, desmenuzándolo entre sus dedos y comiéndolo entre tragos de agua y pedazos de pan.
—Tráeme sal, Annok-sur.
Ella le acercó un cuenco con los cristales granulados.
Cuando los hombres luchaban o trabajaban bajo los rayos del sol, se sentían mejor si tomaban un poco de sal, aunque nadie sabía la razón.
Tragó un puñado de la amarga sustancia y luego se bebió el resto del agua.
—Buena suerte en el día de hoy, capitán —le deseó Annok-sur mientras se limpiaba las manos con un trapo y le acompañaba a la puerta.
Ella tendría mucho trabajo que hacer.
—Buena suerte para ti y Bantor.
Eskkar se giró y se detuvo tan repentinamente que Annok-sur tropezó con él.
—Y gracias a los dos por todo lo que habéis hecho por Trella. Bantor es un hombre afortunado por tener una mujer tan buena, pero no le comentes que yo te lo dije.
Se rió y le tocó el hombro.
—Hay muchas cosas que no le digo a Bantor, capitán.
Mientras salía al sol, Eskkar se preguntó cuáles serían las cosas que Trella tampoco le contaba a él. Sus hombres habían convertido el patio en un puesto de mando. Gatus estaba sentado en la mesa principal con Jalen y otros soldados. Una docena de jóvenes mensajeros esperaba en un rincón, con cintas rojas atadas en su brazo, para que los soldados los reconocieran y los dejaran pasar.
Los escribas se mezclaban con los encargados de coordinar las defensas. Nicar y los otros miembros de las Familias estaban en una segunda mesa, ocupándose de sus respectivas tareas y con sus asistentes personales. El amplio patio se quedaba pequeño para albergar a los responsables de la defensa de Orak.
Eskkar se dirigió hacia la mesa principal.
—Todos los hombres están en sus puestos, capitán —dijo Gatus formalmente—. Bantor y Sisuthros se encuentran en la puerta, con Corio y su hijo mayor. Jalen está inspeccionando la puerta posterior. Maldar dirigirá a los hombres apostados junto al río, y yo me haré cargo de los de la muralla norte. Hamati y Alexar se encargarán de la ofensiva en los muros este y oeste. Todos los hombres han recibido comida y los baldes de agua están llenos. Se les han repetido las instrucciones cientos de veces, aunque estoy seguro de que las olvidarán tan pronto como los primeros bárbaros se aproximen a la muralla.
En pocas palabras, Gatus le había presentado a Eskkar toda la información que necesitaba y al mismo tiempo le había hecho saber que todo estaba en orden.
—Entonces podía haberme quedado en la cama más tiempo. A lo mejor, podrías haberme llamado una vez que hubiera terminado la batalla.
—Pasarán horas antes de que ataquen, tal vez días —sugirió razonablemente Gatus—. Primero intentarán asustarnos con su presencia. —Miró fijamente a su jefe—. Ahora es el momento de pasar revista a los hombres y decirles algo.
Lo que significa que es mejor que me ponga a trabajar..
—Entonces empecemos.
Con Jalen y Maldar a la zaga, caminaron por la calle, donde más mensajeros esperaban apoyados contra el muro. Lo ovacionaron al verlo y Eskkar les sonrió. Otra sorpresa lo aguardaba. Cuatro miembros del clan del Halcón, incluidos a dos de los más recientes, le estaban esperando.
—De ahora en adelante, éstos serán tus guardaespaldas —explicó Gatus—. Estos cuatro brutos son los más inútiles del clan del Halcón, por lo que te los hemos asignado para que te protejan. Si se mantienen sobrios, quizá te resulten de alguna utilidad.
Todos eran más altos que la media, y dos de ellos tenían menos de veinte estaciones, pero poseían fuertes músculos. Parecían capaces de masticar piedras en el desayuno, pero sonrieron ante el elogio disimulado de Gatus. Llevaban una armadura de cuero y el emblema del Halcón grabado en el pecho. Eskkar estaba a punto de protestar, pero su lugarteniente lo interrumpió.
—Ahórrate el aliento. Tienen orden de mantenerte vivo. Así que no intentes ordenarles que se alejen ni asumas riesgos innecesarios. No te lo permitirán.
Y comenzó a caminar, sin esperar respuesta, Eskkar sacudió la cabeza y siguió andando a su lado. Vio poca gente en la habitualmente tumultuosa calle, y la mayoría lo saludaba con gestos nerviosos. En la puerta principal, las últimas viviendas situadas detrás de la estructura habían sido derribadas, dejando un espacio abierto de unos cincuenta pasos de largo. La abertura se estrechaba hacia ambos lados de la muralla, pero había por lo menos veinte pasos de la pared al edificio más cercano para que los hombres y los materiales pudieran circular con facilidad de un lado a otro.
Inspeccionó la puerta. Cuatro grandes troncos la flanqueaban, dos a cada lado, enterrados en profundos pozos y reforzados con piedras. En lo alto, pequeños conductos de madera estaban colocados a lo largo de la abertura, ya llenos de agua. Bajo los canales se había dispuesto una pasarela para que los soldados pudieran vaciar el contenido de los mismos para apagar el fuego si era necesario.
Esta plataforma también podía albergar a una docena de arqueros, que podían lanzar sus flechas a través de aberturas hechas en la puerta. Debajo de ella se había colocado otra plataforma, más ancha y sólida, frente a más hendiduras para los defensores. La superficie exterior de la estructura, endurecida por el fuego, tardaría en incendiarse, pero Eskkar sabía que no había madera que no pudiera ser quemada. Un grupo de mujeres esperaba en las cercanías, preparadas para llenar las canaletas con baldes de agua cuando fuera preciso.
A cada lado se alzaba una torre cuadrada, de aspecto tosco, con sus piedras sin pulir y ladrillos de barro. Sobresalía por encima de la muralla y de la puerta, lo que permitía a los arqueros disparar a todo aquel que se colocara directamente debajo.
Alcinor, el hijo mayor de Corio, vio a Eskkar acercarse y lo saludó. Un griterío generalizado se desató cuando pobladores y soldados lo reconocieron. El capitán ya sabía que su incursión al otro lado del río había tenido muy preocupados a los habitantes de Orak. Su vuelta y su nueva victoria proporcionaron a la multitud un motivo de alegría.
Aunque siempre le resultaba extraño que lo ovacionaran simplemente al verlo. Todavía no sabía cómo reaccionar ante aquellas muestras de gratitud.
—Capitán, qué alegría verte de vuelta —dijo Alcinor con una sonrisa y haciendo una reverencia—, y mis felicitaciones. Me han dicho que mataste a todos los bárbaros con facilidad.
Eskkar sonrió con cierta amargura al comprender que sus soldados no podían dejar de vanagloriarse por la victoria. Ahora todos creerían que derrotar a los bárbaros sería sencillo.
—Saludos, Alcinor. —Mantuvo la voz dura y firme—. No hables de victorias fáciles. No obtendremos ninguna ante Alur Meriki.
La sonrisa de Alcinor se desvaneció y los ojos del joven se abrieron avergonzados.
—Lo siento… no quise faltarte al respeto… yo…
—Ya basta. Sé lo que has querido decir. ¿Está todo como planeaste?
Malditos sean los dioses, no había querido aterrar al joven.
Alcinor intentó recuperarse de su error.
—Humm… sí, por supuesto. Hemos preparado todo como Sisuthros ordenó. Nosotros…
—Has hecho bien, entonces —lo interrumpió Eskkar, intentando minimizar el efecto de sus primeras palabras—. Tu puerta será uno de los principales puntos de ataque, así que tendrás que ayudar a los soldados a mantenerla firme. Si necesitas algo…
Sisuthros los llamó desde la parte superior de la torre izquierda.
—Capitán, hay movimientos en la colina.
Eskkar y sus guardias se dirigieron rápidamente hacia la torre, subiendo con cuidado en la oscuridad por los estrechos escalones que rodeaban la pared. Bantor se acercó desde la otra torre. Los soldados allí estacionados dieron un paso atrás para que sus jefes pudieran observar mejor.
El capitán soltó un gruñido cuando miró a la lejanía. Los bárbaros examinaban la aldea y sus defensas desde la misma colina donde, meses antes, había considerado por primera vez la defensa de Orak. Desde allí podían verla casi en su totalidad y también las tierras colindantes, ahora inundadas, excepto el camino principal.
—Hasta hace un momento ahí había sólo unos diez o doce jinetes —le informó Sisuthros—. Ahora veo algunos estandartes.
Eskkar contó tan rápido como pudo, usando los dedos para ayudarse y casi sin mover los labios.
—Ahora hay por lo menos cuarenta, y tres son jefes de clan. —Las lanzas más largas con los símbolos de Alur Meriki también llevaban los emblemas de cada uno de ellos. La distancia era muy grande para distinguir los detalles, pero los estandartes se veían con suficiente claridad—. Otro grupo se ha unido con los dos que procedían del Sur —comentó, y luego se maldijo a sí mismo por explicar lo evidente.
—¿Del campamento principal o de otro grupo? —preguntó Gatus.
—Probablemente del campamento principal —estimó Eskkar—. Pero el estandarte del gran jefe no está, al menos aún. Lo reconoceréis en cuanto lo veáis.
El tercer jefe y sus hombres formaban, seguramente, una avanzadilla de la fuerza principal, enviada para encontrarse con los demás y comenzar a planear el ataque. Esto podía significar que el gran jefe estaba a punto de llegar. O cualquier otra cosa.
—Malditos sean mis ojos —juró el capitán—, no puedo ver ningún detalle. ¿Puedes apreciar algo en los estandartes, Sisuthros? —Él era más joven y seguramente vería mejor.
—No, nada —respondió éste—. Pronto se acercarán.
—¿Dónde está Mitrac? —preguntó Eskkar—. Ese muchacho tiene la mejor vista de todo Orak. Id a buscarle.
Gatus mandó a un mensajero en busca del arquero, que llegó al poco tiempo, con su arco y respirando agitado.
—Ah, Mitrac. —El capitán cogió al muchacho por los hombros y lo condujo hasta lo alto de la torre—. ¿Ves aquellos tres estandartes? Pertenecen a un jefe guerrero. Quiero que te fijes bien y los recuerdes, porque uno de ellos será, con seguridad, el responsable del ataque. Quiero que te concentres en ése. Y si tienes oportunidad de dispararle, aprovéchala, pero sólo si crees que tienes buenas posibilidades de acertar.
El joven asintió mientras miraba hacia la colina.
Eskkar intentó ponerse en el lugar del enemigo y adivinar qué pensaría, qué estaba viendo o cuál sería su siguiente movimiento. Ignorando la conversación de sus hombres, reflexionó profundamente sobre ello. Transcurrido un instante se dirigió a ellos.
—Desde donde están, no pueden ver que hay un espacio libre directamente detrás de la muralla. Tal vez piensen que la sección noroeste es la más alejada del centro de la aldea y que será la más difícil de defender en caso de ataque. Si yo estuviera en su lugar, atacaría la puerta principal, donde los esperamos, pero también ese sector. —Miró a sus hombres y esperó, pero ninguno presentó un argumento en contra. Se encogió de hombros—. Pensemos en esa eventualidad. Sisuthros, Bantor, quedaos aquí con Mitrac, vigilando. Pronto se acercarán y quizá podáis distinguir quién está al mando. Gatus, examinemos el resto de la muralla.
Descendió de la torre y comenzó a caminar rápidamente hacia el ángulo noroeste. A mitad de camino, un grupo de pobladores le cerró el paso, asustados, haciendo preguntas que no tenían respuesta.
—Gatus, mantén esta zona libre de pobladores —ordenó en voz alta—. Echa a todos los que no tengan que estar aquí trabajando.
Se detuvo a unos cincuenta pasos de la esquina noroeste y subió la escalera hacia el parapeto. Lo ovacionaron de nuevo. Malditos sean los dioses. Tenía que decir algo. Se volvió y se enfrentó a la multitud. El miedo y las dudas asomaban claramente en cada rostro que lo miraba.
—¡Soldados! ¡Pobladores! Dentro de pocas horas los bárbaros lanzarán su primer ataque. Intentarán asaltar la puerta, pero creo que también atacarán esta parte de la muralla. Así pues, preparaos. —Se giró hacia Gatus—. Creo que Sisuthros y Bantor se pueden encargar de la puerta. Tú y yo nos quedaremos en este sector.
Miró a ambos lados del parapeto. Estaba a unos sesenta pasos de la esquina.
—Éste es el lugar por donde emprenderán el asalto. Y también por la esquina. Creo que cualquier otro intento será una estratagema. Que se preparen los hombres. Asegúrate de que aquéllos con menos experiencia se coloquen al frente. —Gatus se mostró sorprendido y no hizo ademán de moverse—. Quiero que todos adquieran experiencia, Gatus. El primer ataque será el más sencillo de rechazar. Mantén a algunos veteranos en reserva al pie de la muralla, listos para subir si es necesario. No quiero que los bárbaros sepan todavía a qué clase de fuerza se enfrentan. Quiero que sigan pensando que pueden conquistar la muralla si envían suficientes hombres. Trae a Maldar y a la mitad de sus efectivos hasta aquí.
Esto dejaría con menos hombres la puerta posterior, pero Eskkar no veía probable que Alur Meriki atacara por allí.
Gatus asintió y partió apresuradamente, despachando mensajeros a su paso. El capitán se dirigió a sus guardaespaldas.
—Ya habéis oído el plan. Si yo caigo, vosotros continuáis tal como he dicho. Ahora ayudadme a elegir a los hombres.
Todos comenzaron a moverse. Emplearon algún tiempo en aquella actividad. Cuando Eskkar consideró que todo estaba en su lugar, se detuvo a beber un poco de agua de uno de los barriles. Totomes, Narquil, su hijo mayor y Mitrac se acercaron a él. Jalen los acompañaba y juntos subieron a la muralla para evaluar la situación.
Eskkar sonrió a los tres arqueros.
—Me alegro de verte, Totomes… Narquil. ¿Has averiguado algo mientras estabas en la torre?
—Sí, otro estandarte acaba de sumarse a los tres primeros —respondió Totomes—. Están comenzando a avanzar hacia nosotros.
Eskkar miró hacia el Este. Cuatro de los jefes Alur Meriki y unos treinta guerreros avanzaban lentamente hacia Orak en diagonal. En pocos minutos estarían ante la puerta, a medio kilómetro de distancia, todavía fuera del alcance de los arcos.
Un murmullo de excitación recorrió la muralla.
—Quietos —ordenó—. Recordad, ellos nunca han visto una muralla como ésta, y sólo están mirando. Mantened las cabezas bajas para que no puedan veros.
Los Alur Meriki no tendrían información sobre la cantidad de habitantes que había en Orak. Eskkar quería que pensaran que contaba con menos soldados de los que en realidad tenía.
Jalen señaló hacia el Norte. El capitán vio hombres y caballos dispersos por las colinas. Sin duda desobedecían las órdenes de permanecer detrás de la cima.
Mientras tanto, los jefes se detuvieron y reanudaron la discusión. A su espalda, Eskkar podía oír a los comandantes de cada grupo de soldados insultar a sus hombres, que continuaban asomándose por la muralla. Ni siquiera se molestó en reprenderlos. En el mismo instante que daba una orden, siempre habría un idiota que la desobedecería. Los soldados eran todos iguales.
Los Alur Meriki continuaron con su inspección, galopando lentamente por el lado opuesto a donde se encontraba Eskkar, hasta que llegaron a las tierras anegadas. Los pobladores se agolpaban unos contra otros, a pesar de las órdenes de mantener la muralla despejada. Todos querían ver cómo eran los bárbaros.
Vio cómo algunos guerreros se metían con sus caballos en el pantano. Los animales salpicaban mientras se esforzaban por avanzar a través del espeso barro, cubiertos por un palmo de agua. Sonrió cuando se vieron obligados a reducir el paso. Los bárbaros hicieron varias tentativas en distintos puntos de los terrenos inundados, pero siempre con el mismo resultado. Finalmente se dieron por vencidos y volvieron a la zona seca, en donde permanecieron en sus monturas, observando la muralla que se extendía hasta el río.
La tierra seca entre el foso y la zona anegada era de sólo treinta pies de ancho, casi igual que la anchura del foso. Aquellos dos tramos en conjunto les ofrecerían espacio más que suficiente para maniobrar. Eskkar sabía que estaban pensando que no sería muy difícil rodear la aldea y atacar por distintos puntos a la vez.
Gatus se acercó hasta el lugar desde donde Eskkar observaba a los Alur Meriki.
—Bien, capitán, ¿qué piensas? ¿Inundamos el foso o no? —Lo decía seriamente, sin intención de adivinar lo que pensaba su líder.
—Es demasiado tarde para hacerlo, Gatus.
Si el enemigo lanzaba todas sus fuerzas sobre varios lugares de la muralla, la aldea podría ser derrotada. Eskkar volvió a maldecir, preocupado por haberse equivocado sobre el primer ataque.
—Parece que tienen una pequeña disputa —comentó su lugarteniente achicando los ojos—. Tal vez ya estén discutiendo sobre el botín.
Uno de los jefes parecía algo irritado, su caballo se movía inquieto mientras él gesticulaba.
Eskkar se preguntó sobre el motivo de aquella discusión antes del primer ataque. Ponte en su lugar. Barajó mentalmente las diferentes posibilidades. Podría ser que el cuarto estandarte perteneciera al jefe guerrero y quisiera esperar antes de atacar. El guerrero más nervioso probablemente deseara iniciar el asalto de inmediato. No estaba seguro pero… Si vas a decidir algo, sé firme. Los errores se pueden corregir, pero nunca un momento de indecisión..
—¿Dónde está Mitrac? ¡Mitrac! Ven aquí —gritó Eskkar. Al instante el joven se acercó. Le señaló a los jefes—. ¿Ves a aquel que está discutiendo? ¿Puedes ver con quién lo hace? Ése es el jefe principal, y es al que vas a intentar derribar cuando sea el momento. Concéntrate siempre en él, pero no en la primera escaramuza. No intentes matarlo todavía.
Mitrac examinó al lejano jinete.
—Sí, capitán, creo que tienes razón. Desde la torre vimos cómo cada uno de los tres se turnaba para dirigirse a él. Habla poco, parece escuchar. Su caballo es el bayo, el que tiene la mancha blanca en el lomo.
Eskkar se maldijo por no tener tan buena vista. No podía distinguir ninguna marca en los caballos, pero el jefe parecía usar algo blanco en torno al cuello.
—Bien, bien. ¿Ahora ves al que está discutiendo? Tampoco quiero que lo mates.
Mitrac se giró y miró a Eskkar a los ojos.
—Pero ¿por qué… quiero decir… por qué no derribar a cualquiera de ellos?
—Porque el que discute es probablemente el jefe guerrero que conducirá el primer ataque y quiere toda la gloria de conquistar la aldea para sí mismo. Creo que el otro jefe es el que está al mando. Y probablemente sea más inteligente, mientras que el primero es más arriesgado y ambicioso. Queremos que el arriesgado sea el que dirija la primera ofensiva, y no que muera por alguna flecha. Cuando el asalto fracase, entonces lo puedes matar. Y desde hoy intenta matar al otro cada vez que se te presente la oportunidad. ¿Entendido?
—¿Por qué? Sí… sí, entiendo. Creo que entiendo. —Los ojos de Mitrac reflejaban el asombro ante el razonamiento de Eskkar—. Iré a decírselo a mi padre —dijo anticipándose a la siguiente orden del capitán.
—Bien, y asegúrate de que entienda los motivos. Vete.
Cuando el joven se alejó, Gatus se aproximó, sacudiendo la cabeza y sonriendo al mismo tiempo.
—A ver, vejestorio ¿y tú de qué te ríes?
—A la caída del sol, esa historia circulará por todo Orak. Que Eskkar señaló a los jefes bárbaros y adivinó sus planes. —Volvió a sonreír y bajó la voz—. Si no te conociera mejor, casi creería que sabes lo que haces.
—Si supiera lo que hago, no estaría aquí de pie contigo detrás de esta insignificante muralla. Pero es mejor ser afortunado que inteligente, así que confiemos en la suerte.
Se escucharon voces a lo largo de la muralla, y Eskkar se dio la vuelta para observar a los jinetes. Habían comenzado a moverse, pero no para volver por donde habían venido, sino para dirigirse hacia el Norte. Los vio alejarse, majestuosos en sus nerviosos caballos, recorriendo casi despreocupadamente los campos quemados que, hasta hacía pocos días, habían sido una fértil llanura. Miró hacia el sol y vio que se aproximaba el mediodía. Habían estado mirando a los jinetes durante casi dos horas.
—Gatus, haz todo lo que sea preciso para reforzar esta esquina de la muralla. Asegúrate de que todo este sector, desde aquí hasta el río, esté preparado. No importa lo que decida el jefe bárbaro más arriesgado, seguro que habrá un asalto por este frente.
—Estaremos listos. Ahora ve a hablar con Trella. Te está esperando allí abajo.
Eskkar volvió la vista hacia el poblado. La distinguió al instante, rodeada de media docena de mujeres y sus dos guardaespaldas. Reconoció al fornido Klexor de pie a su lado.
Caminó a lo largo de la muralla hasta que pudo descender. Luego se acercó hasta el espacio abierto que lindaba con la casa a cuya sombra descansaban Trella y sus acompañantes. Los saludó a todos a medida que le abrían paso.
—Buenos días, esposo. Traigo algo de comida y agua para ti.
Venía con una pequeña cesta bajo el brazo.
Parecía serena y confiada. No quedaba rastro de la muchacha asustada de la noche anterior. Llevaba su vestido más pobre, el que había usado la primera noche, y la daga que Eskkar le había quitado al cadáver de Drigo. Sentía un gran alivio al saber que Trella la manejaba a la perfección.
Se sentaron en el suelo, de espaldas a la pared, mientras el resto se apartó un poco para darles algo de privacidad.
—Hoy pareces encontrarte mucho mejor, esposa. ¿Has dormido bien?
Prefirió ignorar las sonrisas que aparecieron en los rostros de sus acompañantes. Empezaba a preguntarse si sabían todo lo que sucedía en su dormitorio, incluso la frecuencia con la que hacía el amor con su mujer.
—Sí, estupendamente. Ahora come. Quizá no tengas oportunidad de hacerlo más tarde. —Le dio un pedazo de pan—. ¿Atacarán hoy?
—Dentro de unas horas. Están esperando al gran jefe y a más hombres, por si el primer ataque tiene éxito.
Le contó lo que había visto desde la muralla y sus ideas con respecto a lo que intentarían los bárbaros.
—Sabes cómo piensan, Eskkar. Y lo que es más importante, los pobladores se sienten protegidos cuando actúas con confianza. —Colocó la cesta entre ellos—. Termina tu comida mientras tengas tiempo.
La aprobación de Trella lo hizo sentir más seguro de sí mismo y eso le causó un enorme placer. Comenzó a comer las rebanadas de pan y el pollo, todavía caliente. Aunque había desayunado hacía pocas horas, volvía a tener hambre, y el calor le había dado sed. Casi vació el odre de agua antes de recordar sus modales y ofrecerle un poco a su esposa.
Trella terminó el agua.
—Llévale el resto del pollo a Gatus. Tengo que volver a mis ocupaciones. Los ancianos se ponen nerviosos y gruñones si no estoy allí para darles ánimo.
—Ten cuidado —le advirtió a la muchacha—. Procura no ponerte al alcance de una flecha perdida que pueda herirte. Y no…
Ella se levantó y le sonrió.
—Sí, amo, obedeceré, y no necesitas repetírmelo una docena de veces.
Su expresión melancólica hizo que Trella se inclinara y lo besara en la mejilla.
—Buena suerte en este día, esposo.
Se retiró, seguida de sus acompañantes, mientras algunas de las mujeres se giraban para echarle una mirada, riéndose.
Todavía no se había adaptado a aquella nueva situación que provocaba la constante mirada y las risitas de las mujeres, que se comportaban como si conocieran todos los detalles de su vida íntima. Antes de Trella, ninguna mujer se hubiera atrevido a reírse de él. Volvió a pensar, una vez más, que las costumbres bárbaras eran mucho más recomendables.
Se dirigió de regreso a la muralla con la cesta. Vio a Gatus bajo el parapeto, insultando a dos de sus hombres por alguna infracción.
—Trella te envía algo de pollo para el almuerzo, así que supongo que tendrás que comértelo. —Le puso la cesta en las manos—. Tómate un descanso. —Cuando comenzó a protestar, Eskkar levantó la mano para detenerle—. Más tarde no tendrás tiempo.
Se dirigió a uno de sus omnipresentes guardaespaldas del clan del Halcón.
—Trae agua para Gatus, y procurad que os traigan también algo para comer.
Se pasó la hora siguiente recorriendo la muralla, asegurándose de que todos se mantuvieran alerta y de que los arqueros tuvieran claro su cometido, su lugar y las órdenes a seguir. Tenía que tener cuidado por donde pisaba, el parapeto crujía bajo el peso de las piedras amontonadas sobre él. Si hubieran colocado más, los arqueros no tendrían espacio.
Satisfecho con los preparativos, revisó las señales que le permitirían a él y a sus hombres comunicarse durante el fragor de la batalla. Incluso tuvo tiempo para conversar con algunos de los pobladores, que estaban preparados para usar lanzas cortas, espadas y los palos para empujar las escalas de los bárbaros.
Tres horas después del mediodía, se oyeron gritos de los vigías de la muralla. Subió a toda prisa hasta el puesto que había elegido para dirigir la defensa, a unos cincuenta pasos de la esquina noreste.
Miró hacia la izquierda y vio a Gatus de pie en un rincón. Eskkar pudo comprobar con un solo vistazo que había comenzado el ataque.
Las colinas estaban cubiertas de jinetes, que avanzaban lentamente hacia Orak, la mayoría a más de tres kilómetros de distancia. Su número parecía infinito. Sintió que la duda crecía en su interior.
—Mitrac —gritó, y esta vez el joven se colocó a su lado al instante—. Cuenta los guerreros.
Algunos de los bárbaros llevaban toscas escalas para trepar, construidas con troncos en los que se habían clavado o atado palos perpendicularmente. Aunque no parecían muy numerosas.
Mientras Mitrac contaba, Eskkar observó a los jinetes, buscando los estandartes mientras avanzaban lentamente hacia el poblado. Tres… cuatro… cinco… seis… siete. Esos fueron todos los que pudo ver, pero no consiguió distinguir por ningún lado el enorme estandarte del sarrum. Los jinetes continuaban cruzando la cima de las colinas lejanas, pero ahora en menor número. Llegó a divisar un nuevo distintivo. Avanzaban lentamente, al paso, acercándose al poblado, casi todos en silencio, hombres fuertes con buenas monturas, listos para la batalla, todos ansiosos de gloria y botín.
Gatus se aproximó, con Jalen pisándole los talones.
—Por todos los demonios, ¿finalizarán alguna vez? —preguntó Jalen—. ¡Por Ishtar, siguen llegando!
—Creo que hoy veremos a dos tercios de los suyos —vaticinó Eskkar—. Esperarán al jefe del clan antes de atacar, para que pueda ser testigo de su valor.
Los jinetes más adelantados se habían detenido, a la espera, mientras sus jefes extendían sus lanzas o arcos horizontalmente para marcar una línea a menos de medio kilómetro de la muralla.
—¿Cuánto tiempo pasará hasta que llegue el gran jefe? —preguntó Gatus—. No los puede tener esperando mucho tiempo, ¿no?
—Menos de una hora —respondió Eskkar, mirando a los guerreros—. Tiempo suficiente para que nosotros temblemos de miedo.
—En lo que a mí respecta, puede venir ahora —dijo Gatus—. Tal vez deberíamos habernos marchado al otro lado del río.
Jalen lo miró sorprendido, pero Eskkar se rió.
—Tendrías que haber pensado eso ayer. —Después se dirigió a Mitrac—: Bueno muchacho, ¿cuántos son?
Los labios del joven se movieron en silencio mientras repasaba con los dedos.
—Capitán, he contado mil cien, tal vez algunos más.
Eskkar había hecho la cuenta de una forma más sencilla. Calculó unos cien hombres por estandarte, con algunos hombres de más para el jefe que dirigiera el primer ataque. La respuesta lo reconfortó un poco. Si el primero fuera un ataque masivo, con todos los guerreros, tendrían todavía más hombres enfrentándose a ellos.
Los gritos de guerra se elevaron desde las filas bárbaras y pronto se convirtieron en un estruendo constante, mientras los guerreros blandían sus espadas y lanzas y las agitaban en lo alto.
Sobre la cima de la colina apareció el gran estandarte del jefe del clan Alur Meriki. El alto distintivo, portado por un gigante montado en un enorme caballo, se agitó en la brisa. El emblema con forma de cruz, adornado con muchos rabos de buey y cintas, representaba todas las batallas ganadas y clanes absorbidos por la tribu. El jefe avanzó ante el portaestandarte, indistinguible del resto de los hombres en la distancia. No llevaba lanza ni arco.
A su alrededor se agrupaban veinte o treinta guerreros, galopando con sus caballos de un lado al otro y lanzando gritos de guerra. Otros treinta o cuarenta marchaban más pausadamente detrás de él.
Todos, tanto pobladores como bárbaros, siguieron su curso. Eskkar pudo ver cómo el gran jefe miraba de un lado al otro mientras examinaba los terrenos quemados y el paisaje desocupado.
—Por todos los dioses, nunca había visto tantos caballos —dijo Gatus sacudiendo la cabeza—. ¿Cuántos tienen?
—Más que los que puedes ver. Cada guerrero tiene por lo menos dos monturas. Muchos tienen cuatro o cinco. Cuando un guerrero muere, sus caballos se reparten entre el resto del clan.
—Esperemos que puedan repartir muchos esta noche —respondió Gatus.
Eskkar se dirigió a Jalen.
—Dile a los hombres que se preparen y luego ve a tu puesto. Creo que atacarán muy pronto.
Jalen defendería la sección situada entre donde se encontraba Eskkar y la puerta.
El soldado asintió y luego palmeó el brazo de su jefe, como saludo.
—Buena suerte para todos, capitán.
—Bueno, dijo que quería enfrentarse a los bárbaros —comentó Gatus mientras Jalen se alejaba corriendo. El viejo soldado se puso su casco de cuero y se ajustó la cinta—. Te he traído esto. Procura usarlo. —Le tendió el casco de cobre, con su metal brillando bajo la luz del sol—. Trella lo mandó hacer para ti. Por algún motivo, no quiere que pierdas la cabeza.
Eskkar observó el yelmo mientras lo balanceaba en la mano. Pesaba mucho menos que el de bronce que había renunciado a usar quejándose de que era demasiado pesado y le daba mucho calor. Detestaba tener cualquier cosa en la cabeza. Aquel casco tenía un diseño muy simple. Bajaba por la frente y cubría la nuca casi hasta la base del cuello, con dos cortas tiras de cobre que se extendían cubriendo las sienes. Por dentro, una delgada capa de cuero hacía las veces de forro.
Se lo probó. Se ajustaba casi a la perfección, quizá un poco apretado en las sienes. Dobló un poco el metal a los lados y volvió a colocárselo.
—Trella me dijo que te lo diera justo antes de comenzar la batalla, para que no tuvieras motivo alguno para perderlo. —Gatus se volvió a los guardaespaldas—. Si se lo quita, lo hacéis bajar de la muralla, sin hacer caso a sus protestas. ¿Comprendido? —Hicieron un gesto de asentimiento. El soldado hizo una última recomendación al capitán—: Llévalo por tu bien. Lo necesitarás cuando las flechas empiecen a volar por todos lados. Buena suerte.
Uno de los guardaespaldas lo ayudó con las cintas mientras le ajustaba el yelmo por debajo del mentón. El cobre no era tan efectivo como el bronce para detener un golpe de espada, pero probablemente sería suficiente para rechazar una flecha bárbara, incluso a corta distancia. Movió la cabeza para ver si le resultaba cómodo. No suponía un peso excesivo, así que no podía quejarse. Volvió a mirar a la lejanía.
El sarrum de Alur Meriki había llegado ya casi hasta sus hombres, avanzando por una pendiente que le permitía una perspectiva mejor. Los otros jefes lo esperaban allí. Pudo apreciar cómo intercambiaban saludos antes de empezar a hablar. La discusión duró bastante tiempo.
Todos parecían tranquilos, y los jefes presentaron su plan de ataque sin alterarse o hacer gestos agitados.
La conversación terminó bruscamente. El jefe que dirigiría el ataque dio la vuelta con sus hombres hacia el frente, mientras que otros dos jefes se dirigieron hacia sus clanes. Probablemente atacarían trescientos hombres y un número similar estaría dispuesto a unirse a ellos si el ataque tenía éxito o parecía que podía tenerlo. Los otros jefes permanecieron con el sarrum, para observar la batalla a su lado mientras señalaban cualquier error cometido por sus compañeros.
—Esos jefes parecen tranquilos —dijo Gatus—. ¿Es bueno eso?
—Creo que sí. Si el jefe del ataque no hubiera recibido permiso, estaría discutiendo con el jefe de clan, así que se disponen al asalto. Y eso es bueno, porque no tienen suficientes escalas para trepar por el muro. Esperan que, a causa del miedo, huyamos despavoridos, abandonando la muralla y la entrada.
Eskkar examinó con atención los preparativos de los Alur Meriki; cada diez hombres, uno levantaba la lanza o el arco para indicar que estaban listos.
—Es mejor que empiece a moverme. —Gatus se encaminó lentamente hacia su puesto, tan despreocupado como si se dirigiera a uno de los entrenamientos.
El capitán respiró hondo y alzó la voz.
—¡Arqueros! No disparéis hasta que crucen la segunda marca. ¡No la primera! La segunda. Azotaré a cualquiera que lance una flecha antes de que yo dé la orden.
Su voz recorrió la muralla y escuchó cómo sus palabras eran repetidas por otros por la puerta y más allá.
—¿Estáis preparados?
Esta vez su voz retumbó y un bramido unánime de aprobación fue la respuesta. Todos estaban cansados de esperar, e incluso los más temerosos habían superado su miedo y ahora sólo querían que todo concluyera.
En la llanura el jefe bárbaro a cargo del ataque avanzó lentamente ante la formación de guerreros, hablándoles a sus hombres mientras se movía, con su portaestandarte y sus guardias siguiéndolo de cerca. Llegó al fin de la línea y luego se dirigió a la parte central. Se detuvo casi directamente frente a Eskkar. El muy estúpido les estaba señalando el centro de su ofensiva. En cualquier momento comenzarían. Eskkar tragó saliva para aliviar su garganta reseca.
—Recordad, la segunda marca —volvió a gritar, y esta vez escuchó cómo sus hombres reían ante aquella insistencia.
Los arqueros habían enterrado piedras de distintos colores en el terreno para marcar las distancias. La primera señalaba la distancia máxima a donde llegarían sus flechas. Eskkar quería que los bárbaros se aproximaran a la segunda marca, cien pasos más cerca, antes de comenzar a disparar. La tercera marca estaba a ciento veinte pasos del muro, y los arcos casi no necesitarían ser tensados a tan escasa distancia.
El tiempo de las órdenes y las preguntas había llegado a su fin y todos los soldados en la muralla guardaban silencio, mientras que los gritos de guerra y las provocaciones de los guerreros se mezclaban con los relinchos de los excitados caballos. Eskkar vio cómo el estandarte del jefe se alzaba. Luego descendió de nuevo y la fila de hombres y caballos arrancó al galope, con el ruido de los cascos amortiguando de repente los alaridos de los jinetes.
Totomes, a cargo de los arqueros, tomó el mando. Sus órdenes fueron repetidas a lo largo de la muralla.
—Preparad los arcos…
Las palabras tenían la misma cadencia que había utilizado en miles de ejercicios de entrenamiento.
—Apuntad…
Los jinetes habían cruzado la primera marca. Nadie había soltado ni una sola flecha. Horas de intensa práctica evitaban que hubiera tiempo para pensar o preocuparse.
—¡Disparad!
Doscientas cincuenta flechas salieron al encuentro de los jinetes que se acercaban veloces.
—Preparad… apuntad… disparad. —La letanía fue repetida una y otra vez.
Eskkar observó cómo algunos de los primeros jinetes eran derribados a causa de la primera andanada, pero no tantos como había esperado. La siguiente fue mejor. La tercera le pareció un poco irregular, puesto que, aunque los mejores arqueros estaban preparados, fue lanzada con los arcos casi a nivel, pero su efecto fue devastador. Caballos y jinetes cayeron a todo lo largo de la línea, aunque las filas de los Alur Meriki se habían separado un poco.
La cuarta oleada de flechas cayó cincuenta pasos antes de que los jinetes llegaran al foso. Ahora las flechas volaban por ambos lados. Uno de los arqueros cayó a su lado, herido en la frente, a la vez que escuchaba un zumbido sobre su cabeza. Pero la mayoría de las flechas de los Alur Meriki se clavó en la muralla, con un ruido sordo al golpear contra la dura superficie. Los bárbaros sólo disponían de un blanco pequeño al que dirigir sus proyectiles, la parte superior del cuerpo de los hombres en la muralla, y tenían que apuntar y disparar mientras galopaban.
El enemigo llegó al foso. Algunos de los jinetes mostraron su destreza haciendo saltar a sus caballos los casi tres metros de hoyo. Sin embargo, la mayoría vacilaron, clavando las patas al borde del foso en medio de una lluvia de arena y tierra.
Eskkar vio caer a tres jinetes en el foso, uno de cabeza y los otros colgados del cuello de sus caballos. La lluvia de flechas se intensificó sobre los guerreros. Todos los soldados usaban su arco a la mayor velocidad posible. Ahora ya no necesitaban ninguna orden.
Los Alur Meriki hacían uso de sus arcos, algunos desde sus monturas, otros desmontados a la fuerza o por decisión propia, rodilla en tierra y disparando hacia los defensores. Al menos cien guerreros a pie saltaron el foso y corrieron hacia la muralla.
Eskkar pudo oír el golpe de la primera escala al golpear contra el muro y vio el extremo superior a unos pocos pasos de donde estaba. Se dirigió hacia allí, mientras desenvainaba su espada. Había comenzado a blandiría con todas sus fuerzas cuando apareció una cabeza. La pesada hoja atravesó el cráneo con facilidad. Luego apoyó la punta en la escala de madera y la empujó con fuerza, enviándola con el siguiente guerrero de cabeza al foso.
Al mirar hacia la llanura, el capitán vio cómo otro estandarte Alur Meriki se aproximaba, con los refuerzos moviéndose rápidamente para acudir en apoyo del primer grupo.
La voz de Totomes se oyó por encima del estrépito, volviendo a tomar el control. Los arqueros se apartaron de la muralla y prepararon una nueva andanada.
—Preparad… apuntad… ¡disparad!
El cántico volvió a comenzar, mientras las flechas buscaban sus blancos más allá del foso. Oleada tras oleada, los refuerzos de Alur Meriki fueron cayendo en medio de una maraña de hombres y caballos. Los arqueros bárbaros quedaron atrapados entre aquel caos y durante algunos instantes pocas flechas llegaron a la muralla.
Los pobladores cumplieron con su tarea y utilizaron los palos para empujar las escalas y las hachas contra cualquier cabeza que apareciera. La voz de Totomes seguía oyéndose. Una serie de flechas seguía a la otra, disparadas al unísono y cuando se les ordenaba, volando hacia la masa de hombres y caballos hasta alcanzar algún objetivo.
Los hombres comenzaron a lanzar ovaciones. Eskkar vio que los arqueros bárbaros habían sido destruidos por los defensores y sus refuerzos se retiraban en medio de una gran confusión. Desde la muralla, los soldados continuaron disparando al mismo ritmo, mientras los Alur Meriki hacían girar sus caballos y huían para ponerse a salvo. Las flechas silbaban sobre sus cabezas, pero muy pocas, con los bárbaros en retirada, dejando a los que estaban en el foso con la difícil tarea de salir de él.
Ninguno había conseguido cruzar la muralla. Los bárbaros que se habían metido en el foso con sus caballos descubrieron que era mucho más fácil conseguir que los animales saltaran dentro de aquel pozo que salir de él, y todos los que lo intentaron se encontraron muy pronto con flechas clavadas en la espalda. Los que iban a pie también quedaron atrapados. Los arqueros, ahora al borde de la muralla, se inclinaban para seleccionar un blanco y hacían volar sus flechas.
En menos de un minuto cesó todo movimiento en el foso, excepto el de los caballos sin jinete que deambulaban de un lado a otro, con los ojos desorbitados y relinchando de miedo, intentando salir y alejarse del olor a sangre.
—Capitán, ¿quiere que dispare al jefe? Todavía está a tiro.
Se dio la vuelta. Mitrac estaba a su lado. Los ojos de Eskkar se dirigieron hacia donde señalaba el muchacho. Los dos jefes que habían estado involucrados en el ataque estaban, más que conversando, gritándose mutuamente, sin duda acusándose el uno al otro de los errores cometidos. Miró hacia las marcas y vio que los dos se habían detenido entre la primera y la segunda. Las flechas seguían cayendo a su alrededor, pero pronto avanzarían y quedarían fuera de su alcance.
—Sí, prueba a darle.
Antes de que hubiera terminado de decirlo, el joven se puso en posición, tensó el arco y comprobó la dirección del viento. Una fracción de segundo para apuntar y luego el arco vibró. Inmediatamente Mitrac cogió otra flecha, apuntó y disparó. Una tercera estaba en el aire antes de que la primera hiciera blanco.
El jefe que había dirigido el ataque cayó hacia delante cuando la flecha se hundió en su espalda. Tres segundos después llegó la siguiente, dirigida al otro jefe, pero su caballo se había movido y el proyectil fue a parar al cuello del animal. Las tres sucesivas no dieron en el blanco, porque la bestia herida se encabritó por el dolor y tiró a su jinete al suelo.
Eskkar maldijo la mala suerte que había provocado que el caballo se moviera. Vio cómo el jefe derribado, confuso durante un momento, se ponía de pie y volvía a caer, con una flecha en su pierna. Mitrac continuó tirando, pero los guerreros ya habían rodeado a los dos jefes y se los llevaban aunque el joven arquero aún consiguió abatir a otro jinete antes de que el resto de los bárbaros se pusiera fuera de su alcance.
—¡Buena puntería! —gritó Eskkar al tiempo que palmeaba al joven en la espalda. Se inclinó por el borde para ver qué sucedía debajo y luego dirigió la mirada hacia el Sur, en dirección a la puerta. Eskkar y Gatus se habían enfrentado a más de trescientos hombres y a buena parte de otro grupo. A pesar de todo, los habían rechazado.
Todos los soldados de la muralla estallaron en gritos de victoria, con los puños o los arcos alzados contra los bárbaros que se retiraban. Gatus apareció, caminando con cuidado a lo largo de la muralla esquivando con habilidad a los excitados soldados, ya que no quería caerse del parapeto. Ya le había sucedido bastantes veces durante los entrenamientos.
—Bien Gatus, has sobrevivido a otra batalla.
Su segundo al mando sonrió.
—Sí, capitán. Y tú ya puedes envainar tu espada. Pero será mejor que la limpies primero. ¿Es buena?
Todavía tenía la ensangrentada espada en la mano.
—Excelente. ¿Algún problema en tu zona?
—Ninguno de importancia. La mayor parte del ataque ha sido por aquí. ¿Vamos a examinar la entrada?
Era un buen consejo. Pero primero Eskkar quería hablar a los soldados. Tuvo que alzar la voz.
—¡Silencio!
Tres veces tuvo que gritar hasta que sus hombres se percataron de que era él quien daba la orden y se callaron.
—Habéis hecho un buen trabajo. —Estas palabras suscitaron otro grito de victoria. Volvió a levantar la mano exigiendo silencio—. Pero esto ha sido sólo una pequeña prueba, una pequeña ofensiva para ver de qué estamos hechos. El próximo ataque será peor, mucho peor, así que dejad de hacer ruido y poneos a trabajar. ¿Dónde están los hombres del foso?
Todos miraron alrededor, pero nadie respondió.
—Que se muevan. Ya saben lo que tienen que hacer.
Los hombres del foso, en su mayoría jóvenes y muchachos, descenderían al foso con sogas para recuperar flechas y armas y despojar a los muertos. Al instante, unos treinta hombres y muchachos comenzaron a deslizarse por las cuerdas, armados sólo con largos cuchillos para acabar con los heridos. Cada uno llevaba un carcaj o una bolsa vacía para recoger todo lo que tuviera algún valor.
Cada flecha era muy valiosa. Buena parte de ellas estarían rotas, dañadas irremediablemente o perdidas. Todo arquero sabía que una flecha podía desvanecerse completamente, aunque la viera caer y señalara su lugar exacto. Pero sus puntas eran de bronce y no debían desperdiciarse.
Eskkar y Gatus se dirigieron rápidamente hacia la entrada, en donde Bantor y Sisuthros los esperaban, sonrientes. Sisuthros tenía un pequeño corte en la mejilla que todavía sangraba.
—Es sólo un rasguño, capitán. Pero los rechazamos con facilidad. La mayor parte del ataque tuvo lugar en tu sector.
—Habéis estado muy bien los dos. ¿A cuántos habéis matado? ¿Cuántos perdimos?
Los dos hombres intercambiaron una mirada antes de que Bantor respondiera avergonzado.
—Humm… no lo sé, capitán. Todavía no los hemos contado.
Las órdenes dadas por Eskkar habían sido claras. Inmediatamente después del ataque había que enviar a los hombres del foso a recuperar las armas y a contar a los enemigos muertos.
—No sé a qué esperáis entonces —dijo secamente, logrando enfatizar más el tono de voz que las propias palabras—. Usad la polea para meter a los caballos muertos. Nos vendrá bien la carne fresca.
La polea consistía en un largo palo montado sobre una viga enterrada en el suelo, utilizada para elevar objetos pesados o agua desde el río. Un extremo se cargaba con piedras, de modo que los trabajadores podían añadir su peso al de las piedras y usar el palo como palanca para levantar objetos pesados. Los constructores la utilizaban cuando edificaban las casas, y los comerciantes hacían lo propio para cargar y descargar mercancías en el muelle.
Eskkar se dirigió a Gatus.
—Subamos a la torres y veamos qué sucede.
La torre era la estructura más alta de Orak. Desde su parte superior podían ver con claridad a los líderes de Alur Meriki conversando a un kilómetro de distancia. Habían desmontado y estaban discutiendo.
—Apuesto a que algunos quieren volver a intentarlo.
—Harían mejor si cambiaran de táctica —respondió Gatus.
—Ojalá que no lo hagan. —Eskkar, tapando el sol con su mano, oteaba la llanura. Los Alur Meriki habían atacado Orak como si la muralla no existiera, utilizando su estrategia habitual de lanzar una lluvia de flechas, seguidas de lanzas y espadas. Debían de suponer que los pobladores se asustarían y huirían. Pero el muro los había protegido, y los defensores habían pasado la prueba de fuego. Los atacantes, por su parte, no tenían dónde refugiarse.
—No tienen más escalas —señaló Gatus—. Serían unos estúpidos si intentaran una nueva incursión sin ellas.
El capitán se inclinó sobre el parapeto de la torre, donde los hombres habían comenzado a amontonar lo que habían recogido.
—¡Los de ahí abajo! Primero recoged todas las escalas y postes para escalar y pasadlos al otro lado de la muralla. ¡Haced correr la voz! —Se giró hacia Gatus—. Tienes razón. No tenían suficientes escalas, y ahora tendrán que fabricar más, muchas más. Así que probablemente hemos terminado por hoy, y quizá incluso mañana nos dejen tranquilos.
—Tampoco queda demasiada madera en los alrededores —observó Gatus—. Tendrán que cabalgar un largo trecho para conseguir materiales.
Cada pedazo de madera que los bárbaros podían utilizar había sido destruido. Ni casas, ni carros, ni establos, nada. Incluso los caballos tendrían que desplazarse para encontrar forraje. Los Alur Meriki sabían cómo vivir de la recolección, pero el territorio que rodeaba Orak no tenía nada que ofrecerles.
—Bueno, Gatus, cuando vuelvan tendrán escalas en abundancia, cuerdas, rampas y cualquier otra cosa que se les ocurra.
Gatus se rascó el mentón y se atusó la barba.
—Y tampoco intentarán lanzar sus flechas desde sus monturas.
—No, no volverán a intentarlo —convino Eskkar—. Buscarán un método más sencillo y tardarán unos días, esperando al grupo del otro lado del río. Si estuviera en su lugar, la próxima vez intentaría quemar la puerta, atacarla con fuego y con hachas.
—Quizá lo intenten por la noche.
Era la principal preocupación del viejo soldado, aunque a Eskkar le parecía poco probable. Las batallas nocturnas no figuraban en la lista de habilidades de los guerreros. No se podía usar bien el arco, los caballos debían quedar en la retaguardia y, más importante aún, nadie vería su valentía, lo que, si tenían en cuenta su forma de pensar, no era algo insignificante precisamente.
—Por eso estás a cargo de la guardia nocturna —le dijo Eskkar con una sonrisa—, porque sé que mantendrás a los hombres alerta y vigilantes. Pero pienso que probarán primero con la puerta. Saben cómo hacer uso del fuego, así que espero que la próxima vez haya una gran cantidad de flechas incendiarias.
Los gritos hicieron que dirigiera su vista al Norte, donde un pequeño grupo de Alur Meriki había intentado acercarse, enfurecidos ante la imagen de los pobladores saqueando a sus muertos. Pero unas pocas flechas de los defensores más cercanos los alejaron, dejando otros cadáveres más sobre la hierba ennegrecida.
Eskkar y Gatus abandonaron la torre para encontrarse con Bantor, que venía a su encuentro.
—Capitán, hemos contado sesenta y nueve cadáveres, y el mismo número de caballos. En nuestras filas hay ocho bajas y diecisiete heridos, pero sólo uno de gravedad.
Los bárbaros tenían al menos unos cincuenta o sesenta heridos, de los que un tercio seguramente moriría, y muchos caballos heridos. Había resultado una buena proporción, ocho contra setenta. En cuanto a los soldados heridos, si uno recibía un flechazo en la cara o el cuello, poco se podía hacer por él. Pero las heridas en los brazos eran menos peligrosas y los chalecos de cuero y los cascos que usaban los hombres eran capaces de amortiguar una flecha, excepto si se disparaba a corta distancia. Aunque no era el momento de felicitarse.
—¡Sólo setenta bárbaros! ¡Gatus! ¿Has visto cuántas flechas erraron en la primera andanada? Apenas si derribaron a algún guerrero. Di a los hombres que afinen la puntería o que los arrojaré al otro lado de la muralla.
Bantor y Gatus se miraron pero no dijeron nada.
—Acabamos de matar a sus guerreros más débiles y torpes —explicó Eskkar, levantando la voz para que todos lo oyeran—. El próximo grupo será mucho más experimentado y fuerte, y sabrá a qué atenerse. Que los hombres dejen de fanfarronear y se preparen. Gatus, cuando los hombres del foso regresen, dile a Corio que comience a llenarlo de agua. Asegúrate de que los pozos y las norias funcionen sin descanso hasta que el foso se convierta en un barrizal.
Corio calculaba que llevaría un par de días hacer que la tierra se ablandara lo suficiente, y algunos más en la zona situada ante la entrada, donde el foso era el doble de ancho.
—Quiero que para mañana el foso sea un pantano.
Eskkar pensó que era la mejor idea para mantener ocupados a los soldados. Se fue caminando, satisfecho con los resultados, a pesar de las duras palabras que había dirigido a los hombres.
***
Dos horas más tarde, Eskkar se reunió con sus comandantes en la mesa del patio. Las sombras de la tarde habían empezado a extenderse, ofreciendo un poco de alivio a los allí congregados.
—Los pozos y las norias están en funcionamiento para llevar agua al foso —informó Gatus cuando todos estuvieron sentados—. Hemos arrastrado hacia el interior del poblado a trece caballos muertos, que se están asando con la madera de las escalas bárbaras. —Se rió de semejante ironía.
—Esperemos contar con más leña y carne tras el próximo ataque —dijo Eskkar con una sonrisa—. La próxima vez tendremos que luchar también contra el fuego. Traerán ramas y hierba empapadas en aceite. Cargarán contra toda la muralla al mismo tiempo y todos los sectores serán atacados. Habrá muchos guerreros a pie para cubrir a los que se lancen contra la muralla y la puerta. Y esta vez enviarán a todos sus guerreros, no a un grupo. —Se dirigió a Corio—. Ha llegado tu momento, maestro constructor. Amontonarán leña contra la puerta, intentando quemarla o derribarla, mientras tratan de abatir a nuestros hombres de las murallas y las torres.
Corio se movió incómodo en el banco.
—La puerta aguantará, capitán, y no arderá con facilidad. Si los hombres resisten en la muralla, la puerta también lo hará.
Todas las miradas se concentraron en Sisuthros y Bantor. Los dos hombres habían trabajado juntos en los últimos dos meses, construyendo y vigilando la muralla y la puerta y entrenando a los soldados.
—Capitán, defenderemos la puerta —aseguró Bantor—. Muchos morirán, pero la protegeremos.
Eskkar consideró aquella cuestión durante algunos instantes.
—Destinaremos la mitad de los hombres del clan del Halcón a las torres y a la puerta, excepto unos cuantos que se repartirán a lo largo de la muralla. Mantén a los más experimentados en la reserva para refuerzos. —Después miró a Nicar—. También necesitaremos a los mejores pobladores. Y agua, piedras, armas, flechas y hombres que ayuden a rechazar a cualquiera que escale la muralla.
—Para eso nos hemos entrenado, capitán —respondió con calma el comerciante—. Sabemos cuáles son los riesgos.
Miró en torno a la mesa. Ningún asunto parecía quedar por discutir. Los largos meses de preparativos habían resuelto muchos problemas.
—¿Hay algo más que deba ser considerado?
Cuando Eskkar, agotado, decidió ir a dormir un poco, la noche estaba ya muy avanzada. Revisó la muralla por última vez, asegurándose de que hubieran repartido las raciones a sus hombres. La comida iba a ser escasa durante los próximos meses y tenía que ser almacenada y distribuida cuidadosamente. Luego atravesó el patio, en donde soldados y pobladores continuaban trabajando bajo la luz de las antorchas, se detuvo en el pozo, donde se lavó la cara y el pecho.
Desde aquel día hasta que los bárbaros fueran expulsados, las murallas estarían vigiladas a todas horas y reforzadas durante la noche. También serían iluminadas con antorchas, y los arqueros tendrían que estar preparados para cualquier eventualidad. Gatus dormiría muy poco aquella noche, ya que planeaba hacer una inspección sorpresa. Y aquel que no estuviera completamente despierto y alerta recibiría diez latigazos.
Llegó al piso superior y encontró a Trella esperándolo sentada a la mesa de la sala de trabajo. Cuando levantó la mirada, se dio cuenta de que su aspecto había cambiado. Tardó un momento en percatarse de que la invadía un enorme cansancio, algo que nunca había visto antes en ella. Una ligera sonrisa apareció en su rostro al verlo. Eskkar se aproximó y se inclinó para besarla.
—¿Has comido algo?
—No desde esta mañana. Iba a hacerlo, pero después comenzó el ataque y todos se pusieron a correr de un lado a otro. —Lo miró a los ojos—. Te vi en la muralla, y de repente tuve miedo de que te mataran.
Se sentó a su lado. Annok-sur pidió permiso para entrar, aunque la puerta estaba abierta. Traía una bandeja con lonchas de carne de caballo asada, pan y aceite tibio. La dejó sobre la mesa y luego se dirigió a la mesa auxiliar y llenó dos copas de vino.
—Deberías atender a tu esposo, Annok-sur —comentó Eskkar agradecido mientras cogía una de las copas que le ofrecía. El olor de la carne asada le recordó que no había comido nada desde antes del ataque.
—Ya lo he hecho —respondió Annok-sur—. Regresó hace una hora y ya está durmiendo. —Lo miró con dureza—. Deberías cuidar un poco más a tu esposa. Ella necesita mantenerse fuerte. —Su mano descansó sobre el hombro de Trella un instante antes de abandonar la estancia.
Trella volvió a sonreír, esta vez con un poco más de vivacidad.
—Annok-sur es como la hermana mayor que nunca tuve. Se preocupa por mí todo el tiempo. Pero voy a comer un poco.
—No, vas a comer como es debido y también a tomar un poco de vino —le dijo Eskkar mientras le acercaba un trozo de carne—. Y yo también, antes de que Annok-sur vuelva y nos dé unas bofetadas a ambos.
Comieron en silencio. Eskkar terminó su parte y tomó un largo trago de vino. Se recostó en su silla, mirando a Trella hasta que ella terminó.
—Ahora dime, ¿qué te preocupa?
La muchacha bebió un poco más de vino, aunque habitualmente se limitaba a unos sorbos.
—Cuando comenzó el ataque, me quedé observando desde el tejado de una casa, al otro lado de la calle. Allí estabas, de pie, y vi las flechas que pasaban sobre tu cabeza. Mucha flechas. —Apartó la mirada—. Pensé que te vería morir, ante mí. Si no hoy, tal vez mañana, o al día siguiente. —Sus ojos se encontraron con los suyos—. ¿Qué me sucederá si tú mueres, Eskkar? ¿Qué pasará conmigo?
La pregunta le dejó sorprendido.
—Si el poblado cae, Trella…
—No me refiero a eso. ¿Qué será de mí si tú mueres y los bárbaros son expulsados?
Abrió la boca, asombrado. Así que era eso lo que la atemorizaba. No la idea de morir, sino la de seguir viva. No se le había ocurrido pensar en las posibles consecuencias de su muerte. Había arriesgado su vida demasiadas veces como para preocuparse. En el campo de batalla uno vivía o moría, y quienes pasaban demasiado tiempo obsesionados por su destino solían terminar muertos.
Si la aldea caía, Trella acabaría como esclava en la tienda de algún bárbaro, golpeada sin piedad, entregada sin consideración a los guerreros que quisieran disfrutar de ella si su nuevo amo así lo decidía y maltratada sistemáticamente por las mujeres del guerrero y sus hijos. Muchas mujeres se suicidaban, incapaces de soportar una existencia tan dura y brutal.
Esa noche, aquel tremendo destino se le pasó por la cabeza. Probablemente sería una de las que preferirían matarse antes que soportar la esclavitud. Para Trella, la peor tortura sería que le impidieran pensar o controlar su vida.
Levantó la copa de vino y la vació. Estuvo tentado de llenarla de nuevo, pero lo hizo de agua, mientras aprovechaba para pensar lo más rápido posible.
Trella esperaba con paciencia, como siempre, sin apremiarlo, sabiendo que necesitaba más tiempo que ella para llegar a una conclusión.
—Si yo muero, la casa y el oro serán tuyos. Gatus y Bantor te protegerán hasta…
Su voz se fue apagando. Sus soldados podían morir con tanta facilidad como él, y ellos tenían que ocuparse de sus propias mujeres. Trella no tenía parientes a quienes acudir. Al ser dueña de bienes, sería presionada para que volviera a casarse, y las Familias podrían elegirle un nuevo esposo, una obligación de toda viuda sin parientes.
—Te buscarían un nuevo esposo, o tal vez pudieras elegir uno por ti misma, puesto que te conocen y respetan. Eres joven y hay muchos hijos entre las Familias…
—Sería vendida de nuevo —respondió secamente—, ahora por mi oro y mi reputación, para ser exhibida por mi nuevo esposo hasta que se cansara de mí o se enfadara conmigo si dijera algo que no le gustara.
Eskkar intentó pensar qué más podía decirle. Le entraron unas enormes ganas de beber más vino, y deseó que Trella hubiera sacado el tema en otro momento.
—No puedo saber qué nos deparará el futuro. Ya hablaremos de esto mañana, cuando hayamos descansado.
Trella permaneció en silencio, sentada, con la mirada baja. Eskkar se levantó, se dirigió al dormitorio y, tras quitarse la túnica, se dejó caer sobre la cama, intentando dormir, pero no podía alejar de su mente lo que había dicho la muchacha. Lo peor era saber que ella tampoco encontraba solución al problema. De otro modo, ya la habría sugerido. Trató de pensar pero su cuerpo, agotado después de la batalla, lo traicionó, cayendo en un profundo sueño. Ni siquiera se despertó cuando Trella, después de un buen rato, apagó las lámparas, se acostó a su lado, le pasó el brazo por el hombro y lloró hasta quedar dormida.