Prólogo
Orilla este del río Tigris, año 3158 a. C.
El poblado se extendía frente a él como un cordero rodeado por una jauría de lobos. Thutmose-sin detuvo su sudoroso caballo sobre la cima de una colina, mientras sus hombres formaban a cada lado. Examinó la llanura, fijándose en los cultivos y los canales de regadío que los alimentaban. Sus ojos se desviaron hacia el poblado situado a tres kilómetros escasos de distancia. Allí el Tigris se retorcía abruptamente en torno al grupo de cabañas de barro y tiendas que se levantaban en su orilla. Ese día, el río, que suministraba el sustento vital a los comedores de tierra, se convertiría en el obstáculo que les impediría la huida.
Para aquellos que todavía no habían escapado, se corrigió Thutmose-sin. Habría deseado atacar el poblado por sorpresa, pero se había corrido la voz, como solía suceder. Sus guerreros habían cabalgado durante cinco días deteniéndose sólo para dormir. A pesar de su esfuerzo, los comedores de tierra habían sido advertidos y contaban con unas horas de ventaja. Las noticias de su llegada seguramente bajaron con la corriente del río, más rápidas que un hombre a caballo. Incluso en ese momento, Thutmose-sin podía ver algunas barcas dirigiéndose frenéticamente hacia la orilla opuesta del Tigris. Aquellos afortunados usarían el río para eludir el destino que él les había preparado.
Sus hombres fueron tomando posiciones en el lugar. Cerca de trescientos guerreros formaron una línea a lo largo de la colina, con Thutmose-sin en el centro. Unos encordaron su arco, otros desenfundaron su lanza o desenvainaron la espada. Habían repetido aquellos gestos tantas veces mientras se preparaban, no para la batalla, sino para la conquista, que no era necesario dar orden alguna. Cuando las armas estuvieron listas se miraron unos a otros. Todos los jinetes bebieron de su odre de cuero, vaciando luego el resto sobre la cabeza y el cuello de su caballo. Ya habría agua en abundancia cuando llegaran a la aldea.
Su lugarteniente, Rethnar, se acercó.
—Los hombres están dispuestos, Thutmose-sin.
El jefe volvió la cabeza, vio la determinación en el rostro de Rethnar y sonrió ante su excitación. A continuación miró a ambos lados de la línea formada por sus hombres y vio que uno de cada diez guerreros levantaba la lanza o el arco. Estaban más que preparados. La recompensa, después de aquellos días de esfuerzo, los esperaba.
—Entonces comencemos.
Espoleando a su caballo, Thutmose-sin inició el descenso. Sus hombres le siguieron. Descendieron la ladera con lentitud. Con caballos frescos habrían cabalgado pendiente abajo, aquellos últimos tres kilómetros, en una impetuosa carrera. Pero después de cinco días de camino, ningún guerrero quería arriesgarse a perder un caballo agotado pero valioso, y sobre todo cuando el fin del viaje estaba tan próximo.
Cuando llegaron a la llanura, la fila de jinetes comenzó a dispersarse a medida que el terreno se hacía llano. Pequeños grupos se dirigieron hacia los extremos, comenzando a recorrer los alrededores. Buscarían en las plantaciones más alejadas y en las granjas, empujando a los habitantes hacia la aldea.
El grupo principal de guerreros avanzó por los dorados campos de trigo y cebada, con Thutmose-sin a la cabeza. Pronto desembocaron en el ancho sendero que llevaba a la aldea y llegaron a sus proximidades en apenas dos minutos.
En aquel momento, los guerreros más jóvenes con los caballos más descansados tomaron la delantera, elevando sus gritos de guerra sobre el estruendo de los cascos de sus cabalgaduras. Adelantaron a unos cuantos campesinos, ignorando los gritos de las mujeres, el terror de los hombres y el llanto de los niños. Una tosca valla de madera de la altura de un hombre podría haberlos detenido durante unos instantes, pero la puerta se hallaba abierta y sin defensas. Los guerreros entraron en el poblado sin encontrar resistencia.
Thutmose-sin vio cómo moría el primero de aquellos infelices. Un hombre anciano, caminando a trompicones por el miedo, intentaba llegar a una cabaña. Uno de los guerreros lo derribó con su espada y acto seguido levantó el arma ensangrentada mientras lanzaba al aire su grito de guerra. Las flechas volaban por todas partes, alcanzando a los hombres y mujeres que no se habían puesto a cubierto. Los jinetes se desplegaron en abanico, algunos desmontando para entrar a las chozas, espada o lanza en mano, en busca de víctimas. Todo aquel que se resistiera moriría, por supuesto, pero muchos serían asesinados sólo para satisfacer la sed de sangre. El resto sería capturado. Alur Meriki necesitaba esclavos, no cadáveres.
Thutmose-sin no prestó atención a los gritos mientras avanzaba lentamente por la aldea, con diez miembros de su guardia personal rodeándolo por el estrecho camino. Observó que algunas de las construcciones tenían incluso dos pisos de altura, una muestra de la riqueza y prestigio de sus dueños. Algunas casas se alzaban detrás de altos muros de barro, mientras que otras estaban separadas del camino por pequeños jardines.
Llegó al lugar de reunión en el centro de la aldea, un gran espacio abierto con un pozo de piedra en el centro. Más de una docena de carros, con sus sucias telas ondeando en la ligera brisa, llenaban el mercado. Unos cuantos todavía tenían mercancías, aunque todos habían sido abandonados. Una aldea rica, le habían dicho sus exploradores.
Hizo una pausa para dejar que los caballos bebieran en el pozo. Luego se dirigió por un ancho sendero lateral hacia un extremo de la aldea. Siguió el camino hasta llegar al río. Allí se detuvo y desmontó, pasándole las riendas a uno de sus hombres. Un embarcadero de madera se adentraba una docena de pasos en el Tigris. Fue caminando hasta el borde, mientras se ajustaba la ancha tira de algodón azul bordada con hilo rojo que impedía que el pelo le cayera sobre los ojos. Entonces se detuvo y fijó su mirada en la orilla opuesta.
Incluso en aquel vado, en mitad del verano, el Tigris llegaba casi hasta el borde de su orilla y su profundidad sobrepasaba la altura de un hombre. Una embarcación facilitaba el cruce a la otra orilla, pero ésta se encontraba en el otro lado, junto a tres barcas más pequeñas, ahora abandonadas. La más grande de ellas se inclinaba en un ángulo extraño. Alguno de aquellos desgraciados debía de haberla desfondado.
La orilla opuesta se elevaba abruptamente hacia una colina rodeada de palmeras y álamos. Thutmose-sin alcanzaba a ver a cientos de personas corriendo frenéticamente cuesta arriba, algunos con animales, otros cargando sus escasas pertenencias, los hombres ayudando a las mujeres y a los niños. La mayoría seguía un serpenteante camino que cruzaba un desfiladero entre las colinas más cercanas. Casi todos se volvían para mirar hacia el río, aterrorizados ante la posibilidad de que los jinetes los persiguieran. Aquellos miserables cobardes correrían todo lo que pudieran y lo más lejos posible, y luego se ocultarían entre las rocas y en cuevas, temblando de miedo y rezándole a sus débiles dioses para que los librara de Alur Meriki.
Estaban ya más allá de su alcance, y aquella constatación enfureció a Thutmose-sin, aunque su rostro no reflejara emoción alguna. Los agotados caballos no tenían fuerzas para luchar contra la corriente, y mucho menos para perseguir a los aldeanos, y tampoco contaba con medios adecuados para transportar a los cautivos o mercancías que pudiera capturar a este lado del río.
Odiaba el Tigris, odiaba todos los ríos casi tanto como a los campesinos que habitaban sus orillas. Los ríos, con sus embarcaciones que podían viajar más lejos y más veloces que un caballo al galope, llevando en su interior hombres y mercancías. Y lo que era peor aún, las aguas, en su fluir, daban vida a las aldeas —abominaciones— como ésta, y permitía que crecieran y prosperaran.
Thutmose-sin respiró hondo y retrocedió por el embarcadero. Nada dejaba vislumbrar su descontento. Montó de nuevo en su caballo, guiando a su guardia de regreso a la aldea, donde el lamento de los cautivos comenzaba a hacerse audible. Cuando llegó al pozo, Rethnar lo estaba esperando.
—Salud, Thutmose-sin. Una hermosa aldea, ¿no es verdad?
—Salud, Rethnar.
Thutmose-sin respondió formalmente, para afirmar su autoridad. Los dos hombres eran prácticamente de la misma edad, poco menos de veinticinco años, pero Thutmose-sin tenía bajo sus órdenes a la mayoría de los guerreros, y el sarrum —rey— del clan le había dado a él la responsabilidad de aquel ataque. El hecho de que el sarrum fuera el padre de Thutmose-sin no disminuía su autoridad.
—Sí, pero muchos escaparon cruzando el río.
Rethnar se encogió de hombros.
—Uno de los esclavos dijo que se enteraron de nuestra llegada hace unas horas. Les llegó el aviso por el río.
—Con tiempo suficiente para que la mayoría de ellos huyera. —Thutmose-sin había avanzado con sus hombres sin descanso en los últimos tres días para evitar aquella situación—. ¿Dijo el esclavo cuántas personas había en la aldea?
—No, Thutmose-sin. Pero lo averiguaré.
—Entonces encárgate de ello, Rethnar.
El resto de los aldeanos estaría oculto bajo sus lechos o en agujeros cavados bajo las chozas. Llevaría algunas horas encontrarlos a todos.
Thutmose-sin desmontó y se acercó al pozo. Uno de sus hombres le tendió un balde con agua fresca y él bebió hasta saciarse, y luego se lavó la cara y las manos. Despidió a la mayoría de sus escoltas, para que pudieran aprovecharse del pillaje. Allí ya no harían falta.
Con sólo tres hombres, comenzó a explorar. Entró en varias de las casas más grandes, con ganas de ver su interior y cómo vivían sus habitantes. Hizo lo mismo en media docena de tiendas y talleres. Abundaban los signos de la huida repentina de sus dueños: comidas a medio consumir, mercancías exhibidas para la venta sobre los carros o en el interior de las tiendas antes de que sus dueños escaparan. Lentamente, examinó los cinturones de cuero, las telas, las sandalias y las cerámicas desperdigadas por doquier. Entró, incluso, en una taberna, pero el ácido olor le hizo retirarse.
Tomó otro de los caminos y se preguntó cómo era posible que los comedores de tierra vivieran en el interior de aquellas paredes de barro que bloqueaban el viento y el cielo, rodeados por el olor y la mugre de cientos de personas sucias. Un verdadero guerrero vivía libre y orgulloso, sin atarse a lugar alguno, y conseguía, con su espada, lo que necesitaba o quería.
Una casa más grande, casi escondida detrás de un muro, le llamó la atención. Empujó la puerta de madera. En vez del jardín habitual, encontró una herrería, con dos fraguas, un fuelle y tres tinajas de distinto tamaño para enfriar el metal. Aperos de labranza a medio reparar yacían por el suelo o sobre las mesas. Pero casi la mitad de taller estaba compuesto por herramientas para fabricar armas. Modelos de arcilla para espadas y dagas se apoyaban contra la pared del jardín. Piedras para cortar y afilar se amontonaban en un estante, y un largo bloque de madera, cruzado por marcas, mostraba el lugar en el que el herrero probaba las nuevas espadas.
El herrero se había llevado consigo sus utensilios, por supuesto; o los había escondido en alguna parte. Las armas y las herramientas valían tanto como los caballos. El propietario de aquella forja habría sido un esclavo útil, pero, seguramente, una persona tan importante habría cruzado el río a la primera señal.
Aquel hombre debía de ser un experimentado artesano para ser dueño de una casa tan grande. La idea no le gustó absolutamente nada. Las mejores armas de bronce que Alur Meriki poseía provenían de aldeas grandes, como la que habían atacado. Detestaba el hecho de que los herreros de los poblados pudieran fabricar armas tan magníficas con tanta facilidad. Allí podían hacerse espadas, dagas, lanzas y puntas de flecha… y mucho mejor que las que realizaba su gente.
Eso no significaba que los de su clan no conocieran los misterios del bronce y el cobre. Pero sus fraguas portátiles no se aproximaban a la calidad o a los recursos de una gran aldea. Para forjar una buena espada de bronce hacía falta cuidado y tiempo, dos lujos que su gente no podía permitirse, al vivir en constante nomadismo.
Pocos de sus guerreros se preocupaban por las costumbres de los comedores de tierra, pero Thutmose-sin era hijo de un hombre inteligente, que le había enseñado los misterios de la vida. De la multitud de hijos de Maskim-Xul, él era el único que había nacido con la luna llena, por lo que los dioses le habían concedido astucia y una extraordinaria inteligencia. Cuando alcanzó la edad adulta, su padre había añadido sin a su nombre, para resaltar su sabiduría y buen juicio.
Thutmose-sin entendía la importancia de aprender de sus enemigos. Aquellos desgraciados representaban una amenaza incluso para Alur Meriki, una cuestión que su padre había captado perfectamente. Los integrantes de su clan se habrían sentido ofendidos por el simple hecho de pensar que los débiles aldeanos podían competir con ellos. Para sus guerreros, el enemigo sólo podía ser otro clan rival de las estepas con el que pudieran cruzarse en sus incursiones. Los patéticos comedores de tierra poseían pocos guerreros y aún menos jinetes expertos. Cualquiera de sus hombres, más fuertes, más altos y entrenados para la batalla, y acostumbrados a montar desde pequeños, podía matar a tres o más campesinos sin dificultad.
No, los comedores de tierra no conocían las artes de la guerra, ni podrían convertirse nunca en fuertes guerreros. Pero poseían un arma más mortífera que cualquier arco o lanza: la comida que les brindaba la tierra, y que les permitía multiplicarse como hormigas, sin tener que cazar o pelear por su alimento. Cuanto más sustento sacaban de la tierra, más se multiplicaban. Y un día serían tantos que ni siquiera Alur Meriki podría matarlos a todos.
Ese día no debía llegar nunca, se juró Thutmose-sin. Su padre ya era viejo y pronto debería pasar el mando que había ejercido durante tanto tiempo. Entonces él, favorito del consejo de ancianos del clan, se haría cargo de Alur Meriki. Sería su responsabilidad asegurarse de que el clan creciera y prosperara como siempre lo había hecho, a través de la conquista y el saqueo. No fracasaría en su cometido.
Pasaron horas antes de que regresara a la plaza del mercado. Los guerreros y sus cautivos llenaban el lugar. Los llantos habían cesado casi por completo. Los nuevos esclavos se encontraban arrodillados en la tierra, hacinados, hombro con hombro. El olor de su miedo era más penetrante incluso que el de sus guerreros tras cinco días de galopada ininterrumpida. Halló a Rethnar sentado en el suelo, su espalda contra el pozo, aguardando el regreso de su jefe.
—Saludos, Rethnar. ¿Cuántos esclavos?
—Vivos, doscientos ochenta y seis, después de haber sacado hasta el último de sus madrigueras. Unos setenta u ochenta muertos. Más que suficiente para nuestras necesidades. Todas las cabañas y sembrados han sido examinados. Nadie trató de resistirse.
—¿Cuántos habitantes habría?
—Casi un millar de comedores de tierra, viviendo en medio de esta mugre —respondió Rethnar, con expresión de disgusto—. Si hubiéramos llegado unas horas antes, podríamos haber capturado a otros cuatrocientos o quinientos.
—Para eso necesitaríamos caballos alados. —Habían cabalgado con tanta prisa como les fue posible—. ¿Has conseguido algún caballo?
—No, ninguno. Sin duda, el que tenía un caballo lo usó para huir hacia el Sur. Quedan seis bueyes en los campos.
Los bueyes no tenían valor alguno, al menos a semejante distancia del campamento de Alur Meriki. Thutmose-sin había esperado capturar por lo menos algunos caballos para poder transportar el botín. Alejó la idea de su pensamiento.
—¿Estás listo para comenzar?
—Sí, Thutmose-sin. Una vez que seleccionemos a los esclavos, ¿dejamos al resto con vida? —preguntó Rethnar acariciando su espada.
Thutmose-sin sonrió ante la pregunta de su subordinado. A su segundo al mando le gustaba matar.
—No, esta vez no. Han escapado demasiados. Comencemos.
Rethnar se puso de pie y empezó a dar órdenes. Los guerreros circulaban entre los prisioneros, separando a los que no estaban capacitados para el trabajo. A punta de espada, segregando a los viejos, los muy jóvenes, los enfermos y los inválidos, apartándolos del grupo principal. Arrancaban a los bebés de los brazos de sus madres, derribándolas a puñetazos si éstas intentaban resistirse. Dos hombres que trataron de defenderse fueron abatidos inmediatamente. Los hombres de Rethnar sólo estaban interesados en aquellos que fueran lo suficientemente fuertes para soportar lo que les depararía el destino. Los otros, inútiles, morirían. Thutmose-sin así lo había decretado.
La selección se realizó rápidamente. Thutmose-sin observó a sus guerreros dividir a los comedores de tierra en dos grupos, moviendo sus labios en silencio mientras los contaba. Quedarían con vida poco más de ciento cuarenta.
Cuando sus hombres terminaron la distribución, Rethnar dio la orden y comenzó la matanza. Los guerreros avanzaban metódicamente entre los seleccionados para la muerte. Las espadas se alzaban y caían. El olor a sangre pronto impregnó el aire. Los gritos y alaridos de las víctimas resonaban contra los muros. La matanza, eficiente y sistemática, duró poco tiempo. No había gloria para los guerreros en semejante tarea. Pocos se resistieron. Tres niños intentaron escapar, apremiados por los gritos de sus madres, pero una fila de guerreros les cerró el paso. Algunos imploraban la ayuda de sus dioses, Marduk o Ishtar, pero los falsos dioses de los comedores de tierra no tenían poder alguno sobre Alur Meriki.
Cuando concluyó la carnicería, Thutmose-sin montó en su caballo y se puso al frente de los que habían quedado con vida, con su guardia custodiándole con las armas desenfundadas, tanto para intimidar como para proteger. Las lágrimas se deslizaban por los rostros aterrados de hombres y mujeres. El silencio se extendió entre los supervivientes, mientras alzaban sus ojos hacia aquel nuevo guerrero.
—Yo soy Thutmose-sin de Alur Meriki. Mi padre, Maskim-Xul, gobierna sobre todos los clanes de Alur Meriki.
Habló en su idioma, aunque podía entender el dialecto de los habitantes de la aldea con facilidad. Si el poblado hubiera resistido, si alguno hubiera luchado con coraje, tal vez se habría dirigido a ellos directamente. Pero hacerlo en estas circunstancias lo deshonraría. Uno de sus hombres actuaba de intérprete y hablaba en voz alta para que todos pudieran enterarse de la suerte que les esperaba.
—En nombre de Maskim-Xul, seréis esclavos del clan de Alur Meriki durante el resto de vuestras vidas. Trabajaréis duro y obedeceréis todas las órdenes. Ahora veréis lo que os espera a quienes desobedezcan o intenten huir. —Dirigiéndose a Rethnar, le dijo—: Enséñales.
Rethnar llamó a sus hombres, que dieron comienzo a la siguiente fase en el aleccionamiento de los esclavos. Uno de sus lugartenientes eligió a dos hombres y a dos mujeres. Los guerreros desnudaron a los hombres e inmovilizaron sus extremidades en el suelo con estacas. Las cuerdas estiraban sus miembros tanto como era posible, impidiéndoles todo movimiento. Al mismo tiempo, los otros guerreros agruparon al resto de los esclavos y los obligaron a ponerse de rodillas para que pudieran presenciar la tortura. Todos debían ser testigos y nadie podía apartar su rostro o cerrar los ojos.
Unos guerreros se arrodillaron al lado de cada víctima. Cuando Rethnar dio la orden de inicio, comenzaron a cortar a los prisioneros con sus cuchillos o a golpearlos con piedras del tamaño de un puño. Los indefensos hombres gritaron aterrados antes incluso del primer tajo o el primer golpe. Cuando comenzó la tortura, sus gritos de dolor se estrellaron contra los muros de barro. El suplicio debía ser largo para que las víctimas sufrieran todo lo posible en el máximo periodo de tiempo. Su destino serviría como ejemplo para los que eran obligados a presenciarlo. Algunos de aquellos aterrorizados espectadores temblaban descontroladamente, otros gritaban, pero la mayoría observaba totalmente conmocionados. Quien apartaba la vista o cerraba los ojos recibía un golpe con la hoja de la espada.
Al mismo tiempo, otros guerreros se ocupaban de las mujeres. Una de las carretas que usaban los habitantes para las frutas y verduras servía ahora para otro propósito. Con sus humildes ropas rasgadas, dos mujeres habían sido colocadas una al lado de la otra, recostadas sobre la carreta, y estaban siendo inmovilizadas por los guerreros, mientras un primer grupo de hombres de Alur Meriki, sonriendo, formaban fila para satisfacer sus deseos. Las dos mujeres serían violadas hasta caer inconscientes y luego cortadas en pedazos, una práctica que siempre infundía un oportuno terror en las nuevas cautivas.
El proceso no duraba demasiado tiempo. Y después ya no habría resistencia. Los nuevos esclavos aprenderían la lección impartida por sus amos: obedecer cada orden al instante, sufrir todo abuso o enfrentarse a un castigo aún peor. Los Alur Meriki tenían pocos problemas con sus esclavos, ya fuesen hombres o mujeres. La muerte bajo tormento por la más mínima ofensa, real o imaginaria, era una medida suficientemente disuasoria, que mantenía a los esclavos dóciles mientras sus amos los explotaban hasta la muerte.
Thutmose-sin dio la espalda a Rethnar y vio cómo su lugarteniente se quitaba el taparrabos. Sería el primero en tomar a una de las mujeres, o a ambas.
—No dejes que mueran demasiado pronto, Rethnar.
Los alaridos de las víctimas ahogaron la respuesta.
Thutmose-sin montó sobre su caballo y se alejó de la aldea, con tres hombres de su guardia a su lado. Esta vez se dedicó a examinar las plantaciones cercanas, a estudiar las granjas, los campos e incluso el sistema de regadío para llevar el agua a los cultivos. Ningún guerrero se rebajaría nunca a cultivar la tierra, pero Thutmose-sin quería saber cómo había sido posible que aquel poblado creciera de semejante manera y que tantos se alimentaran del fruto de la tierra. Sin embargo, no encontró una respuesta convincente; a su regreso, Rethnar había concluido su actividad disuasoria. Los cuerpos, ahora cubiertos por las moscas, yacían en donde habían caído muertos. El silencio cubría la plaza del mercado. Obedeciendo a sus amos, los esclavos guardaban silencio. Ya habían aprendido la primera lección.
Desmontó y pasó sobre los cuerpos caídos para acercarse hasta donde se encontraban los aldeanos arrodillados, con los ojos fijos en las víctimas, como se les había ordenado. Unos pocos habían dirigido sus miradas hacia el jefe de Alur Meriki que se aproximaba, pero un ligero vistazo a aquel semblante severo era suficiente para bajar los ojos hacia el duro suelo sobre el que se encontraban. Ignorando a hombres y niños, examinó el rostro de las mujeres. Tres o cuatro eran lo suficientemente agradables.
—Traédmelas —ordenó a sus guardaespaldas. Éstos agarraron a las que les había indicado de entre la masa de cuerpos arrodillados. A continuación, les arrancaron sus ropas y las obligaron, de nuevo, a ponerse de rodillas.
Aquéllas eran las más bonitas de todas, aunque Thutmose-sin sabía que las lágrimas y el terror podían alterar el rostro de una mujer. Dos de ellas, temblorosas, lloraban silenciosamente, lágrimas amargas que pronto pasarían. Después de todo, sus ojos sólo podían contener una limitada cantidad de agua. Las otras dos simplemente lo miraban, con el miedo y el estupor diluyéndose ya en la desesperanza.
Thutmose-sin examinó a cada una por separado, cogiéndolas del cabello. Las dos que había elegido parecían mayores, alrededor de dieciséis o diecisiete estaciones. Le gustaban a esa edad, cuando ya habían aprendido lo suficiente sobre la forma de satisfacer a un hombre. Y ellas lo dejarían satisfecho, estaba seguro. Después de lo que habían presenciado aquel día, se esforzarían en complacerlo.
Rethnar se le acercó.
—La lección ha concluido, Thutmose-sin. ¿Comenzamos a repartir el botín? Los hombres están ansiosos por quedarse con el resto de las mujeres.
Thutmose-sin observó el sol, todavía alto en el cielo de la tarde.
—No hasta que caiga la noche. Pon a los esclavos a trabajar. Todo lo que no podamos llevarnos debe ser destruido. Quiero que lo traigan aquí y le prendan fuego. Todo, incluidos la madera de los corrales, las carretas, las herramientas, la ropa. Destruid todo lo que no se pueda quemar. Y mañana, que los esclavos derriben todas las casas. Quemad también las cosechas y matad a los animales. —Miró a su alrededor—. Esta aldea ha crecido y prosperado demasiado. Los comedores de tierra deben aprender a no construir estos lugares. Y cuando emprendamos el camino de regreso, carga a los esclavos con tanto como puedan transportar. Que sólo los más fuertes sobrevivan.
Rethnar sonrió.
—Yo les enseñaré. ¿Has de volver al consejo?
—Sí, mañana cogeré a cincuenta hombres y volveré con mi padre. Le llevaré el mejor vino y las mejores mujeres. Si tú quieres, puedes enviar a diez de tus hombres con regalos para tu abuelo.
El abuelo de Rethnar ocupaba un asiento en el consejo.
—Se pondrá muy contento.
—Has actuado bien, Rethnar. Le hablaré de ti a mi padre y al consejo.
Al tener que cargar con tantos esclavos y mercancías, a Rethnar le llevaría casi tres semanas reunirse con el clan. Y el número de esclavos aumentaría cuando sus hombres revisaran las granjas que habían dejado atrás en su camino hacia el poblado.
Thutmose-sin montó en su caballo y se dirigió a su guardia.
—Traed a mis mujeres al río.
Condujo al animal por el sendero hasta llegar a la orilla. Primero atendería a su caballo, luego se daría un baño en el Tigris. Las dos mujeres también se lavarían. No quería que llevaran a su lecho, esa noche, el olor del poblado.
En el momento de zambullirse en las purificadoras aguas pensó en todo lo que había logrado. Habían acumulado muchas mercancías y esclavos, y un gran poblado sería destruido como escarmiento a los comedores de tierra. La riqueza y el poder de Alur Meriki se incrementarían enormemente. La captura de algunos esclavos más habría hecho la incursión aún más exitosa, pero nada podía hacerse al respecto. Después de todo, las cosas habían salido bien. Su padre y el consejo estarían satisfechos.
Once años después, en las proximidades
del nacimiento del río Tigris
Thutmose-sin se dirigió lentamente hacia las diseminadas chozas hasta llegar al borde del acantilado. Desde aquella altura observaba cómo las oscuras aguas del Tigris se extendían hacia el Norte en el lejano horizonte, resplandeciendo bajo el sol, pero frías todavía desde su nacimiento en las montañas. A los pies de la colina, una caravana de hombres y animales había comenzado el dificultoso paso hacia la orilla este.
Aquella muchedumbre demostraría ser más poderosa que el líquido obstáculo que la naturaleza había colocado frente a ellos. La gente de las estepas, los Alur Meriki, viajaban hacia donde querían sin que nada se interpusiese en su camino. Dominaban a todos los pueblos, y los dirigía Thutmose-sin. Él era su rey, y ellos gobernaban el mundo.
Con treinta y cinco estaciones, el jefe de los Alur Meriki se hallaba de pie, tan fuerte y poderoso como en su juventud, sin un gramo de grasa en su cuerpo alto y musculoso. En torno a su cuello, una cadena de cobre con un medallón de oro de siete centímetros lo identificaba como caudillo de Alur Meriki. A diferencia de sus seguidores, no usaba ninguna otra joya o anillo para mostrar la importancia de sus conquistas. El medallón proclamaba su poder. Sólo los más fuertes y capaces ganaban el derecho a llevarlo.
Thutmose-sin observó con satisfacción la escena que aparecía a sus pies. El clan se extendía en una amplia línea sinuosa a lo largo de unos ocho kilómetros, una procesión serpenteante que levantaba una nube de polvo rojizo en el aire inmóvil. Cuatrocientos guerreros los guiaban, ayudando a las carretas a traspasar los tramos en donde la tierra se convertía en blanda arena, manteniendo los rebaños de ovejas, cabras y vacas en movimiento y desmontando de vez en cuando para reforzar con sus músculos a los agotados animales que luchaban contra el áspero terreno. La caravana se movía con lentitud, pero nunca se detenía.
La columna estaba formada por caballos, bueyes, carretas, mujeres, niños, ancianos y esclavos, más o menos en ese orden de importancia. Pero el núcleo más fuerte de su gente, sus guerreros más poderosos, les precedía cruzando el territorio varios días antes. Algunos iban en busca de la mejor y más accesible ruta para el paso del clan, aunque la mayoría se dedicaba al pillaje en los campos, apoderándose de cualquier cosa de valor que encontraran para enriquecer, mantener y acrecentar su clan.
Los Alur Meriki se habían convertido en el grupo más grande entre aquellos que habían llegado de las estepas del Norte hacía ya muchas generaciones. Eran ahora más de cinco mil, sin contar a los esclavos. Esto significaba que Thutmose-sin disponía de casi dos mil guerreros bajo su mando. Ningún otro pueblo de las estepas tenía tantos hombres. Y además nunca habían sido derrotados en batalla. Habían pasado más de veinte años desde que, en los días en que Maskim-Xul guiaba a Alur Meriki, otro clan se había atrevido a desafiarlos.
Satisfecho con el avance de su pueblo, Thutmose-sin se alejó con su caballo del borde de la colina. Un pequeño grupo de jinetes se aproximó a él, con el jefe de uno de los clanes a la cabeza.
—Saludos, sarrum..
Urgo, líder de clan y pariente de Thutmose-sin, empleó el título oficial para referirse a su señor. Había sido el primero en jurarle lealtad después de la muerte de Maskim-Xul, hacía ya seis veranos. Era un palmo más bajo que su primo, pero poseía mayor envergadura, aunque fuese siete estaciones mayor, y estaba en estupendas condiciones físicas. Ocho o diez horas a lomos de un brioso caballo mantenían a cualquier hombre en buena forma.
—Saludos, Urgo.
—Te traigo noticias, Thutmose-sin.
De los veinte jefes de clan que integraban Alur Meriki, el de Urgo se había transformado en uno de los más poderosos, con doscientos guerreros bajo su enseña.
Urgo o cualquiera de los otros jefes no hacían las cosas más sencillas a Thutmose-sin, aunque la mitad de ellos fueran parientes suyos en mayor o menor grado. A veces, toda la horda de Alur Meriki, con sus interminables disputas por las mujeres, caballos o el honor de algún guerrero, requería menos esfuerzos de control que las discusiones de los veinte miembros del consejo.
Thutmose-sin regresó con Urgo a la cima de la colina. Había dejado atrás a su guardia, para que no pudieran oírles. Se sentaron en el borde del promontorio, desde donde podían ver a la procesión desplegarse a sus pies. Tardarían tres o cuatro días en cruzar el Tigris. Acamparían allí por lo menos durante una semana, para descansar y reparar las carretas, y para permitir que las ovejas y las cabras pastaran en abundancia y engordaran antes de continuar la marcha.
—Un comerciante del río me ha proporcionado una interesante noticia —comenzó Urgo sin preámbulo alguno—. Me ha dicho que hay un gran poblado lejos, hacia el Sur. Se llama Orak. El comerciante jura que hay dos mil comedores de tierra viviendo allí.
—¿Dos mil? —La voz de Thutmose-sin se alzó con un tono de incredulidad. Superaba en más del doble a cualquier otro lugar que Alur Meriki hubiera visto antes. Un poblado de semejante tamaño, si podía autoabastecerse, contaría con grandes recursos y les proporcionaría un enorme botín—. ¿Pueden tantos comedores de tierra vivir en el mismo lugar? ¿Estás seguro de que el comerciante te dijo la verdad?
—Sí, sarrum, le creo —respondió Urgo—. Otros han hecho ya referencia a ese lugar. Déjame que te muestre dónde está.
Comenzó a dibujar un mapa sobre la arena. Con unas sencillas líneas hechas con su cuchillo y con la ayuda de unos guijarros para marcar montañas y otros hitos, Urgo trazó el río y los montes que se elevaban hacia el Este. Como siempre, impresionó a su sarrum tanto por su memoria como por su habilidad para trazar mapas. Aquel guerrero podía dibujar con tanta exactitud los emplazamientos de todos los lugares que el clan había cruzado como si los hubiera visto el día anterior, y no cinco o diez años antes.
—Cuando crucemos el Tigris —dijo Urgo—, continuaremos hacia el Este. En pocas semanas buscaremos una ruta hacia el Sur. Si viramos el rumbo aquí, o aquí —dijo indicando lugares en el mapa—, como hemos planeado, pasaremos lejos de Orak, al Noreste. Estarán demasiado lejos para que los ataquemos. Si deseamos asaltar ese lugar, debemos cambiar antes de dirección. Podríamos dirigirnos directamente hacia esta aldea, tal vez siguiendo el curso del Tigris. Las tierras a lo largo del río son fértiles. Habrá mucho grano y mercancías para llevarnos. No es la marcha que habíamos planeado, pero este gran poblado nos proporcionará muchos recursos. —Urgo respiró hondo—. Cualquiera que sea la ruta que elijamos, cuando estemos algo más cerca podríamos enviar algún grupo para conquistar Orak. Dos mil comedores de tierra tendrán suficientes bienes y pocos sitios donde ocultarlos.
Thutmose-sin observó las líneas en la arena.
—Este lugar me resulta familiar.
—Debería serlo —dijo riendo Urgo—. Lo atacaste hace unos años, antes de convertirte en sarrum. Orak era un poblado grande en aquella época, y de allí trajiste muchos esclavos.
Thutmose-sin acarició la empuñadura de su espada, intentando recordar un ataque entre tantos. El nombre no le decía nada, pero reconoció la curva del Tigris.
—Sí, lo recuerdo. Un buen ataque. Pero la aldea no era tan grande entonces. Además matamos a casi toda la población y la destruimos. ¿Puede haber crecido tanto en tan poco tiempo?
Urgo se encogió de hombros.
—Debe de haberío hecho.
Parecía una decisión sencilla, fácil de tomar, y no muy distinta a muchas otras similares a las que el clan se enfrentaba a diario. Pero, aun así, Thutmose-sin dudó.
—Un poblado de ese tamaño es un desafío a nuestro modo de vida, Urgo —le dijo—, y aunque sólo fuera por esa razón ya merece ser destruido. Pero no hemos planeado dirigirnos tan al Sur. Si lo hacemos, añadiremos muchos kilómetros a nuestro viaje. Tendríamos que apresurarnos para alcanzar nuestro campamento de invierno. Puede que lo que encontremos al llegar a Orak no merezca que nuestra expedición se prolongue durante varias semanas más.
—Sí, es posible —respondió Urgo—, es el problema de siempre.
Thutmose-sin entendía la prudencia del guerrero. Urgo no tomaba aquellas decisiones. Sólo Thutmose-sin o el consejo en su totalidad podía cambiar el itinerario. Pero Urgo tenía la responsabilidad de recopilar información sobre los territorios que cruzaban y de sugerir posibles ataques o rutas a seguir. El sarrum comprendió con toda claridad el problema que aquel hombre le planteaba. Si enviaban grupos de ataque, aquello significaría retrasos y dificultades para acarrear el botín de vuelta al campamento principal. Un guerrero cargado con armas, agua y todo lo que necesitara para su caballo apenas podía transportar nada más. Los esclavos sobrecargados viajaban lentamente y necesitaban grandes cantidades de agua y comida, que también debían ser transportadas. Si, por el contrario, conducían a todo el clan a las proximidades de Orak, entonces se encontrarían a trescientos kilómetros al oeste del campamento de invierno. Como siempre, no todas las necesidades podían satisfacerse. No importaba la decisión que se tomara, alguien siempre quedaría insatisfecho.
—Si nos dirigimos a este lugar —dijo Thutmose-sin mientras tocaba el guijarro que representaba Orak—, ellos sabrán que nos aproximamos. Estos grandes poblados se vacían mucho antes de que nuestros guerreros lleguen. Incluso los granjeros de los alrededores escaparán, enterrando previamente sus herramientas y granos para la siembra. No importa la ruta que elijamos, se correrá la voz de nuestra llegada.
Teóricamente, capturarían Orak con todos sus habitantes y sus bienes, pero semejante acontecimiento rara vez tenía lugar, aunque fuesen enviados grupos de ataque que pudieran recorrer con rapidez grandes distancias. Las herramientas, los granos y los bienes desaparecerían, mientras que los caballos y el ganado serían ocultados o dispersados. El clan podría considerarse afortunado si capturaba un tercio de lo que poseía la aldea.
Thutmose-sin levantó la vista del rudimentario mapa y observó la llanura en la lejanía. Sin embargo, sus pensamientos seguían concentrados en Orak. No podía permitir la existencia de semejante abominación. Los habitantes de la aldea escarbaban la tierra como cerdos en busca de comida, en vez de cazarla o luchar por ella como verdaderos hombres. Los comedores de tierra vivían y se reproducían como hormigas. Uno podía destruir el hormiguero, pero en pocos años volvía a crecer, con más vigor que antes. Así había sucedido con Orak. Había destruido la aldea por completo hacía unos años y ya había vuelto a levantarse, con más pobladores que antes.
Ahora Thutmose-sin quería eliminarla y destruir a todos sus habitantes. Alur Meriki podía tolerar pequeños villorrios. Los saqueaban pero no los destruían, para poder volver a atacarlos en el futuro. Pero un poblado de dos mil habitantes era un insulto. Analizó lo que sucedería si volviera una década más tarde y la aldea hubiera duplicado su tamaño. No, Orak debía ser destruida para asegurarse de que una cosa semejante jamás pudiera suceder.
No sería sencillo. Thutmose-sin necesitaba encontrar la manera de mantener a todos sus pobladores dentro de la aldea, con todos sus bienes, hasta que fuera demasiado tarde para que la abandonaran.
—¿Se puede vadear el río fácilmente en ese poblado? —preguntó.
Urgo asintió.
—De acuerdo con el comerciante, es el único cruce accesible en cincuenta o sesenta kilómetros en ambas direcciones. Seguramente ésa es la razón de que el poblado haya podido crecer tanto.
—Entonces la mayoría de los habitantes más importantes se escaparían cruzando el Tigris o río abajo.
Thutmose-sin sacó su puñal del cinto y lo acercó al mapa de Urgo.
—Tal vez haya una manera de apoderarse de ella antes de que escapen demasiados.
Mientras hablaba, trazó con su cuchillo varias líneas en la arena. El plan que diseñó era simple, pero distinto a cualquier otro que hubieran llevado a cabo antes. La orografía del terreno los ayudaría, al igual que el Tigris. Cuando el sarrum terminó, sus cabezas, muy juntas, seguían inclinadas sobre el mapa.
—Es un plan hábil, Thutmose-sin. Conseguiremos muchos esclavos.
—La estrategia es sumamente sencilla, además tenemos más guerreros de los que necesitamos. Y los comedores de tierra harán lo que siempre hacen, y eso significará su destrucción.
Urgo mostró su aprobación.
—Sí, sarrum, no se me ocurre nada que pueda salir mal. Nos haremos con muchas cosas de valor para el clan. Comenzaré con los preparativos. Tenemos muchos meses para ultimar los detalles, y siempre podemos cambiar nuestro plan si sucede algo inesperado.
—Entonces, está decidido —dijo Thutmose-sin poniéndose de pie, al mismo tiempo que su lugarteniente—. Lo discutiremos esta noche en el consejo. —Éste lo aprobaría, por supuesto, sobre todo si Urgo lo apoyaba.
Volvió a montar en su caballo con su guardia rodeándole. Desde el borde del promontorio echaron una última mirada a la caravana. Su gente continuaba su marcha inexorable. El viaje sería lento, pero los que gobernaban el mundo no tenían necesidad de apresurarse.
En su rostro se dibujó una sonrisa, mientras hacía girar su caballo y salía al galope. Había establecido la ruta y los objetivos de Alur Meriki para los próximos seis meses. Aquellos planes significaban que algunas aldeas no serían atacadas, y sus estúpidos habitantes les agradecerían a sus dioses que los hubieran protegido, sin darse cuenta de que si existían era sólo porque él lo permitía.
Se apoderarían del poblado de Orak con tanta facilidad como si fuese la más pequeña de las granjas situadas en su camino y convertiría a sus habitantes en esclavos. Él, Thutmose-sin, así lo había decidido y, por tanto, así habría de ser. Ningún clan, ninguna aldea y ni siquiera la fuerza de la naturaleza podrían oponerse a la voluntad de su pueblo. Y esta vez, cuando terminara con ella, Orak sería sepultada en el barro del que había surgido. El hormiguero no volvería a crecer.