9
Fuerte Miln
319 d. R.
El suelo se hizo más y más pedregoso conforme los forúnculos cobraban mayor altura en el horizonte. Ragen no había exagerado al decir que una única montaña era tan grande como cien Colinas de la Turba, y esa cordillera se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista del joven. El aire refrescó cuando alcanzaron las cotas más altas y fuertes golpes de viento fustigaban las colinas. Arlen volvió la vista atrás y vio el mundo entero desplegado ante sus ojos como en un mapa. El muchacho se imaginó viajando por todas esas tierras con una simple lanza y un talego de Enviado.
Arlen no daba crédito a sus ojos cuando al final contempló Fuerte Miln. A pesar de todos los relatos de Ragen, había dado por hecho que iba a ser como Arroyo Tibbet, aunque más grande. A punto estuvo de caerse al suelo cuando la urbe fortificada se alzó imponente ante ellos.
Habían construido la ciudad en la base de una montaña desde donde se dominaba un amplio valle, al otro lado se elevaba otra cumbre, gemela a la lindante con Miln, justo en frente de la ciudad. Miln estaba circunvalada por una muralla de nueve metros de altura, aunque muchos edificios situados detrás de la misma la superaban. Cuanto más cerca estaban de la ciudad, más se extendía esta, hasta el punto de que los muros parecían prolongarse durante kilómetros en ambas direcciones.
Sobre los lienzos de la muralla estaban pintados los grafos de mayor tamaño que Arlen había visto en su vida. Fue siguiendo las líneas invisibles que comunicaban un trazo con otro, formando una red que convertía la muralla en algo infranqueable para los abismales.
Las murallas decepcionaron al joven a pesar de ser un manifiesto logro arquitectónico: las Ciudades Libres no lo eran en realidad. Los muros repelían a los abismales, sin duda, pero también confinaban a la gente en el interior de la metrópoli. Al menos en Arroyo Tibbet las paredes de la cárcel eran invisibles.
—¿Qué impide a los demonios de aire atacar por encima de la muralla? —quiso saber Arlen.
—Han fijado postes de protección en lo alto del muro para crear una especie de dosel defensor de la ciudad —le explicó Ragen.
El muchacho cayó en la cuenta de que debería haberlo deducido. Aún tenía más preguntas, pero se las guardó para sí y se devanó los sesos, especulando con las posibles soluciones.
Al fin, cuando ya había pasado el cénit del mediodía, llegaron a la ciudad. El Enviado señaló a lo alto: un penacho de humo se alzaba en el cielo varios kilómetros por encima de la ciudad.
—Las Minas del Duque —informó—. Es un pueblo en sí mismo, más grande que Arroyo Tibbet. No es autosuficiente, pero esa situación complace a Euchor de Miln. Las caravanas van y vienen casi todas las semanas: les suben comida y bajan sal, metal y carbón.
Un murete salía de la ciudad principal y recorría un amplio trayecto en dirección al valle. Arlen logró ver los postes de protección en lo alto de los mismos y también el extremo de grandes y ordenadas hileras de árboles.
—Los grandes jardines y huertos del duque —apuntó Ragen.
Los trabajadores entraban y salían por la puerta principal, abierta de par en par. Los centinelas los saludaron con la mano cuando se acercaron. Eran altos, como Ragen, y lucían yelmos abollados y gastados correajes de cuero aceitado sobre gruesas prendas de la lana. Ambos empuñaban lanzas, pero las sostenían más como adorno que como verdaderas armas.
—¡Eh, sé bienvenido, Enviado! —gritó uno de ellos.
—Gaims. Woron. —Ragen los saludó con un asentimiento.
—Hace días que te espera el duque —anunció Gaims—. Nos preocupamos cuando no apareciste.
—¿Pensasteis que me habían atrapado los demonios? —Ragen se echó a reír—, ¡de ningún modo! Los abismales atacaron la aldehuela donde me había detenido cuando volvía de Angiers. Nos demoramos un poco para echar una mano.
—¿Recogiste a un descarriado mientras estabas ahí? —le preguntó Woron con una sonrisa—. ¿Es un regalito para que tu esposa se entretenga hasta que le hagas un hijo?
Ragen puso cara de pocos amigos y el guardia se achantó.
—No pretendía ofender —se apresuró a decir.
—En tal caso, te sugiero no decir cosas que puedan resultar ultrajantes, servidor —replicó con una nota de tensión en la voz. Woron palideció y asintió—. De hecho, lo encontré en el camino —añadió Ragen al tiempo que alborotaba el pelo de Arlen y sonreía como si no hubiera pasado nada.
Esa era una de las virtudes de su protector que más le gustaban a Arlen: tenía la risa fácil y no era propenso al rencor, pero exigía respeto, y te hacía saber cuál era tu lugar. Así es como él quería ser algún día.
—¿En el camino? —preguntó Gaims, incrédulo.
—Y a varios de días de cualquier lugar habitado —chilló Ragen—. El chico es capaz de trazar signos mejor que algunos Enviados que me sé yo.
Arlen sacó pecho al oír el cumplido, orgulloso.
—¿Y tú, Juglar? —le preguntó Woron a Keerin—. ¿Cómo te han sabido tus primeras noches al raso? —El aludido torció el gesto y los guardias rompieron a reír—. Agradable, ¿a que sí?
—Las horas de luz vuelan deprisa —le cortó el Enviado—. Haz saber a Madre Jone que acudiremos a palacio en cuanto entregue el arroz y me haya pasado por casa para darme un baño y tomar una comida decente.
Los hombres lo saludaron y lo dejaron entrar en la ciudad.
La grandeza de Miln no tardó en abrumar a Arlen a pesar del desencanto inicial. Los edificios se elevaban en el aire, empequeñeciendo cualquier cosa que hubiera visto antes, y las calles estaban adoquinadas en vez de cubiertas por porquería reseca. Los abismales no podían atravesar la piedra tallada, pero Arlen no lograba imaginar siquiera el esfuerzo necesario para cortar y encajar tantos cientos de sillares.
La mayoría de los edificios de Arroyo Tibbet eran de madera con cimientos de piedra amontonada y techos de paja con placas donde trazar los signos de protección. Allí, la mayoría de los inmuebles eran de piedra tallada y tenían un tufo a eones. Todos los edificios disponían de una protección individualizada a pesar de contar con la defensa de la muralla exterior. Algunos mostraban verdaderas obras de arte y otros eran un ejemplo de pura funcionalidad.
El aire maloliente de la ciudad estaba saturado por el hedor a basura, fogatas de estiércol y sudor. Arlen intentó contener el aliento, pero pronto debió rendirse y respiró por la boca. Sin embargo, Keerin parecía respirar a gusto por vez primera.
Ragen abrió el camino hacia el mercado, donde el joven vio reunida más gente de la que había contemplado en la vida. Cientos de tipos muy parecidos a Rusco el Jabalí lo llamaban desde todas partes.
—¡Compra esto!
—¡Pruébalo!
—Tengo un precio especial, sólo para ti.
Todos ellos eran altos, verdaderos gigantes si se los comparaba con la gente de Arroyo.
Llevaban carretas de frutas y verduras de variedades desconocidas para Arlen, y había tantos puestos de ropa que llegó a la conclusión de que los milneses no pensaban en otra cosa. Había también pinturas y esculturas tan intrincadas que se preguntó cómo alguien tenía tanto tiempo para hacerlas.
Ragen los condujo hasta el extremo opuesto del bazar, donde se hallaba la tienda de un Mercader con el símbolo de un escudo.
—El hombre del duque —los avisó Ragen mientras arrastraban la carreta.
—¡Ragen! —lo llamó el Mercader—. ¿Qué me traes hoy?
—Arroz de las marismas e impuestos de Arroyo Tibbet en pago por la sal del duque —contestó el Enviado.
—¿Has podido ver a Rusco el Jabalí? —afirmó más que preguntó el comerciante—. Ese sinvergüenza sigue aprovechándose de los incautos pueblerinos, ¿verdad?
—¿Lo conoces? —inquirió Ragen.
El Mercader se echó a reír.
—Testifiqué ante el Concilio Ducal de las madres para que le retirasen la licencia de comercio después de que intentara pasar un envío de grano lleno de ratas —contestó—. Abandonó la ciudad poco después para reaparecer en los confines del mundo. Tengo entendido que sucedió otro tanto en Angiers, lo cual, para empezar, explica la razón de su presencia en Miln.
—Hicimos bien en examinar el arroz —murmuró Ragen.
Estuvieron regateando un buen rato sobre el cambio aplicable al trueque de arroz y sal, pero al fin, el Mercader entró en razón, admitiendo que el Enviado había conseguido el máximo posible del Jabalí y le entregó una tintineante bolsita de monedas para ajustar la diferencia.
—¿Puede Arlen encargarse de conducir la carreta a partir de ahora? —preguntó el Juglar.
Ragen le dedicó una mirada fugaz y asintió; luego le lanzó un portamonedas que el Juglar atrapó con habilidad antes de bajarse del vehículo.
El Enviado sacudió la cabeza mientras Keerin desaparecía entre el gentío.
—No es mal Juglar del todo —comentó—, pero le faltan redaños para viajar por los caminos.
Después, el milnés volvió a montar y guio por las concurridas calles a Arlen, a quien empezó a sofocar el ajetreo y el gentío que se movía por las calles. Se dio cuenta de que muchas personas vestían harapos a pesar del frío aire de la montaña.
—¿Qué hacen? —preguntó el muchacho al verlos agitar unas bacinetas vacías delante de los transeúntes.
—Pedir limosna —replicó Ragen—. No todos los milneses pueden permitirse comprar comida.
—¿Y no podemos arreglarlo dándoles un poco de la nuestra? —quiso saber Arlen.
Ragen suspiró.
—No es tan sencillo, Arlen —repuso el adulto—. El suelo de por aquí no es lo bastante fértil para alimentar ni a la mitad de la gente. Necesitamos el grano de Fuerte Rizón, el pescado de Lakton, las frutas y la carne de ganado de Angiers. Esas ciudades no se limitan a darlo sin más. La comida va a quienes comercian y ganan dinero para poder pagarla, los Mercaderes, y estos contratan a gente para que trabaje para ellos, y la alimentan, visten y albergan de su propio bolsillo. —Señaló con un gesto a un hombre vestido con unas ropas ásperas y mugrientas: estiró un cuenco de madera con grietas hacia un viandante, que rehuyó todo contacto visual e hizo un quiebro para evitarlo—. Así es como acabas si no trabajas, a no ser que seas de sangre real o un Hombre Santo.
Arlen asintió como si comprendiera, aunque en realidad no fue así. La gente nunca tenía nada de valor por culpa de la gran tienda de Arroyo Tibbet, pero ni siquiera el Jabalí los dejaba morir de hambre.
Llegaron a una casa y Ragen le indicó por señas a Arlen que detuviera la carreta. No era descomunal si se la comparaba con las que había visto en Miln, pero seguía siendo impresionante para los cánones de Arroyo Tibbet: la vivienda de dos plantas estaba toda hecha de piedra.
—¿Aquí es donde vives? —preguntó Arlen.
El Enviado sacudió la cabeza y echó pie a tierra. Se dirigió a la puerta y llamó con fuerza. Una joven de melena castaña recogida en una coleta contestó enseguida. Era alta y robusta, como todos los milneses. Lucía un vestido de cuello alto, largo hasta los tobillos, pero la tela se tensaba a la altura de los senos. Arlen no tenía claro si era o no guapa. Estaba a punto de decantarse por la segunda opción cuando esbozó una sonrisa que le cambió el rostro por completo.
—¡Ragen! —chilló mientras le rodeaba el cuello con los brazos—. ¡Has vuelto, gracias al Creador!
—Pues claro que sí, Jenya —repuso Ragen—. Los Enviados cuidamos de los nuestros.
—Yo no lo soy —repuso ella.
—Te casaste con uno, y eso es lo mismo. Graig murió siendo un Enviado, malditas sean las normas del gremio.
Jenya pareció apenarse y él intentó cambiar de tema enseguida. Se acercó en dos zancadas a la carreta y descargó el resto del cargamento.
—Te he traído buen arroz de las marismas, sal, carne y pescado —anunció sacando los artículos de la carreta y colocándolos en el umbral de la puerta. Arlen salió disparado para ayudarlo en la tarea—. Y también esto —agregó mientras soltaba del cinto el saco de oro y plata que había obtenido del Jabalí. También le lanzó la bolsita que le había sacado al Mercader del duque.
Jenya puso unos ojos como platos cuando la abrió.
—Oh, Ragen —empezó—, es demasiado, no puedo acep…
—Claro que puedes, y lo harás —le ordenó él, interrumpiéndola—. Es lo menos que puedo hacer.
Los ojos de Jenya se llenaron de lágrimas.
—No sé cómo agradecértelo —dijo—. He estado muy asustada. Escribir para el gremio no lo cubre todo, y sin Graig… He llegado a pensar que tal vez necesitaría volver a mendigar.
—Vamos, vamos —dijo Ragen, dándole unas palmadas en el hombro—. Mis hermanos y yo nunca dejaremos que eso suceda. Te llevaré a mi propia casa antes que permitir que las cosas vayan tan lejos —le prometió.
—¿Harías eso por mí, Ragen? —preguntó.
—Una última cosa —repuso él—. Ten, un presente de Rusco el Jabalí. —Sostuvo en alto el anillo—. Quiere que le escribas y le confirmes que obra en tu poder.
Jenya empezó a derramar lágrimas de nuevo mientras contemplaba el hermoso anillo.
—Graig era muy apreciado —le aseguró Ragen mientras le deslizaba el anillo en el dedo—. Deja que esta sortija sea el símbolo de su memoria. La comida y el dinero os durarán un buen tiempo. Tal vez para entonces incluso hayas encontrado un marido que te convierta en Madre, pero si las cosas se ponen feas y se te pasa por la cabeza vender ese anillo, ven a verme antes, ¿de acuerdo?
Ella asintió, pero seguía con la vista fija en la joya. Seguía llorando mientras acariciaba el aro.
—Prométemelo —ordenó Ragen.
—Lo prometo.
Ragen asintió y tras abrazarla una última vez le dijo:
—Vendré a verte cuando pueda.
La mujer seguía llorando cuando ellos se marcharon. Arlen permaneció con la vista fija hacia atrás mientras se iban.
—Pareces confuso —dijo Ragen.
—Y lo estoy, supongo —admitió el muchacho.
—Los padres de Jenya eran mendigos —le explicó Ragen—. El padre es ciego y la madre siempre está enferma. Sin embargo, tuvieron la suerte de engendrar una hija sana y atractiva. Ella y sus padres ascendieron dos clases sociales cuando la chica se casó con Graig. Este se los llevó a casa a los tres y aunque nunca tuvo las mejores rutas, se las arregló para mantenerlos y que fueran felices. Sin embargo —prosiguió, moviendo la cabeza—, ahora ella ha de pagar un alquiler y la comida de tres personas, y tampoco puede alejarse mucho de casa, pues sus padres no pueden valerse por sí mismos.
—Es muy amable de tu parte ayudarlos —dijo Arlen, sintiéndose un poco mejor—. Cuando sonríe, es muy guapa.
—No puedes ayudar a todo el mundo, Arlen —le explicó Ragen—, pero debes esforzarte en socorrer a cuantos sea posible.
El joven asintió.
Siguieron un trayecto sinuoso por las calles empinadas hasta llegar a una enorme mansión. Una muralla provista de una entrada enrejada rodeaba la extensa finca y la gran casona de tres pisos de altura con docenas de ventanas cuyos cristales reflejaban la luz del sol. Era mayor que el gran salón de la Colina de la Turba, y eso que allí cabían todos los habitantes de Arroyo Tibbet para la feria del solsticio de verano. Había elegantes trazos pintados de vividos colores en la casa solariega y el muro. Un lugar de tamaña munificencia debía ser la residencia del duque, dedujo Arlen.
—Mamá tenía un copón de cristal con grafos inscritos; era duro como el acero —dijo el muchacho, y alzó los ojos para mirar las ventanas mientras un hombre delgado acudía presuroso para abrir la verja—. Lo guardaba oculto, pero a veces la sacaba cuando teníamos visitas, para que vieran sus destellos.
Cruzaron el jardín, donde unos sirvientes plantaban unas matas. Los abismales jamás habían ocasionado daño alguno en ese lugar.
—Esta es una de las pocas casonas de Miln con todas las ventanas de cristal —dijo Ragen con orgullo—. Pagaría mucho por protegerlas para que no se rompieran.
—Me sé el truco —repuso Arlen—, pero necesitas que un abismal toque el vidrio para cargarlo de magia.
Ragen rio entre dientes y sacudió la cabeza.
—Entonces, tal vez no.
Había edificios más pequeños en los jardines: casitas de piedra con chimeneas humeantes y gente que iba y venía, como una aldea en miniatura. Los niños correteaban por los alrededores y las madres no los perdían de vista a pesar de realizar sus quehaceres. Avanzaron hasta las caballerizas. Al cabo de unos instantes apareció un mozo de cuadra para hacerse cargo de las riendas de Pupila Negra. Hizo una reverencia echando un pie atrás como si Ragen fuera uno de esos reyes de los relatos.
—Pero ¿no íbamos a detenernos en tu casa antes de visitar al duque? —preguntó el muchacho.
El Enviado soltó una carcajada.
—Esta es mi casa, Arlen. ¿Acaso crees que iba a jugármela en los caminos a cambio de nada?
Arlen volvió a contemplar la edificación.
—¿Todo esto es vuestro?
—Todo cuanto ves —le confirmó Ragen—. Los duques dispensan mucho dinero a quienes son capaces de plantar cara a los abismales.
—Pero la casa de Graig era muy pequeña —protestó Arlen.
—Graig era un buen hombre —respondió Ragen—, pero no pasaba de ser un Enviado del montón. Se conformaba con hacer su viajecito anual a Arroyo Tibbet y varios servicios de enlace entre aldeas cercanas. Era capaz de mantener a su familia y poco más. Jenya logró un beneficio tan alto porque el precio de los artículos adicionales que le vendí al Jabalí salió de mis fondos, sólo por eso. Graig solía verse obligado a tomar préstamos del gremio, y este se queda una buena tajada.
Un hombre alto de rostro inexpresivo abrió la puerta de la casa e hizo una reverencia. Lucía una desteñida capa azul de lana. Tenía limpios el semblante y los ropajes, una diferencia notable en comparación con los ocupantes del patio. Un muchacho no mucho mayor que Arlen se puso en pie de un salto en cuanto ellos entraron y tiró de la cuerda de una campanilla. El repiqueteo resonó por toda la casa.
—Por lo que veo, la suerte ha vuelto a ponerse de tu lado —observó una mujer al cabo de unos instantes.
Tenía el pelo negro y unos ojos penetrantes. Iba ataviada con un vestido azul oscuro, el atuendo más elegante que Arlen había visto jamás, y llevaba pulseras enjoyadas y un collar centelleante en torno al cuello. Esbozó una sonrisa fría mientras los contemplaba desde la balconada de mármol situada encima del recibidor. Arlen no había visto nunca una dama tan hermosa ni grácil.
—Elissa, mi esposa —anunció Ragen en voz baja—. Una razón para regresar, y también para marcharse.
Arlen albergó serias dudas de si hablaba o no en broma; al fin y al cabo, la mujer no parecía muy complacida de verlos.
—Los abismales van a atraparte un día de estos —le advirtió la dama cuando hubo descendido por la escalinata— y al final seré libre de casarme con mi joven amante.
—Eso jamás sucederá —replicó Ragen con una sonrisa mientras la atraía hacia sí para darle un beso; luego, se volvió hacia Arlen y le explicó—: Elissa sueña con que llegue el día de heredar toda mi fortuna. Me cuido de los monstruos tanto por mí mismo como por llevarle la contraria.
El muchacho se tranquilizó cuando la oyó reír.
—¿Quién es este? —inquirió ella—. ¿Un descarriado para ahorrarte el trabajo de hacerme un hijo?
—El único trabajo de verdad es caldear esas enaguas tuyas tan frías, querida —le replicó en el acto—. Permite que te presente a Arlen, de Arroyo Tibbet. Lo encontré en el camino.
—¿En el camino? —se extraño la dama—. ¡Pero si es un crío!
—¡No soy ningún crío! —gritó Arlen, y de inmediato se sintió un memo.
Ragen le lanzó una mirada cortante, y él bajó la cabeza.
—Quítate esa armadura y ve al baño —ordenó a su esposo sin dar muestra alguna de haber oído la salida de tono del muchacho—. Hueles a sudor y a herrumbre. Ahora me encargaré de nuestro huésped.
La dueña de la casa llamó a un criado en cuanto se hubo marchado su marido y le ordenó preparar un tentempié para Arlen. La servidumbre de esa casa parecía ser más numerosa que toda la población de Arroyo Tibbet. Cortaron unas lonchas de jamón y unas rebanadas de pan acompañadas de requesón y leche para remojarlas. Elissa observaba comer al muchacho. A este no se le ocurrió nada que decir y mantuvo su atención fija en el plato.
Cuando se había terminado todo el requesón, entró una sirvienta vestida con un atuendo con la misma tonalidad azul que la capa del criado de la puerta.
—Maese Ragen os espera en el piso de arriba —anunció tras hacer una reverencia.
—Gracias, Madre —replicó Elissa. Puso una cara rara durante unos instantes mientras, con aire ausente, se recorría el vientre con los dedos. Después, sonrió y miró a Arlen—. Encárgate de que se bañe nuestro invitado —ordenó—, y no le dejes salir del agua hasta que seas capaz de saber de qué color tiene la piel.
La señora soltó una carcajada y acto seguido se marchó con aire majestuoso.
Arlen se puso fuera de sí cuando vio una bañera honda de piedra, pues estaba acostumbrado a bañarse de pie en un abrevadero de agua helada. Esperó mientras la criada, Margrit, vertía una marmita de agua caliente para quitarle el frío de los huesos. Era una mujer alta, como todos los milneses, de ojos amables, y unos cabellos del color de la miel entremezclados con alguna que otra cana asomando por debajo de la cofia. Se volvió de espaldas mientras Arlen se desvestía y se metía en la bañera. Se le escapó un grito ahogado cuando vio las heridas suturadas de la espada y enseguida se acercó para examinarlas.
—¡Ay! —se quejó Arlen a voz en grito en cuanto ella le apretó la herida que se encontraba en la parte superior.
—No seas tan niño —le reprendió ella al tiempo que se llevaba el pulgar y el índice a la nariz, y los olisqueaba. El muchacho apretó con fuerza los dientes cuando ella repitió el proceso, bajando más y más por su espalda—. Tienes más suerte de la que crees —concluyó Margrit—. Pensé que tenías cuatro arañazos cuando Ragen me dijo que estabas herido, pero esto… —le chistó con tono censor—. ¿No te ha enseñado tu madre a no salir de noche?
La réplica de Arlen se quedó en un resuello fuerte. Apretó los dientes, resuelto a no llorar. Margrit se percató y suavizó el tono.
—Están cicatrizando muy bien —comentó acerca de las heridas. Tomó un cazo y comenzó a lavárselas con suavidad. Arlen rechinó los dientes de apretar con tanta fuerza—. Cuando hayas terminado el baño, voy a ponerte una cataplasma y unos vendajes nuevos.
El chico asintió.
—¿Eres tú la madre de Elissa? —quiso saber.
Margrit se carcajeó.
—Dios de mi vida, zagal, ¿qué te ha hecho pensar eso?
—Ella te ha llamado «Madre» —contestó él.
—Porque lo soy —replicó ella con orgullo—. Tengo dos hijos y tres hijas, una de ellas pronto va a ser Madre también. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Pobre Elissa, con todas sus riquezas y todavía sigue siendo una Hija, y ya está al final de la treintena. Me rompe el corazón.
—¿Tan importante es ser mamá? —inquirió Arlen.
La criada lo miró fijamente, como si le hubiera preguntado si el aire era o no vital para la subsistencia.
—¿Puede haber algo más importante que la Maternidad? —le preguntó ella a su vez—. Cada mujer tiene el deber de engendrar hijos para mantener la fortaleza de la ciudad. De ahí que las Madres reciban las mejores raciones y sean las primeras en elegir por las mañanas en el mercado. Por eso, todos los miembros del consejo asesor del duque son Madres. A los hombres se les da bien construir y romper cosas, pero más vale dejar la política y el papeleo a las mujeres que han pasado por la Escuela de la Maternidad. Bueno, son Madres quienes tienen voto para elegir a un nuevo duque cuando muere el anterior.
—Entonces, ¿por qué no tiene un hijo Elissa? —le planteó el muchacho.
—No será por falta de intentarlo —admitió Margrit—. Apostaría a que en eso está ahora. Un hombre vuelve hecho un toro después de pasarse seis semanas en el camino, y yo le he preparado al señor la infusión de la fertilidad, se la he dejado en la mesilla. Quizá sea de ayuda, aunque hasta el más tonto sabe que el mejor momento para concebir un niño es poco antes del alba.
—¿Y entonces por qué no han tenido ninguno? —quiso saber Arlen. Él sabía que hacer niños guardaba cierta relación con los juegos a los que querían jugar Renna y Beni, pero estas se habían mostrado bastante imprecisas con los detalles.
—Sólo el Creador lo sabe —respondió la mujer—. Elissa podría ser estéril, o tal vez lo sea Ragen, aunque eso sería una vergüenza. Escasean los buenos hombres como él. Miln necesita hijos suyos. —Margrit suspiró—. La señora tiene suerte de que él no la haya dejado ni haya tenido hijos con alguna de las criadas. Y ellas lo están deseando, bien lo sabe el Creador.
—¿Abandonaría a su esposa?
Arlen se pasmó.
—No pongas esa carita de sorpresa, chico —dijo Margrit—. Un hombre necesita herederos, y debe conseguirlos como sea. El duque Euchor va por su tercera esposa, y hasta ahora únicamente puede presumir de hijas. —La criada sacudió la cabeza—. Aunque Ragen no lo hará. A veces, esos dos se pelean como abismales, pero él quiere a su esposa como al mismo sol. Jamás la dejará, ni ella tampoco, a pesar de que haya tenido que rebajarse.
—¿Rebajarse?
—Ella era una noble, ya sabes. Su madre está en el Concilio Ducal y también Elissa podría haber servido al duque si se hubiera casado con otro noble y hubiera tenido un hijo, pero ella se desposó con un hombre de clase inferior para estar con Ragen, en contra de los deseos de su madre, que no le ha vuelto a dirigir la palabra. Ahora, Elissa tiene el estatus de los Mercaderes por muy bien provista de dinero que esté. Jamás ostentará un cargo en la ciudad sin haber estado en la Escuela de la Maternidad, y mucho menos entrará al servicio del duque.
Arlen permaneció en silencio mientras la criada le enjuagaba las heridas y recogía sus ropas de las baldosas. Resopló al ver las rasgaduras y los manchurrones.
—Voy a intentar remendar esto lo mejor posible mientras estás en remojo —prometió, y le dejó para que se diera un baño.
Cuando ella se fue, el muchacho intentó encontrarle algún sentido a cuanto había dicho la criada, pero no había comprendido casi nada. Margrit le recordaba un poco a Catrin, la hija de Rusco.
«Te contaría todos los secretos del mundo sólo por darse el goce de oír el sonido de su voz un poco más», solía decir Silvy.
La mujer regresó poco después con ropas nuevas, aunque no de su talla. Le vendó las heridas y lo ayudó a vestirse a pesar de las protestas. Él debió subirse las mangas de la túnica para encontrarse las manos y remangar el dobladillo de los pantalones para no tropezar y caerse, pero el muchacho se sintió limpio por primera vez en semanas.
Compartió una cena temprana con Elissa y Ragen. Este se había recortado la barba y se había anudado atrás el pelo además de haberse puesto una elegante camisa blanca, un jubón de gamuza azul oscuro y unos pantalones bombachos.
Habían sacrificado un cerdo nada más llegar el señor de la casa y la mesa pronto estuvo llena de costillas, chuletas, lonchas de beicon y riquísimos chorizos. Además, sirvieron jarras de cerveza fresca y de agua clara. Elissa torció el gesto cuando su marido ordenó mediante señas a un criado que le sirviera una cerveza a Arlen, pero no dijo nada y tomó un sorbo de vino de un vaso de cristal tan delicado que el chico temió que los finos dedos de la dama fueran a romperlo. Sirvieron pan crujiente —nunca había visto uno más blanco—, cuencos de nabos hervidos y patatas untadas con manteca.
Se le hizo la boca agua cuando vio toda esa comida. Arlen no pudo evitar un recuerdo para toda aquella gente de la calle que no tenía qué llevarse a la boca, pero aun así, el hambre pronto superó a la culpa y empezó a probarlo todo, llenándose el plato una y otra vez.
—Por el Creador, ¿dónde metes tanta comida? —preguntó Elissa, juntando las manos en un gesto de diversión cuando vio que el muchacho había vuelto a dejar limpio otro plato—. ¿Tienes un hechizo en el estómago?
—No le hagas ni caso, Arlen —lo avisó Ragen—. Las mujeres se pasan el día preocupadas en la cocina y luego les da cosa comer más que un pajarito, no sea que cometan una falta de tacto. Los hombres sabemos mejor cómo apreciar la comida.
—Tiene razón, ya sabes, las mujeres no somos capaces de apreciar las sutilezas de la vida tan bien como los hombres —repuso ella mientras miraba al techo.
Ragen dio un respingo y derramó la cerveza. Arlen comprendió que ella le había propinado un puntapié por debajo de la mesa. Decidió que la dama le caía bien.
Apareció después de la cena un paje con un tabardo gris y el blasón del duque bordado en la pechera a fin de recordarle a Ragen lo de la cita. El Enviado suspiró, pero aseguró al servidor ducal que acudiría de inmediato.
—Arlen no está presentable para la audiencia del duque —se quejó Elissa—. Nadie comparece ante el duque con aspecto de pordiosero.
—No hay mucho que podamos hacer al respecto, cariño —repuso Ragen—. Tenemos unas pocas horas antes del ocaso. Difícilmente vamos a dar con un sastre que acuda a tiempo.
Elissa se negó a aceptarlo y estudió al muchacho con la mirada durante un buen rato; luego, chasqueó los dedos y salió de la habitación a grandes zancadas para regresar al cabo de un momento con un jubón azul y un par de botas de cuero.
—Uno de nuestros pajes es más o menos de tu edad —le explicó a Arlen mientras lo ayudaba a calzarse y a ponerse el jubón encima de la túnica. Las mangas del jubón le estaban cortas y las botas le apretaban los dedos, pero lady Elissa pareció quedar satisfecha. Le pasó un peine por las greñas y retrocedió para contemplarlo—. Bastante bien —dijo, sonriente—. Vigila tus modales en presencia del duque, Arlen —le aconsejó.
Él asintió con una sonrisa, sintiéndose muy torpe con aquellas ropas tan ajustadas.
La fortaleza del duque estaba muy resguardada dentro de la no menos protegida fortificación de Miln. La muralla exterior de piedra tallada alcanzaba los seis metros de altura y tenía numerosos grafos de protección. Lanceros armados patrullaban por el camino de ronda. Tras cruzar a caballo las puertas, entraron en el patio de armas, rodeado por los muros de un palacio que dejaba pequeña la mansión de Ragen. El palacio tenía cuatro pisos y las torres alcanzaban el doble de altura. Habían grabado amplios y angulosos grafos en cada roca. La luz vespertina arrancaba guiños al cristal de las ventanas.
Hombres de armas con armaduras patrullaban por el patio y los pajes con los colores del duque iban y venían de un lado para otro, a toda prisa. Un centenar de trabajadores sudaban en ese lugar: carpinteros, mamposteros, herreros y carniceros. Arlen vio tiendas de grano y de carne, y jardines más amplios todavía que los de Ragen. El chico tuvo la impresión de que el duque podía vivir para siempre en su fortaleza si optaba por cerrar la puerta.
El bullicio y el olor del patio desaparecieron en cuanto se cerraron tras ellos las puertas de palacio. Una ancha alfombra corría por el suelo del atrio de la entrada, cuyas paredes de fría piedra estaban cubiertas de tapices. A excepción de unos pocos guardias, sólo se veían mujeres, por docenas. Sus faldas se movían a toda velocidad cuando se dirigían a atender sus quehaceres. Algunas trazaban figuras en unas pizarras mientras otras apuntaban los resultados en pesados libros. Unas pocas, más ricamente ataviadas que el resto, paseaban con ademán imperioso y vigilaban el trabajo de las demás.
—El duque se halla en la cámara de audiencias. Os espera desde hace un rato —los avisó una de ellas.
Había una larga cola de personas fuera de la sala de audiencias, en su mayoría mujeres con plumas para escribir y manojos de documentos, pero también se veían a unos pocos hombres bien vestidos.
—Solicitantes de poca monta —lo informó Ragen—, todos ansían un minuto del tiempo del duque antes de que suene la Campanada Vespertina y los escolten hasta la salida.
Los peticionarios parecían ser muy conscientes de que el día llegaba a su fin y discutían abiertamente sobre quién debía ser el siguiente, pero la cháchara se acalló en cuanto vieron aparecer a Ragen. Todos los peticionarios enmudecieron cuando el Enviado anduvo por delante de toda la fila y siguieron su estela como perros ávidos en busca de pitanza. Lo acompañaron hasta la entrada, donde la mirada fulminante de los guardias los detuvo en seco. Se arremolinaron a escuchar mientras entraban Ragen y Arlen.
Este se sintió apabullado por la cámara de audiencias del duque Euchor de Miln. El techo abovedado alcanzaba una altura de varios pisos y las teas descansaban sobre las grandes columnas erguidas alrededor del trono ducal. Había grafos escritos en cada pilar.
—Ahí están los solicitantes de importancia —murmuró Ragen, haciendo una señal hacia los hombres y mujeres que deambulaban por la estancia—. Suelen agruparse. —Indicó con un vaivén de la cabeza a un gran grupo de hombres situados cerca de la puerta—. Son los príncipes Mercaderes —dijo—. Pagan mucho oro por el derecho a estar en palacio y olfatear las novedades o por desposar a la hija de algún noble.
»Y ahí espera —dijo, señalando con un cabeceo a un grupo de ancianas situadas delante de los Mercaderes— su turno el Concilio de las Madres para entregar al duque los informes del día.
Varios hombres calzados con sandalias y vestidos con sencillas ropas de color marrón permanecían de pie en gesto de silenciosa dignidad, pues sólo unos pocos hablaban en cuchicheos y los demás tomaban nota de cada palabra.
—Toda corte necesita sus Hombres Santos —explicó Ragen.
Luego, señaló con el dedo a un enjambre de cortesanos lujosamente ataviados cuyo parloteo sonaba como un zumbido. Situados cerca del duque, eran atendidos por un verdadero ejército de criados cargados con bandejas de comida y bebidas.
—Son los de sangre real —lo informó Ragen—: Sobrinos, primos y primos segundos del duque, son los descartados… Todos le halagan el oído, pero en su fuero interno sueñan con lo que podría pasar si Euchor dejara vacante el trono sin un heredero. Su Gracia los odia.
—¿Y por qué no se libra de ellos? —inquirió el muchacho.
—Porque son de regio abolengo —repuso Ragen, como si eso lo explicara todo.
Se hallaba a mitad de camino del sitial del duque cuando los interceptó una mujer alta de pelo recogido hacia atrás con una redecilla. Tenía el semblante estrecho y surcado de arrugas tan hondas que daba la impresión de haberse grabado grafos en las mejillas. Caminaba encorvada, pero se movía con dignidad a pesar de que su papada se movía con una cadencia propia. Tenía un aire similar a Selia: era una mujer acostumbrada a dar órdenes y a ser obedecida sin rechistar. Bajó los ojos para mirar a Arlen e hizo el sonido propio del olisqueo, como si el muchacho hubiera pisado una cagarruta. Luego miró a Ragen.
—Madre Jone, la chambelán del duque —murmuró Ragen cuando ella todavía no era capaz de oírlos—. Ella y los aristócratas tienen algo de abismales. No dejes de caminar a menos que yo lo haga o ella te hará esperar en los establos mientras yo hablo con el duque.
—Su Gracia no dispone de tiempo para todos los descarriados de las calles, Ragen —siseó ella, apretando el paso para no perder paso con el Enviado—. ¿Quién es?
Ragen se detuvo, y Arlen con él. Se volvió y fulminó a la mujer con la mirada antes de inclinarse sobre ella. Madre Jone podía ser alta, pero el Enviado lo era todavía más, y la triplicaba en corpulencia. La pura amenaza de su presencia física la hizo retroceder de forma involuntaria.
—La persona a quien he elegido traer conmigo, ese es —masculló antes de lanzarle un talego lleno de cartas. Ella lo recogió con gesto pensativo y enseguida revolotearon por allí las madres componentes del Concilio Ducal y los acólitos de los Pastores.
Los de sangre real se percataron del movimiento e hicieron gestos y comentarios a los de alrededor. De pronto, la mitad del séquito se dividió, y Arlen comprendió que sólo eran sirvientes bien vestidos. Los señores actuaron como si nada hubiera acaecido, pero sus criados se emplearon con el mismo interés que el resto por estar cerca de la saca.
Jone entregó las cartas a un miembro de su propio servicio y luego acudió junto al trono con andares apresurados a fin de anunciar a Ragen, aunque no debía haberse molestado. La entrada de este había ocasionado revuelo suficiente para que se fijaran en el Enviado todos los presentes sin excepción. Euchor contempló cómo se acercaban el Enviado y el niño.
El duque era un hombre corpulento de cincuenta y muchos años. Tenía una barba cerrada y el pelo entrecano. Vestía una túnica verde, deslucida por manchas recientes de la grasa que también le embadurnaba los dedos, pero ricamente bordada con hilo de oro, y una pelliza. Sobre las sienes llevaba la diadema ducal.
—Te has dignado en honrarnos con tu presencia —dijo el duque con voz tronante, aunque daba la impresión de hablar más para el resto de los presentes que a Ragen. Los aristócratas asintieron y cuchichearon entre sí a raíz del comentario del duque, y algunos llegaron a levantar la cabeza de los fajos de cartas—. ¿Acaso no era muy acuciante mi negocio?
Ragen se adelantó hacia la tarima del trono al tiempo que buscaba con su mirada pétrea los ojos del duque.
—He tardado cuarenta y cinco días en ir de aquí a Angiers y volver por el camino de Arroyo Tibbet —respondió el Enviado en voz alta—. ¡He dormido al raso treinta y siete noches mientras los abismales arañaban con sus zarpas mis protecciones! —Tampoco Ragen miró al duque, pero Arlen sabía que su protector se dirigía al auditorio, buena parte del cual se puso blanco y se estremeció al oír esas palabras—. Me he ausentado seis semanas del hogar, Su Gracia —continuó, bajando la voz a la mitad del tono empleado hasta ese momento, pero manteniendo un tono audible para todos—. ¿Vais a negarme un baño y una comida con mi esposa?
Euchor vaciló y sus ojos se desviaron hacia los miembros de la corte. Al final, soltó una risa estridente.
—¡Por supuesto que no! —gritó—. Un duque ofendido puede hacerle la vida difícil a un hombre, pero ni la mitad que una esposa molesta.
La tensión desapareció cuando los miembros del séquito estallaron en carcajadas.
—Hablaré a solas con mi Enviado —ordenó el duque después de que se hubieron apagado las risas.
Hubo más de un refunfuño, pero Jone indicó a su servidora mediante señas que se fuera, y eso hizo que la mayor parte de los cortesanos la siguieran. Los de sangre real se hicieron los remolones durantes unos instantes, hasta que Jone dio una palmada. La recriminación les hizo reaccionar y salieron en fila tan deprisa como lo permitía su dignidad.
—¡Quédate! —le ordenó Ragen a Arlen con un hilo de voz antes de detenerse a una respetuosa distancia del trono.
Jone hizo un gesto a los guardias, que cerraron las puertas desde dentro. A diferencia de los hombres de la entrada, estos parecían ser soldados despiertos y profesionales. Jone se desplazó hasta situarse de pie junto a su señor.
—¡No vuelvas a hacer eso nunca más en mi corte! —gruñó Euchor cuando estuvieron a solas.
El Enviado le hizo la venia de forma imperceptible en señal de acatar la orden, pero le pareció un paripé incluso a Arlen, quien estaba asombrado. Ragen era verdaderamente temerario.
—Traigo nuevas de Arroyo Tibbet, Su Gracia —empezó Ragen.
—¿De dónde…? —estalló Euchor—. ¿Qué me importa a mí Arroyo Tibbet? ¿Qué noticias hay de Rhinebeck?
—Han soportado un invierno muy duro por la falta de sal —continuó como si el duque no hubiera dicho nada— y además han sufrido un ataque de…
—¡Por la Noche, Ragen! —maldijo Euchor—. La respuesta de Rhinebeck podría afectar a Miln durante los próximos años, así que ahórrame los listados de nacimientos y las cuentas de puebluchos de medio pelo.
Arlen jadeó y se colocó detrás de Ragen en busca de protección. Él le apretó el brazo de forma tranquilizadora.
Euchor se lanzó al ataque.
—¿Han descubierto oro en Arroyo Tibbet?
—No, mi señor —respondió Ragen—, pero…
—¿Han abierto una mina de carbón en Pastos al Sol? —le atajó Euchor.
—No, mi señor.
—¿Han recuperado los grafos de combate olvidados?
Ragen sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no.
—¿Has conseguido al menos traer suficiente arroz para sufragar tus servicios de ir y venir hasta allí? —preguntó el duque.
—No. —El emisario frunció el ceño.
—Bien —concluyó Euchor mientras se frotaba las manos como si se sacudiera el polvo de las mismas—, en tal caso no debemos preocuparnos de Arroyo Tibbet durante otro año y medio.
—Un año y medio es demasiado tiempo —se atrevió a insistir Ragen—, la gente necesita…
—En tal caso, haz el viaje gratis y podré permitírmelo —le cortó el duque.
La sonrisa de Euchor se ensanchó cuando Ragen no respondió de inmediato. Había ganado la pugna dialéctica, y lo sabía.
—Traigo una carta del duque de Rhinebeck —contestó el Enviado con un suspiro y se llevó la mano al jubón, de donde extrajo un fino cilindro sellado con cera, pero el duque lo rechazó con un impaciente ademán de las manos.
—¡Limítate a decírmelo, Ragen! ¿Sí o no?
—No, mi señor —respondió el Enviado con ojos entornados—; la respuesta es no. Perdieron los dos últimos convoyes y todos los escoltas. El duque no puede permitirse el lujo de realizar otro envío. Sus hombres únicamente pueden cortar y transportar troncos en poca cantidad y tiene más necesidad de madera que de sal.
El duque enrojeció visiblemente. Arlen pensó que iba a estallar.
—¡Maldición, Ragen, necesito esa madera! —gritó, y dio un puñetazo.
—Su Gracia ha decidido que es más necesaria para la reconstrucción de Pontón en la orilla sur del río Entretierras —repuso el interpelado con calma.
El duque siseó mientras sus ojos adquirían un brillo homicida.
—Eso es cosa del primer ministro de Rhinebeck —terció Jone—. Janson lleva años intentando conseguir un porcentaje del pontazgo.
—Vale —convino Euchor—, pero ¿por qué conformarse con una parte de la tarta cuando pueden quedársela entera? Según tú, ¿qué iba a decir cuando me dieras tales nuevas?
Ragen se encogió de hombros.
—Hacer conjeturas no es el cometido de un Enviado. ¿Qué tenéis que decir?
—Que quienes viven en fortalezas de madera no deben encender un fuego en el patio del vecino —gruñó el duque—. No he de recordarte la importancia de la madera para Miln. Nuestra reserva de carbón decrece, y ¿de qué nos sirven todas las menas sin combustible? Además, la ciudad se congelará. Yo mismo prenderé fuego a ese nuevo pontón antes de que lleguemos a eso.
Ragen se inclinó en señal de que reconocía la circunstancia.
—El duque de Rhinebeck es consciente de eso —dijo—, por eso me ha otorgado poderes para hacer una contraoferta.
—¿Y cuál es? —preguntó el duque al tiempo que enarcaba una ceja.
—Materiales para reconstruir el pontón y la mitad de la recaudación del pontazgo —aventuró Jone antes de que Ragen tuviera ocasión de abrir la boca. Ella miró al Enviado con ojos entornados—. Y el pontón se queda en la orilla angiersiana del río Entretierras.
Ragen asintió.
—¡Por la Noche! —juró Euchor—. Pero, bueno, Ragen, ¿de qué lado estás tú?
—Soy un Enviado —repuso él con orgullo—. No tomo partido, me limito a informar de lo que me han dicho.
El duque se puso en pie de un salto.
—Entonces, dime a santo de qué debería pagarte.
Ragen ladeó la cabeza y preguntó con voz melosa:
—¿Acaso preferiría Su Gracia ir en persona?
El duque se puso blanco como la cal al oír eso, pero no replicó. Arlen percibió el poder de aquella réplica tan simple. Su deseo de convertirse en Enviado se fortaleció más aún, si eso era posible.
Su Gracia asintió al final con gesto de resignación.
—Voy a pensármelo —contestó al cabo de un rato—. Se hace tarde. Puedes marcharte.
—Una última cosa, mi señor —agregó Ragen mientras empujaba a Arlen hacia delante, pero Jone ya había hecho la señal a los guardias para que abrieran las puertas y volvió a entrar el enjambre de solicitantes.
El duque ya no prestaba atención alguna al Enviado.
Ragen interceptó a Jone cuando se marchaba de su posición junto al trono.
—Madre, en cuanto al chico…
—Estoy muy ocupada, Enviado. —Jone sorbió por la nariz—. Tal vez deberías traerlo cuando esté más libre.
Se alejó de ellos caminando con la cabeza muy echada hacia atrás.
Se les acercó un comerciante tuerto con aspecto de oso. Una cicatriz carnosa ocupaba la cuenca de su ojo perdido. Lucía en la pechera un blasón: un jinete con lanza y saca.
—Me alegra verte sano y salvo, Ragen —dijo el hombre—. ¿Acudirás al gremio mañana para presentar tu informe?
—Maestro Malcum —lo saludó Ragen con una reverencia—. ¡Qué alegría! Me he encontrado a este muchacho, Arlen, en el camino…
—¿Entre ciudades…? —preguntó el maestro gremial con sorpresa—. Deberías saber mejor qué haces, hijo.
—A varios días de una ciudad —precisó Ragen—. El chico traza grafos mejor que muchos Enviados. —Malcum arqueó la ceja de su ojo sano al oír eso—. Desea ser Enviado —insistió Ragen.
—Es imposible pedir una carrera más honorable —repuso el maestro.
—No tiene a nadie en Miln —le explicó Ragen—. Se me ocurrió que tal vez podría aprender con el gremio.
—Vamos, Ragen —repuso el tuerto—, sabes muy bien que sólo aceptamos aprendices de un Protector registrado. Prueba suerte con el maestro Vincin.
—El chaval ya es capaz de trazar —argüyó Ragen con un tono de voz mucho más respetuoso del empleado con el duque. Malcum era todavía más corpulento que Ragen y no parecía ser uno de esos que se dejaban intimidar por historias de noches al raso.
—En tal caso, no debería tener problema alguno en conseguir que le registren en el gremio de Protectores —se zafó Malcum antes de alejarse—. Te veré mañana —dijo mientras se iba.
Ragen miró alrededor y localizó a otro hombre en el corro de los Mercaderes.
—Ponte de puntillas, Arlen —le ordenó mientras cruzaba la estancia dando grandes zancadas—. ¡Maestro Vincin! —le llamó mientras andaba.
El interpelado alzó los ojos y se alejó de sus contertulios para saludarlos. Le hizo la venia a Ragen, pero fue un gesto sin deferencia alguna. Vincin lucía una barba de chivo un tanto grasienta y negra como su pelo, recogido hacia atrás. Llevaba los dedos rollizos llenos de anillos centelleantes. Lucía sobre el pecho el símbolo del grafo clave, el trazo base que servía de fundamento a todos los demás en la red de protección.
—¿Qué puedo hacer por ti, Ragen? —preguntó el maestro.
—Este muchacho es Arlen, de Arroyo Tibbet —empezó el Enviado, señalando al chico con un ademán—. Quedó huérfano tras un ataque de los abismales y no tiene familia en Miln, pero desea ser aprendiz de Enviado.
—Me parece estupendo, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? —inquirió Vincin sin dejar de observar al chico.
—Malcum no va a aceptarle a menos que sea aprendiz de un Protector registrado —le explicó Ragen.
—Ya veo, eso es un problema —convino Vincin.
—El chaval ya es capaz de trazar por sí solo, si tú encontraras la forma…
Vincin ya había empezado a negar con la cabeza antes de que terminara la frase.
—Lo siento, Ragen. No vas a convencerme de que un patán de pueblo es capaz de trazar grafos lo bastante buenos para que lo registre.
—Las protecciones del muchacho le arrancaron el brazo a un demonio de piedra —insistió el Enviado.
Vincin rompió a reír.
—Puedes guardarte esa trola para los Juglares a menos que tengas ese brazo en tu poder, Ragen.
—¿Podrías en tal caso conseguirle un puesto de aprendiz? —inquirió Ragen.
—¿Puede pagar los honorarios? —repreguntó Vincin.
—Es un huérfano del camino —protestó Ragen.
—Tal vez pueda encontrarle algún Protector dispuesto a tomarlo como criado —se ofreció el maestro.
Ragen puso cara de pocos amigos.
—Gracias de todos modos —contestó el Enviado, empujando a Arlen para que se alejara.
Volvieron a la mansión de Ragen a toda prisa, pues el crepúsculo se les echaba encima. El muchacho tuvo ocasión de ver desiertas las vías que antes se hallaban atestadas. La gente verificaba los grafos con cuidado y atrancaba las puertas. Todos se encerraban en casa durante la noche incluso en aquellas calles adoquinadas, situadas al amparo de las murallas gruesas y protegidas.
—Aún no me creo que le hablaras de ese modo al duque —dijo Arlen.
Ragen rio entre dientes.
—Es la primera regla de los Enviados, Arlen —contestó—. Tal vez reyes y Mercaderes puedan pagar tus honorarios, pero te pisotearán a poco que les dejes. Debes desenvolverte como un rey en su presencia y no olvidar jamás quién es el que se juega la vida.
—Funcionó con Euchor —convino Arlen.
La simple mención del nombre hizo que Ragen torciera el gesto.
—Cerdo egoísta —espetó—. Sólo le preocupa su propio bolsillo.
—No pasa nada —terció Arlen—. Los de Arroyo Tibbet sobrevivieron sin sal el otoño pasado y pueden volver a hacerlo.
—Quizá —concedió el adulto—, pero no hay razón para ello. ¡Y tú! Un buen duque habría preguntado por qué he llevado conmigo a un niño a su cámara y te habría brindado el amparo del trono para que no tuvieras que acabar en la calle como limosnero. ¡Y Malcum no es mejor! ¿Qué perdía por comprobar tu habilidad? ¿El alma? ¡Y Vincin! Ese bastardo avaricioso ya te habría encontrado un maestro registrado si hubieras tenido dinero para pagar sus exorbitantes honorarios. «Criado», dice el muy necio.
—¿Un criado no es un aprendiz? —preguntó Arlen.
—Ni por asomo —contestó Ragen—. Los aprendices pertenecen a la clase de los Mercaderes. Ellos dominan un ámbito comercial y se embarcan en un negocio por su propia cuenta o en compañía de otro maestro. Los criados jamás llegan a nada a menos que asciendan por vía del matrimonio, y que me aspen si voy a dejar que te conviertas en uno de ellos.
Él enmudeció, y Arlen, a pesar de no enterarse de nada, llegó a la conclusión de que sería mejor no preguntarle más.
Cruzaron las protecciones de la mansión de Ragen poco después de que se hiciera absolutamente de noche. Margrit le mostró a Arlen el cuarto de invitados, cuyas dimensiones eran casi la mitad de la casa de su padre. El lecho situado en el centro de la estancia era tan alto que el muchacho debió saltar para poder subirse a él. Se llevó una sorpresa mayúscula cuando se hundió en el mullido colchón, pues hasta entonces únicamente había dormido sobre el suelo o en jergones de paja.
Se dejó ir y enseguida se quedó dormido, pero no tardó en despertarlo el sonido de unos gritos. Se dejó caer de la cama y salió del dormitorio en busca del origen de las voces. Las habitaciones de la gran mansión estaban vacías, pues el servicio se retiraba durante las horas de oscuridad. Arlen llegó a lo alto de la escalera, donde las voces sonaban con mayor nitidez, eran las de Ragen y Elissa.
—… métele ahí y se acabó todo —le oyó decir a la dama—. Eso de ser Enviado no es trabajo para un chico, te pongas como te pongas.
—Tal es su deseo —insistió Ragen.
Ella bufó con mofa.
—Endosarle el muerto a otro no va a eximirte de la culpa de haberlo traído a Miln en vez de haberlo devuelto a su hogar.
—¡Boñiga de demonio! —espetó Ragen—. Tú sólo quieres tener alguien a quien mimar día y noche.
—¡No te atrevas a volver esto contra mí! —siseó Elissa—. Cuando decidiste no llevarlo de vuelta a Arroyo Tibbet, tomaste una decisión por él, asumiste una responsabilidad. Es tiempo de que lo admitas y dejes de buscar a otro que se haga cargo de él.
Arlen aguzó el oído, pero no hubo respuesta por parte de Ragen durante un buen rato. Le entraron ganas de bajar e irrumpir en la conversación. La dama deseaba lo mejor para él, lo sabía, pero empezaba a hartarse de que los adultos planeasen su vida.
—Bien —dijo Ragen al fin—. ¿Qué te parece si le envío con Cob? Él no va a animar al muchacho a trabajar de Enviado. Yo sufragaré todo el coste y nosotros podemos visitar la tienda con frecuencia para no perderlo de vista.
—Me parece una gran idea —admitió Elissa; todo rastro de malhumor había desaparecido de su voz—, pero no hay razón para que Arlen no pueda quedarse ahí en vez de tener que dormir sobre un duro banco en algún estudio atestado.
—Los aprendizajes no tienen por qué ser cómodos —refutó Ragen—. Va a tener que estar allí desde el alba hasta el anochecer si quiere dominar el oficio de los grafos, y si sigue adelante con su plan de ser Enviado, va a necesitar todo el adiestramiento que pueda conseguir.
—Vale. —Elissa parecía enfurruñada, pero un momento después su voz sonó más melosa cuando agregó con voz susurrante—: Ahora, ven y hazme un hijo.
El muchacho se apresuró a volver a su cuarto.
Arlen abrió los ojos antes del alba, como de costumbre, pero por un instante creyó que seguía dormido, flotando sobre una nube a la deriva. Entonces recordó su paradero y se estiró, disfrutando tanto de la deliciosa suavidad de las plumas acumuladas en el colchón y la almohada como del calor generado por el grueso edredón. La leña del hogar había ardido hasta convertirse en brasas.
La tentación de remolonear en la cama era fuerte, pero su vejiga le insufló la determinación para abandonar el suave abrazo del lecho. Se deslizó hasta el frío suelo y tomó las bacinillas de debajo de la cama y actuó como le había instruido Margrit: hizo las aguas menores en una y las mayores en otra, para luego dejar ambas junto a la puerta, a fin de que las recogieran para usar su contenido en los jardines. El suelo de Miln era rocoso y los milneses no malgastaban nada.
Arlen se dirigió a la ventana. La noche anterior había estudiado con detenimiento sus cristales hasta que los ojos se le cerraron de sueño, pero seguían fascinándolo. No había visto nada igual. Era duro y rígido como una red de grafos. Recorrió con el dedo el cristal, donde dibujó una línea en el vaho condensado y la convirtió en un grafo al recordar las protecciones del círculo portátil de Ragen. Trazó varios signos más, echando el hálito sobre el cristal para borrar su trabajo y empezar de nuevo.
En cuanto terminó con ese juego se puso la ropa y bajó las escaleras. Encontró a Ragen bebiendo a sorbos una taza de té mientras contemplaba cómo surgía el sol entre las montañas.
—Te has levantado pronto —comentó Ragen con una sonrisa—. Todavía haremos de ti un Enviado.
Arlen sacó pecho, orgulloso.
—Voy a presentarte a un amigo mío —continuó él—. Un Protector. Él me instruyó a mí cuando tenía tu edad y necesita un aprendiz.
—¿Y no podía ser aprendiz tuyo? —preguntó, esperanzado—. Trabajaré duro.
Ragen rio entre dientes.
—No lo dudo, pero soy un mal profesor, y voy a pasarme más tiempo fuera que en la ciudad. Vas a aprender mucho más de Cob. Fue Enviado antes de que yo naciera.
Arlen se puso radiante de entusiasmo al oír aquello.
—¿Cuándo voy a conocerlo?
—Ha salido el sol —replicó Ragen—. Nada nos impide acudir nada más terminar el desayuno.
Elissa no tardó en reunirse con ellos en el comedor. La servidumbre dispuso una gran mesa con tocino, jamón de york, hogazas de pan untadas con miel, huevos, patatas y grandes manzanas asadas. El muchacho devoró el desayuno, deseoso de salir a la calle, y se puso a mirar a Ragen en cuanto terminó, pero este no le hizo el menor caso, comiendo con una lentitud enloquecedora mientras Arlen se removía inquieto.
Al final, el Enviado depositó el tenedor sobre el plato y se secó los labios con la servilleta.
—Muy bien, ya podemos irnos —dijo levantándose.
El chico esbozó una ancha sonrisa y se puso en pie de un salto.
—No tan deprisa —los atajó lady Elissa—. No iréis a ninguna parte hasta que el sastre venga a tomarle las medidas a Arlen.
—¿Para qué…? —preguntó Arlen—. Margrit me ha lavado la ropa y ha cosido todos los rotos.
—Valoro la intención, cielo —terció Ragen, saliendo en defensa del muchacho—, pero no hay prisa alguna por las ropas ahora que ha pasado la entrevista con el duque.
—Eso no vamos a discutirlo —los informó la dama mientras se ponía de pie—. No pienso tener en casa a un huésped con aspecto de indigente.
El Enviado miró el ceño de su esposa y suspiró.
—Déjalo estar, Arlen —lo aconsejó en voz baja—. No vamos a ir a ninguna parte hasta que esté satisfecha.
Al cabo de poco rato llegó el sastre, un hombrecillo de dedos ágiles que midió al muchacho con sus cuerdas anudadas, consignando las cifras con tiza en una pizarra. Mantuvo una conversación animada con la señora de la casa en cuanto hubo terminado de tomar las medidas y se marchó tras hacer otra reverencia.
Ella se acercó a Arlen y se inclinó delante de él.
—No ha sido tan malo, ¿a que no? —preguntó mientras le alisaba la camisa y le apartaba el pelo de la cara—. Ahora ya puedes correr con Ragen para reunirte con el maestro Cob.
La dama le acarició la mejilla con su fría y suave mano. Él se inclinó, aceptando ese roce maternal durante unos instantes, y luego se apartó de sopetón, con los ojos abiertos como platos.
Ragen se percató de la mirada y percibió la expresión herida en el semblante de su esposa mientras el muchacho se alejaba de ella como si la dama fuera un demonio.
—Creo que has herido los sentimientos de Elissa, Arlen —observó Ragen mientras salían de los jardines.
—No es mi madre —repuso el muchacho, reprimiendo el remordimiento.
—¿La echas de menos? —inquirió Ragen—. Me refiero a tu madre.
—Sí —respondió él con un hilo de voz.
El Enviado asintió sin añadir nada más, y el chico agradeció mucho ese silencio. Ambos siguieron su camino y la singularidad de las calles milnesas borró enseguida el incidente. El hedor de las carretas con excrementos estaba por todas partes, pues los basureros pasaban de una casa a otra para recoger la porquería de la noche anterior.
—Puaj —dijo Arlen, llevándose la mano a la nariz—. La ciudad entera huele peor que un establo. ¿Cómo lo soportas?
—Lo peor es por la mañana, mientras pasan los encargados de recoger la mierda —le explicó Ragen—. Acabas acostumbrándote. La ciudad tuvo cloacas en el pasado, pero las sellaron hace siglos, cuando los abismales las usaron para colarse en la ciudad.
—¿Y no podéis excavar pozos negros? —planteó Arlen.
—El suelo milnés es de roca —contestó el Enviado—. Quienes no tienen jardines que abonar deben entregar sus desechos para ser usados en los jardines del duque. Es la ley.
—Pues esa ley apesta —replicó el chico.
Ragen se rio.
—Tal vez —repuso—, pero nos alimenta y mantiene la economía. Si se comparan los desechos producidos por una casona gremial y los de mi mansión, mi casa resulta insignificante.
—Estoy seguro de que huele mejor.
El hombre volvió a reírse.
Al final, doblaron una esquina y se plantaron delante de una tienda pequeña y de aspecto seguro. Tenía grabados finos trazos de protección alrededor de las ventanas, en el dintel y en las jambas de la puerta. Arlen pudo apreciar el detalle de los grafos. El autor, fuera quien fuese, tenía buena mano.
Se oyó un tintineo de campanillas cuando entraron en el establecimiento. Arlen abrió los ojos exageradamente al ver el género: la estancia estaba llena de grafos de todas formas y tamaños grabados sobre toda clase de superficies.
—Espera aquí —le indicó Ragen mientras cruzaba la sala para conversar con el hombre sentado a la mesa de trabajo.
El muchacho apenas se fijó en él mientras deambulaba por la tienda. Recorrió con reverencia los finos trazos hechos en los tapices, los grabados en piedras de río y los forjados en metal. Había también postes tallados para cercados de los granjeros y círculos portátiles como el de Ragen. Intentó memorizar cuantos grafos vio, pero acabaron siendo demasiados.
—¡Ven aquí, Arlen! —lo llamó el Enviado al cabo de unos minutos.
El muchacho se sobresaltó y acudió enseguida.
—Este es el maestro Cob —le presentó Ragen, haciendo un gesto hacia un hombre que rondaría los sesenta años.
Era pequeño para los cánones milneses. Tenía aspecto de ser un hombre fuerte que había ido engordando con los años. Le cubría las mejillas una espesa barba gris con hebras que recordaban el antiguo color negro de los cabellos cortos, casi rapados, que le raleaban en la coronilla. Tenía la piel surcada de arrugas y correosa, y una mano tan grande que engulló la mano de Arlen al darle un apretón de manos.
—Ragen me ha dicho que deseas ser Protector —dijo Cob, volviendo a sentarse pesadamente sobre el banco.
—No, señor —replicó Arlen—. Deseo ser Enviado.
—Como todos los chicos de tu edad —comentó Cob—. Los listos se espabilan y cambian de parecer antes de acabar muertos.
—¿No fue usted Enviado? —preguntó Arlen, confuso ante la actitud del hombre.
—Así es —admitió Cob, y retiró la manga para mostrar un tatuaje similar al de Ragen—. Viajé por las cinco Ciudades Libres y una docena de aldehuelas, y gané más dinero del que jamás creí que podría gastar. —Hizo una pausa; la turbación del chico fue en aumento—. Y también me gané esto —agregó, levantando la camisa para mostrar un vientre lleno de grandes cicatrices—, y también esto.
Sacó un pie del zapato y lo exhibió: había una media luna de carne con costurones donde debía haber cuatro dedos.
—Nunca he logrado dormir más de una hora sin despertarme sobresaltado y hacer ademán de echar mano a mi lanza, y así hasta el día de hoy. —Cob suspiró—. Sí, fui un Enviado, y uno de los mejores, y más afortunado que la mayoría, pero no es un destino que le desee a nadie. Trabajar como tal puede parecer muy glorioso, pero para uno que vive en una mansión e infunde respeto como Ragen, aquí presente, hay dos docenas de desdichados criando malvas en el camino.
—No me preocupa —dijo Arlen—. Es cuanto quiero.
—Entonces haré un trato contigo —le propuso Cob con un nuevo suspiro—. Un mensajero ha de ser un Protector por encima de todo, de modo que te tomaré como aprendiz y te enseñaré a serlo. Cuando tengamos tiempo, te enseñaré qué debes hacer para sobrevivir en los caminos. El aprendizaje dura siete años. Si luego deseas convertirte en Enviado, bueno, tú mismo…
—¿Siete años? —inquirió el muchacho, pasmado.
Cob bufó.
—No pretenderás aprenderlo todo en un día, ¿no, chico?
—Ya sé trazar grafos —repuso Arlen, desafiante.
—Eso me ha dicho Ragen —repuso Cob—, y también que lo haces sin conocimientos de geometría ni de teoría de los trazos. Representar los signos a ojo de buen cubero no va a matarte hoy ni mañana ni la semana próxima, pero al final te acarreará la muerte.
El chaval dio un pisotón, contrariado. Siete años le parecían una eternidad, pero en lo más hondo de su ser sabía que el maestro tenía razón. El dolor de la espalda era un recordatorio constante de que él no estaba listo para enfrentarse otra vez a los abismales. Necesitaba todas las habilidades que ese hombre podía enseñarle. Docenas de Enviados sucumbían al ataque de los demonios, eso lo sabía, y se prometió no convertirse en uno de ellos por el simple hecho de ser demasiado obstinado para aprender de sus errores.
—De acuerdo —aceptó—. Siete años.