8
De camino a las Ciudades Libres
319 d. R.
Arlen se apoyaba con más fuerza sobre el bastón conforme la fiebre iba en aumento.
Atisbó una columna de humo.
Más adelante, a un lado del camino, se erigía una estructura con un muro de piedra apenas visible a causa de las muchas hiedras que lo cubrían. La humareda procedía de allí.
La esperanza de obtener cierto amparo insufló fuerza a sus temblorosas piernas y continuó avanzando a trompicones hasta llegar a esa pared. Se apoyó en ella mientras avanzaba en busca de una entrada. Las rocas de la tapia estaban agrietadas y llenas de boquetes. Los zarcillos de las trepadoras se habían deslizado por cada recoveco y cada grieta. El antiguo muro se habría venido abajo de no haber sido por el entramado de la enredadera.
Al final, halló un acceso con forma de arco cuyas aherrumbradas puertas de metal se habían salido de los goznes y ahora descansaban sobre la maleza. El tiempo las había consumido hasta reducirlas a la mínima expresión. La abertura arqueada daba a un patio invadido por las malas hierbas y las hiedras. Había en el mismo una fontana resquebrajada colmada por el agua fangosa de la lluvia y un edificio bajo tan cubierto de hiedra que costaba distinguirlo al primer golpe de vista.
Arlen avanzó con miedo sobre las losas resquebrajadas del patio, semiocultas debajo de la maraña de hierbajos, pues los árboles, ya del todo desarrollados, se habían abierto paso entre ellas y habían levantado esos grandes bloques cubiertos de hiedra. El joven distinguió marcas de garras en la tosca piedra.
«No hay guardias —comprendió con sorpresa—. Este lugar es de antes del Retorno y, en tal caso, debe estar abandonado desde hace trescientos años».
Los años también habían consumido las puertas del edificio; llegó a una habitación espaciosa. Una maraña de cuerdas colgaba de las paredes, desprovistas de cualquier cuadro que allí hubiera podido haber: el tiempo los había podrido igual que las gruesas alfombras del suelo, de las cuales sólo quedaba una fina capa cenagosa. Había muescas antiguas en las paredes y los muebles, últimos restos de la decadencia.
—¿Hola? —llamó Arlen—. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta.
El rostro le ardía y él estaba temblando a pesar de la tibieza del aire. No se creyó capaz de ir mucho más lejos, pero él había visto humo, y el humo significa vida, una perspectiva que le infundió fuerzas y, tras localizar una escalera de peldaños desmoronados, se encaminó hacia el segundo piso.
La mayor parte del piso de arriba se hallaba expuesto al aire libre, pues el tejado estaba agrietado allí donde no se había venido abajo. Las varillas oxidadas sobresalían entre los montones de piedras.
—¿Hay alguien ahí? —repitió Arlen.
Inspeccionó el piso sin hallar nada, salvo podredumbre y ruinas.
Cuando estaba a punto de perder la esperanza, vio a través de la ventana un hilo de humo en el extremo opuesto de la habitación. Pensó en sentarse y limitarse a esperar la llegada de los abismales con la esperanza de que acabaran con él más deprisa que la enfermedad, a pesar de que había prometido no darles nada y de que la muerte de Marea no había sido precisamente rápida. Sus ojos pasaron de la ventana a las losas del patio.
«Cualquiera se mataría si se cayera desde aquí», sopesó. Le dio un vahído. Dejarse caer se le antojó fácil y apropiado.
«¿Como Cholie?», preguntó una voz en su mente, donde vio de pronto la imagen del nudo corredizo, lo cual le hizo volver a la realidad de sopetón. Retomó el control sobre sí mismo y se retiró del ventanal.
«No —dijo para sus adentros—, la vía de Cholie no es mejor que la de papá. Cuando muera, lo haré porque algo me mate, no por haberme rendido».
Desde la ventana, podía ver por encima del muro y por tanto dominaba el camino. Detectó actividad en la ruta por la que había venido.
«Ragen».
Arlen apeló a unas reservas de energía de cuya existencia no tenía noticia y bajó la escalera con un brío muy similar a su velocidad de costumbre. Cruzó el patio a la carrera.
Pero le falló el aliento cuando alcanzó el camino y se desplomó jadeante sobre el barro al tiempo que se llevaba la mano a los puntos del costado. Le dolía como si tuviera mil esquirlas punzantes en el pecho.
Al alzar la vista vio unas figuras en la vía: todavía estaban lejos, pero lo bastante cerca para que ellos también lo hubieran descubierto. Oyó un grito cuando el mundo se volvió negro.
Estaba tumbado de bruces cuando lo despertó la luz del día. Notó los vendajes firmemente sujetos alrededor del torso cuando inspiró. Aún le dolía la espalda, pero ya no era aquel escozor de antes, y tenía las mejillas frías por primera vez en muchos días. Puso las manos debajo del cuerpo para hacer fuerza e incorporarse, pero las pasó canutas cuando hizo la prueba.
—Yo no tendría prisa alguna en intentarlo —le advirtió Ragen—. Tienes suerte de seguir con vida.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Arlen mientras alzaba la vista y miraba al hombre sentado junto a él.
—Te encontré tirado en el camino —repuso el interpelado—. Las heridas de la espalda estaban contaminadas por la podredumbre del demonio. Debí abrirlas y drenarlas antes de cosértelas.
—¿Dónde está Keerin?
Ragen se echó a reír.
—Dentro —contestó—. Keerin se ha mantenido a cierta distancia durante los dos últimos días. Se pone malo en cuanto ve sangre, y tuvo una arcada en cuanto te encontramos.
—¿Ha pasado más de un día? —quiso saber el recién despertado.
Miró en derredor y se descubrió tendido en el antiguo patio. Ragen había montado allí su campamento. Los perímetros portátiles protegían los petates y a los animales.
—Te encontramos a mediodía de Terciano —contestó Ragen—. Hoy estamos a Quintano. Te has pasado todo ese tiempo delirando y dando vueltas sin cesar mientras sudabas la calentura.
—¿Me has curado la fiebre del demonio?
—¿De ese modo la llamaban en Arroyo Tibbet? —preguntó Ragen para luego encogerse de hombros—. Es un nombre tan bueno como cualquier otro, supongo, pero no es ninguna enfermedad mágica, sino una simple infección. Encontré un poco de apio de monte no lejos de la calzada, por lo que pude prepararte una cataplasma para las heridas. Luego voy a prepararte una infusión con las hojas. Deberías ponerte bien si lo bebes durante los próximos días.
—¿Apio de monte? —preguntó Arlen.
Ragen sostuvo en alto una planta muy abundante por los alrededores.
—Es un elemento básico en el morral de todo Enviado, aunque hace más efecto cuando es fresco. Notarás cierto mareo, pero por la razón que sea, la ponzoña de demonio no puede con él.
Arlen rompió a llorar. ¿Significaba eso que su madre se habría curado con un hierbajo que solían arrancar de los campos de su padre? Eso era demasiado.
El hombre aguardó en silencio para conceder un respiro al muchacho, por cuyas mejillas corrían libremente las lágrimas. Al cabo de un tiempo, tanto que pareció una eternidad, aminoró el caudal y la frecuencia de los sollozos. Ragen no despegó los labios y le entregó un trapo con el que el muchacho se secó las mejillas.
—¿Qué has hecho durante todo el camino hasta llegar aquí, Arlen? —preguntó el Enviado.
El muchacho lo miró durante un buen rato en un intento de decidir qué iba a decirle. Cuando al final habló, le contó toda la historia de forma atropellada, comenzando por la noche en que su madre resultó herida y terminando por el momento en que huyó de su padre.
Ragen permaneció callado mientras asimilaba sus palabras.
—Lamento lo de tu madre, muchacho —dijo al fin. Arlen se sorbió los mocos y asintió.
El vagabundeo de Keerin lo llevó de vuelta al patio cuando Arlen comenzaba a narrar cómo había intentado hallar el camino a Pastos al Sol y por equivocación había seguido el ramal a las Ciudades Libres. Se embelesó cuando Arlen describió su primera noche en solitario, la acometida del gran demonio de las rocas y cómo lo había lisiado con las protecciones. El Juglar palideció cuando describió la precipitada reparación de las mismas antes de que el abismal lo matara.
—¿Fuiste tú quien le arrancó el brazo a ese diablo? —preguntó Ragen con incredulidad.
—No tengo la menor intención de repetir el truco —repuso Arlen.
—Ya, ya, eso ya lo supongo. —Ragen rio entre dientes—. Aun así, lisiar a un demonio de piedra de cuatro metros y medio es una hazaña merecedora de un par de canciones, ¿no te parece, Keerin? —preguntó, codeándolo, pero aquel zarandeo pareció ser la gota que colmaba el vaso del Juglar: le pudo la náusea, se cubrió la boca con la mano y se marchó corriendo. Ragen sacudió la cabeza y suspiró—. Un demonio de piedra altísimo nos ha estado acechando desde que te encontramos —le explicó Ragen—, ha martilleado las defensas con más fuerza que cualquier otro con el que nos hayamos topado jamás.
—¿Va a recuperarse? —preguntó Arlen al ver al trovador doblado en dos.
—Se le pasará —refunfuñó Ragen—. Vamos a darte algo de alimento.
Ayudó a Arlen a recostarse sobre la silla de montar, lo cual provocó una punzada de dolor al chico, cuya mueca de sufrimiento no le pasó inadvertida al Enviado.
—Mastica esto —aconsejó Ragen al convaleciente mientras le entregaba una raíz sarmentosa—. Te notarás un tanto ofuscado, pero debería aliviarte el dolor.
—¿Eres Herborista? —quiso saber Arlen.
El otro se carcajeó.
—No, pero un Enviado ha de saber un poco de todo si quiere sobrevivir.
Luego, echó mano a las alforjas y extrajo un perol y otros utensilios.
—Ojalá le hubieras hablado a Coline del apio de monte —se lamentó el joven.
—Lo habría hecho si hubiera caído en la cuenta de que ella no lo sabía —repuso Ragen mientras llenaba el puchero y lo colgaba del trébede, sobre el fuego—. La de cosas que olvida la gente, ¡es sorprendente!
Avivó el fuego cuando regresó el Juglar con una expresión de alivio en su pálido semblante.
—Me aseguraré de mencionarlo cuando te llevemos de vuelta.
—¿De vuelta? —retrucó Arlen.
—¿De vuelta? —repitió Keerin.
—Por supuesto que sí —replicó el Enviado—. Tu padre va a seguir buscándote, Arlen.
—Pero yo no quiero volver —repuso el muchacho—, prefiero ir con vosotros a las Ciudades Libres.
—No puedes huir de tus problemas, Arlen —contestó Ragen.
—No voy a volver —insistió el joven—. Podéis llevarme a rastras, pero voy a escaparme en cuanto os vayáis.
Ragen lo miró fijamente durante un buen rato y al final observó de soslayo a Keerin.
—Ya conoces mi opinión —dijo este—. No me apetece añadir otras cinco noches a nuestro viaje.
El Enviado frunció el ceño.
—Pienso escribir a tu padre en cuanto lleguemos a Miln —lo avisó.
—Vas a perder el tiempo. Él jamás vendrá a por mí —le aseguró Arlen.
El suelo de piedra del patio y el muro los escondieron bien esa noche. Un espacioso círculo de protección aseguró la carreta y otro a los animales, sujetos a estacas y trabados con maneas. Los hombres permanecieron cobijados dentro del segundo de los dos anillos concéntricos, donde ardía la fogata.
El Juglar se aovilló en su lecho y se cubrió la cabeza con una manta. Estaba temblando a pesar de la agradable temperatura y se estremecía cada vez que un abismal probaba las defensas.
—¿Por qué insisten en atacarnos si ven que no pueden pasar? —planteó Arlen a Ragen.
—Buscan un hueco en la red —respondió el Enviado—. No los verás atacar dos veces por el mismo lugar. —Ragen se golpeteó la frente con los dedos—. Memorizan la defensa. No son lo bastante listos para estudiarla y deducir los puntos débiles, de modo que lanzan un ataque y buscan un punto débil. Rara vez cruzan una defensa, pero la espera les merece la pena si lo consiguen.
Un demonio del viento se abatió sobre el muro y rebotó contra la protección. Keerin gimoteó desde debajo de la manta al oír el soniquete.
Ragen lanzó una mirada adonde estaba tumbado el trovador y sacudió la cabeza.
—Parece pensar que los abismales no van a verlo si él no les mira —musitó.
—¿Siempre hace lo mismo? —preguntó Arlen.
—Ese demonio manco lo ha amilanado más de lo normal —contestó el Enviado—, pero tampoco es que antes permaneciera impertérrito. —Ragen se encogió de hombros—. Necesitaba un Juglar enseguida y el gremio me facilitó a Keerin. No suelo trabajar con novatos.
—Entonces, ¿por qué aun así llevas a un Juglar?
—Ha de acompañarte un Juglar cuando acudes a las aldehuelas —le aseguró Ragen—. Son capaces de lapidarte si apareces sin uno.
—¿Qué son las aldehuelas?
—Pueblos muy pequeños, como Arroyo Tibbet —le explicó el viajero—, lugares demasiado lejanos para que los duques puedan controlarlos con facilidad y donde la mayoría de la gente no sabe leer.
—¿Y qué implica la presencia de un Juglar? —preguntó Arlen.
—Los Enviados sirven de poco cuando nadie sabe leer —replicó Ragen—. Están deseosos de agenciarse un poco de sal o cualquier otra cosa de la que anden cortos, pero apenas hay gente dispuesta a salir de su camino y venir a verte para darte noticias, y enterarte de las novedades es el trabajo primordial de un Enviado. Ahora bien, aparecerán de todos los rincones para ver el espectáculo si contratas a un Juglar. No extendí la noticia del espectáculo de Keerin sólo por ti.
»Algunos hombres pueden ser —prosiguió él—. Mercaderes, Juglares y Herboristas, todo a la vez, pero son tan frecuentes como los abismales amistosos. La mayoría de los Enviados contrata a un trovador cuando se dirigen a las aldehuelas.
—Y tú no sueles trabajar en las aldehuelas —apostilló Arlen, haciendo memoria.
Ragen le guiñó un ojo.
—Puede que un Juglar impresione a los pueblerinos, pero en la corte de un duque sólo va a causarte demoras. Los duques y los príncipes Mercaderes tienen sus propios Juglares, y únicamente se interesan en el negocio y en las noticias, y las pagan mejor que un viejo Jabalí cualquiera.
Ragen se alzó antes de que asomara el sol del alba y asintió con gesto aprobador al ver ya despierto a Arlen.
—Los Enviados no pueden permitirse el lujo de dormir hasta tarde —dijo mientras golpeaba un par de cacerolas para despertar a Keerin—. Necesitamos aprovechar hasta el último momento de luz.
Arlen se sentía ya lo bastante recobrado como para sentarse junto a Keerin e ir dando tumbos en la carreta mientras se dirigían hacia aquellos minúsculos forúnculos a las que el Enviado milnés llamaba «montañas». Este le contó la historia de sus viajes para matar el tiempo y le señalaba las plantas próximas al camino, indicando cuáles eran comestibles y cuáles no, cuáles servían para hacer emplastos para las heridas y cuáles sólo iban a empeorarlas. Ragen lo aleccionaba sobre los lugares más defendibles para pernoctar y le explicaba la razón, y también lo prevenía acerca de los depredadores.
—Los monstruos matan a los animales más lentos, a los más débiles —le explicó Ragen—. Por tanto, sobreviven los más grandes, los más fuertes, los que se esconden mejor, pero los abismales no son los únicos en considerarte una presa potencial cuando estás fuera del camino.
Keerin miró en derredor, hecho un manojo de nervios.
—¿Qué era ese sitio donde pernoctamos los últimos días? —inquirió el muchacho.
—El baluarte de algún señor de poca monta —contestó el Enviado al tiempo que se encogía de hombros—. Desde aquí a Miln los hay a cientos, todos saqueados por innumerables Enviados.
—¿Por Enviados? —preguntó Arlen.
—Claro —repuso su interlocutor—. Algunos Enviados dedican semanas a buscar ruinas. Quienes tienen la suerte de encontrarse con una de cuya existencia nadie tiene noticia pueden sacar de ella un botín muy variado: oro, joyas, tallas, y a veces protecciones antiguas, aunque el verdadero tesoro perseguido por todos son los grafos de combate, si es que existieron alguna vez.
—¿Crees que los hubo? —quiso saber Arlen.
El milnés asintió.
—Ahora bien, no estoy dispuesto a salirme del camino y arriesgar el cuello para encontrar esas ruinas.
Ragen los alejó del camino al cabo de un par de horas y los condujo hasta una cueva.
—Conviene defender un refugio siempre que sea posible —le dijo a Arlen—. Esta caverna es uno de los pocos anotados en el tocón de Graig.
Ragen y Keerin levantaron el campamento, dieron de comer y beber a los animales y trasladaron las vituallas al interior de la cueva, y en la boca de la misma colocaron la carreta desenganchada. Mientras ellos dos trabajaban, Arlen examinaba el círculo portátil.
—No conozco las protecciones de por aquí —comentó mientras recorría las marcas con un dedo.
—Tampoco yo las pocas que vi en Arroyo Tibbet —reconoció el milnés—. Las he copiado en el tocón. Tal vez esta noche puedas informarme de qué hacen, ¿eh?
Arlen sonrió, complacido ante la posibilidad de tener algo con que corresponder a la generosidad de Ragen.
El trovador empezó a removerse incómodo durante la cena y a menudo lanzaba miradas a un cielo cada vez más oscuro, pero el Enviado parecía tener menos prisa conforme oscurecía.
—Más valdrá meter las mulas dentro de la gruta —dijo finalmente Ragen. Keerin se movió de inmediato para llevar a cabo esa tarea—. Los grupos de animales odian las cuevas —le explicó el milnés a Arlen—, así que conviene esperar lo máximo posible antes de meterlos dentro. La yegua va en último lugar.
—¿No tiene nombre? —inquirió el chico.
Ragen negó con la cabeza.
—Mis caballos han de ganárselo —respondió—. El gremio los entrena de un modo especial, pero muchos caballos todavía se asustan cuando los dejas fuera por la noche, dentro de un círculo protector. Únicamente les pongo nombre si estoy seguro de que no se acobardan ni se desbocan. Compré la yegua en Angiers después de que mi capón se espantara y saliera huyendo. Le daré un nombre si me lleva a Miln.
—Lo conseguirá —repuso Arlen mientras acariciaba el cuello del corcel; tomó a la montura por la brida y la condujo al interior de la caverna en cuanto Keerin hubo metido a las mulas.
Cuando todos estuvieron dentro, el muchacho estudió la boca de la cueva: percibió los grafos grabados en la roca, pero no vio ninguno en el suelo.
—Las defensas están incompletas —comentó, señalándolas con el dedo.
—Por supuesto —replicó Ragen—. No van a defender el polvo de una cueva vacía, ¿no? —Miró a Arlen con curiosidad—. ¿Qué harías para completar el círculo?
El chico estudió el enigma. La boca no era un círculo perfecto, más aún, era una «U» invertida. Era difícil de completar, pero no demasiado, pues los grafos cincelados en la roca resultaban de lo más común. Tomó un palo y garabateó en el suelo unos signos cuyo trazo encajó a las mil maravillas con los de la piedra. Los verificó hasta por tres veces y se volvió hacia atrás en busca de la aprobación de Ragen.
El Enviado permaneció en silencio durante unos instantes mientras estudiaba el trabajo de Arlen; luego, asintió.
—Bien hecho —comentó, y Arlen resplandeció de gozo—. Has trazado los remates con gran fuerza. Ni yo mismo habría tejido una red más segura, y has hecho todas las ecuaciones de memoria, nada menos.
—Eh… gracias —repuso Arlen sin tener ni idea de a qué se refería Ragen.
Este se percató del silencio del muchacho.
—Porque has hecho las ecuaciones, ¿verdad?
—¿Qué es una ecuación? —preguntó Arlen—. Esa línea —se explicó, señalando el trazo de protección más cercano— va con ese trazo de ahí —completó, señalando ahora la pared—. Ese grafo se cruza con aquellos —continuó—, que se corresponden con los de aquí —concluyó, indicando los restantes—. Es tan simple como eso.
Ragen se quedó pasmado.
—¿Quieres decir que lo has hecho a ojo?
Arlen se encogió de hombros cuando Ragen se volvió hacia él.
—Casi todos usan una vara de medir para verificar las líneas —admitió—, pero yo nunca me he molestado en hacerlo.
—Me hago cruces… ¿Cómo es posible que los abismales no devoraran Arroyo Tibbet durante la noche? —comentó Ragen.
Extrajo un saco de las alforjas y se arrodilló en la boca de la cueva, borrando los signos de Arlen.
—Los trazos en el polvo siguen siendo una temeridad por muy bien dibujados que estén —sentenció.
El milnés rebuscó en el saco y eligió unas cuantas placas de madera lacada. Se apresuró a colocarlas en el suelo e hizo los trazos con la ayuda de una vara de medir que tenía unas marcas de medición.
No había pasado mucho más de una hora cuando el ciclópeo demonio tullido hizo acto de presencia en el claro. Profirió un aullido prolongado mientras quitaba de en medio a los abismales menores y luego se acercó a la boca de la cueva pisando fuerte.
—Ese se ha quedado con tu olor —le previno Ragen—. Te seguirá siempre a la espera de que bajes la guardia.
Arlen sopesó las palabras del Enviado mientras contemplaba al monstruo. Este gruñía y golpeaba con saña la barrera, pero los trazos destellaron y lo mantuvieron lejos. Keerin lloriqueó, pero el muchacho se incorporó y anduvo hacia la entrada de la gruta. Buscó la mirada del abismal con los ojos y alzó las manos muy despacio antes de unirlas de pronto en una palmada muy sonora para mofarse del demonio por no tener dos extremidades.
—Déjale malgastar su tiempo —le replicó cuando el demonio aulló de rabia e impotencia—. Ese bicho no va a atraparme.
Siguieron la calzada durante unos siete días. Ragen los guio hacia el norte: pasaron junto a las estribaciones de una cadena montañosa sin dejar de subir en ningún momento. El Enviado hacía un alto de forma esporádica para cazar. Abatía alguna pieza pequeña con sus jabalinas.
La mayoría de las noches se detenían a pernoctar en alguno de los refugios anotados en el tocón de Graig, aunque en un par de ocasiones se limitaron a acampar en el camino. Los demonios al acecho aterraban a la yegua de Ragen, pero esta no intentaba zafarse de las maneas.
—Se merece un nombre —repitió Arlen por enésima vez mientras señalaba la serena montura.
—¡Vale, vale! —accedió al fin Ragen mientras le alborotaba los cabellos a Arlen—. Puedes ponerle un nombre.
—Pupila Negra —respondió el muchacho con una sonrisa. Ragen miró a la yegua y asintió.
—Es un buen nombre —admitió.