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Ha de haber más

326 d. R.

Leesha se agachó en el jardín para elegir las hierbas del día. Arrancaba el tallo y la raíz de algunas mientras que de otras tomaba sólo unas hojas, o usaba la uña del pulgar para reventar los brotes de algún pecíolo.

Se enorgullecía del huerto plantado en el jardín trasero de la cabaña de Bruna. La anciana estaba demasiado entrada en años para mantener la minúscula parcela y Darsy no había conseguido que diera frutos aquella tierra endurecida; pero Leesha tenía el toque, y ahora muchas de las hierbas que antaño tantas horas habían pasado ella y Bruna buscando en la espesura crecían a la entrada de la casa, a salvo y dentro del alcance de los postes de protección.

—Eres inteligente y tienes maña para las plantas —comentó Bruna cuando salieron los primeros brotes—. Vas a ser una de las mejores Herboristas que he tenido en años.

Esas palabras le dieron una renovada moral. Quizá jamás fuera capaz de rivalizar con Bruna, pero la anciana no era amiga de cumplidos vacuos ni palabras amables. Había visto en la joven algo que las demás no tenían, y no deseaba decepcionarla.

En cuanto tuvo la cesta llena, Leesha se sacudió el polvo y se puso de pie para encaminarse hacia la choza, si es que todavía merecía ese nombre. Erny se había negado a ver a su hija viviendo en la miseria y había enviado carpinteros y techadores para apuntalar las débiles paredes y reemplazar la gastada techumbre de paja. Pronto, apenas quedó nada que no fuera nuevo, y los añadidos habían doblado casi el tamaño de la estructura original.

Bruna se había quejado mucho por el alboroto de los trabajadores, pero había dejado de resollar ahora que los aislantes impedían el paso del frío y la humedad. La anciana parecía fortalecerse con el paso de los años en vez de debilitarse desde que Leesha se hacía cargo de ella.

Leesha también se había alegrado de que hubieran llegado a su fin las tareas de rehabilitación, pues al término de las mismas los hombres habían empezado a mirarla de forma diferente.

El tiempo había conferido a Leesha la exuberante figura de su madre, algo que ella siempre había deseado, pero ahora parecía no ser una ventaja. Los varones de la localidad la miraban con lujuria y muchos recordaban los rumores de sus flirteos con Gared, a pesar del tiempo transcurrido, y algunos llegaban a pensar que tal vez ella acogiera con agrado una oferta lasciva pronunciada entre cuchicheos. Un par de malas caras y unos cuantos bofetones habían bastado para disuadir a la mayoría. Había necesitado una ráfaga de pimienta y estramonio para conseguir que Evin se acordara de su novia embarazada. Un puñado de polvos cegadores era una de las cosas que ahora debía llevar en alguno de los múltiples bolsillos del mandil y de las faldas.

Por supuesto, incluso aunque se hubiera interesado por alguno de los hombres de la localidad, Gared se aseguraba de que ninguno pudiera acercarse a ella. Salvo Erny, todo varón sorprendido dirigiéndole la palabra sobre cualquier otra cosa que no fuera la recogida de hierbas recibía un severo recordatorio de que el fornido leñador seguía considerándola una mujer prometida. Incluso el Escolano Jona rompía a sudar cada vez que ella lo saludaba.

Pronto terminaría el aprendizaje de Leesha. Los siete años y un día del mismo le habían parecido una eternidad cuando Bruna se lo anunció, pero el plazo había pasado volando y al final ya no quedaban más que unos días. Leesha ya acudía sola al pueblo para atender la llamada de quienes necesitaran los servicios de una Herborista y le pedía consejo a Bruna muy de tarde en tarde, cuando la necesidad era extrema, pues la anciana necesitaba descanso.

—El duque juzga la habilidad de una Herborista comprobando si hay más nacimientos que fallecimientos al cabo del año —le había dicho Bruna ese primer día—, pero los hoyenses no sabrán cómo alguna vez han podido pasar sin ti si tú te concentras más en lo que sucede entre esos dos momentos de la vida.

Esto había resultado verdad. Bruna la llevó a todas partes a partir de ese momento e ignoró cualquier petición de privacidad. Una vez que Leesha hubo atendido a la mayoría de los nonatos de las lugareñas y haber preparado infusión de raíz de balaustia para las demás, ellas recompensaron esas atenciones y le revelaron sin reticencia alguna todos los achaques de sus cuerpos.

Pero precisamente por todo eso seguía siendo una extraña y las mujeres hablaban en su presencia como si ella fuera invisible y parloteaban todos los secretos de la aldea con la misma libertad que si ella no fuera más que una almohada durante la noche.

—Y eso eres —dijo Bruna cuando Leesha se atrevió a quejarse—: No estás allí para juzgar sus vidas, sino para atender su salud. Cuando te pones ese mandil lleno de bolsillos, te comprometes a mantener la paz oigas lo que oigas. Una Herborista necesita granjearse la confianza en su trabajo, pero hay que ganársela. No debes revelar ningún secreto, a menos que, callándote, impidas la curación de otra persona.

De ese modo, Leesha se mordió la lengua y las mujeres empezaron a confiar en ella, y en cuanto se las metió en el bolsillo los hombres fueron suyos, aunque acudieran con sus esposas azuzándolos, pero el mandil los mantuvo alejados de todos modos. Leesha sabía qué aspecto tenían sin ropa todos los hombres del pueblo a pesar de no haber tenido relaciones íntimas con ninguno, y aunque las mujeres podían loar sus méritos y enviarle regalos, no había nadie a quien ella pudiera contarle sus propios secretos.

Aun así, a pesar de todo, la joven había sido mucho más feliz en los últimos siete años que en los anteriores trece. El mundo de Bruna era mucho más amplio que el que había vivido su madre. Había dolor cuando debía cerrar los ojos de algún difunto, pero también un gran regocijo cuando extraía a un niño del útero de la madre y le arrancaba los primeros sollozos con una firme palmada.

Su aprendizaje iba a terminar pronto y Bruna se retiraría para siempre. La anciana no iba a vivir mucho después de ese momento a juzgar por su conversación y la idea la aterrorizaba en más de un sentido.

Bruna había sido su escudo y su lanza, su grafo impenetrable frente al pueblo. ¿Qué iba a hacer sin esa protección? Ella no llevaba en la sangre ladrar órdenes y golpear a los tontos, y sin la anciana, ¿quién iba a hablarle como persona y no como Herborista? ¿Quién le enjugaría las lágrimas y sería testigo de sus dudas? Porque la duda era también una brecha en el muro de la confianza. La gente dependía de su confianza en la Herborista.

Había aún más en lo más recóndito de su mente: Hoya de Leñadores se le había quedado pequeño. Las enseñanzas de Bruna habían abierto unas puertas difíciles de cerrar: eran un recordatorio constante no de cuanto sabía, sino de lo mucho que ignoraba. Ese viaje concluiría sin la anciana.

La joven vio a Bruna sentada a la mesa nada más entrar en la casa.

—Buenos días —la saludó—. No esperaba que te levantaras tan pronto o te habría preparado té antes de ir al huerto.

Depositó la cesta en el suelo y miró el hogar, verificando que el agua de la tetera estaba a punto de hervir.

—Soy vieja, pero no estoy tan ciega y decrépita como para no poder hacerme mi propio té.

—Por supuesto que no —repuso Leesha al tiempo que besaba la mejilla de la anciana—. Manejando un hacha no desentonarías entre los leñadores.

Se echó a reír cuando Bruna le hizo una mueca y buscó la harina de avena para las gachas. Los años apenas habían suavizado el tono de la sanadora, pero la aprendiza apenas se percataba ya de esa severidad, sólo oía el cariño oculto detrás del perenne refunfuño de la experimentada Herborista y, por ello, respondía con gentileza.

—Hoy has salido bien prontito —observó Bruna durante la comida—. Todavía hay hedor a demonio en el aire.

—Sólo tú puedes estar rodeada de flores recién cortadas y quejarte del hedor —replicó la muchacha. Era cierto: ella mantenía la cabaña llena de flores que impregnaban el aire de su fragancia.

—No cambies de tema —dijo la anciana.

—Vino un Enviado la noche pasada —respondió Leesha—. Oí el cuerno.

—Sólo un momento antes del crepúsculo —gruñó Bruna—. Menuda imprudencia.

Lanzó un salivazo al suelo.

—¿Qué te tengo dicho sobre lo de escupir dentro de casa, Bruna? —le reprendió la joven.

La vieja bruja la miró con sus entrecerrados ojos legañosos.

—Me dijiste que esta casa tan estupenda es mía y puedo escupir donde me plazca —replicó ella.

Leesha torció el gesto.

—Estoy segura de haber dicho algo más —musitó.

—No, das qué pensar a la gente si te muestras más lista que tus tetas —le soltó Bruna.

Leesha dejó caer la mandíbula en gesto de fingida indignación, pero estaba acostumbrada a oír ocurrencias peores de labios de la anciana, que hacía y decía lo que le placía, y nadie podía hacerla cambiar.

—De modo que ha sido un Enviado lo que te ha hecho levantarte y andar por ahí tan temprano —retomó el tema la anciana—. Espero que sea guapo. ¿Cómo se llama? ¿Es ese que te pone ojos de cachorrito?

Leesha sonrió irónicamente.

—Ojos de lobo más bien —repuso la joven.

—¡Eso también puede ser bueno! —bulló la anciana al tiempo que le palmeaba una rodilla a Leesha. Esta sacudió la cabeza y se levantó para recoger la mesa.

—¿Cómo se llama?

—No es eso.

—Soy demasiado vieja para este baile, niña —replicó Bruna—. Su nombre.

—Marick —contestó Leesha, mirando al techo.

—¿Debo poner a calentar una infusión de balaustia para después de la visita del joven Marick? —inquirió Bruna.

—¿Es eso lo que piensan todos? —saltó Leesha—. Me gusta hablar con él, ¡eso es todo!

—No estoy tan ciega como para no ver que ese chico tiene en mente más de lo que suelta por la boca —contestó Bruna.

—¿Ah, sí? —preguntó la joven—. ¿Cuántos dedos de la mano he levantado?

Bruna bufó.

—Ninguno —contestó sin molestarse en mirar hacia la posición de la muchacha—. He vivido lo bastante como para conocerme el truco, así es como sé que Maverick el Enviado no te ha mirado a los ojos ni una sola vez mientras charlabais.

—Se llama Marick —le corrigió Leesha—, y sí, me mira a los ojos.

—Sólo cuando no puede verte el escote —repuso la vieja bruja.

—Eres imposible —resopló Leesha.

—Eso no es motivo de vergüenza —refutó la anciana—. Si yo tuviera unos pechos como los tuyos, también los exhibiría.

—¡No los exhibo! —gritó Leesha, pero Bruna soltó otra carcajada rota.

Un cuerno sonó no muy lejos de allí.

—Ese debe ser el joven maese Marick —observó Bruna—. Harías bien en darte prisa y acicalarte un poco.

—¡No es eso! —repitió Leesha, pero Bruna la despachó con un gesto de la mano.

—Voy a poner a hervir esa infusión, sólo por si acaso —comentó.

Leesha le arrojó un trapo y le sacó la lengua mientras se dirigía hacia la puerta.

Fuera, en el porche, sonrió a su pesar mientras esperaba al Enviado. Bruna la azuzaba a buscar un hombre casi tanto como su madre, pero la curandera lo hacía movida por el afecto, pues no tenía otro deseo que la felicidad de su pupila, y por eso la muchacha la quería tanto; pero a pesar de todas las pullas de la anciana, Leesha estaba más interesada en las cartas de Marick que en sus ojos de lobo.

Le chiflaban los días de llegada del Enviado desde que era niña. Hoya de Leñadores era un lugar pequeño, pero estaba situado a medio camino entre tres grandes ciudades y una docena de aldehuelas, y desempeñaba un papel crucial en la economía de la región gracias a la madera de los leñadores y la papelera de Erny.

Los Enviados visitaban la localidad un mínimo de dos veces al mes, y aunque dejaban casi todo el correo en la posada de Smitt, entregaban las cartas personalmente a Erny y a Bruna, y solían esperar para llevarse las contestaciones, pues Bruna se carteaba con Herboristas de las ciudades Fuerte Rizón, Angiers y Lakton, así como varias aldehuelas. Cuando le falló la vista, la tarea de leer las misivas y escribir las respuestas recayó sobre la joven.

Bruna infundía respeto incluso a distancia. La mayoría de los Herboristas de la zona habían sido aprendizas suyas en uno u otro momento y le pedían consejo para curar dolencias que estaban más allá de su experiencia y con cada Enviado le llegaban ofertas de enviarle nuevos aprendices, pues nadie deseaba la pérdida de ese caudal de conocimientos a su muerte.

—Soy demasiado vieja para meter en cintura a otra novicia —solía refunfuñar la anciana, y Leesha escribía una negativa muy amable, algo a lo que se había ido acostumbrando.

Todo esto le daba innumerables oportunidades de hablar con los Enviados. La mayoría de ellos la miraban con lascivia, eso era cierto, pero otros intentaban impresionarla con historias de las Ciudades Libres. Marick era uno de esos.

Es posible que la intención de los Enviados fuera encandilarla y hallar de esa forma un camino para estar entre sus faldas, pero las historias de los Enviados le tocaron la fibra sensible y la muchacha revivía en sueños las imágenes descritas. Sentía un gran deseo de caminar por los muelles de Lakton, ver los grandes campos protegidos de Fuerte Rizón o echar un vistazo a Angiers, la Fortaleza del Bosque, y también deseaba leer sus libros y encontrarse con otros Herboristas. Había otros guardianes del conocimiento del mundo antiguo si ella tenía el valor de ir a buscarlos.

Sonrió en cuanto apareció Marick. Incluso a lo lejos era capaz de reconocer esos andares suyos tan típicos, con las piernas arqueadas después de pasarse la vida entera a lomos de caballo. Él era un angersiano de carnes magras que apenas alcanzaba el metro y setenta y tres centímetros de altura de Leesha, pero todo él emanaba dureza, y la joven no había exagerado al hablar de sus ojos. Recorrían el paisaje con la calma del depredador en busca de amenazas… y de presas.

—¡Eh, Leesha! —la llamó, alzando la lanza en dirección a ella.

La muchacha lo saludó levantando una mano.

—¿De veras te parece necesario llevar eso a plena luz del día? —le contestó, señalando el arma del Enviado.

—¿Y qué hago si aparece un lobo? —replicó Marick con una ancha sonrisa—. ¿Cómo iba a defenderte?

—No se ven muchos lobos por Hoya de Leñadores —repuso ella mientras se acercaba el angersiano, un hombre de cabellos castaños bastante largos y ojos como la corteza de los árboles. No podía negar que era apuesto.

—Pues un oso, entonces —replicó Marick mientras llegaba a la cabaña—, o un león. Existen muchos tipos de depredadores en el mundo —afirmó sin perder de vista el escote de la joven.

—De eso estoy convencida —contestó Leesha mientras se ajustaba el chal para cubrir la carne expuesta.

Marick se carcajeó mientras depositaba en el porche la talega de Enviado.

—Los chales están pasados de moda. Las mujeres de Angiers y de Rizón han dejado de ponérselos.

—En tal caso, apostaría a que visten ropa de cuello alto o sus hombres son más delicados —replicó Leesha.

—Llevan vestido de cuello alto —admitió él con otra risotada mientras le hacía la venia—. Puedo traerte un vestido angersiano de cuello alto —susurró, acercándose más.

—¿Y cuándo iba a tener ocasión de llevarlo? —replicó Leesha al tiempo que se alejaba para no darle al hombre la oportunidad de arrinconarla.

—Ven a Angiers y lúcelo allí —le ofreció el Enviado.

Leesha suspiró.

—Me gustaría —aceptó, quejosa.

—Tal vez tengas la ocasión —repuso él con picardía.

Luego, se inclinó e hizo un gesto con el brazo, indicándole que ella debía entrar primero en la cabaña. Leesha le sonrió y entró, aunque sintió los ojos del hombre fijos en su trasero mientras lo hacía.

Bruna se hallaba ya en su silla cuando entraron ellos. Marick se acercó a ella e hizo una breve inclinación.

—El joven maese Marick —dijo la anciana con voz alegre—. ¡Qué agradable sorpresa!

—Os traigo saludos de la dueña Jizell de Angiers —contestó él—. Os suplica ayuda para un caso complejo.

Echó mano a la talega y extrajo de la misma un pergamino enrollado y atado con un fuerte cordel. Bruna hizo un gesto a Leesha para que se hiciera cargo de la carta y se recostó sobre el respaldo, cerrando los ojos mientras su pupila empezaba a leer.

—«Honorable Bruna, saludos desde Fuerte Angiers en el año 326 d. R.» —empezó Leesha.

—Jizell no paraba de darle a la sinhueso cuando era una aprendiza y ahora escribe igual —le atajó Bruna—. No voy a vivir eternamente. Sáltate el rollo y ve directa al caso.

Leesha leyó a toda prisa la página, le dio la vuelta y revisó el reverso también. Pasó a la segunda hoja antes de encontrar lo que andaba buscando.

—«Una madre llevó al dispensario a su hijo, un niño de diez años con náuseas y debilidad. No presenta ningún otro síntoma ni tiene historial de enfermedades. Le han administrado raíces amargas, agua y reposo absoluto, pero a los tres días le aparecieron sarpullidos en brazos y piernas, y también en el pecho. Le subieron la dosis de raíces amargas a tres onzas durante los siguientes días.

»Los síntomas empeoraron: le subió la calentura y unos forúnculos blancos y duros sustituyeron al sarpullido sin que los bálsamos le hicieran efecto alguno. Enseguida vinieron los vómitos. Le administramos jengibre silvestre y adormidera para el dolor y leche aguada para asentarle el estómago. No tiene apetito. La dolencia no parece contagiosa».

Bruna permaneció sentada en un mutismo absoluto mientras cavilaba sobre aquellas palabras; después, miró a Marick.

—¿Has visto al niño? —preguntó Bruna.

El Enviado asintió.

—¿Sudaba? —quiso saber la sanadora.

—Sí, y también tenía tiritonas.

Bruna gruñó.

—¿De qué color tenía las uñas?

—Pues del color de las uñas —replicó Marick con una ancha sonrisa.

—Hazte el listillo conmigo y te arrepentirás —le avisó Bruna.

Marick se puso lívido y asintió. La anciana lo interrogó durante varios minutos, refunfuñando de vez en cuando al oír las respuestas. La memoria aguda y las dotes de observación de los Enviados eran de dominio público, por lo cual ella no puso en duda ninguna de sus respuestas. Al final, le ordenó callar mediante un ademán.

—¿Dice alguna otra cosa la carta? —quiso saber.

—Quiere enviarte otra aprendiza —le contestó Leesha. Bruna puso cara de pocos amigos—. «Al igual que tú, según dicen tus cartas, tengo una aprendiza, Vika, que casi ha completado su adiestramiento —leyó Leesha—. Si no estás dispuesta a aceptar una novicia, por favor, considera la posibilidad de realizar un intercambio de alumnas».

Leesha dio un respingo y Marick esbozó una sonrisa que daba a entender que ya lo sabía.

—No te he dicho que dejes de leer —bramó Bruna.

La joven se aclaró la garganta.

—«Vika es muy prometedora y está bien preparada para atender las necesidades de Hoya de Leñadores así como para atender a la sabia Bruna y aprender de ella. Seguramente, Leesha también podría aprender mucho atendiendo a los enfermos de mi dispensario. Te lo pido por favor, deja que alguien más se beneficie de tu sabiduría antes de que pases a mejor vida».

Bruna permaneció en silencio durante un largo rato.

—Voy a pensármelo antes de contestar —contestó al cabo de ese tiempo—. Ve a hacer tu ronda por el pueblo, chica. Hablaremos de todo esto a tu regreso. Y tú —continuó, dirigiéndose al Enviado— tendrás una respuesta mañana. Leesha se encargará de pagarte.

El hombre hizo una reverencia y anduvo de espaldas hasta salir de la cabaña mientras Bruna continuaba sentada y con los ojos cerrados. Leesha notó cómo se le aceleraba el corazón, pero era consciente de que más valía no interrumpir a la curandera mientras ella se devanaba los sesos, rebuscando entre las décadas de experiencia acumulada una forma de tratar al niño, por lo cual recogió su cesta y se marchó a hacer su ronda de visitas.

DEMsep

El Enviado la estaba esperando cuando ella abandonó la casita.

—Tú ya sabías lo que decía la carta —lo acusó Leesha.

—Por supuesto —admitió Marick—. Estaba presente cuando Jizell la escribió.

—Y no me dijiste nada —replicó la joven.

Marick esbozó una enorme sonrisa.

—Te ofrecí un vestido de cuello alto —repuso—, y la oferta sigue en pie.

—Ya veremos —dijo ella, sonriente, y le tendió una bolsita con monedas—. Ten, tu pago.

—Preferiría que me pagaras con un beso —repuso él.

—Me adulas diciendo que mis besos valen más que el oro —replicó la aprendiza—, y temo decepcionarte.

Marick soltó una risotada.

—Cielo, si recorriera el camino de ida y vuelta a Angiers, desafiando a los demonios de la noche, y regresara sin otra compensación que un beso tuyo, sería la envidia de todos los Enviados que han pasado alguna vez por Hoya de Leñadores.

—Bueno, pues en ese caso, creo que voy a guardarme los besos un poco más con la esperanza de que suban de precio —replicó ella entre risas.

—Ay, me hieres en lo más hondo —soltó Marick, llevándose la mano al corazón. Leesha le arrojó el monedero y él lo tomó al vuelo con destreza.

—¿Puedo tener al menos el honor de escoltar a la Herborista hasta el pueblo? —preguntó con una sonrisa.

Hizo una reverencia y le ofreció el brazo para que ella lo cogiera. Leesha sonrió sin querer.

—En este pueblo no vamos tan deprisa —repuso mientras observaba el brazo—, pero siempre puedes llevarme la cesta.

Le colgó el canasto de mimbre sobre la extremidad extendida y se encaminó hacia la localidad, dejándolo a sus espaldas, mirándola fijamente.

DEMsep

El mercado de Smitt era un hervidero de gente cuando llegaron. A Leesha le gustaba elegir a primera hora, antes de que los mejores productos se hubieran terminado, y hacer su pedido a Dug el carnicero antes de hacer su ronda de visitas.

—Buenos días, Leesha —saludó Yon el Gris, el hombre más anciano de Hoya de Leñadores, cuya barba gris, más larga que la melena de una mujer, constituía un motivo de orgullo para él. Yon había sido un vigoroso leñador, pero había perdido buena parte de su corpulencia en los últimos años y ahora andaba pesadamente, apoyado en su bastón.

—Buenos días, Yon —replicó—, ¿cómo van esas articulaciones?

—Todavía me duelen —contestó Yon—, especialmente las manos. Algunos días apenas si puedo coger el bastón.

—Pues aun así, no pareces tener problema en pellizcarme cada vez que me doy la vuelta —observó ella.

Yon se rio con socarronería.

—Para un viejo como yo, chiquilla, eso merece cualquier dolor.

La Herborista metió la mano en la cesta y sacó de la misma una jarrita.

—Entonces, está bien que te haya preparado algo de ungüento. Me has ahorrado el viaje de llevártelo.

Yon sonrió burlonamente.

—Puedes venir a traérmelo siempre que quieras, y ayudarme a ponérmelo… —dijo con un guiño.

Yon era un viejo verde, pero le caía bastante bien. Convivir con Bruna le había enseñado que las excentricidades de la edad eran un precio pequeño por haber tenido toda una vida de buenas experiencias.

—Vas a tener que arreglártelas por tu cuenta, me temo —repuso ella.

—¡Bah! —Yon hizo oscilar su bastón con simulada indignación—. Bueno, tú piénsatelo —dijo; dirigió una mirada a Marick antes de marcharse e inclinó la cabeza en señal de respeto—. Enviado.

Marick le devolvió el asentimiento y el viejo leñador se marchó.

Todos los presentes en el mercado tenían una palabra de saludo para Leesha y ella se detenía para preguntarles por su salud, pues allí siempre estaba de trabajo, incluso mientras iba de compras.

Aunque ella y Bruna obtenían bastante dinero gracias a la venta de pajuelas de azufre y cosas por el estilo, nadie le pediría ni un klat por sus encargos. Bruna no cobraba nada por sus servicios y nadie le pedía nada a ella.

Marick mantuvo una proximidad protectora mientras ella apretaba la fruta y estudiaba las verduras con mano experta. Él atrajo algunas miradas, pero la joven pensó que eso se debía más a que la acompañaba a ella que a la presencia de un extranjero en el mercado, pues era bastante común tener Enviados en Hoya de Leñadores.

Leesha vio por el rabillo del ojo a Keet, el hijo de Stefny, pero no de Smitt. El muchacho estaba a punto de cumplir los once años y cada vez se parecía más al Pastor Michel. Stefny había mantenido su parte del trato durante todos esos años y no había vuelto a hablar mal de la chica desde que era una aprendiza. El secreto de Stefny estaba a salvo en cuanto a Bruna correspondía, pero ella se hacía cruces pensando en cómo no podía ver Smitt la verdad todas las noches a la hora de la cena.

Lo llamó mediante señas y el muchacho acudió a la carrera.

—Entrega esta bolsa a Bruna cuando te lo permitan tus quehaceres —dijo, entregándole cuanto había elegido. Le dedicó una sonrisa y le puso con disimulo un klat en la mano.

Keet sonrió de oreja a oreja al recibir la propina. Los adultos jamás aceptaban dinero de una Herborista, pero Leesha siempre se las arreglaba para dar a hurtadillas alguna que otra moneda a los niños cuando le prestaban algún servicio. La moneda de madera lacada de Angiers era de curso legal en Hoya de Leñadores y le permitiría a Keet y a sus hermanos comprar dulces de Rizón cuando pasara el próximo Enviado.

Vio a Mairy cuando estaba a punto de marcharse y se acercó para saludar a su amiga, muy ocupada con el transcurso de los años. Ahora, tres niños se le aferraban a las faldas. Un joven soplador de vidrio llamado Benn se había marchado de Angiers para buscarse la vida en Lakton o en Fuerte Rizón. Se había detenido en el pueblo para ejercer su oficio y sacarse unos pocos klats antes de seguir camino, pero entonces conoció a Mairy y todos esos planes se diluyeron como azúcar en el té.

Ahora, Benn ejercía su oficio en el granero del padre de Mairy y el negocio iba viento en popa. Compraba sacos de arena a los Enviados procedentes de Fuerte Krasia y los ponía a la venta convertidos en objetos funcionales y hermosos. Hoya de Leñadores jamás había contado con un soplador y ahora todo el mundo quería tener objetos de cristal hechos allí.

Leesha también estaba muy complacida por el discurrir de los acontecimientos y no tardó en poner a Benn a fabricar los delicados componentes de destilación descritos en los libros de Bruna, que le permitían filtrar toda la fuerza de las hierbas y preparar las curas más potentes que jamás se habían visto en el lugar.

Benn y Mairy se casaron enseguida y no pasó mucho tiempo antes de que Leesha estuviera sacando el primer niño de entre las piernas de Mairy. Dos más lo siguieron en breve lapso de tiempo. Se echó a llorar cuando la feliz pareja llamó Leesha a la más joven en su honor.

—Buenos días, briboncillos —saludó Leesha mientras se acuclillaba y dejaba que los hijos de Mairy se arrojaran a sus brazos. Ella los abrazó y los besó, y les deslizó dulces envueltos en papel antes de levantarse. Eran unos dulces de fabricación casera, otra cosa que había aprendido de Bruna.

—Buenos días, Leesha —dijo Mairy, y la saludó con una pequeña reverencia.

Leesha le torció el gesto un poco. Las dos habían sido amigas íntimas durante años, pero ella la miraba de forma diferente desde que lucía el mandil lleno de bolsillos, y no había forma humana de cambiar eso. Ese gesto de cortesía parecía profundamente arraigado.

Aun así, Leesha cultivaba la amistad de Mairy como un tesoro. Saira acudía a escondidas hasta la cabaña de Bruna para pedirle tisana de balaustia, pero ahí terminaba su relación. A juzgar por lo que oía decir a las mujeres del pueblo, Saira estaba muy entretenida, pues se suponía que la mitad de los hombres del pueblo llamaban a su puerta en una u otra ocasión, y ella disponía siempre de más dinero del que podía reportar su trabajo y el de su madre como costureras.

Brianne era incluso peor en todos los sentidos. No le había dirigido la palabra en los últimos siete años, pero siempre tenía una maledicencia contra ella hablara con quien hablase. Acudía a Darsy para sus necesidades médicas y el resultado de sus devaneos con Evin había sido un abultado vientre. El Pastor Michel la presionó hasta que acabó por dar el nombre del padre, Evin, para no enfrentarse sola a todo el pueblo.

Evin acabó desposándola con la horqueta del padre en la espalda y flanqueado por los hermanos de ella, y desde entonces se había consagrado a la tarea de hacer un infierno de su vida y de la de su hijo, Callen.

Brianne había demostrado ser una buena madre y una esposa capaz, pero jamás perdió el peso ganado durante el embarazo y Leesha sabía de primera mano la facilidad con que a Evin se le iban los ojos, y las manos, a otras mujeres. Las malas lenguas aseguraban que era uno de los que llamaba con más frecuencia a la puerta de Saira.

—Buenos días, Mairy —dijo—. ¿Conoces al Enviado Marick?

Leesha se volvió para presentar al hombre y descubrió que ya no estaba detrás de ella.

—Oh, no —se lamentó al verle frente a frente con Gared al otro lado del mercado.

Gared era más grande que cualquier otro hoyense, salvo su padre, a los quince años, pero ahora, con veintidós, era un verdadero gigante de dos metros de músculos endurecidos por el ejercicio continuo de la tala. Se rumoreaba que por sus venas corría sangre milnesa, pues ningún angersiano había alcanzado nunca semejante tamaño.

Las nuevas de su mentira se habían extendido por toda la villa y desde entonces las chicas habían mantenido las distancias, temerosas de quedarse a solas con él. Quizás era ese el motivo por el cual todavía deseaba a Leesha, tal vez por eso se había vuelto tan desconsiderado; pero Gared no había aprendido las lecciones del pasado y su ego había crecido a la par que sus músculos, y ahora se había convertido en el matón que todos habían supuesto. Los chicos que antes lo martirizaban ahora temblaban nada más oír su voz y si con ellos era una pesadilla, se convertía en un demonio para quien tuviera el poco seso de ponerle los ojos encima a Leesha.

El gigantón la esperaba tranquilo y se comportaba como si Leesha fuera a recuperar el sentido común algún día y comprendiera que le pertenecía a él. Cualquier intento de convencerlo de lo contrario se encontraba siempre con una estúpida obstinación.

—Tú no eres de por aquí —le oyó ella decir a Gared mientras le palmeaba el hombro con fuerza—, así que tal vez no sepas que Leesha está comprometida.

Se alzó sobre el Enviado como un adulto sobre un niño, pero el forastero no se achantó ni se movió a pesar de los codazos del gigantón. La joven rezó para que Marick tuviera el sentido común de no entablar combate, pero todas sus esperanzas desaparecieron cuando el angersiano replicó:

—No según ella.

Leesha empezó a avanzar hacia ambos, pero ya se había formado un corrillo de gente alrededor de los dos hombres, negándole el acceso hasta ellos. Le habría gustado tener el cayado de Bruna para haber despejado el camino.

—¿Te ha hecho alguna promesa, Enviado? —inquirió Gared—. También a mí.

—Eso he oído —replicó el hombre—, y también me han dicho que eres el único bobalicón del pueblo en creer que esas palabras valen más que un meado de abismal después de que tú la traicionaras.

Gared bramó e hizo ademán de agarrar al forastero, pero este era más rápido y se hizo a un lado con facilidad al tiempo que alzaba la lanza para golpear con la contera de la misma entre los ojos del leñador. Luego, efectuó un movimiento rápido con el arma a fin de golpear al gigantón entre las piernas cuando retrocedía, haciéndole caer de espaldas.

Seguro de sí mismo, Marick dejó caer el arma sobre el suelo sin quitarle de encima esos fríos ojos lobunos suyos.

—Podía haber usado la punta —le avisó—. Harías bien en recordar que Leesha habla por sí misma.

Todos los hoyenses arremolinados alrededor estaban boquiabiertos, pero Leesha no cesó en sus esfuerzos de avanzar hacia delante, pues conocía al leñador y sabía que aquello no había terminado.

—¡Detened esta estupidez! —gritó.

Marick la miró, y Gared aprovechó la ocasión para aferrar la contera de la lanza. El angersiano centró en él toda su atención y sujetó el arma con ambas manos para tirar y liberarla.

Eso era lo último que debía haber hecho, pues Gared tenía la fuerza de un demonio del bosque, e incluso tendido boca abajo no tenía rival. Los músculos de sus brazos fibrosos se flexionaron y Marick se encontró pronto volando por los aires.

Gared se levantó y partió en dos la lanza de dos metros como si fuera una ramita.

—Veamos cómo peleas cuando puedes esconderte detrás de una lanza —desafió mientras arrojaba al suelo las mitades del arma rota.

—¡Gared, no! —chilló Leesha en cuanto logró apartar al último de los espectadores.

La joven lo agarró del brazo. Él la empujó a un lado sin apartar la vista del Enviado y ese movimiento tan simple la envió dando tumbos contra el gentío congregado, donde tropezó con Dug y Niklas, y los tres cayeron al suelo en una maraña de cuerpos.

—¡Alto! —gritó en vano la muchacha mientras forcejeaba por ponerse de pie.

—No te tendrá ningún hombre —afirmó el gigantón—. O serás mía o acabarás siendo una vieja solitaria y consumida como Bruna.

El leñador se acercó a Marick, quien apenas había logrado incorporarse, y lanzó uno de sus enormes puños contra el Enviado, pero este volvió a anticiparse y esquivó el golpe con facilidad, acertando a asestarle dos rápidos puñetazos a su enemigo y se echó hacia atrás, lejos del alcance de su adversario cuando este, enfurecido, giró el tronco para golpearlo.

Gared no dio muestra alguna de haber notado los puñetazos y los contendientes repitieron el intercambio de golpes, pero en esta ocasión el angiersiano alcanzó al leñador en la nariz. Se carcajeó cuando empezó a sangrar por las fosas nasales y se la sacó de la boca a escupitajos.

—¿No sabes hacerlo mejor? —preguntó.

Marick gruñó y lanzó semejante chaparrón de puñetazos que el grandullón no pudo seguirle el ritmo, ni siquiera lo intentó: apretó los dientes y capeó el temporal lo mejor posible. El rostro se le puso rojo de rabia.

El Enviado se retiró al cabo de unos momentos y adoptó una felina postura de combate con los puños en alto y el cuerpo preparado. Tenía los nudillos despellejados y respiraba pesadamente. Gared parecía notar poco el castigo recibido y por vez primera se apreció el miedo en los ojos lobunos de Marick.

—¿Esto es todo? —preguntó el leñador mientras avanzaba otra vez.

El Enviado fue otra vez a por su enemigo, pero esta vez no se movía con la misma rapidez. Golpeó al leñador una vez, y otra más, pero entonces los gruesos dedos de Gared hallaron asidero en el hombro del forastero y le sujetaron con fuerza. El Enviado intentó echarse atrás para quedar fuera de su alcance, pero lo había agarrado bien.

Gared le hundió el puño en el estómago, sacándole todo el aire, para golpearlo de nuevo, esta vez en la cabeza. Marick se desplomó sobre el suelo como un saco de patatas.

—Ya no andas tan chulito, ¿eh? —rugió el grandullón.

Marick se puso a cuatro patas en un intento de levantarse, pero el leñador le pateó el estómago, derribándolo de espaldas.

Leesha salió veloz como una flecha en ese instante, cuando Gared se había arrodillado sobre Marick y le propinaba duros puñetazos.

—¡Leesha es mía! —bramó—. Quienquiera que diga otra cosa va a…

Se calló a mitad de frase cuando recibió en pleno rostro el puñado de polvos cegadores de Bruna que le arrojó Leesha. Gared tenía la boca abierta y los inhaló sin poderlo evitar, chillando mientras le quemaban los ojos y la garganta. El polvo le inundó las fosas nasales y sintió como si le quemaran la piel con agua hirviendo. Cayó al suelo, donde rodó con la respiración agitada y arañándose la cara.

Leesha era consciente de haber usado mucho polvo. Una pizca habría sido capaz de detener a la mayoría de los hombres, pero un puñado era una dosis capaz de causar la muerte de la víctima, que moría ahogada por sus propias flemas.

Ella torció el gesto y pasó delante de los espectadores, boquiabiertos, a fin de tomar el cubo de agua usado por Stefny para lavar las patatas. Lo vertió encima de Gared y enseguida cesaron las convulsiones. El gañán iba a estar ciego unas cuantas horas, pero Leesha ya no iba a tener esa muerte sobre su conciencia.

—Nuestros votos quedan rotos ahora y para siempre —le dijo ella—. Nunca seré tu esposa, incluso aunque eso signifique morirme sola y consumida. ¡Antes me casaría con un abismal!

Gared gimió sin dar señal de haberla oído.

Ella se acercó a Marick, se arrodilló junto a él y lo ayudó a levantarse. Tomó un trapo limpio y le limpió la sangre del rostro, que ya empezaba a hincharse y amoratarse.

—Supongo que entre los dos le hemos enseñado lo que es bueno, ¿eh? —comentó el Enviado, riendo débilmente entre dientes. El dolor le crispó el rostro.

Leesha vertió en una tela un poco del alcohol puro que Smitt destilaba en el sótano.

—¡Aaaayyyyy! —gritó Marick, jadeante, en cuanto le tocó con el trapo humedecido.

—Te está bien empleado —le espetó Leesha—. Podrías haber evitado esta pelea perfectamente y deberías haberlo hecho, con independencia de que pudieras o no ganarla. No necesito tu protección y es poco probable que vaya a dar mi afecto a un hombre que piensa que pelearse con unos y con otros es la manera de obtener el favor de una Herborista.

—Pero si empezó él —protestó el angersiano.

—Me decepciona usted, maese Marick —replicó ella—. Pensaba que los Enviados eran más espabilados.

Él bajó los ojos.

—Llevadlo a su cuarto en la posada de Smitt —ordenó Leesha a los hombres que había por allí. Ellos se apresuraron a obedecerla, como hacía casi todo el mundo en Hoya de Leñadores en aquel tiempo—. Si sales de la cama antes de mañana por la mañana, me enteraré y entonces voy a enfadarme aún más contigo.

Marick esbozó una débil sonrisa mientras los lugareños lo ayudaban a retirarse.

Leesha regresó a por su cesta de hierbas.

—¡Qué bien te las has arreglado! —dijo Mairy con voz entrecortada.

—Sólo ha sido una estupidez a la que había que poner freno —le espetó Leesha.

—¿Sólo…? —preguntó Mairy—. Dos hombres se ponen a pelear como toros y tú impides la lucha con un simple puñado de hierbas…

—Es fácil causar daño con las hierbas. Lo difícil es sanar con ellas —contestó Leesha.

Se sorprendió al descubrir en sus labios las palabras de Bruna.

DEMsep

Leesha terminó su ronda de visitas y se encaminó a la choza de Bruna cuando el sol había pasado su cénit hacía tiempo.

—¿Cómo están los niños? —le preguntó Bruna en cuanto dejó en el suelo su cesta de mimbre. Leesha sonrió. Todos los habitantes de Hoya de Leñadores eran niños a los ojos de la anciana.

—Bastante bien —respondió ella mientras acudía a sentarse en un taburete bajo próximo al sillón de Bruna para que la anciana pudiera verla con claridad—. Yon el Gris aún se resiente de las articulaciones, pero tiene la mente tan… joven como siempre. Le he dado bálsamo recién hecho. Smitt sigue en cama, pero tose menos. Creo que ha pasado lo peor.

Leesha continuó describiéndole las visitas mientras la Herborista asentía en silencio. Si debía efectuar algún comentario, como tenía por costumbre, ya lo interrumpiría.

—¿Eso es todo? —preguntó Bruna—. ¿Y qué me dices de toda esa conmoción ocurrida en el mercado esta mañana de la que me ha hablado el joven Keet?

—¿Conmoción? Estupidez lo definiría mejor.

Bruna descartó la idea con un gesto de la mano.

—Los chicos siempre serán chicos, incluso cuando se hagan hombres —respondió ella—. Parece que lo resolviste bastante bien.

—Podían haberse matado el uno al otro.

—Venga, vamos —repuso Bruna—. No eres la primera chica guapa por la que se pelean dos hombres. Quizá no te lo creas, pero cuando yo tenía tu edad, también quedaron pocos huesos intactos por mi culpa.

—Tú nunca tuviste mi edad —bromeó Leesha—. Yon el Gris dice que te llamaban «arpía» desde que él aprendió a caminar.

La anciana soltó una carcajada socarrona.

—Eso hicieron, eso hicieron —concedió ella—, pero hubo un tiempo, antes de eso, cuando tenía los pechos tersos y llenos como los tuyos, en que los hombres luchaban como abismales por ellos.

Leesha miró intensamente a la Herborista e intentó quitarle años de encima para imaginar su aspecto de joven, pero era un esfuerzo baldío. Incluso con todas las exageraciones e historias inducidas por el opio acerca de su edad, Bruna al menos había rebasado el siglo. Ella jamás daba una respuesta exacta y se limitaba a contestar «dejé de contar cuando llegué a cien» a cualquiera que le presionase a ese respecto.

—En todo caso —comentó la joven—, aunque Marick tenga la cara un tanto hinchada, no hay motivo para que no pueda recorrer los caminos mañana.

—Eso está bien —repuso Bruna.

—¿Tienes ya una cura para el niño a cargo de la dueña Jizell? —quiso saber Leesha.

—Si fueras tú, ¿qué le aconsejarías hacer con el pequeño? —replicó la anciana.

—No estoy segura de saberlo —contestó la aprendiza.

—¿De veras? —saltó Bruna—. ¿Cómo que no estás tan segura? Venga, vamos, ¿qué le dirías a Jizell si estuvieras en mi lugar? Y no finjas que no le has dado vueltas al caso.

Leesha inspiró hondo.

—El preparado de raíces amargas no le sienta bien al muchacho. Deben retirárselo. También han de sajarle los forúnculos y drenárselos. Por supuesto, eso todavía deja pendiente la enfermedad original. La fiebre y la náusea podrían hacer pensar en un simple resfriado, pero los ojos dilatados y los vómitos indican algo más. Yo probaría con hojas de álipo, pulmonaria y corteza molida del árbol de la víbora administradas con cuidado durante al menos una semana.

Bruna la contempló durante un buen rato y asintió al cabo del mismo.

—Haz el equipaje y despídete de todos —contestó—. Vas a darle ese consejo a Jizell tú misma en persona.