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Alagai Sharak

328 d. R.

Gran Kaji, Lanza de Everam, insufla fuerzas a los brazos y coraje en los corazones de tus guerreros para que esta noche puedan llevar a cabo tu sagrada misión.

Arlen se removió incómodo cuando los damaji imploraron la bendición de Kaji, el primer Liberador, sobre los dal’Sharum. En el norte, quien declarase que el Liberador era un simple hombre podía llevarse un buen puñetazo, pero no era un crimen. En Krasia era un delito penado con la muerte. Kaji era un Enviado de Everam venido para unir a toda la humanidad contra los alagai. Los de aquellas tierras le llamaban Shar’Dama Ka, el primer sacerdote guerrero, y se decía que un día volvería para unir a los hombres, cuando fueran dignos de la Sharak Ka, la primera guerra. Por otra parte, algunos sugerían que su regreso significaría un final rápido y brutal.

Arlen no era tan necio como para verbalizar sus dudas acerca de la divinidad de Kaji, pero aun así, los Hombres Santos le ponían de los nervios. Parecían estar buscando siempre motivos para sentirse agraviados por él, el extranjero, y ofender a alguien en Krasia solía acabar con la muerte del ofensor.

Sin embargo, fuera cual fuese el malestar que pudiera producirle la cercanía de los damaji, siempre era mayor cuando estaba a la vista el enorme templo abovedado consagrado a Everam: el Sharik Hora, cuyo significado literal era «Huesos de los Héroes». El templo era un recordatorio de lo que era capaz la humanidad. El edificio empequeñecía cualquier estructura vista por Arlen hasta ese momento. En comparación, la biblioteca ducal de Miln era minúscula.

Pero el Sharik Hora no sólo era imponente por su tamaño. Era un monumento al valor humano más allá de la muerte, pues estaba ornamentado con todos los huesos blanquecinos de los guerreros muertos en la alagai sharak. Las osamentas subían hasta sustentar las vigas del techo y formaban el marco de las ventanas. El gran altar estaba hecho íntegramente de calaveras y los bancos de tibias. Los fieles bebían agua de un cáliz consistente en una calavera hueca sostenida por dos manos descarnadas; los antebrazos eran la apoyatura de la copa y su base, un par de pies. Cada una de las arañas de luces estaba hecha con docenas de cráneos y cientos de costillas, y el domo, a sesenta metros de altura, estaba cubierto por las calaveras de los belicosos ancestros krasianos, que miraban hacia abajo con ademán crítico, exigiendo honra.

Arlen había intentado calcular el número de guerreros empleados en la construcción del salón en una ocasión, pero le había sido imposible. Debía haber unas doscientas cincuenta mil personas entre todas las ciudades y aldeas de Thesa, y todos juntos no habrían podido decorar una fracción del Sharik Hora. Antaño, los krasianos fueron un pueblo muy numeroso.

El número actual de guerreros ascendía a un total de cuatro mil y todos ellos cabían con holgura suficiente en el Sharik Hora. Se reunían allí para honrar a Everam dos veces al día, una al alba y otra al anochecer, y darle gracias por los monstruos que habían matado la noche anterior, y también le pedían fuerza para matar a otros más durante la noche venidera. Aunque la mayoría de ellos imploraban al Shar’Dama Ka regresar vivos y poder comenzar el Sharak Ka la primera guerra, lo seguirían al mismísimo Abismo todos a una.

DEMsep

El viento del desierto llevó los gritos hasta Arlen, que esperaba la aparición de los monstruos en el acechadero. Junto a él, los guerreros de la Guardia de Recechadores removían los pies mientras murmuraban plegarias a Everam. La alagai sharak había comenzado en otras partes del Laberinto.

Oyeron los golpazos cuando los miembros de la tribu mehnding posicionados en lo alto de las murallas soltaron las manivelas, lanzando una lluvia de piedras y enormes virotes contra las filas enemigas. Los proyectiles alcanzaron a varios demonios de la arena, matándolos o dejándolos tan malheridos que sus compañeros se lanzaban sobre ellos para despedazarlos, pero el auténtico propósito de semejante ataque era enfurecer al adversario, irritarlos hasta el frenesí. Resultaba fácil irritar a semejantes enemigos y una vez conseguido se les podía hacer seguir una dirección en cuanto veían a una presa.

Deshabilitaban la red exterior de grafos para abrir las puertas de la muralla cuando los monstruos ya estaban fuera de sí a fin de que los demonios del fuego y de la arena pudieran atravesar las entradas y los del viento pudieran sobrepasarla. Solían permitir el paso de una docena antes de cerrar las puertas y reestablecer la red.

Dentro de las murallas, un grupo de guerreros aguardaba a los abismales y los atraía hacia sí golpeando los escudos con sus lanzas. Estos hombres, conocidos como Reclamos, eran en su mayoría luchadores de cierta edad o los más débiles, sacrificables, pero gozaban de un honor sin límites. Se colaban entre los abismales a la carga dando gritos y alaridos para luego diseminarse conforme a una táctica previamente estudiada a fin de dividir al adversario y obligarlo a adentrarse más y más en el Laberinto.

Los Auxiliares apostados en lo alto de los muros hacían caer a los demonios del viento con bolas y redes de grafos; en cuanto se estrellaban contra el suelo los Empaladores surgían de minúsculos pasajes protegidos para fijarlos al suelo antes de que pudieran liberarse. Los clavaban al suelo con estacas de grafos para inmovilizarlos y evitar que huyeran al Abismo con el alba.

Entre tanto, los Reclamos continuaban su carrera, guiando a los demonios de la arena y a los eventuales demonios de las llamas hasta su fin. Eran capaces de ir muy deprisa, pero los hombres se conocían cada giro del Laberinto como la palma de su mano y los monstruos no podían doblar las pronunciadas esquinas con la misma facilidad y cada vez que se acercaban demasiado a los Reclamos, los Auxiliares les arrojaban redes en un intento de ralentizar su avance. Muchos de estos intentos tenían éxito; otros no.

Arlen y los demás Recechadores se pusieron tensos cuando oyeron los gritos reveladores de la proximidad de los Reclamos.

—¡Alerta, he contado nueve! —los avisó un Batidor desde lo alto.

Nueve demonios de la arena eran más de los dos o tres que solían atacar en cada apostadero. Los Reclamos se separaban durante la huida a fin de reducir el número de cada grupo, por lo cual era muy raro tener que enfrentarse a más de cinco enemigos. Arlen apretó con más fuerza su hierro mientras los ojos de los dal’Sharum refulgían enloquecidos de entusiasmo: quien moría en la alagai sharak se ganaba la entrada al paraíso.

—¡Luces! —ordenó una voz en lo alto.

Cuando los Reclamos conducían a los demonios al apostadero los Auxiliares encendían deslumbrantes lámparas de aceite delante de unos espejos ladeados e inundaban de luz la zona.

Siempre tomaban desprevenidos a los abismales, que retrocedían entre alaridos. La luz no les causaba daño alguno, pero concedía tiempo para escapar a los exhaustos Auxiliares, que sí esperaban el resplandor y rodeaban los pozos de los demonios con la precisión que da la práctica, y se dejaban caer en trincheras vacías y protegidas con grafos.

Las criaturas se recobraron enseguida y retomaron su embestida sin saber qué camino habían tomado los Reclamos. Tres de ellos corrieron directos hacia las lonas de color arena que cubrían los dos amplios pozos para demonios, gritando mientras caían en esos agujeros de seis metros.

Se abrieron las trampillas y los miembros de la Guardia de Recechadores cargaron entre alaridos desde el escondrijo de la emboscada. Los luchadores portaban escudos redondos de grafos y avanzaban con las lanzas al mismo nivel con el propósito de empujar a los restantes abismales hasta la trampa de los pozos.

Arlen dejó atrás el miedo y rugió mientras cargaba con los demás, cautivado por la hermosa locura de Krasia. Así era como imaginaba a los guerreros de antaño: poniendo freno al instinto de dar media vuelta y correr a esconderse cuando salían a presentar batalla. Se olvidó de quién era y dónde estaba durante unos instantes.

Pero entonces, su hierro golpeó a un demonio y los grafos flamearon al cobrar vida y abatirse como un relámpago plateado sobre la criatura, que gritó de dolor, pero las lanzas más largas de los Recechadores más cercanos lo apartaron de Arlen. Ninguno de ellos se percató siquiera de aquello. El destello pasó oculto entre el centelleo de las defensas.

El grupo de Arlen empujó a los dos rivales restantes hasta el pozo abierto en su lado del apostadero. Los grafos del pozo eran de sentido único, como sólo sabían trazarlos en Krasia. Los abismales podían entrar, pero no salir, ni siquiera por el suelo: debajo del polvo y la tierra del fondo había roca de cantera para cortarles el regreso al submundo, lo cual los confinaba allí, dejándolos atrapados para que acabara con ellos el sol de la aurora.

Arlen dirigió su atención al lado opuesto, donde las cosas no habían salido tan bien. La tela de la lona se había enganchado al caer en el pozo, dejando cubiertos algunos grafos. Antes de que el Captor pudiera liberar el enganchón, dos abismales salvaron la abertura de un salto y le cayeron encima, matándolo.

La Guardia de Recechadores del otro lado de la celada había irrumpido en aquel caos para hacer frente a cinco demonios de la arena y sin tener un pozo al que arrojarlos. La unidad únicamente constaba ya de diez hombres y los demonios ocupaban la posición central, rajando y mordiendo.

—¡Retiraos a la gazapera! —ordenó el kai’Sharum del lado de Arlen.

—¡Antes prefiero el Abismo! —aulló Arlen, y echó a correr en ayuda del otro grupo. Los dal’Sharum, al ver semejante muestra de coraje en un extranjero, lo siguieron y dejaron detrás a su vociferante oficial.

Arlen hizo una pausa el tiempo necesario para soltar la lona del pozo para demonios y activar el círculo de ese modo, lo cual requirió apenas unos instantes; luego, se lanzó a la melé del combate empuñando la lanza encantada, que había cobrado vida propia.

Traspasó al demonio más cercano a él. En esta ocasión, el luchador más próximo no pudo dejar de ver el chisporroteo mágico producido por el arma al alcanzar su objetivo. El demonio de la arena se desplomó sobre la misma, mortalmente herido, y Arlen sintió un flujo de energía salvaje fluyendo por su cuerpo.

Percibió un movimiento por el rabillo del ojo y pivotó sobre sí mismo con el arma en ristre a fin de detener la mordedura de los afilados dientes de otro monstruo. Las protecciones de la lanza se activaron antes de que el abismal pudiera morder más abajo, bloqueando su boca abierta. Arlen giró de pronto la lanza y la magia crepitó mientras se hundía en las fauces de la criatura.

Un flujo de vitalidad recorrió las extremidades de Arlen cuando lo embistió un tercer demonio. Empujó hacia delante el astil de la lanza y los trazos mágicos de esta partieron en dos el rostro del abismal. Cuando cayó al suelo, el joven soltó el escudo a fin de tener libres ambas manos para hacer girar la larga vara y hundirla en el corazón de su enemigo.

Arlen rugió y miró en derredor en busca de otro adversario con quien combatir, pero los otros dos habían sido empujados al pozo. A su alrededor, los hombres lo miraban con asombro.

—¿A qué esperáis? —gritó, mientras se precipitaba en dirección al Laberinto—. ¡Quedan alagai por cazar!

Los dal’Sharum lo siguieron cantando:

—¡Par’chin, Par’chin!

Su siguiente rival fue un demonio del viento que se lanzó en picado, abriéndole la garganta a uno de los seguidores de Arlen. Este le arrojó su hierro antes de que pudiera remontar el vuelo y le traspasó la cabeza en medio de una lluvia de chispas. El ser se desplomó sobre el suelo.

Arlen retiró la lanza y siguió corriendo como un berserker salido de las leyendas ahora que fluía por su cuerpo la furia de la magia del arma. Su destacamento engrosó de número a medida que iban peinando el Laberinto en busca de más adversarios. Arlen los mató a todos, uno tras otro.

—¡Par’chin, Par’chin! —coreó un número creciente de seguidores.

Se olvidó de dónde estaban las gazaperas y los túneles de escape. Habían desaparecido el miedo y el recelo a la noche. Arlen parecía invulnerable con su lanza de metal y la confianza que exudaba era como una droga para los krasianos.

DEMsep

Enardecido por la emoción de la victoria, Arlen se sentía como recién salido de la crisálida, renovado por la antigua lanza. No sentía fatiga alguna a pesar de haber luchado y corrido durante horas. Tampoco notaba dolor alguno a pesar de tener múltiples cortes y rasguños. Su mente únicamente se concentraba en la siguiente refriega, en el próximo enemigo a abatir. Cada vez que atravesaba la coraza de una de aquellas criaturas y recibía el flujo de energía resonaba en su cabeza la misma idea:

«Todo hombre ha de tener una igual».

Jardir apareció delante del forastero que, cubierto por el icor de los demonios, elevó la lanza para saludar al Primer Guerrero.

—¡Sharum Ka! —voceó el joven—. ¡Ningún demonio escapará con vida del Laberinto esta noche!

Jardir rio y alzó al aire su lanza a modo de respuesta. Abrazó a Arlen como a un hermano.

—Te he subestimado, Par’chin. No volveré a hacerlo.

—Eso dices cada vez —replicó Arlen con una sonrisa.

Jardir cabeceó en dirección a los dos demonios de la arena que el joven acababa de matar.

—Puedes estar seguro esta vez —le aseguró, devolviéndole la sonrisa. Luego se volvió hacia los seguidores del forastero y señalando a los abismales muertos, gritó—: ¡Dal’Sharum, recoged a esas piltrafas asquerosas y alzadlas a lo alto del muro exterior! Nuestros honderos necesitan hacer prácticas de tiro. ¡Que los monstruos de más allá del muro vean qué estúpido es atacar Fuerte Krasia!

Los combatientes profirieron un grito de júbilo y se apresuraron a cumplir la orden. Jardir se volvió a Arlen mientras lo hacían.

—Los Auxiliares informan de que todavía se combate en uno de los apostaderos, en el este. ¿Te quedan ganas de luchar, Par’chin?

La sonrisa del interpelado fue casi animal.

—Muéstrame el camino.

Y ambos hombres salieron corriendo, dejando a los demás atareados en sus quehaceres. Corrieron a toda velocidad durante cierto tiempo, hasta llegar a uno de los rincones más apartados del Laberinto.

—Es justo ahí —indicó Jardir cuando dieron una vuelta para doblar una acusada revuelta que daba a un apostadero.

El silencio reinante no despertó recelo alguno en el joven forastero, pues las pisadas de su carrera y el golpeteo de la sangre en las sienes lo llenaban todo.

Un pierna salió de un lado cuando él doblaba la esquina, le enganchó el pie y lo envió de bruces al suelo. Rodó mientras caía sobre la arena y mantuvo aferrado el preciado hierro, pero mientras se ponía de pie unos hombres habían bloqueado la única salida existente.

Arlen miró en derredor, confuso, al no ver signo alguno de demonios ni de combates. Habían tendido una emboscada, sin duda, pero no a los abismales.