15
El violín de la fortuna
325 d. R.
Había humo, y un incendio, y los gritos de una mujer resonaban por encima de los alaridos de los abismales.
«¡Te quiero!».
Rojer se despertó con el corazón desbocado cuando las primeras luces del alba empezaban a deslizarse por encima de los altos muros de Fuerte Angiers y una luz tenue se filtraba entre las rendijas de las contraventanas. A la espera de que se le tranquilizara el pulso, sostuvo con fuerza el talismán con la mano buena mientras aumentaba la claridad del día. La muñequita, una infantil creación de cuerda y madera con un mechón del pelo rojo materno, era cuanto le quedaba de su madre.
No se acordaba del semblante de su progenitora, desdibujado entre el humo, ni de la mayor parte de lo acaecido durante esa noche, pero no se olvidaba de las últimas palabras de su madre, pues las oía una y otra vez en sus sueños:
«¡Te quiero!».
Se frotó el pelo entre los dedos pulgar y anular de la mano lisiada. Una cicatriz irregular era cuanto quedaba allí donde habían estado los dos dedos corazón e índice, pero gracias a ella únicamente había perdido eso.
«¡Te quiero!».
El talismán era la protección secreta de Rojer, algo que no había compartido ni siquiera con Arrick, que había sido como un padre para él. Lo ayudaba a pasar las largas noches, cuando la oscuridad se cerraba de forma insoportable a su alrededor y temblaba de miedo al oír los gritos de los abismales.
Pero había llegado el día, y su luz le devolvió la sensación de seguridad. Besó la muñequita y volvió a colocada en el bolsillo secreto que se había cosido en sus pantalones multicolor. La certeza de que estaba ahí le hacía sentirse más valiente. Había cumplido diez años.
Rojer se levantó de su jergón de paja, se desperezó y salió del pequeño cuarto con paso vacilante, todavía bostezando. Se le cayó el alma a los pies cuando vio a Arrick desmadejado sobre la mesa. El maestro se había quedado dormido junto a una botella vacía, aferrando el gollete de la misma, como si fuera a estrangularla para extraer las últimas gotas de licor.
Ambos eran sus talismanes.
Rojer cruzó la estancia y curioseó la botella que retenía entre los dedos.
—¿Quién…? ¿Wazzar…? —inquirió Arrick, levantando a medias la cabeza.
—Te has vuelto a quedar dormido en la mesa —dijo Rojer.
—Ah, eres tú, zagal —gruñó Arrick—. Me pareció que era nuestro espléndido casero otra vez.
—Ya debemos el alquiler —contestó Rojer—. Vamos a actuar en La Plazuela esta mañana.
—El alquiler, siempre el alquiler —refunfuñó Arrick.
—Maese Keven ha jurado echarnos a la calle si no le pagamos hoy —le recordó el niño.
—Bueno, pues cantaremos —repuso el trovador, levantándose. Perdió el equilibrio e intentó sujetarse echando mano a la silla, pero eso sólo sirvió para derrumbarse encima de la misma antes de golpearse contra el suelo.
Rojer hizo ademán de ayudarlo a levantarse, pero Arrick lo empujó hacia atrás.
—¡Estoy bien! —gritó mientras se ponía en pie de forma vacilante, como si Rojer se atreviera a discrepar—. ¡Soy capaz de hacer una voltereta hacia atrás! —aseguró, volviendo la cabeza para ver si había espacio. El brillo de sus ojos evidenció cuánto se arrepentía de su fanfarronada.
—Sería mejor dejarlo para la actuación —se apresuró a decir Rojer.
El Juglar se volvió para mirarlo.
—Posiblemente tengas razón —concedió el otro para alivio de ambos—. Tengo la garganta seca. Voy a necesitar un trago antes de cantar.
Rojer asintió y se apresuró a tomar un cántaro de agua y llenar una copa de madera.
—No, agua no —le advirtió Arrick—. Tráeme vino. Necesito el aguijonazo de un trago que me entone las tripas.
—Nos hemos quedado sin vino —repuso el niño.
—Entonces, corre y tráeme un poco —le ordenó Arrick, que tropezó y estuvo a punto de caerse cuando hizo ademán de ir a por su bolsa, aunque logró agarrarse por los pelos; el pequeño acudió a sujetarlo.
El adulto tironeó del cordón de la bolsa hasta abrirla y la levantó para luego sacudirla hacia abajo, pero no cayó moneda alguna contra los tablones y él soltó un gruñido.
—¡Ni un klat! —gritó, frustrado, y arrojó la bolsa al suelo, movimiento que le privó de su escaso equilibrio y le llevó a dar una vuelta entera sobre sí mismo para sujetarse antes de desplomarse sobre las losas con un ruido sordo.
Ya se había puesto a cuatro patas para cuando Rojer acudió en su ayuda, pero entonces el Juglar tuvo arcadas y vomitó vino y bilis por todo el suelo. Luego, cerró los puños y se puso a temblequear. El niño pensó que iba a devolver de nuevo, pero al cabo de un instante comprendió que su maestro estaba llorando.
—Nunca fue así mientras trabajé para el duque —gimió el Juglar—. Entonces me sobraba el dinero.
«Sólo porque el duque te pagaba el vino», pensó el pequeño, pero tuvo la suficiente prudencia como para no expresarlo en voz alta. Decirle que bebía demasiado era la forma más segura de provocarle un estallido de ira.
Limpió a su maestro y lo llevó hasta el jergón; una vez que lo dejó allí inconsciente buscó un trapo con el que limpiar el suelo. No iban a actuar ese día.
Se preguntó si maese Keven iba a ponerlos de patitas en la calle de verdad y adónde irían si eso ocurría. El muro protegido angersiano era fuerte, pero siempre había agujeros en la red de arriba y no era extraño que se colaran los demonios del viento. Le aterraba la idea de pasar una noche en la calle.
Estudió las contadas posesiones de ambos, preguntándose si quedaba algo de valor. Cuando las cosas se pusieron feas, Arrick había vendido el destrero de Geral y el escudo protegido con grafos, pero quedaba el círculo portátil del Enviado. Podía conseguir un buen precio, pero el pequeño no se atrevía a venderlo. Arrick bebería sin medida y se jugaría el dinero, y no quedaría nada para protegerlos cuando al final los desahuciaran y tuvieran que pasar la noche a la intemperie.
También Rojer echaba de menos los tiempos en que su maestro trabajaba para el duque. Las cortesanas de Rhinebeck adoraban a Melodía y a él le trataban como a un hijo. Una docena de mujeres le estrechaban contra sus pechos perfumados todos los días, le daban dulces y le enseñaban a que las ayudara a pintarse y acicalarse. No veía demasiado a su maestro en aquellos días, pues Arrick solía dejarlo en el burdel mientras iba de viaje a las aldehuelas para pronunciar con voz alta y clara los edictos ducales.
Pero una noche el duque acudió bebido y libidinoso a los aposentos de su puta favorita, entró con paso vacilante y se encontró aovillado en la cama a un niño, y no quería volver a encontrárselo. Quería que Rojer se fuera, y Arrick con él. El pequeño sabía que era culpa suya que ahora los dos llevaran una existencia tan miserable. Arrick lo había sacrificado todo por él, al igual que sus padres.
Rojer no pudo hacer nada por sus progenitores, pero todavía estaba a tiempo de intentarlo por Arrick.
Rojer corrió con todas sus fuerzas, esperando que el gentío siguiera allí. Incluso ahora, la anunciada actuación de Melodía iba a atraer a mucha gente, aunque no iban a esperar para siempre.
Se había echado al hombro la «bolsa de las maravillas» de Arrick, hecha de esa tela remendada, raída y gastada de colores variopintos, al igual que la de las ropas de los Juglares, donde había metido todos los instrumentos propios del arte trovadoresco. Rojer los dominaba todos, salvo las bolas de malabarismos.
Trotaba descalzo, golpeteando el entarimado de las calles con sus pies callosos. Rojer tenía botas y guantes a juego con la tela multicolor de su botarga de colores, pero no se los había puesto. Prefería la firme sujeción de los dedos de los pies a las suelas gastadas de sus coloridas botas de campanillas, y odiaba los guantes.
Arrick había rellenado con algodón los guantes para ocultar los dedos mutilados de la mano derecha de Rojer. Unos hilos delgados unían los falsos extremos a los reales para conseguir que se flexionaran al mismo tiempo. Era una pillería de lo más ingeniosa, pero Rojer se sentía avergonzado cada vez que metía la mano lisiada en aquel ingenio tan molesto. Arrick insistía en llevarlos, pero su maestro no podía pegarle por algo de lo que no estaba al tanto.
La gente daba vueltas alrededor de La Plazuela cuando llegó Rojer. No serían más de una veintena, y algunos de ellos eran niños. Rojer aún recordaba los tiempos en que la noticia de una posible aparición de Arrick Melodía atraía a cientos de personas de todos los rincones de la ciudad, incluso lugareños de aldeas cercanas. En aquel entonces, él cantaba en el Templo del Creador o en el anfiteatro ducal. Ahora, La Plazuela era el mejor sitio que podía ofrecerle el gremio, y ni siquiera ese era capaz de llenar.
Pero alguna moneda era mejor que nada y si él conseguía que al menos una docena de asistentes le dejaran un klat cada uno, podría pagarle otra noche de hospedaje a maese Keven, mientras el gremio de Juglares no lo pillara actuando sin su maestro. Si eso sucedía, el alquiler atrasado sería el menor de sus problemas.
Soltó un grito y pasó bailando entre el público al tiempo que sacaba de la bolsa manojos de vilanos teñidos y las lanzaba al aire. Las vainas daban más y más vueltas y aleteaban en el aire, dejando un rastro de vivos colores.
—¡El aprendiz de Arrick! —gritó una persona del público—. Después de todo, Melodía va a venir.
Rojer sintió un retortijón en el estómago cuando se produjo un aplauso. Él quería decir la verdad, pero la primera regla de la juglaría, según Arrick, era no decir ni hacer nada que echara a perder el buen humor del respetable.
El escenario de La Plazuela tenía tres gradas. La trasera era un armazón de madera ideado para amplificar el sonido y mantener a los artistas a salvo de las inclemencias del tiempo. Había grafos tallados en la madera, pero estaban desdibujados por el tiempo. Por si los echaban y pasaban la noche a la intemperie, Rojer se preguntó si esos grafos no les darían cierto abrigo a él y a su maestro.
Subió los escalones a la carrera, cruzó el escenario con un salto de manos y arrojó su colección de sombreros en frente del público con un preciso giro de muñecas.
Rojer había caldeado los ánimos del respetable antes de cada actuación de su maestro y cayó en esa rutina durante unos minutos, haciendo volteretas laterales, contando chistes, llevando a cabo trucos de magia, haciendo mimos para mofarse de figuras de la autoridad perfectamente conocidas, y consiguió risas y aplausos. Lentamente, comenzó a aumentar el número de espectadores. Treinta. Cincuenta. Pero también empezaron a desatarse cada vez más murmullos, pues esperaban con impaciencia la aparición de Arrick Melodía. Rojer sintió un vacío en el estómago y llevó la mano al talismán oculto en el bolsillo secreto en busca de fuerza.
Pidió a los niños que se adelantaran para contarles la historia del Regreso a fin de posponer lo inevitable lo máximo posible. Él contó la trama haciendo una pantomima, y lo hizo bien, y algunos asintieron, pero leyó el desencanto en muchos rostros. ¿No era Arrick quien solía cantar la historia? ¿Acaso no habían acudido por ese motivo?
—¿Dónde está Melodía? —preguntó a voz en grito alguien desde la fila trasera.
El público de alrededor lo acalló con siseos, pero la pregunta flotó en el aire y se oyeron bisbíseos de manifiesto descontento cuando Rojer terminó su actuación para los pequeños.
—¡He venido a oír una canción! —gritó el mismo hombre de antes, y esta vez los demás asintieron en señal de conformidad.
El aprendiz de Juglar sabía que debía ser complaciente, pero nunca había tenido una voz recia y se le quebraba cada vez que sostenía una nota más de unos pocos latidos. El público iba a enfadarse si cantaba.
Se volvió hacia la bolsa de las maravillas en busca de otra opción que no fueran las vergonzantes bolas de juegos malabares. Era capaz de cogerlas y lanzarlas bastante bien con la diestra lisiada, pero la falta de dedo índice le impedía dar a la bola el giro adecuado y sólo tenía media mano para recogerla, por lo que la complicada combinación de las bolas en el aire estaba más allá de sus posibilidades.
—¿Qué clase de juglar no es capaz de cantar ni de hacer malabares? —le gritaba Arrick en ocasiones. Uno no muy allá, Rojer era consciente.
Tenía mucha más maña con los cuchillos de la bolsa, pero pedir a alguien del público que subiera para hacer el número del lanzamiento de cuchillos requería una licencia especial del gremio. Su maestro siempre elegía a una mujer de pechos generosos como ayudante para ese número, y la mayoría de las veces esta acababa en la cama del juglar después de la actuación.
—No creo que vaya a venir —oyó decir a ese mismo hombre.
Rojer lo maldijo en silencio.
Otros asistentes empezaron a marcharse también. Le habían arrojado al sombrero unos cuantos klats por pura piedad, pero si Rojer no hacía algo pronto, no iban a ser suficientes para satisfacer a maese Keven. Entonces le puso la vista encima al estuche del violín y se apresuró a recogerlo, viendo que únicamente quedaba un puñado de asistentes. Sacó la vara del arco y la sostuvo de forma muy recta, pues así encajaba para tocar con su mano tullida. No necesitaba los dedos perdidos para hacerlo bien.
La música llenó el lugar en muy poco tiempo. Algunos de los que habían hecho gesto de marcharse, se detuvieron a escuchar, pero Rojer no les prestó atención.
Rojer no recordaba muchos detalles sobre su padre, pero tenía una remembranza nítida de Jessum aplaudiendo y riendo mientras Arrick tocaba el violín, y ahora, mientras él lo hacía, sintió el amor de su padre, igual que percibía el de su madre cada vez que sostenía el talismán. La certeza de ese amor le pudo al miedo y se dejó llevar por la suave caricia de las vibrantes cuerdas.
Solía tocar el instrumento por lo general sólo como acompañamiento para la voz de Arrick, pero esta vez el niño fue más allá, dejando que su música llenara el espacio que hubiera ocupado la voz de Melodía. Los dedos de la mano izquierda, la buena, pulsaban los trastes tan deprisa que apenas resultaban visibles y muy pronto los presentes empezaron a marcar los tiempos con palmadas para acompañar la música. Él tocó más y más deprisa mientras el tempo musical aumentaba y bailaba sobre el escenario al ritmo de la melodía. El público le vitoreó cuando puso el pie en uno de los escalones y dio una voltereta hacia atrás sin saltarse ni una sola nota.
La aclamación lo sacó de su trance y alzó los ojos para ver que el lugar estaba atestado e incluso las entradas a La Plazuela estaban a rebosar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Arrick había sido capaz de convocar a tanta gente. Rojer estuvo a punto de perder el ritmo a causa de la sorpresa, pero luego apretó los dientes y mantuvo la cadencia de la música hasta convertirla de nuevo en su único mundo.
—Ha sido una buena actuación —lo felicitó una voz mientras Rojer contaba las monedas lacadas de madera que había en el sombrero. ¡Casi trescientos klats! Keven no iba a poder desahuciarlos en un mes.
—Gracias —empezó a contestar Rojer, pero la respuesta se le quedó pegada a la garganta cuando alzó la vista y vio a los maestros Jasin y Edum en pie delante de él. Eran gente del gremio.
—¿Dónde está tu maestro, Rojer? —preguntó con severidad Edum, maestro de actores y mimos. Se decía que sus obras atraían público desde la lejana ciudad de Fuerte Rizón.
El pequeño tragó saliva con dificultad y se puso rojo como un tomate antes de agachar la cabeza, albergando la esperanza de que esos hombres interpretaran como vergüenza su miedo y su culpabilidad.
—No… no lo sé —contestó—. Se supone que debía estar aquí.
—Apostaría a que está borracho otra vez —bufó Jasin, más conocido por el apodo de Gorgorito, un sobrenombre que se había puesto él mismo. Era un cantante de cierto prestigio, y lo más importante, era sobrino de lord Janson, primer ministro del duque de Rhinebeck, y se había asegurado de que lo supiera todo el mundo—. El viejo Melodía se está avinagrando últimamente.
—Me maravilla que haya retenido la licencia durante tanto tiempo —comentó Edum—. He oído decir que el mes pasado se derrumbó sobre el escenario a mitad de actuación.
—Eso no es cierto —replicó el niño.
—Si yo estuviera en tu piel, me preocuparía más por mi propia suerte —le espetó Jasin, señalándole la cara con un dedo alargado—. ¿Sabes cuál es la penalización por realizar un espectáculo sin autorización?
Rojer se puso pálido. Arrick podía perder la licencia por aquello y si el gremio llevaba el asunto a los tribunales, los dos podían acabar con cadenas en las muñecas y talando árboles.
Edum se carcajeó.
—No te preocupes, chaval —dijo Edum—, no veo necesario informar acerca de este incidente siempre y cuando el gremio se lleve su parte —terminó al tiempo que tomaba para sí buena parte de las monedas recibidas por Rojer.
Rojer supo que le convenía no protestar cuando los hombres tomaron más de la mitad de la recaudación, se la metieron en los bolsillos después de repartírsela entre ellos. Era poco probable que alguna de esas monedas acabase en las arcas del gremio.
—Tienes talento, zagal —le dijo Jasin antes de que ambos se marcharan—. Deberías considerar la posibilidad de buscarte un maestro con mejores posibilidades. Ven a verme si te cansas de limpiar al viejo Chirrido.
La decepción de Rojer únicamente duró hasta que agitó el sombrero de la colecta. Incluso la mitad era mucho más de la cantidad que había esperado reunir. Se apresuró a volver al hostal, deteniéndose sólo para efectuar una visita. Se dirigió en busca de maese Keven, cuyo semblante echaba para atrás cuando el muchacho se acercó.
—Más te valdrá que no hayas venido hasta aquí para implorar por tu maestro, chico —le dijo.
Rojer negó con la cabeza y le entregó una bolsa al casero.
—Mi maestro dice que aquí hay bastante para diez días —dijo.
La sorpresa de Keven fue manifiesta cuando sopesó la bolsa y oyó el satisfactorio sonsonete de las monedas de madera. Vaciló durante unos instantes, refunfuñó un poco y se guardó la bolsa con un encogimiento de hombros.
Melodía seguía dormido cuando él regresó. Rojer sabía que su maestro jamás iba a darse cuenta de que el posadero había cobrado. Se limitaría a evitar al hombre de forma continuada y se felicitaría a sí mismo por sacarle diez días gratis.
El niño dejó las pocas monedas restantes en la bolsa de Arrick. Le diría a su maestro que las había encontrado sueltas en la bolsa de las maravillas. Era poco creíble que eso pudiera suceder dado que habían estado tiesos de dinero desde hacía muchísimo tiempo, pero Arrick no iba a cuestionar su buena suerte después de ver lo que Rojer le había traído además.
El niño depositó la botella de vino junto a Arrick mientras este seguía dormido.
Arrick se levantó antes que Rojer a la mañana siguiente y estudió su maquillaje delante de un resquebrajado espejo roto. No era joven, pero tampoco tan viejo como para no poder parecerlo con los coloretes de juglar. Sus largos cabellos blanqueados por el sol eran más dorados que grises y su barba castaña, bien oscurecida con tinte, ocultaba la creciente papada. La pintura se ajustaba tan bien a su piel morena que apenas se notaban las patas de gallo existentes alrededor de sus ojos.
—Hemos tenido suerte esta última noche, zagal —dijo mientras hacía gestos para ver cómo aguantaban las pinturas—, pero no podremos evitar a Keven eternamente. Ese tejón peludo nos acabará echando el guante tarde o temprano, y cuando lo haga me gustaría tener más que… —Melodía echó mano a la bolsa, removió las monedas y las lanzó al aire—… seis klats en nuestro haber.
El Juglar movía las manos demasiado deprisa para seguirlas mientras recogía las monedas y las lanzaba otra vez por encima de su cabeza, con una cadencia cómoda.
—¿Has estado practicando tus juegos malabares, chaval? —preguntó.
Arrick le lanzó uno de los klats antes de que Rojer tuviera ocasión de abrir la boca para responder. El niño se conocía bien el truco, pero listo o no, sintió una punzada de miedo cuando cazó al vuelo la moneda con la mano izquierda y la lanzó al aire poco antes de que más klats le llegaran en rápida sucesión. Se las vio y se las deseó para mantener el control cuando debió tomarlas con la mano lisiada y se las pasó a la mano buena antes de arrojarlas al aire otra vez.
Estaba aterrado cuando tenía cuatro monedas en danza y cuando Arrick le lanzó una quinta tuvo que moverse como un poseso para mantenerlas todas en movimiento. El Juglar se lo pensó mejor antes de tirarle la sexta y en vez de eso esperó con paciencia, y en efecto, un momento después Rojer se cayó al suelo en medio de un repiqueteo de monedas.
El muchacho se encogió en previsión de la diatriba de su maestro, pero Arrick se limitó a soltar un profundo suspiro.
—Ponte los guantes —dijo—. Necesitamos salir y llenar la bolsa.
El suspiro le hizo más daño que cualquier grito o una buena colleja. La ira significaba que Arrick esperaba algo mejor de él. Un suspiro implicaba que su maestro se había rendido.
—No —contestó el niño.
La palabra se le escapó antes de que lograra morderse la lengua, pero Rojer sintió lo apropiado de la misma una vez que pendió en el espacio existente entre ambos, encajando igual que el arco en su mano tullida.
El Juglar resopló con fuerza por debajo del bigote, sorprendido ante la audacia del chiquillo.
—Con el «no» me refiero a los guantes —aclaró Rojer; la expresión de Arrick cambió de rabia a curiosidad—. No deseo llevarlos más. Los odio.
El adulto suspiró, descorchó la nueva botella de vino y se sirvió una copa.
—¿No estábamos de acuerdo en que la gente estaría menos dispuesta a contratarte si estaban al tanto de tu discapacidad? —preguntó.
—No lo hablamos nunca —replicó el muchacho—. Un día te limitaste a decirme que me los pusiera.
Arrick rio entre dientes.
—Me sabe mal desilusionarte, zagal, pero así es como funcionan las cosas entre maestros y aprendices. Nadie quiere a un Juglar lisiado.
—¿Es eso lo que soy? ¿Un lisiado?
—Por supuesto que no —contestó Arrick—. No te cambiaría por ningún aprendiz de Angiers, pero nadie va a dejar de mirar las heridas que te hizo ese demonio para ver el hombre que llevas dentro. Te colgarán algún mote infamante y descubrirás que se ríen de ti y no contigo.
—No me importa —repuso el niño—. Los guantes me hacen sentirme como un fraude y ya tengo la mano bastante mal sin esos dedos de pega que me hacen sentirme más torpe. ¿Qué importa la razón de su risa mientras vengan y dejen su dinero por hacerlo?
Arrick lo miró durante largo tiempo mientras tabaleaba los dedos sobre la copa.
—Déjame ver esos guantes —contestó al fin.
Los guantes eran negros y le llegaban hasta la mitad del antebrazo con triángulos de tela de colores y campanillas cosidos a los extremos. Rojer se los lanzó a su maestro con cara de pocos amigos.
Melodía los tomó y los miró durante pocos instantes y los arrojó por la ventana; luego, se sacudió las manos como si el contacto con los mismos se las hubiera manchado.
—Cálzate las botas y vámonos —dijo, apurando de un sorbo el resto de su copa.
—La verdad es que tampoco me gustan las botas —se atrevió a decir Rojer.
Arrick sonrió al muchacho.
—No abuses de tu suerte —lo avisó con un guiño.
La ley del gremio permitía a los miembros actuar en la esquina de cualquier calle mientras no obstaculizaran el tráfico ni dificultasen el comercio. De hecho, algunos comerciantes contrataban a Juglares para llamar la atención hacia sus tenderetes o anunciar sus tabernas.
La afición a la bebida de Arrick había alejado a la mayor parte de estos últimos, por lo cual ellos actuaban en las calles. Arrick había dormido hasta tarde, por lo cual otros Juglares se les habían adelantado y habían ocupado los mejores puestos y ellos no hallaron el mejor de los sitios para su función: la esquina de una calle lateral lejos de las rutas más concurridas.
—Lo conseguiré —gruñó Arrick—. Caldea un poco el ambiente mientras lo preparo todo, zagal.
Rojer asintió y se marchó a la carrera. Allí donde encontraba un corrillo de gente hacía volteretas o andaba con las manos mientras hacía sonar los cascabeles cosidos a su ropa chillona a modo de invitación.
—¡Espectáculo de juglares, venga a ver la actuación de Arrick Melodía! —gritó.
Entre sus cabriolas y el prestigio que todavía conservaba el nombre de su maestro, logró concitar cierta atención y algunos incluso le siguieron en sus giros, aplaudiendo y riéndole las gracias.
Un hombre codeó a su mujer.
—Mira, ese es el niño tullido de La Plazuela.
—¿Estás seguro?
—Tú mírale esa mano —respondió el hombre.
Rojer fingió no oír esa conversación y continuó moviéndose en busca de más clientes. No tardó en llevar a sus pocos seguidores hasta su maestro, a quien halló haciendo malabares con un cuchillo de carnicero, un tajador de carne, un hacha de mano, un escabel minúsculo y una flecha. Lo movía todo con facilidad y hacía bromas con el creciente público que había reunido por su cuenta.
—Y aquí viene mi ayudante —anunció a la multitud—. Rojer Mediagarra.
Él ya estaba corriendo hacia su maestro cuando se percató del nombre. ¿Qué hacía Arrick?
Ya era demasiado tarde para impedirlo, de modo que avanzó las manos y se impulsó hacia delante para hacer una triple voltereta hacia atrás y quedarse a pocos metros del Juglar. Este tomó el cuchillo de carnicero de la letal selección con que hacía el juego de manos y se lo lanzó al pequeño.
Rojer esperaba el movimiento e hizo un trompo para atrapar con la mano buena el cuchillo desafilado y especialmente lastrado, cosa que hizo con facilidad. Se desenroscó cuando terminó de hacer el giro y envió la hoja dando vueltas hacia la cabeza de Arrick.
Este también giró sobre sí mismo y salió de la rotación con el cuchillo firmemente sujeto entre los dientes. La multitud lo vitoreó y una lluvia de monedas cayó en el sombrero mientras el arma de carnicero volvía a formar parte del rítmico juego de malabares con los demás elementos.
—Rojer Mediagarra, con sólo diez años y ocho dedos, es ya más letal con el cuchillo que cualquier adulto —proclamó Arrick.
El gentío aplaudió. Rojer mantuvo en alto la diestra para que todos la vieran. El público soltó exclamaciones, «oh», «ah», al verla. La sugerencia de Arrick les había hecho creer que era capaz de atrapar y lanzar cosas con la mano tullida. Ellos se lo dirían a otros y la cosa se iría exagerando. En vez de arriesgarse a que la multitud pusiera un mote a Rojer, su maestro se había adelantado.
—Rojer Mediagarra —musitó, saboreando el nombre con la lengua.
—¡Hop! —gritó Arrick, y Rojer se volvió cuando su maestro le arrojaba una flecha. Unió las manos en una palmada que le permitió atrapar el dardo justo cuando estaba a punto de darle en la cara. Luego, se giró de espaldas a la multitud y con la mano sana lanzó el proyectil entre las piernas hacia Arrick. Se dio la vuelta en cuanto terminó el movimiento, pero alzó la mano tullida hacia la multitud.
—¡Hop! —gritó él.
Arrick simuló un ataque de pánico y dejó caer las hojas con las que hacía los malabares de tal suerte que le cayó entre las manos el escabel, justo a tiempo para que la flecha se clavara en el centro exacto del mismo. Arrick estudió el fenómeno como si estuviera sorprendido por su buena suerte. Alzó la muñeca mientras soltaba el proyectil y lo convirtió en un ramillete de flores, y se lo entregó a la mujer más guapa de entre las asistentes. Hubo otro tintineo de monedas en el sombrero.
Rojer corrió hacia la bolsa de las maravillas en cuanto vio que su maestro empezaba a hacer trucos de magia en busca de los instrumentos necesarios para el ilusionismo, y entonces surgió un grito de entre los espectadores:
—¡Toca el violín! —gritó un hombre.
Se produjo un murmullo de aceptación entre los asistentes en cuanto se oyó la voz. Rojer alzó la mirada y descubrió al mismo hombre que el día anterior había reclamado a grito pelado la presencia de Melodía para que cantara.
—Así que tenéis ganas de música, ¿eh? —preguntó Arrick a la concurrencia sin perder un instante.
El auditorio respondió con una ovación y el Juglar se fue directo a la bolsa, de donde sacó el violín, lo acomodó debajo del mentón y se dio la vuelta, pero antes de que pudiera aplicar el arco a las cuerdas el hombre metió baza de nuevo.
—¡No, tú no, el chico! —rugió el espectador—. Deja que toque Mediagarra.
El Juglar miró a Rojer con el rostro convertido en una máscara de irritación mientras el gentío canturreaba:
—¡Mediagarra, Mediagarra!
Al final, se encogió de hombros e hizo entrega del violín a su pupilo.
Rojer tomó el instrumento con manos temblorosas.
«Nunca eclipses a tu maestro» era una regla que los aprendices asimilaban enseguida, pero el público le pedía a gritos que tocase, y encajó el arco de nuevo en su mano lisiada, pero libre de la maldición del guante. Cerró los ojos para sentir el vacío de las cuerdas debajo de los dedos y entonces les arrancó un débil zumbido. La multitud se calló cuando los primeros acordes fueron tan bajos, pues acariciaba las cuerdas como el lomo de un gato al que se le arranca un ronroneo.
El violín cobró vida en sus manos en ese momento y él le dejó llevar la iniciativa como a una pareja de baile, abarcándolo con un torbellino de música. Rojer se olvidó del gentío y de Arrick, estaba a solas con su música y exploraba nuevas armonías incluso mientras mantenía una tonada constante y hacía improvisaciones para adaptarse al ritmo de las palmadas, que parecían proceder de un mundo distante. No sabría decir durante cuánto tiempo estuvo tocando, podía haber estado en ese mundo para siempre, pero sonó un chasquido y algo le picó en la mano. Movió la cabeza para despejarla y alzó los ojos hacia el público, en silencio y asombrado.
—Se ha roto una cuerda —se disculpó, avergonzado.
Echó una ojeada a su maestro, que permanecía en el mismo estado de shock que el público. Arrick levantó las manos muy despacio y empezó a aplaudir.
El gentío no tardó en imitarlo, y le dispensó una aclamación estruendosa.
—Vamos a hacernos ricos con ese violín, muchacho —dijo el trovador mientras contaba el dinero obtenido—. ¡Ricos!
—¿Lo bastante como para pagar las cuotas atrasadas al gremio? —preguntó una voz.
Al darse la vuelta vieron al maestro Jasin apoyado sobre la pared y escoltado por sus dos aprendices: Sali y Abrum. Sali era una soprano de timbre tan hermoso como feo era su semblante. Arrick solía bromear diciendo que el público la confundiría con un demonio de las rocas si se pusiera un yelmo con cuernos. Abrum era un bajo profundo de timbre tan grave que hacía vibrar las tablas del entarimado de las calles. Era alto y enjuto, de manos y pies descomunales. Si Sali daba el perfil de un demonio de las rocas, él daba la talla para pasar por un demonio del bosque.
El maestro Jasin era un tenor, como Arrick, de registro vocal rico y puro. Lucía unas costosas ropas de lana azul con hilo de oro, desdeñando la tela de colorines característica de la juglaría. Se había echado aceite en el pelo y en el bigote, meticulosamente cuidados.
Jasin era un hombre de estatura mediana, lo cual no le restaba ni un ápice de peligro. En una ocasión le había sacado un ojo a un Juglar en el transcurso de una reyerta en una esquina. El juez lo había absuelto al estimar el incidente como un caso de defensa propia, pero no era eso lo que comentaban los aprendices en la casa gremial.
—El pago de mis cuotas atrasadas no es de tu incumbencia, Jasin —contestó Arrick mientras metía a toda prisa las monedas en la bolsa de las maravillas.
—Quizá tu aprendiz te haya salvado la papeleta por la ausencia en la actuación de ayer, Chirrido, pero su violín no te va a sacar siempre del apuro —le espetó Jasin mientras Abrum le arrebataba el instrumento de las manos a Rojer y lo partía en dos, estrellándolo contra su rodilla—. El gremio te quitará la licencia tarde o temprano.
—El gremio nunca abandonaría a Arrick Melodía —repuso el maestro de Rojer—, y aunque lo hiciera, a ti, Jasin, todos te seguirían conociendo como Segundón, la voz del cantante de fondo.
Jasin torció el gesto, pues eran muchos en el gremio quienes usaban ya ese sobrenombre, y de todos era sabido que se dejaba llevar por la rabia al oírlo. Él y Sali avanzaron hacia Arrick, que aferró la bolsa con gesto protector, mientras Abrum arrinconaba a Rojer con una pared a fin de impedirle que acudiera en ayuda de su maestro.
Pero esta no era la primera vez que se veían obligados a pelear en defensa de la colecta. Rojer se dejó caer sobre la espalda y se enrolló como un muelle para luego soltar hacia arriba una patada. Abrum profirió un grito, y su voz, por lo general grave, adquirió una nota muy diferente.
—Tenía entendido que tu aprendiz era un bajo, no una soprano —bromeó Melodía.
Jasin y Sali dirigieron una mirada de más hacia su compañero, circunstancia que Arrick aprovechó para echar mano a la bolsa de las maravillas y lanzar por delante de él un puñado de vilanos, que revolotearon en el aire delante de él.
Jasin se lanzó entre la nube, pero Melodía se había ladeado y lo esquivó con facilidad para luego hacer girar con fuerza la bolsa y estrellarla contra la corpulenta Sali, alcanzándola en pleno pecho. Quizá la mujerona habría sido capaz de conservar el equilibrio, pero Rojer ya se había situado en su posición: de rodillas detrás de ella, para forzar una dura caída. Arrick y Rojer se escabulleron corriendo por el entarimado antes de que pudiera recobrarse el terceto.