21
Un simple chin
328 d. R.
–¿Qué es esto? —preguntó Arlen a pesar de que en el fondo de su corazón lo sabía perfectamente.
—El Shar’Dama Ka debe empuñar la Lanza de Kaji —replicó Jardir cuando se aproximó—, y tú no lo eres.
El joven aferró el hierro como si temiera que pudiera escapar volando de sus manos. Le cerraban el paso los mismos hombres con los que había cenado unas pocas horas antes, pero ahora no veía un ápice de amistad en sus ojos. Jardir había actuado con astucia al separarlo de sus seguidores.
—No es preciso hacerlo de este modo —repuso Arlen mientras retrocedió hasta acabar pisando el borde del pozo para demonios del apostadero—. Soy capaz de hacer más igual que esta, una para cada dal’Sharum —prosiguió—. Por eso vine.
—Podemos hacerlas nosotros —repuso Jardir; su sonrisa fue una fría abertura en su rostro barbado: sus dientes centelleaban a la luz de la luna—. No puedes ser nuestro salvador. Sólo eres un chin.
—No quiero luchar contigo.
—Pues entonces no lo hagas, amigo mío —replicó Jardir con un hilo de voz—. Dame el arma, toma tu caballo y vete al alba para no volver jamás.
Arlen vaciló. No albergaba duda alguna de que los Protectores de Krasia serían capaces de reproducir la lanza tan bien como él. Los krasianos podrían invertir el curso de la guerra a no mucho tardar. Se salvarían miles de vidas y morirían miles de demonios. ¿Acaso importaba quién se llevara el mérito?
Pero había en juego algo más que el crédito de la gesta. La lanza no era un regalo para Krasia, sino para todos los hombres. ¿Compartirían los krasianos ese conocimiento con alguien más? A la vista de esa escena, Arlen pensaba que no.
—No. Creo que debo quedármela un poco más. Déjame hacerte una y me iré. Jamás volverás a verme y tendrás lo que quieres.
Jardir chasqueó los dedos y los hombres se acercaron a Arlen.
—Por favor —imploró Arlen—, no quiero heriros a ninguno.
Los guerreros de élite de Jardir rompieron a reír. Todos ellos habían consagrado sus vidas a la lanza.
Pero Arlen también.
—Los abismales son el enemigo, ¡no yo! —chilló, pero incluso mientras protestaba giró sobre sí mismo y torció su hierro para desviar las puntas de dos lanzas y luego patear las costillas de uno de los hombres, que fue a chocar con el otro. Se lanzó hacia delante para ocupar el centro e hizo girar la lanza como si fuera un cayado, renunciando al uso de la punta.
Con la contera, propinó un porrazo en el rostro de un guerrero, rompiéndole la mandíbula, y llevó el golpe hasta el final, aprovechando la inercia para bajar el arma y usarla como si fuera una porra contra la rodilla de otro atacante. Una lanza krasiana silbó a pocos centímetros por encima de su cabeza cuando el guerrero se derrumbó sobre el suelo entre chillidos.
Pero a diferencia de cuando luchaba contra los abismales, ahora el arma le pesaba en las manos y ahora se había extinguido la inagotable vitalidad que lo había empujado a cruzar el Laberinto. Era una simple lanza cuando se empleaba contra los hombres. Arlen la fijó en el suelo y saltó en el aire para propinar una patada alta en la garganta de otro guerrero. Acto seguido, sacudió a otro en el estómago con el extremo romo del hierro, haciéndole doblarse en dos. La punta abrió un corte profundo en el muslo de un tercero, que soltó su arma para agarrarse la herida. Arlen retrocedió ante la subsiguiente reacción, situándose de espaldas al pozo para demonios con el propósito de no ser rodeado.
—He vuelto a subestimarte, y eso que prometí no hacerlo —admitió Jardir antes de ordenar con un ademán de la mano a más hombres que acudieran.
Arlen luchó duro, pero jamás hubo duda sobre el desenlace de la pelea. El astil de una lanza le alcanzó en un lateral de la cabeza, derribándolo, y entonces se le echaron encima todos los guerreros, y le cayó una brutal tunda de palos hasta que soltó la lanza para protegerse la cabeza con los brazos.
El apaleamiento cesó casi de inmediato. Dos musculosos guerreros le maniataron las muñecas a la espalda y lo pusieron de pie de un tirón. Arlen vio que el Primer Guerrero se agachaba para apoderarse de su lanza. Jardir sujetó el trofeo con fuerza y miró al forastero a los ojos.
—Lo lamento de veras, amigo mío. Me gustaría que hubiera sido de otro modo.
Arlen le escupió a la cara.
—¡Everam es testigo de tu traición!
Jardir se limitó a sonreír mientras se limpiaba el salivazo.
—No hables de Everam, chin. Yo soy Sharum Ka, no tú. Krasia caería sin mí, pero ¿quién va a echarte de menos, Par’chin? Las lágrimas vertidas por ti no llenarían ni una sola botella.
Miró a los hombres que aferraban al prisionero y dio una orden:
—Arrojadlo al pozo.
Arlen todavía no se había recobrado de la sorpresa y el porrazo cuando le lanzaron la propia lanza de Jardir, todavía traqueteante en el suelo delante de él. Alzó la cabeza y vio al Primer Guerrero mirándolo desde lo alto.
—Has vivido con honor, Par’chin —admitió Jardir— y puedes mantenerlo intacto en la muerte. Muere luchando y despertarás en el paraíso.
El joven soltó un gruñido y miró al demonio de la arena, situado en el extremo opuesto del pozo, que se levantaba para ponerse en cuclillas.
El chin se puso de pie, ignorando el dolor de sus músculos magullados por la paliza, y alargó la mano para tomar el arma, pero no apartó los ojos del abismal. Su postura confundió a la criatura, pues no era ni temerosa ni amenazante. El ser anduvo a cuatro patas de un lado para otro, indeciso.
Era posible matar a un demonio de la arena con una lanza sin grafos. Las protuberancias óseas de la frente solían protegerles los ojillos, pero ese blanco aumentaba cuando se abalanzaban sobre uno. Bastaba un golpe preciso en ese único punto vulnerable, si se realizaba con la suficiente fuerza como para que el arma siguiera hasta hundirse en el cerebro, situado detrás. Esa lanzada podía matar a la bestezuela en el acto, pero los abismales se curaban a una velocidad mágica y un golpe impreciso o demasiado débil como para llegar hasta el fondo únicamente servía para enfurecerlos más. Resultaba una tarea imposible al no tener escudo y contar con la escasa luminosidad de las lámparas de aceite y la tenue luz de la luna.
El comportamiento del hombre intrigaba a la criatura, y Arlen aprovechó el intervalo para rasguñar el suelo con la punta de la lanza y trazar grafos de protección justo delante de él, el camino más probable del engendro cuando se le echara encima. El monstruo encontraría enseguida una forma de sortear el obstáculo, pero eso iba a darle un poco más de tiempo. Escribió los trazos a golpe de lanza.
El demonio de la arena regresó junto a las paredes del pozo, donde esquivaba mejor la luz proyectada por las lámparas. Sus escamas rojizas cubiertas de lodo lo hacían casi invisible de no ser por sus enormes y prominentes ojos negros, refulgentes a pesar de que era muy escasa la luz que incidía sobre él.
El hombre previo el ataque antes de que se produjera al observar cómo se hinchaban y se tensaban los músculos nervudos de las patas. Arlen se posicionó detrás de las protecciones, ya escritas por completo, y entonces rompió el contacto visual con su enemigo, como si se hubiera rendido.
El abismal lanzó sobre la víctima sus casi cincuenta kilos de garras, dientes y músculos blindados por las escamas, profiriendo un rugido desde el fondo de la garganta. El joven aguardó a que chocara contra las defensas y, en cuanto estas cobraron vida con un centelleo, le asestó un fuerte golpe en los ojos expuestos. La velocidad del demonio le añadió potencia a la lanzada.
Los krasianos lo jalearon desde el borde del pozo.
El lancero notó que la punta de la lanza se hundía en su objetivo, pero no lo suficiente antes de que el golpe y la magia repelieran a la criatura al otro lado del hoyo entre alaridos de dolor. Arlen observó el remate partido de su arma y luego distinguió el centelleo de la punta a la luz de la luna: estaba hundida en el ojo del monstruo, que se sacudió el dolor y se puso de nuevo en pie antes de llevarse una garra al punto donde había entrado la punta, que salió sola de una herida que ya había dejado de sangrar.
El ser gruñó por lo bajo y comenzó a deslizarse hacia atrás, avanzando a gatas con el vientre pegado al suelo del foso. Arlen lo aprovechó para completar su semicírculo y los grafos volvieron a centellear cuando la criatura se estrelló contra la protección. El joven asestó otro golpe, y en esta ocasión dirigió la punta rota de la vara hacia el buche, la carne más vulnerable de su garganta, pero su rival era demasiado rápido y atrapó la lanza de Arlen entre los dientes y se la arrebató de un brusco tirón hacia atrás.
—Por la Noche —maldijo Arlen.
El círculo de protección no estaba completo, y no albergaba muchas esperanzas de poderlo terminar sin la lanza.
El demonio se estaba recuperando del porrazo y no estaba preparado cuando Arlen saltó desde detrás de los grafos y le hizo un placaje. Arriba, los espectadores rugieron de entusiasmo.
La criatura arañaba y mordía, pero Arlen la aventajaba en rapidez y maniobró a su espaldas para ponerle los antebrazos a la altura de las axilas, sujetándole las garras detrás de la cabeza. Se levantó con toda su fuerza para alzar al demonio del suelo.
Arlen era más grande y pesado que ese demonio de la arena, pero cuando se revolvió no fue capaz de rivalizar con la tremenda fuerza de su rival, cuyos músculos parecían gruesos y duros como las cuerdas de las poleas usadas en las canteras de Miln. Las garras de los cuartos traseros del ser amenazaban con hacerle jirones las piernas. Hizo girar al demonio y lo golpeó contra la pared del pozo y repitió la operación sin darle ocasión a una posible recuperación. Aun así, la criatura se revolvía con frenesí y agotaba las fuerzas de Arlen, que, debilitado, cada vez lo sujetaba con menos fuerza, y resolvió arrojar todo el peso de su presa contra sus grafos. El chisporroteo de la magia iluminó el pozo mientras el cuerpo del abismal se convulsionaba a causa del impacto. El hombre recobró la lanza y se puso de inmediato detrás de sus defensas antes de que se recobrara el enemigo.
El enfurecido demonio se lanzó repetidas veces contra las protecciones, pero Arlen completó a toda prisa el improvisado semicírculo, pues el muro del pozo le protegía la espalda. El entramado de trazos tenían fisuras, pero confiaba en que fueran lo bastante pequeñas como para que su rival no las encontrara y se colara dentro.
Esas esperanzas se vinieron abajo poco después, cuando el abismal se encaramó de un brinco a la pared del foso y hundió los dedos en la arcilla endurecida para luego acercarse por la pared hasta la posición de Arlen. Exhibió sus dientes cortantes rebosantes de baba.
Las defensas apresuradas de Arlen eran débiles y el alcance de su protección corto, por lo cual el demonio podía salvarlas de un salto. No iba a necesitar mucho tiempo para comprender que era capaz de subir por encima de ellas.
El joven se armó de valor y colocó un pie encima de la protección más cercana, con lo cual cortó el flujo de magia, pero no pisó los trazos para no estropear el grafo, lo mantuvo unos centímetros del suelo y esperó al brinco de la criatura para echarse hacia atrás y descubrir la protección.
El demonio se hallaba a mitad de camino cuando se reactivó la red de protección, cortando la carne allí donde lo pilló. La mitad de la criatura cayó dentro del semicírculo de Arlen y la otra mitad fuera, con un ruido sordo.
El abismal lanzaba zarpazos y mordiscos incluso privado de sus cuartos traseros. Arlen retrocedió, manteniéndolo a raya con la lanza. Cruzó las protecciones, dejando atrapado el torso del demonio de arena dentro del semicírculo, sobre cuyo suelo sangraba a borbotones un icor negruzco en medio del cual seguía retorciéndose.
El vencedor levantó la vista y miró a los boquiabiertos krasianos. Torció el gesto y luego tomó la lanza con ambas manos y levantó la pierna; estrelló el arma contra la rodilla para partirla en dos y luego, inspirado por el ejemplo del abismal, clavó el extremo roto en la suave arcilla del muro. Tiró con tanta fuerza que se le hincharon los músculos, y luego logró alzarse, alzó el otro brazo y hundió la otra mitad aún más arriba.
Arlen salvó los seis metros de pared a pura fuerza, una mano tras otra, sin pensar en lo que dejaba detrás ni en aquello que lo aguardaba delante. Se concentró en la tarea inmediata, haciendo caso omiso de los esguinces de los músculos y los músculos desgarrados.
Los krasianos retrocedieron con ojos abiertos por el asombro cuando coronó el ascenso y llegó al borde del pozo. Muchos de ellos invocaron a Everam y se llevaron las manos a las frentes y a los corazones mientras otros trazaban grafos en el aire para protegerse como si él fuera un demonio.
El joven debió hacer un gran esfuerzo para seguir de pie, pues notaba los músculos como si fueran gelatina. Miró al Primer Guerrero con ojos turbios.
—Si quieres matarme, vas a tener que hacerlo tú mismo —gruñó—. Ya no quedan más abismales en el Laberinto que te hagan el trabajo.
Jardir se adelantó un paso, pero vaciló al oír un murmullo de desaprobación entre algunos de sus hombres. Arlen se había probado como guerrero y no sería honorable matarlo ahora.
Arlen había contado con eso, pero el Primer Guerrero reaccionó antes de que los hombres tuvieran tiempo de seguir pensando. Se adelantó de pronto y le golpeó en la sien con la contera de la lanza de grafos.
Arlen se desplomó sobre el suelo con un zumbido en la cabeza y un fuerte mareo, pero aun así, escupió y puso las manos debajo del cuerpo e hizo fuerza para levantarse. Alzó la mirada sólo para ver el nuevo movimiento de Jardir, que lo golpeó en la cara con la lanza de metal, y ya no supo nada más.