26
El dispensario

332 d. R.

Ay, Jizell —se quejó Skot cuando la anciana Herborista se acercó a él con la palangana—, ¿por qué no dejas que tu aprendiza haga la tarea por una vez?

El enfermo cabeceó en dirección a Leesha, enfrascada en cambiar los vendajes de otro paciente.

—¡Ja! —le espetó la interpelada, una mujer de constitución recia, cortos cabellos grises y voz de las que se dejaban oír a distancia—. Si la dejara encargarse del aseo de enfermos, tendría aquí a media ciudad quejándose de una epidemia en cuestión de una semana.

La joven sacudió la cabeza cuando se echaron a reír todos los presentes en la habitación, pero ella también sonreía. Skot era completamente inofensivo. Era un Enviado cuyo caballo lo había arrojado al camino. Tenía suerte de seguir con vida, especialmente porque había seguido el rastro del corcel y había logrado volver a la silla de montar a pesar de haberse roto los dos brazos. No tenía una esposa que cuidara de él, por lo cual el gremio de Enviados lo había surtido de los klats necesarios para sufragarle los cuidados en el dispensario de Jizell hasta que pudiera valerse por su cuenta.

La dueña Jizell empapó el trapo en la palangana de agua enjabonada y retiró la sábana del hombre, moviendo las manos con firme eficacia. El hombre profirió un gañido cuando ella concluyó, y Jizell echó a reír.

—Menos mal que soy yo quien os asea —dijo la mujerona en voz alta mientras miraba significativamente hacia abajo—. No nos gustaría decepcionar a la pobre Leesha.

Todos los demás enfermos acostados se echaron sus buenas risas a costa del Enviado. La habitación estaba hasta los topes, y todos estaban un tanto aburridos de guardar reposo.

—Creo que ella probablemente no lo juzgaría del mismo modo que tú —refunfuñó Skot, poniéndose colorado de furia, pero Jizell se limitó a reírse de nuevo.

—El pobre Skot está encandilado contigo —le confió Jizell a Leesha más tarde, cuando estaban moliendo hierbas en la botica.

—¿Encandilado? —rio Kadie, una de las aprendizas—. Encandilado no, enamorado.

Las demás aprendizas situadas lo bastante cerca para oírla estallaron en risillas.

—Me parece monín —concedió Roni.

—A ti todos te parecen monos —le replicó Leesha. Roni estaba madurando y andaba loca por los chicos—, pero espero que tengas mejor gusto para enamorarte de un hombre que caer en brazos del que te pida que lo limpies.

—No le des ideas —replicó Jizell—, Roni es capaz de coger el trapo y ponerse a bañar a todos los hombres del dispensario.

Las chicas soltaron una risa tonta, pero a la aludida no le sentó mal.

—Ten la decencia de ponerte colorada al menos —le dijo Leesha, haciendo reír otra vez a las muchachas.

—¡Basta, marchaos de aquí con vuestras risitas tontas! —Jizell se rio también—. Quiero tener unas palabras con Leesha. Encandilas a todo hombre que aparece por ahí —le dijo la dueña cuando ellas se fueron—. No vas a morirte por darle palique a alguno sin tener que preguntarle por su salud.

—Hablas como si fueras mi madre —replicó la joven.

Jizell golpeó el tablero con el almirez.

—No hablo como tu madre, para nada —repuso ella, que a lo largo de los años había oído a todos hablar de Elona—, pero no quiero que mueras siendo una doncella vieja por su causa. No hay delito alguno en gustarles a los hombres.

—Me gustan —protestó la joven.

—No lo veo yo así.

—Entonces, ¿debería haber saltado de contento y ofrecerme a bañar a Skot? —soltó Leesha.

—No, desde luego —contestó la Herborista—, al menos delante de todo el mundo —añadió con un guiño.

—Ahora hablas como Bruna —gimió Leesha—. Vas a necesitar algo más que comentarios sarcásticos para convencerme.

Peticiones como la de Skot no eran nada nuevo para Leesha. Ella había heredado el cuerpo de su madre y eso implicaba atraer mucho la atención de los hombres, los invitara ella o no.

—Entonces, ¿cómo va a ser? ¿Qué hombre puede atravesar los grafos de tu corazón?

—Uno en quien yo confíe y a quien pueda besar en la mejilla sin que al día siguiente se ponga a fanfarronear delante de sus amigos que nos hemos dado el lote detrás del granero.

Jizell resopló.

—Es más fácil que encuentres un abismal amistoso.

Leesha se encogió de hombros.

—Tienes miedo, eso creo —la acusó Jizell—. Has esperado tanto a perder la virginidad que has convertido en un muro inexpugnable algo totalmente natural que hacen todas las chicas.

—Eso es ridículo.

—¿Ah, sí? —contestó la Herborista—. Te he observado cómo reaccionas cuando algunas damas vienen a pedirte consejo en asuntos de alcoba: te crispas y haces suposiciones mientras te pones roja como un tomate. ¿Cómo puedes orientar a otras sobre sus cuerpos cuando no conoces el tuyo?

—Estoy bastante segura de saber por dónde va la cosa —replicó Leesha de forma cortante.

—Sabes a qué me refiero —continuó la mujerona.

—¿Y qué sugieres tú? —inquirió la muchacha—. ¿Que elija a uno al azar únicamente para aprender?

—Pues eso es lo que hay.

Leesha la fulminó con la vista, pero la dueña le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Has guardado esa flor tanto tiempo que al final ningún hombre va a parecerte lo bastante bueno para dársela. ¿De qué sirve una flor tan oculta que nadie puede verla? ¿Quién va a recordar su belleza cuando se marchite?

Leesha soltó un sollozo ahogado y Jizell acudió a su lado de inmediato, aferrándola con fuerza mientras lloraba.

—Vamos, vamos, cielo —la tranquilizó al tiempo que le acariciaba los cabellos—. No es tan malo como eso.

DEMsep

Después de la cena, tras revisar las protecciones y poner a estudiar a las aprendizas, tuvieron tiempo de prepararse una taza de té y abrir la talega del Enviado de la mañana a la luz de una lámpara colocada en una mesa llena de adornos antiguos.

—Pacientes durante el día y cartas toda la noche. —Jizell suspiró—. Gracias a la luz que las Herboristas no necesitan dormir, ¿eh?

Puso la talega en vertical y derramó todos los pergaminos sobre la mesa.

Separaron enseguida la correspondencia dirigida a los pacientes y luego Jizell echó mano a un fajo al azar y miró el destinatario.

—Son para ti —dijo, entregando a Leesha el manojo. Eligió otra carta del montón y se puso a leer—. Esta es de Kimber —dijo al cabo de unos instantes, refiriéndose a una aprendiz suya a la que había enviado al Tocón del Granjero, situada a un día a caballo—. El sarpullido del tonelero ha ido a peor y vuelve a extenderse por la piel.

—Le está administrando mal la infusión, lo sé —se quejó Leesha—. Siempre la deja reposar más de la cuenta y luego se queja de la lentitud de las curas. Va a llevarse una tunda como tenga que ir en persona hasta el Tocón del Granjero para prepararla por ella.

—Lo sabe muy bien —comentó Jizell entre risas—. Por eso me escribe a mí esta vez.

La risa de la mujerona era contagiosa y Leesha pronto se unió a las carcajadas. Leesha adoraba a Jizell. Podía ser tan dura como Bruna si lo requería la situación, pero siempre era de risa fácil. Aun así, Leesha echaba muchísimo de menos a Bruna.

Volvió a centrar la atención en el fajo de pergaminos. Era Quarto, el día de la semana en que venía el Enviado procedente del Tocón del Granjero, Hoya de Leñadores y otros asentamientos meridionales. Seguro que la primera carta del montón llevaba escritas sus señas con la pulcra caligrafía de su padre.

También había una misiva de Vika, y Leesha leyó esa en primer lugar. Las manos no dejaron de temblarle hasta que esta le aseguró que Bruna se hallaba muy bien.

—Vika ha dado a luz un chico, Jame —comentó—. Ha pesado tres kilos.

—¿Es el tercero?

Vika se había casado con el Escolano Jona, ahora ya Pastor Jona, al poco de llegar a Hoya de Leñadores y no había perdido el tiempo a la hora de darle hijos.

—Entonces, no hay mucha esperanza de que vuelva a Angiers —se lamentó Jizell.

Leesha se rio.

—Pensé que eso era obvio después del primero.

Resultaba difícil creer que habían transcurrido siete años desde que ella y Vika intercambiaron sus destinos. El acomodo temporal había terminado por ser permanente, lo cual no desagradaba del todo a Leesha.

Vika iba a quedarse en Hoya de Leñadores con independencia de lo que Leesha decidiera, y el estado actual de cosas allí parecía mejor que una combinación de Bruna, Leesha y Darsy. La idea le infundía una sensación de libertad como no había soñado. La joven había prometido regresar a la aldea si la necesitaba la Herborista, pero el Creador había obrado por ella y ahora era libre de elegir su futuro.

Su padre la informaba en su mensaje de que se había resfriado, pero esperaba recobrarse pronto bajo los cuidados de Vika. La siguiente misiva era de Mairy. La informaba en ella de que su hija mayor ya tenía la regla y se había prometido, por lo cual Mairy pensaba que no tardaría en ser abuela. Leesha suspiró.

Había otras dos cartas en el atadijo. Leesha mantenía correspondencia con Mairy, Vika y su padre casi todas las semanas, pero su madre le escribía con menor frecuencia, y a veces en un ataque de despecho.

—¿Y bien? —preguntó Jizell, levantando la vista de sus propias cartas al advertir la mala cara de Leesha.

—Sólo es mi madre —le informó la joven mientras leía—. El tono le cambia según el humor del que esté, pero el mensaje se mantiene inalterable: «Vuelve a casa y ten hijos antes de envejecer y de que el Creador te quite esa oportunidad».

Jizell refunfuñó y meneó la cabeza.

Había otra hoja junto a la carta de Elona, supuestamente escrita por Gared, aunque la letra era de su madre, pues el leñador no sabía leer ni escribir. Por muchas molestias que se hubiera tomado Elona para simular, ella estaba convencida de que al menos la mitad de las palabras eran de cosecha materna, y lo más probable era que también la otra mitad. Aunque con la letra de su madre, el contenido no cambiaba: Gared estaba bien y la echaba de menos. Gared la esperaba. Gared la amaba.

—Mi madre ha de pensar que soy idiota para intentar hacerme creer que Gared ha intentado escribirme un poema —comentó secamente Leesha—, y menos aún uno que no rime.

La Herborista se echó a reír, pero dejó de hacerlo enseguida al ver que su interlocutora no le seguía el juego.

—¿Y qué pasa si está en lo cierto? —preguntó Leesha de pronto—. Da grima pensar que Elona tenga razón en algo. Quiero tener hijos algún día y no hace falta ser Herborista para saber que he dejado pasar más días de los que tengo por delante para hacerlo. Tú misma has dicho que he malgastado mis mejores años.

—Es difícil que yo haya dicho eso —replicó Jizell.

—Es bastante cierto —admitió Leesha con tristeza—. Nunca me he preocupado por buscar hombres, pues ellos siempre encontraban la forma de venir a por mí, lo quisiera yo o no. Siempre pensé que encontraría a uno que encajaría en mi vida más que esperar que yo encajara en la suya.

—Todas hemos soñado con eso a veces, cielo, y es una fantasía bonita si la tienes de vez en cuando, si estás mirando a la pared, pero no puedes cifrar en ellas todas tus esperanzas.

Leesha apretó la carta en la mano, arrugándola un poco.

—Entonces, ¿estás pensando en regresar y casarte con ese Gared?

—¡Ah, no, por el Creador que no! ¡Por supuesto que no! —chilló Leesha.

—Bien —refunfuñó la mujerona—, me has ahorrado el trabajo de darte un porrazo en la cabeza.

—Por mucho que desee ser madre, moriré doncella antes que dejar que Gared engendre un hijo en mí. El problema es que se las ha arreglado para espantar a cuantos se me han acercado en mi tierra.

—Eso tiene fácil arreglo: ten hijos aquí.

—¿Qué…?

—Hoya de Leñadores está en buenas manos con Vika. La he enseñado yo misma, y en cualquier caso, ahora mismo ella tiene allí el corazón. —Jizell se inclinó y puso su rolliza mano sobre la de Leesha—. Quédate y haz de Angiers tu hogar y hazte cargo del dispensario cuando me retire.

Leesha abrió los ojos con desmesura y la boca, pero no logró articular palabra.

—Me has enseñado tanto como yo a ti durante estos años —continuó Jizell— y no hay nadie a quien pueda confiar este negocio, ni siquiera aunque regresara Vika.

—No sé qué decir —logró farfullar la joven.

—No te precipites —le aconsejó Jizell, palmeándole la mano—. Me atrevería a decir que no entra en mis planes retirarme pronto. Sólo piénsatelo.

Leesha asintió y, cuando Jizell le abrió los brazos, ella se lanzó a ellos, abrazando a la anciana. Cuando se separaron, un grito del exterior las hizo saltar de sorpresa.

—¡Socorro, auxilio! —gritó alguien.

Ambas miraron a la ventana y vieron que era noche cerrada.

Abrir de noche un postigo en Angiers era un delito punible con azotes, pero Leesha y Jizell no se lo pensaron dos veces antes de retirar la tranca de la ventana. Vieron a un trío de centinelas del concejo correr por el entarimado de la calle. Dos de ellos llevaban en volandas a un tercer hombre.

—¡Ah del dispensario! —llamó el jefe de la patrulla al ver la luz de la habitación por la ventana entreabierta—. ¡Abrid las puertas! ¡Asistencia y sanación! ¡Asistencia!

Las Herboristas se dirigieron al unísono hacia las escaleras y estuvieron a punto de caerse, dadas las prisas por llegar a la puerta. Era invierno, y aunque los Protectores de la ciudad trabajaban con diligencia para mantener los grafos limpios de nieve, hielo y hojas muertas, unos pocos demonios acababan encontrando una brecha para colarse todas las noches, dando caza a mendigos sin techo y acechando a algún esporádico idiota capaz de arriesgarse a desafiar la ley y el toque de queda. Un demonio del viento podía caer a plomo como una piedra sin hacer ruido alguno para extender de repente sus alas garrudas y sacarle las tripas a la víctima antes de atrapar el cuerpo con las zarpas traseras y marcharse a toda prisa con el mismo.

Llegaron al rellano y abrieron la puerta de par en par, observando desde el umbral el acercamiento de los hombres. Los dinteles estaban protegidos por grafos a fin de que ellas y los pacientes estuvieran a salvo incluso sin el obstáculo de la puerta.

Kadie asomó la cabeza por la galería situada en lo alto de las escaleras y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Detrás de ella, las demás aprendizas salieron en estampida de sus cuartos.

—Poneos los mandiles y bajad aquí —ordenó Leesha.

Las jóvenes se apresuraron a obedecer de forma un tanto caótica.

Los hombres se hallaban todavía a cierta distancia, pero corrían a buen paso. A Leesha se le encogió el estómago cuando oyó alaridos en el cielo. Había abismales en los aledaños, atraídos por las luces y el alboroto, pero los guardias recortaban la distancia a buen ritmo y Leesha concibió la esperanza de que consiguieran llegar ilesos hasta que uno resbaló sobre una placa de hielo y se dio un golpazo contra el suelo. Dio un grito y el hombre al que llevaban se cayó sobre el suelo de madera.

El tercer guardia llevaba a un herido sobre los hombros, gritó algo a su compañero y agachó la cabeza, cobrando más velocidad. El segundo centinela, ahora sin carga alguna, se dio la vuelta y se precipitó en ayuda de su camarada caído.

Un súbito batir de alas coriáceas fue el único aviso antes de que la cabeza del desventurado vigilante saliera volando lejos del cuerpo y rodara por el entarimado. Kadie gritó. El demonio del viento profirió un alarido antes incluso de que el corte empezara a borbotar sangre y voló hacia el cielo, llevándose consigo el cuerpo del hombre decapitado.

Su compañero cruzó las protecciones del dintel y entró en lugar seguro junto con su carga. Leesha volvió la vista atrás, hacia el otro hombre, que forcejeaba por ponerse en pie, y frunció el ceño.

—¡Leesha, no! —chilló Jizell al tiempo que hacía ademán de sujetarla por el brazo, pero la joven se zafó con agilidad y salió disparada al entarimado de la calle.

Los gritos de los demonios del viento resonaban en lo alto, en el frío cielo, mientras ella corría en un acusado zigzag para confundir a los abismales, a pesar de lo cual uno de ellos se lanzó en picado a por Leesha y fracasó de plano, aunque fuera sólo por unos centímetros. El ser terminó estrellándose contra los tablones del suelo, pero salió indemne del impacto gracias a su gruesa piel y se enderezó enseguida. Leesha se dio la vuelta y le lanzó a los ojos un puñado de los polvos cegadores de Bruna. La criatura aulló de dolor y la joven echó a correr.

Cuando Leesha se acercó a los caídos, el primer guardia le pidió:

—¡Sálvale a él, no a mí!

Señaló a la figura inmóvil sobre las planchas de madera. Ella miró el tobillo del guardia —se lo había roto en la caída a juzgar por el extraño ángulo del mismo— y luego a la figura tendida boca abajo sobre el entarimado. No iba a poder llevarlos a los dos.

—¡A mí no! —volvió a gritar el vigilante cuando ella se le acercó.

Leesha negó con la cabeza.

—Tengo más posibilidades de ponerte a salvo a ti —contestó en un tono que no admitía discusión alguna. Ella se pasó el brazo del hombretón por encima de los hombros y tiró.

—Vayamos agachados —aconsejó el centinela con voz entrecortada—. Esos seres apestosos tienen menos posibilidades de lanzarse contra las cosas que van muy cerca del suelo.

Ella se encorvó cuanto pudo al tiempo que avanzaba con paso vacilante a causa del peso del hombretón. Avanzaba arrastrando los pies, y supo que a esa velocidad no iba a lograrlo por muy agachada que anduviera.

—¡Ahora! —chilló Jizell.

Leesha alzó los ojos y vio a Kadie y a las demás aprendizas salir corriendo por el entarimado. Agitaban sábanas blancas por encima de la cabeza, pues la oscilación hacía que los lienzos parecieran estar por todas partes y dificultaba la elección de un objetivo a los abismales.

La dueña Jizell y el primer guardia aprovecharon esta distracción para acudir corriendo en su ayuda. Jizell se encargó de Leesha mientras el guardia se hacía cargo del hombre inconsciente. El miedo les dio alas a todos y cubrieron la distancia restante con bastante rapidez. Se retiraron al dispensario y atrancaron la puerta.

DEMsep

—Este está muerto —anunció Jizell con desapego—. Apostaría a que lleva muerto en torno a una hora.

—¿He estado a punto de sacrificarme por un muerto? —exclamó el centinela del tobillo roto.

Leesha lo ignoró y se dirigió hacia el otro herido.

La redondez de su rostro pecoso y lo enjuto de su figura hacían que su aspecto fuera más el de un adolescente que el de un hombre. Lo habían apaleado a conciencia, pero aún respiraba y el corazón latía con fuerza. Leesha lo reconoció a toda prisa; le examinó los huesos y le cortó la botarga de vividos colores en busca del origen de la sangre que le empapaba las prendas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó la dueña al guardia herido mientras le examinaba el tobillo.

—Encontramos a esos dos tirados en la calle cuando volvíamos de la última patrulla —masculló el guardia entre dientes—. Eran Juglares a juzgar por las pintas. Debían de haberlos desvalijado después de un espectáculo. Los dos estaban vivos, pero tenían mal aspecto y era de noche en ese momento, y ninguno de los dos tenía pinta de sobrevivir a la noche sin la ayuda de un Herborista. Entonces me acordé de este dispensario y corrimos lo más deprisa posible por debajo de los aleros para no ser vistos por esos seres apestosos.

Jizell asintió.

—Hiciste lo correcto.

—Dile eso al pobre Jonsin —replicó el guardia—. Por el Creador, ¿qué voy a contarle a su mujer?

—A cada día le basta su propio afán —repuso la dueña mientras le llevaba un frasco a los labios—. Bebe esto.

El vigilante la miró no muy convencido.

—¿Qué es?

—Te sedará —contestó Jizell—. He de fijarte el tobillo y entablillarlo. No vas a querer estar despierto cuando lo haga, te lo aseguro.

El guardia se bebió la poción de un trago.

Leesha estaba limpiando las heridas del Juglar más joven cuando este se despertó jadeante y se incorporó. Tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo, pero miró a su alrededor de forma enloquecida con el otro, de un verde brillante.

—¡Jaycob! —chilló.

Se removió como un poseso y debieron forcejear con él Leesha, Kadie y el último guardia para lograr que se tumbara. El joven fijó la mirada penetrante de su único ojo abierto en Leesha.

—¿Dónde está Jaycob? ¿Se encuentra bien?

—¿El hombre mayor que encontraron contigo? —preguntó Leesha.

Él asintió.

La Herborista titubeó mientras buscaba las palabras adecuadas, pero la pausa se prolongó demasiado y él gritó, retorciéndose otra vez. El vigilante lo fijó al lecho con fuerza y lo miró a los ojos para luego preguntarle:

—¿Viste a quien os hizo esto?

—No está de condiciones de resp… —empezó Leesha, pero el hombre la acalló con una mirada fulminante.

—He perdido un hombre esta noche. No tengo tiempo para esperar. —Luego, se encaró con el muchacho y le soltó—: ¿Y bien?

Pero el interrogado lo miró con los ojos llenos de lágrimas antes de negar con la cabeza, pero el vigilante no dejó quieta la cosa.

—Algo has tenido que ver —le presionó.

—Basta por ahora —le dijo Leesha mientras aferraba al hombre por las muñecas y tiraba con fuerza. Él se resistió y ella lo soltó—. Espere en la otra habitación —ordenó ella.

El hombre puso cara de pocos amigos, pero acató la orden.

El muchacho lloraba a moco tendido cuando Leesha se dio la vuelta.

—Déjenme en la oscuridad de la noche —pidió, levantando la mano tullida—. Debí haber muerto hace mucho tiempo, todo aquel que intenta salvarme acaba estirando la pata.

Leesha tomó la mano lisiada entre las suyas y lo miró a los ojos.

—Me arriesgaré —le replicó mientras se la estrechaba—. Nosotros, los supervivientes, hemos de velar los unos por los otros.

Le llevó a los labios el frasco de adormidera y le sostuvo la mano a fin de insuflarle entereza hasta que se le cerraron los ojos.

La música de violín llenó el dispensario. Los pacientes la aplaudían con ganas y las aprendizas bailaban mientras iban a hacer sus tareas. Incluso Leesha y Jizell andaban con más garbo.

—Y pensar que el joven Rojer estaba preocupado por no tener con qué pagar —comentó la dueña mientras preparaban la comida—. Si casi tenía medio pensado pagarle a él por tener entretenidos a los pacientes desde que pudo incorporarse.

—Los pacientes y las chicas lo adoran —convino Leesha.

—Te he visto bailar cuando pensabas que no te veía nadie —observó Jizell.

Leesha sonrió. Cuando no interpretaba melodías con su instrumento, Rojer contaba cuentos que hacían que las aprendizas se arracimaran a los pies de su cama o enseñaba cómo hacer trucos de magia que, según afirmaba, procedían de los propios cortesanos del duque. Jizell lo mimaba constantemente y las aprendizas le profesaban una gran simpatía y lo idolatraban.

—Un filete de ternera bien grueso para él, entonces —dijo Leesha, cortando el trozo de carne y colocándolo en una bandeja ya sobrecargada de patatas y fruta.

La dueña sacudió la cabeza.

—No sé dónde mete tanta comida ese zagal. Tú y las demás lo estáis cebando desde hace más de una luna, y sigue delgado como un junco.

—¡El almuerzo! —anunció a voz en grito. Las muchachas se personaron en la cocina para hacerse cargo de las bandejas. Roni fue directamente a por la sobrecargada, pero Leesha la apartó de su alcance—. Voy a llevársela yo misma —avisó, sonriendo al ver los rostros de decepción.

—Rojer necesita un respiro y comer algo, no andar contando historias en privado mientras vosotras le cortáis en trozos el filete —terció Jizell—. Luego podréis ir a adularlo todas.

—¡Con permiso! —dijo ella al entrar en la habitación, pero no debía haberse molestado, pues el enfermo levantó el arco de las cuerdas del violín con un chirrido en cuanto ella apareció.

Rojer sonrió y le hizo un gesto para que pasara. Derribó una copa de madera al intentar encontrar acomodo para el violín. Los dedos y el brazo se habían soldado limpiamente, pero aún tenía las piernas colgadas de cuerdas, y no le resultaba del todo fácil incorporarse en la cama.

—Hoy debes tener hambre.

Leesha se rio mientras depositaba la bandeja sobre su vientre y tomaba el instrumento. Rojer miró la fuente con aire dubitativo y le sonrió.

—¿No va a ayudarme a cortar la carne? —preguntó él, alzando la mano lisiada.

Leesha enarcó las cejas.

—Tienes unos dedos de lo más ágil cuando tocas el violín. ¿Por qué no lo son ahora?

—Porque me revienta comer solo.

Rojer se echó a reír. Ella sonrió y se sentó en un lado de la cama para luego coger el cuchillo y el tenedor. Cortó un buen trozo de carne, lo bañó bien en su jugo y en el de las patatas antes de ofrecérselo delante de los labios. Él le sonrió, el gesto hizo que se le escurriera un poco de salsa. Leesha se rio con disimulo. Rojer se ruborizó, y sus mejillas blancas se pusieron tan rojas como su pelo.

—Puedo levantar el cuchillo yo solo.

—¿Únicamente deseas que corte la carne y me vaya? —preguntó Leesha, y Rojer negó enérgicamente con la cabeza—. Entonces, calla —dijo, poniéndole delante de la boca el tenedor con otro trozo de carne.

—No es mi violín, ¿sabes?, sino el de Jaycob —dijo Rojer cuando miró de nuevo el instrumento tras unos momentos de silencio—. Rompieron el mío cuando…

Leesha torció el gesto cuando se le quebró la voz. Él seguía negándose a hablar del ataque después de un mes largo, ni siquiera cuando lo presionó el guardia. Había enviado a buscar sus escasas posesiones, pero hasta donde ella sabía, ni siquiera había contactado con el gremio de los Juglares para informarlos de lo sucedido.

—No es culpa tuya, tú no lo atacaste —replicó Leesha, viendo cómo los ojos del joven se volvían distantes.

—Como si lo hubiera hecho.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero… —Rojer desvió la mirada—. Me refiero a que le obligué a abandonar su retiro, todavía seguiría vivo si…

—Me comentaste que él te había dicho que abandonar ese retiro era lo mejor que le había pasado en veinte años —convino Leesha—. Parece que él vivió más en ese breve lapso de tiempo que durante los años pasados en ese aposento de la casa gremial.

El enfermo asintió, pero tenía los ojos cada vez más llorosos. Leesha le estrechó la mano.

—Eso parece sucederle enseguida a cuantos se cruzan en mi camino —suspiró el paciente.

—Y a muchos que ni siquiera habían oído hablar de Rojer Mediagarra, lo he visto con mis propios ojos. ¿También quieres culparte de sus muertes? —Rojer la miró y ella insistió para que tomara otro bocado—. A los muertos no les sirve de nada que dejes de vivir por sentirte culpable.

Leesha tenía las manos ocupadas con la ropa blanca cuando llegó el Enviado. Se metió la carta de Vika en el mandil y dejó el resto para más tarde, y una aprendiza acudió a avisarla de que un paciente tosía sangre cuando terminó de llevar la colada a la lavandería, y luego debió encargarse de entablillar un brazo roto, y también de dar clase a las aprendizas.

Antes de que ella se hubiera dado cuenta, se había hecho de noche y las muchachas se habían acostado. Redujo la mecha de las lámparas hasta que estas sólo proporcionaron un tenue fulgor anaranjado e hizo una última ronda entre las hileras de camas. Su mirada y la de Rojer se encontraron al pasar; él le pidió por señas que se acercara, mas ella negó con la cabeza, aunque le sonrió. Lo señaló y unió ambas manos como si fuera a orar, pero luego apoyó una mejilla sobre ellas y cerró los ojos.

El Juglar puso cara de pocos amigos, pero ella continuó adelante tras hacerle un guiño. Los huesos se habían soldado, pero él se quejaba de dolor y estaba débil a pesar de la mejora de las heridas.

Se tomó un descanso para servirse un vaso de agua al final de la habitación. Era una cálida noche de primavera y el cántaro estaba húmedo por la condensación. Se alisó el mandil con gesto ausente para secarse la mano y escuchó un crujido de papel. Entonces se acordó de la carta de Vika y la sacó del bolsillo, rompió el sello con el pulgar e inclinó la cuartilla hacia la lámpara para leerla mientras bebía.

Un momento después se le escapó el vaso y no notó ni oyó cómo se hacía añicos. Agarró el papel con fuerza y huyó de la estancia.

DEMsep

Leesha sollozaba silenciosamente en la ensombrecida cocina cuando la encontró Rojer.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja mientras se apoyaba con fuerza sobre su bastón.

—¿Por qué no estás en la cama, Rojer? —preguntó, sorbiéndose la nariz.

Él no contestó y acudió a sentarse junto a ella.

—¿Han llegado malas noticias desde casa?

Leesha lo miró un momento y luego asintió.

—¿Recuerdas el resfriado de mi padre? —le preguntó, y esperó a que Rojer asintiera antes de proseguir—. Parecía recuperarse, pero recayó, y al final resultó tener un brote de disentería. Ha afectado a todo el pueblo. La mayoría parece haberlo soportado, pero los débiles…

Ella comenzó a llorar de nuevo.

—¿Es alguien a quien conoces?

El Juglar se maldijo de inmediato por haber formulado esa pregunta. Por supuesto que había muerto algún conocido. En las aldehuelas, todos se conocían entre sí.

Leesha no se percató del desliz.

—Mi mentora, Bruna —dijo mientras vertía unos lagrimones sobre la bata—. Murieron también unos pocos más, y dos niños a quienes no llegué a conocer. Han fallecido una docena en total, y más de la mitad del pueblo está en cama. El caso de mi padre está entre los peores.

—Lo siento.

—No sientas pena por mí. Es culpa mía —replicó Leesha.

—¿Qué…? —se sorprendió Rojer.

—Debería haber estado allí —le explicó ella—. El aprendizaje con Jizell terminó hace años y yo prometí volver a Hoya de Leñadores cuando terminara mis estudios. Me habría encontrado allí de haber cumplido mi promesa, y tal vez…

—Una vez vi cómo varias personas morían de disentería en Bosque Cerrado —replicó Rojer—. ¿Te gustaría echártelas sobre la conciencia? ¿Y los que mueren a diario en esta ciudad porque no puedes atenderlos?

—No es lo mismo, y tú lo sabes.

—¿Ah, sí? —argüyó él—. Tú misma dices que a los muertos no les sirve de nada que dejes de vivir por sentirte culpable.

Leesha lo miró con sus grandes ojos llenos de lágrimas.

—Bueno, entonces, ¿qué quieres hacer: pasar la noche llorando o empezar a hacer el equipaje? —preguntó el Juglar.

—¿Hacer el…?

—Tengo un círculo portátil de Enviado. Podemos partir hacia Hoya de Leñadores por la mañana —contestó Rojer.

—Rojer, apenas puedes andar —alegó ella.

Él alzó el bastón y lo puso sobre la encimera, demostrando que se mantenía de pie. Caminaba de forma algo envarada, pero sin necesidad de ayuda.

—¿Vas a renunciar a una cama caliente y a ser el niño mimado de varias mujeres un poco más? —se extrañó Leesha.

—¡Nunca! —Rojer se puso colorado—. Yo… Aún no estoy preparado para actuar.

—Pero sí para hacer a pie todo el camino hasta Hoya de Leñadores, ¿no? Será una semana de caminata sin un caballo.

—Dudo que sea necesario hacer piruetas durante el camino —contestó él—. Puedo hacerlo.

Leesha se cruzó de brazos y negó con la cabeza.

—No. Te lo prohíbo tajantemente.

—Yo no soy una aprendiza a la que le puedas impedir nada —replicó Rojer.

—Eres mi paciente —alegó ella—, y voy a prohibirte todo cuanto ponga en peligro tu recuperación. Voy a contratar a un Enviado.

—Buena suerte para encontrarlo —dijo Rojer—. Hoy ha salido el que va al sur todas las semanas, y en esta época del año están todos ocupados. Va a costarte una fortuna que uno lo deje todo para llevarte hasta Hoya de Leñadores. Además, yo puedo tener a raya a los abismales gracias a mi violín. Ningún Enviado puede ofrecerte eso.

—Estoy seguro de que podrías, pero lo que necesito es el caballo rápido de un Enviado, no un violín mágico —replicó ella, haciendo ver a través de su tono de voz que dudaba de la veracidad de esa afirmación.

Ignoró sus protestas y lo mandó de vuelta a la cama antes de subir las escaleras para empaquetar sus cosas.

DEMsep

—¿Estás segura de esto? —inquirió Jizell a la mañana siguiente.

—He de acudir —contestó Leesha—. La epidemia es demasiado grande para que la manejen Vika y Darsy ellas solas.

La dueña asintió.

—Rojer parece creer que va a llevarte él.

—Pues no es el caso. Voy a contratar a un Enviado.

—Se ha pasado la mañana empaquetando sus cosas —la informó Jizell.

—Apenas está curado.

—¡Bah! Han pasado casi tres lunas y no le he visto usar el bastón en toda la mañana. Creo que no es más que una excusa para seguir a tu lado un poco más.

A Leesha casi se le salen los ojos por la sorpresa.

—¿Crees que Rojer…?

La dueña se encogió de hombros.

—Yo sólo digo que no todos los días aparece un hombre dispuesto a enfrentarse a los abismales por tu causa.

—Puedo ser su madre, Jizell —replicó Leesha.

—¡Bah! —se burló la dueña—. Sólo tienes veintisiete años y Rojer dice que tiene veinte.

—Rojer cuenta un montón de trolas —replicó Leesha, pero Jizell volvió a encogerse de hombros.

—Tú dirás que no hablas como mi madre, pero las dos os las arregláis para convertir cada tragedia en una discusión sobre mi vida amorosa.

La dueña abrió la boca para protestar, pero ella alzó una mano para acallarla.

—Si me disculpas, debo contratar a un Enviado.

Y salió por la puerta a tal velocidad que Rojer, que estaba escuchando detrás de la puerta, apenas tuvo tiempo para apartarse de su camino y ocultarse.

DEMsep

Leesha logró un pagaré del banco ducal por ciento cincuenta soles entre las ganancias obtenidas en el dispensario y las disposiciones de fondos realizadas por su padre. Era una suma no soñada por ningún campesino, pero los Enviados no se jugaban la vida por klats de madera lacada. Ella esperaba que bastase ese importe, pero las palabras de Rojer demostraron ser proféticas, o una maldición.

El trueque alcanzaba el punto álgido en primavera y tenían trabajo incluso los peores Enviados, y el secretario del gremio se negó en redondo a ayudarla. Todo cuanto podía ofrecerle era el hombre que viajara rumbo al sur la próxima semana, seis días después.

—¡Puedo llegar andando en ese tiempo! —exclamó ella.

—En tal caso, le sugiero que se ponga ya en camino —contestó el escribano secamente.

Ella se mordió la lengua y salió de allí en estampida. Pensaba que iba a enloquecer si debía esperar una semana para partir. Si su padre moría en ese tiempo…

—¿Leesha? —la llamó una voz.

Ella se detuvo en seco y se volvió muy despacio.

—¡Eras tú! —gritó Marick, acercándose a ella con los brazos extendidos—. No tenía noticia de que siguieras en la ciudad.

Leesha estaba tan sorprendida que se dejó abrazar por él.

—¿Qué haces en la casa gremial? —inquirió Marick, echándose atrás para apreciar su anatomía. Seguía siendo apuesto con esos ojos lobunos suyos.

—Necesito un escolta que me lleve a Hoya de Leñadores. Un brote de disentería está azotando al pueblo y necesitan mi ayuda.

—Podría llevarte, supongo —dijo Marick—. Necesitaré pedir a alguien un favor para que haga mi turno de mañana hasta Pontón, aunque eso debería resultar fácil.

—Tengo dinero —dijo Leesha.

—Sabes que no voy a escoltarte por dinero —contestó él mientras se acercaba, lanzándole un mirada lasciva.

Estiró la mano y le apretó la nalga. Ella se resistió al tirón con el que intentaba alejarla de allí. Pensó en la gente que la necesitaba y también en lo que le había dicho Jizell sobre las flores que nadie veía. Tal vez era designio del Creador que se encontrase con Marick ese día. Ella tragó la saliva y asintió.

Marick la condujo a una sombría alcoba lejos del salón principal. La empujó contra el muro detrás de una estatua de madera y la besó con vehemencia. Ella correspondió al beso después de unos momentos y apoyó los brazos sobre los hombros del Enviado, cuya lengua era cálida en la boca de la joven.

—Esta vez no voy a tener ese problema —le prometió Marick, tomándole la mano y poniéndola sobre su enhiesta virilidad.

Leesha sonrió con timidez.

—Podría ir a tu posada antes del crepúsculo y pasar la noche contigo, y marcharnos por la mañana.

Marick miró a uno y otro lado, y luego negó con la cabeza. La empujó contra la pared otra vez y bajó la mano para desanudar el cinto de la mujer.

—He esperado esto mucho tiempo —gruñó—. Estoy listo ahora, y no pienso dejar pasar la ocasión.

—No pienso hacerlo en un pasillo —siseó Leesha, apartándolo de un empujón—. ¡Nos vería cualquiera!

—Nadie nos verá —le aseguró Marick, achuchándola y besándola de nuevo. Sacó su miembro erecto y comenzó a subirle las faldas—. Has aparecido aquí como por arte de magia y esta vez, yo también. ¿Qué más quieres…?

—¿Intimidad? ¿Una cama? ¿Un par de velas? ¡Cualquier cosa!

—¿Y un Juglar cantando bajo la ventana? —se mofó Marick mientras seguía rebuscando con los dedos la abertura entre sus piernas—. Pareces virgen.

—¡Es que lo soy! —siseó ella.

Marick se retiró, todavía con el pene en la mano, y la miró con dureza.

—Todos en Hoya de Leñadores saben que has estado con ese gorila de Gared una docena de veces. ¿También vas a mentir sobre eso esta vez?

Leesha torció el gesto y le propinó un rodillazo en la entrepierna, y puso pies en polvorosa mientras Marick seguía gritando en el suelo.

—¿No te lleva nadie? —le preguntó Rojer esa noche.

—Ninguno con quien no deba irme a la cama a cambio —refunfuñó Leesha, soltando todo lo que había estado dispuesta a hacer. Incluso ahora, le preocupaba haber cometido un gran error. Una parte de ella deseaba haber dejado seguir a Marick, pero incluso si Jizell tenía razón y su doncellez no era lo más valioso del mundo, seguramente merecía algo mejor que eso.

Ella se apretó los ojos demasiado tarde y en vez de enjugarse la humedad de los ojos hizo salir con más fuerza las lágrimas que intentaba evitar. El Juglar le acarició el semblante y ella lo miró. Él sonrió y alargó la mano para sacar de detrás del oído de Leesha un pañuelo de brillantes colores. Ella rio a su pesar y aceptó el lienzo para secarse las lágrimas de los ojos.

—Aún puedo llevarte —le ofreció—. Recorrí a pie todo el camino desde aquí al Valle del Pastor. Si fui capaz de hacer eso, podré llevarte a Hoya de Leñadores.

—¿De verdad? —preguntó ella, sorbiéndose las lágrimas—. ¿No es otra de tus invenciones como las historias de Jack Lengua Escamosa o como eso de que eres capaz de encantar a los abismales con tu violín?

—De verdad —le aseguró él.

—¿Por qué haces esto por mí? —quiso saber ella.

Rojer sonrió y alargó la mano tullida para tomar la de ella.

—Somos supervivientes, ¿no? Alguien me dijo una vez que los supervivientes hemos de velar los unos por los otros.

Leesha sollozó y lo abrazó.

DEMsep

«¿Se me ha aflojado un tornillo?», preguntó Rojer cuando dejaron atrás las puertas de Angiers. Leesha había comprado un caballo para hacer el viaje, pero el Juglar carecía de experiencia como jinete y Leesha apenas si tenía unas nociones. Se sentó detrás de ella mientras la joven hacía avanzar al animal a un ritmo mucho más rápido del que ellos habrían podido llevar a pie.

Incluso así, el golpeteo con los lomos del caballo le hacía daño en las piernas, pero él no se quejó. Leesha daría media vuelta si abría la boca antes de que perdieran de vista la ciudad.

«Y quejarte es lo que deberías hacer. Eres un Juglar», no un Enviado, pensó.

Pero Leesha lo necesitaba y él supo nada más verla que jamás podría negarle nada. Sabía también que ella lo veía como a un chiquillo, pero eso cambiaría cuando la llevara a casa. Entonces apreciaría que él era algo más, que sabía cuidarse y también cuidar de ella.

De todos modos, ¿qué había en Angiers para él? Jaycob había muerto y el gremio debía darlo por muerto, lo cual casi era lo mejor. «Te ahorcarán si acudes a la guardia», lo había amenazado Jasin, pero Rojer era lo bastante avispado para saber que Gorgorito jamás le daría la oportunidad de contar nada si tenía noticias de que seguía con vida.

Aun así, se le encogieron las tripas cuando miró el camino de delante. Al igual que el Paseo del Grillo, el Tocón del Granjero estaba a un solo día a caballo, pero Hoya de Leñadores se hallaba mucho más lejos. Deberían pasar al raso tal vez cuatro noches y Rojer nunca había pasado al aire libre más de dos noches, y eso una sola vez. Le vino a la cabeza la muerte de Melodía. ¿Podría soportar la pérdida de Leesha?

—¿Te encuentras bien? —le preguntó la sanadora.

—¿Qué…?

—Te tiemblan las manos.

Rojer había puesto los dedos sobre la cintura de la Herborista, y vio que la observación era cierta.

—No es nada —consiguió responder—. Un golpe de viento frío.

—Qué poco me gustan —repuso ella, pero el Juglar apenas la oyó, sin perder de vista sus manos, intentando reprimir el temblor.

«¡Eres un actor, simula valor!», se reprendió a sí mismo.

Pensó en Marko el Andarín, el arrojado explorador de sus historias. Conocía bien a su creación tras haber narrado y representado con mimos sus historias muchas veces. Cada rasgo y cada gesto de ese valiente eran una segunda naturaleza para él. Irguió la espalda y las manos dejaron de temblarle.

—Avísame cuando estés cansada y me haré cargo de las riendas.

—Tenía entendido que jamás habías montado a caballo —repuso ella.

—Las cosas se aprenden haciéndolas —contestó de inmediato el Juglar, citando la muletilla usada por Marko el Andarín cada vez que se topaba con algo nuevo.

Marko el Andarín jamás temía a lo que nunca había hecho.

DEMsep

Avanzaron más deprisa cuando Rojer tomó las riendas, y así llegaron al Tocón del Granjero poco antes del anochecer. Dejaron a la montura en una caballeriza y se dirigieron a la posada.

—¿Eres Juglar? —preguntó el tabernero al reparar en las ropas multicolores de Rojer.

—Me llamo Rojer Mediagarra, procedente de Angiers y de camino al oeste —contestó el aludido.

—Nunca he oído hablar de ti —gruñó el hombre—, pero el local está libre si quiere ofrecer un espectáculo.

El Juglar miró a Leesha. Él sonrió y echó mano a la bolsa de las maravillas cuando esta asintió a la vez que se encogía de hombros.

El Tocón del Granjero era un puñado de casonas y edificios conectados por tarimas con grafos inscritos. A diferencia de otras aldehuelas visitadas por Rojer, los lugareños salían de noche e iban de un edificio a otro abiertamente, aunque a paso ligero.

Ese hábito le supuso a Rojer una cantina llena hasta los topes, lo cual fue del agrado del Juglar, que actuó por vez primera en varios meses, pero se desenvolvió a gusto y pronto se metió en el bolsillo al auditorio, que aplaudió y se rio ante los cuentos de Jack Lengua Escamosa y El Protegido.

El vino había coloreado las mejillas de Leesha cuando Rojer volvió a su asiento.

—Lo haces muy bien. Sabía que sería así.

Rojer sonrió abiertamente y estaba a punto de responder algo cuando se acercaron un par de hombres con jarras de bebida. Entregaron una al Juglar y otra a Leesha.

—Es sólo una muestra de agradecimiento por el espectáculo —dijo el que llevaba la voz cantante—. Sé que no es mucho…

—Es maravilloso, gracias. Por favor, únanse a nosotros —lo invitó Rojer, y señaló los asientos vacíos de la mesa con un gesto y ambos tomaron asiento.

—¿Qué os trae hasta el Tocón del Granjero? —preguntó el primer hombre, un tipo pequeño de espesa barba negra.

Su compañero era más corpulento, y mudo.

—Nos dirigimos a Hoya de Leñadores —contestó Rojer—. Leesha es Herborista, acude para ayudarlos a combatir un brote de disentería.

—Hay un buen paseo hasta allí —replicó el barbinegro—. ¿Cómo vais a sobrevivir de noche?

—No temas por nosotros, tenemos un círculo de Enviado —respondió Rojer.

—¿Un círculo portátil? —preguntó el hombre, sorprendido—. Ha debido costarte un buen pico.

El Juglar asintió.

—Más de lo que imaginas.

—Bueno, no quiero que os acostéis tarde por nuestra culpa —dijo el barbudo mientras él y su compañero se levantaban de la mesa—. Querréis madrugar mañana.

Los dos hombres se reunieron con un tercero en otra mesa mientras Rojer y Leesha apuraban las bebidas y se encaminaban a sus respectivos cuartos.