10
El aprendiz
320 d. R.
–Ahí viene otra vez nuestro amiguito —anunció Gaims desde su puesto en la muralla, y señaló hacia la oscuridad con un gesto.
—Justo a tiempo —convino Woron, acudiendo junto a él—. ¿Qué supones que querrá?
—A mí que me registren, no tengo ni idea.
Los dos centinelas se apoyaron sobre el pretil de la torre de vigilancia, protegido por grafos, y observaron cómo se materializaba delante de la puerta el demonio manco. El abismal era enorme incluso a los ojos de los guardias milneses, acostumbrados a ver más demonios de las rocas que de cualquier otra especie.
Mientras el resto de los demonios parecían hallarse todavía desorientados, el tullido se movía con un fin, olfateaba la puerta en busca de algo. Entonces se irguió y empezó a golpear la puerta a fin de poner a prueba los signos: la magia de los mismos flameó y expulsó al demonio, pero este no se desanimó y recorrió la muralla con paso lento, golpeando una vez tras otra, en busca de un punto débil, hasta que lo perdieron de vista.
Horas después, un chasquido de energía por el otro lado anunció el regreso del ser tras haber dado la vuelta. Los centinelas de otros puestos decían que el monstruo circunvalaba la ciudad cada noche, atacando todas las defensas. El abismal se sentó sobre los cuartos traseros cuando llegó de nuevo a la puerta y se quedó contemplando pacientemente la urbe.
—Casi estoy tentado de dejarle entrar para enterarnos de lo que busca —comentó Woron.
—Ni se te ocurra bromear con eso —lo previno Gaims—. Como nuestro oficial te oiga hablar así, nos engrilleta a los dos y nos manda a picar piedra en la cantera todo el año próximo. Su compañero refunfuñó.
—Aun así —repuso—, también tú te preguntarás qué…
Ese primer año en Miln, el de su duodécimo cumpleaños, se le pasó volando mientras se metía en el papel de aprendiz de Protector. El primer cometido de Cob fue enseñarle a leer. Arlen conocía grafos que nunca había visto y Cob deseaba que fuera capaz de ponerlos en papel lo antes posible.
Arlen se convirtió en un lector voraz, preguntándose cómo había podido pasar tanto tiempo privado de la lectura. Se sumía en los libros durante horas y horas. Avanzaba despacio y moviendo los labios en un primer momento, pero pronto empezó a pasar las páginas a toda velocidad y sus ojos devoraban las hojas.
Cob no tuvo motivo alguno de queja: Arlen trabajó más duro que ningún otro aprendiz y se quedaba levantado hasta las tantas grabando grafos. Solía suceder que el maestro se acostaba pensando en el trabajo del día siguiente y se lo encontraba completado con la primera luz del alba.
En cuanto aprendió a escribir, Arlen se puso a catalogar su personal repertorio de grafos y lo completaba con descripciones en un libro que el maestro le había comprado. El papel tenía un precio prohibitivo en una tierra con tan escasos bosques, y pocos plebeyos habían visto un libro en su vida, pero Cob se tomó a broma el importe.
—Hasta el peor de los grimorios vale cien veces más que el papel sobre el que está escrito —le dijo.
—¿Qué es un grimorio? —preguntó Arlen.
—Un libro de grafos —contestó el maestro—. Cada Protector tiene los suyos. Guardan sus secretos con celo.
Arlen atesoró el valioso regalo y poco a poco llenó sus páginas con mano firme y segura. Cob estudió el libro con asombro en cuanto el aprendiz terminó de redactar todos sus recuerdos.
—¡Por el Creador! Muchacho, ¿tienes idea de cuánto vale este libro? —exclamó.
Él levantó la vista del grafo que estaba cincelando en un pilar de piedra y se encogió de hombros.
—Cualquier vecino mío con canas en la barba podría haberte enseñado esos trazos —repuso.
—Tal vez sí —admitió Cob—, pero lo que es moneda corriente allí resulta un tesoro oculto en Miln. Este grafo de aquí —dijo, señalando una página—, ¿de veras puede convertir la llama de un hogar en una brisa gélida?
Arlen rio.
—A mi madre le encantaba ese en concreto —contestó—. Estaba deseando que los demonios de las llamas asomaran por las ventanas las noches calurosas de verano para refrescar la casa con sus alientos.
—Sorprendente —reconoció Cob, sacudiendo la cabeza—. Quiero que lo copies varias veces más, Arlen. Esto va a hacerte muy rico.
—¿A qué se refiere? —preguntó el aprendiz.
—La gente pagaría una fortuna por conseguir una copia del libro. Tal vez no deberíamos venderlo. Podríamos convertirnos en los Protectores más solicitados de la ciudad si mantenemos los grafos en secreto.
El muchacho puso cara de contrariedad.
—No me parece bien ocultarlos —dijo—. Papá siempre decía que los grafos eran para todos.
—Todo Protector tiene sus secretos, Arlen —replicó el maestro—. Nos ganamos la vida de ese modo.
—Nos ganamos el sustento grabando postes de protección y pintando jambas —discrepó Arlen—, no acaparando secretos capaces de salvar vidas. ¿O deberíamos denegar auxilio a quienes son demasiado pobres para pagar?
—Por supuesto que no —admitió Cob—, pero esto es diferente.
—¿Cómo? —inquirió el pupilo—. No había ni un Protector en Arroyo Tibbet y todos protegíamos nuestras casas, y aquellos a quienes se les daba mejor la cosa ayudaban a los menos habilidosos sin pedir nada a cambio. ¿Por qué deberíamos hacerlo nosotros? No luchamos entre nosotros, sino contra los demonios.
—Porque aquí las cosas no funcionan como en tu pueblo, muchacho —adujo Cob con gesto de fastidio—. Te convertirás en un mendigo si no tienes dinero. Yo tengo una habilidad, igual a la de un panadero o un cantero. ¿Por qué no voy a cobrar por ella?
Arlen permaneció sentado en silencio durante un tiempo.
—¿Por qué no eres rico, Cob? —preguntó.
—¿Qué?
—Rico como Ragen —le aclaró el muchacho—. Dijiste que antes solías trabajar como Enviado del duque. ¿Por qué no tienes una mansión y criados que te hagan las cosas? ¿Por qué sólo tienes esto?
El interpelado soltó un gran suspiro.
—El dinero es veleidoso, Arlen. A veces tienes tanto que no sabes qué hacer con él y acto seguido… Quizá te encuentres pidiendo comida en las calles.
El aprendiz pensó en los mendigos que había visto el día de su llegada a Miln. Había visto más desde entonces: los había visto robar estiércol para calentarse a su lumbre, dormir en refugios públicos protegidos por grafos y mendigar para comer.
—¿Qué fue de tu dinero? —quiso saber el aprendiz.
—Conocí a un hombre que aseguraba ser capaz de construir un camino —respondió el maestro—, un camino protegido, uno que llevara desde aquí a Angiers.
Arlen se acercó y se sentó en un taburete con los cinco sentidos puestos en la historia.
—Habían intentado construir caminos con anterioridad hacia las Minas del Duque en las montañas o en Soto Pobre —continuó el maestro—. Eran distancias cortas de menos de un día, pero bastaban para rentar una fortuna al constructor. Todos habían fracasado. Los abismales acaban por encontrar cualquier hueco en la red, no importa lo pequeño que sea, y una vez que eso sucede… —Cob sacudió la cabeza—. Se lo dije a ese hombre, pero él se mantuvo en sus trece. Tenía un plan e iba a funcionar. Todo cuanto necesitaba era dinero.
El maestro miró a Arlen.
—Cada ciudad anda escasa de alguna materia prima y dispone de otras en abundancia. Miln tiene piedra y metal, pero nada de madera, y a Angiers le ocurre lo contrario. Ninguna de las dos tiene abundancia de cosechas ni de ganado, y Rizón tiene más de lo necesario, pero le faltan buena madera y metal para las herramientas. Lakton tiene pescado en abundancia, y poco más.
»Debes pensar que soy idiota, lo sé —prosiguió, meneando la cabeza— por creer viable un proyecto descartado como imposible por todos, incluido el mismo duque, pero no dejaba de darle vueltas. “¿Y si es capaz de hacerlo? ¿No merece la pena el riesgo?”.
—No creo que seas un idiota —le aseguró Arlen.
—Por eso te retengo casi toda la paga en fideicomiso —replicó Cob, riendo entre dientes—. La malgastarías, tal y como hice yo.
—¿Qué ocurrió con ese camino? —insistió el aprendiz.
—Que asomaron los abismales, eso sucedió —respondió Cob—. Aniquilaron a ese hombre y a todos sus trabajadores, quemaron las columnas de protección, los planos… Lo destruyeron absolutamente todo. Había invertido cuanto tenía en ese camino, Arlen. Incluso dejé ir a mis criados cuando no tuve bastante para pagar las deudas. La venta de mi mansión me reportó muy poco dinero y necesité un préstamo para comprar la tienda, y aquí he vivido desde entonces.
Se quedaron sentados durante un buen rato, ambos sumidos en las imágenes de cómo debió haber sido aquella noche, viendo con el ojo de la mente la danza de los abismales entre el fuego y la carnicería.
—Ese sueño de que todas las ciudades compartieran los recursos… ¿Crees todavía que merece la pena? —le planteó Arlen.
—Hasta el día de hoy —respondió Cob—. Incluso cuando me duele la espalda de tanto cargar con postes de protección y soy incapaz de tragar mis propios guisos.
—Esto no es diferente —repuso Arlen, dando unas palmadas en el libro de grafos—. ¿No será mucho mejor que los Protectores compartan sus conocimientos? ¿No vale la pena perder unos beneficios a cambio de una ciudad más segura?
El maestro lo miró fijamente durante un buen rato. Luego, se acercó y le puso una mano sobre el hombro.
—Tienes razón, Arlen. Lo siento. Copiaremos los libros y los venderemos a los demás Protectores.
El pupilo esbozó una sonrisa.
—¿Qué…? —preguntó el maestro con suspicacia.
—¿Por qué no intercambiamos nuestros secretos por los suyos? —propuso Arlen.
Sonaron las campanillas de la puerta cuando Elissa entró en la tienda de grafos con una gran sonrisa en los labios. Saludó al maestro con un asentimiento mientras le entregaba una gran cesta a Arlen y lo besó en la mejilla. Este hizo una mueca de bochorno y se limpió la mejilla con la mano, pero ella no se dio cuenta.
—Os traigo algo de fruta, pan recién hecho y queso —anunció mientras iba removiendo el contenido de la cesta—. Supongo que no habéis probado nada mejor desde mi última visita.
—Los Enviados se nutren principalmente a base de carne seca y pan duro, mi señora —le contestó Cob sin levantar la vista de la piedra angular que estaba cincelando.
—Tonterías —le regañó Elissa—. Tú te has retirado y Arlen todavía no es un Enviado. Te niegas a ir de compras al mercado por pura pereza, no pretendas buscarle una coartada gloriosa al asunto. Arlen está en edad de crecer y necesita comida.
Alborotó el pelo del muchacho mientras hablaba, sonriéndole incluso cuando el aprendiz se echaba hacia atrás.
—Ven a cenar esta noche a casa, Arlen —dijo ella—. Ragen está fuera y la mansión resulta muy solitaria sin él. Te daré de cenar algo que te llene un poco los huesos, y puedes quedarte a dormir en tu habitación.
—No… No creo que pueda —contestó el muchacho, evitando los ojos de la dama—. Cob me necesita para acabar unos postes de protección para los jardines del duque.
—Tonterías —terció el maestro, haciendo un ademán con la mano—. Los postes pueden esperar. No debo entregarlos hasta la próxima semana. —Alzó los ojos para mirar a la dama y esbozó una gran sonrisa, haciendo caso omiso del malestar de su pupilo—. Lo enviaré allí cuando suene la Campanada Vespertina, señora.
Lady Elissa le dedicó una sonrisa deslumbrante.
—En tal caso, está decidido —dijo ella—. Te veré esta noche, Arlen.
Besó al muchacho y se marchó de la tienda con andares regios.
Cob miró de refilón a su aprendiz, que trabajaba con gesto de pocos amigos.
—No entiendo por qué prefieres pasar las noches sobre un jergón en la parte de atrás de la tienda cuando tienes una cama mullida y caliente a tu disposición y a una mujer como Elissa, que te adora —comentó sin apartar la vista de sus quehaceres.
—Se comporta como si fuera mamá —se quejó el muchacho—, y no lo es.
—Muy cierto, no lo es —convino Cob—, pero está claro que desea el puesto. ¿Qué hay de malo en concedérselo?
Arlen no dijo nada, y Cob dejó correr el asunto al percibir tristeza en los ojos del aprendiz.
—Pasas mucho tiempo sin salir, con la nariz metida en los libros —le reprendió Cob a su aprendiz mientras le quitaba de las manos el volumen que estaba leyendo—. ¿Cuándo fue la última vez que sentiste el sol sobre la piel?
Arlen abrió los ojos. En Arroyo Tibbet no paraba en casa mientras tuviera elección, pero después de un año en Miln le resultaba difícil recordar su último día en la calle.
—Sal y haz alguna trastada —le ordenó Cob—, tener un amigo de tu edad no va a matarte.
Por primera vez en un año Arlen salió de la ciudad. El sol lo confortó como un viejo amigo. Una vez estuvo lejos de las carretas de los excrementos, la putridez de los vertederos y el sudor de la multitud, el aire tenía una frescura que había olvidado. Localizó una cima desde la cual se dominaba un campo lleno de niños enfrascados en sus juegos, sacó un libro de su talega y se desplomó pesadamente sobre el suelo para ponerse a leer.
—¡Eh, rata de biblioteca! —lo llamó alguien.
Arlen alzó los ojos y vio acercarse a un grupo de muchachos con un balón.
—Necesitamos a uno más para estar iguales en los laterales.
—No conozco las reglas —contestó Arlen.
Cob le había ordenado jugar con otros chicos, pero su libro le parecía más interesante.
—¿Qué hay que saber? —preguntó el otro muchacho—. Ayudas por tu lado a meter el balón e intentas impedir que lo haga el equipo contrario.
Arlen torció el gesto.
—De acuerdo —aceptó, y se puso en movimiento para unirse al portavoz de la pandilla.
—Me llamo Jaik —se presentó el chico. Era un muchacho delgado de nariz chata y revuelto pelo negro. Vestía unas ropas sucias y llenas de remiendos. Parecía rondar los trece años, como Arlen—. ¿Y tú?
—Arlen.
—Trabajas para el Protector Cob, ¿verdad? —preguntó Jaik—. ¿Eres el chaval que el Enviado Ragen encontró en el camino?
Jaik abrió los ojos un poco más cuando Arlen asintió con la cabeza, como si no terminara de creérselo. Luego, encabezó la marcha hacia el campo y señaló unas piedras pintadas de blanco que hacían las veces de porterías.
Arlen aprendió enseguida las reglas del juego y se olvidó del libro al cabo de un rato para centrar toda su atención en el equipo contrario. Imaginó que él era un Enviado y los rivales demonios en un intento de mantenerlo lejos de su círculo de protección. El tiempo pasó en un suspiro y de pronto los campanarios tañeron la Campanada Vespertina. Todos se apresuraron a recoger sus cosas, mirando con recelo la oscuridad creciente del cielo.
Arlen se tomó su tiempo para recoger el libro. Jaik subió a la carrera detrás de él y le aconsejó:
—Harías bien en apresurarte.
—Tenemos tiempo de sobra —replicó él con un encogimiento de hombros.
Jaik observó el cielo cada vez más oscuro y se estremeció.
—Juegas muy bien —admitió el pelinegro—. Vuelve mañana. Jugamos con el balón casi todas las tardes y el día Sexto vamos a la plaza para ver al trovador.
Arlen asintió sin comprometerse a nada. Jaik sonrió y se marchó a la carrera.
Arlen tomó el camino de vuelta. El ahora familiar hedor de la ciudad lo envolvió en cuanto traspuso las puertas. Subió por el camino hacia la finca de Ragen. Este se hallaba ausente, en esta ocasión de viaje a la remota ciudad de Lakton, y Arlen pasaba el mes entero con su esposa. Ella le daba la lata con preguntas y le montaba numeritos por culpa de la ropa, pero le había prometido a Ragen mantener lejos «a los jóvenes amantes».
Margrit le había asegurado que lady Elissa no tenía amante alguno. De hecho, cuando Ragen se ausentaba, vagaba por los salones de la mansión como un alma en pena o lloraba durante horas en su dormitorio.
La criada le aseguró que se comportaba de forma distinta cuando Arlen estaba por allí. Margrit volvió a pedirle que se quedara a vivir en la mansión y aunque él se negó, admitió, aunque sólo para sus adentros, que los mimos de la dama resultaban de su agrado.
—Ahí viene —anunció Gaims esa noche cuando vio surgir del suelo al enorme abismal.
Woron se reunió con él y juntos contemplaron cómo olisqueaba en el suelo al lado de la puerta. Tras proferir un aullido, se alejó de la entrada en dirección a la cumbre de una montaña, donde danzaba un demonio de las llamas, pero el monstruo de las rocas lo apartó de un puñetazo y se inclinó hacia el suelo en busca de algo.
—El bueno de El Manco anda con ganas de juerga esta noche —comentó Gaims cuando la criatura soltó otro aullido y bajó disparado como una flecha en dirección a un campito adyacente, por donde correteó encorvado de un lado para otro.
—¿Y qué bicho le habrá picado? —preguntó Woron. Su compañero se encogió de hombros.
El ser abandonó la explanada y se dirigió de vuelta a la colina, soltando alaridos con una nota que era casi de reproche y cuando regresó a las puertas de la ciudad, se puso a golpearla como un poseso. Su garra levantó un chisporroteo cuando la repelió la potente magia de los grafos.
—Esto no se ve todas las noches —comentó Woron—. ¿No deberíamos informar?
—¿Por qué molestar a nadie? —replicó Gaims—. Los merodeos de un demonio chiflado no le preocupan a nadie. ¿Y qué iban a poder hacer si lo supieran?
—¿Contra esa cosa? —inquirió Woron—. Probablemente, cagarse en los pantalones y punto.
Arlen se apartó de la mesa de trabajo, se estiró y se puso de pie. Hacía horas que se había puesto el sol y el estómago le resonaba, pero el panadero les pagaba el doble porque reparasen sus protecciones en una noche, incluso a pesar de que no se había localizado a ningún demonio en las calles desde el Creador sabía cuándo. Esperaba que Cob le hubiera dejado algo de comida en el perol.
El aprendiz abrió la puerta trasera de la tienda y se asomó, todavía protegido por el semicírculo de seguridad de la entrada. Miró a uno y otro lado a fin de cerciorarse de que no había peligro y salió afuera, poniendo cuidado en no pisar los grafos.
Había más seguridad en el camino de la trastienda a la casita de Cob que en la mayoría de las casas de Miln gracias a una sucesión de losetas de piedra protegidas con una especie de argamasa. Cob la llamaba «cemento», y era una ciencia heredada del mundo antiguo, una maravilla desconocida en Arroyo Tibbet y bastante común en Miln. Se echaba al agua cal y silicato molido, y se removía hasta obtener una sustancia lodosa que podía moldearse a voluntad antes de que se secara y endureciera.
Era posible verter el cemento y trazar los grafos en la blanda superficie antes de que empezara a apelmazarse. Se convertían en protecciones casi permanentes una vez solidificada la masa. Eso era lo que había hecho Cob adoquín por adoquín hasta abrir un sendero de su casa a la tienda. Aunque hubiera un problema en una piedra por cualquier motivo, al caminante le bastaba avanzar o retroceder a otro adoquín para permanecer a salvo de los abismales.
«Tendríamos el mundo a nuestro alcance si fuéramos capaces de hacer un camino como este», pensó Arlen.
Una vez dentro de la casita, halló al maestro reclinado sobre su mesa y garabateando con tiza en una pizarra.
—El perol está en el fuego —refunfuñó el artesano sin levantar la mirada.
El muchacho se dirigió hacia el hogar, situado en la única habitación de la casa, y llenó un cuenco con el espeso guiso de Cob.
—¡Por el Creador! Chico, menudo lío has armado con esto —refunfuñó al tiempo que se estiraba y hacía un gesto hacia las pizarras—. La mitad de los Protectores de Miln prefieren mantener sus secretos aunque se pierdan los nuestros; la mitad de la otra mitad sigue ofreciendo dinero en compensación y el cuarto restante ha inundado mi mesa con las listas de los grafos que están dispuestos a cambiar en trueque. Clasificarlos va a llevar semanas.
—Eso es bueno para el negocio —repuso Arlen, usando una corteza de pan duro como cuchara mientras se sentaba en el suelo y comía a dos carrillos. El maíz y las judías estaban un poco duras, y las patatas pastosas por haber estado demasiado tiempo en el fuego, pero no se quejó, pues a esas alturas ya se había acostumbrado a las raquíticas y duras verduras de Miln, y Cob jamás se había molestado en cocerlas por separado.
—Me atrevería a decir que tienes razón —admitió Cob—, pero ¡por la Noche! ¿Quién podía pensar que había tantos grafos diferentes en nuestra propia ciudad? No había visto la mitad en mi vida, y te aseguro que he mirado con lupa todos los portales y postes de Miln.
Alzó una pizarra garabateada.
—Este se halla dispuesto a intercambiar grafos que hagan darse la vuelta a un demonio y se olvida de esta otra, la que usaba tu padre para que el cristal fuera tan duro como el acero. —Meneó la cabeza—. Y todos ellos quieren los secretos de tus grafos prohibidos, chico, que se dibujan mejor sin varas de medir ni semicírculos.
—Las muletas son para quienes no saben trazar una línea recta —se burló Arlen.
—No todo el mundo tiene tus dotes —gruñó Cob.
—¿Dotes? —preguntó el aprendiz.
—Que no se te suba a la cabeza, ¿vale? —repuso el maestro—, pero en la vida había visto a nadie comprender la ciencia de los grafos como tú. Tras dieciocho meses de aprendizaje, los trazas con la destreza de un trabajador cualificado con cinco años de experiencia.
—Le he estado dando vueltas a nuestro trato —anunció Arlen. Cob alzó la vista con curiosidad—. Prometiste enseñarme a sobrevivir en los caminos si trabajaba duro.
Se miraron el uno al otro.
—Yo he cumplido mi parte —le recordó Arlen.
Cob lanzó un suspiro.
—Supongo que sí —admitió el maestro—. ¿Has practicado equitación? —quiso saber.
Arlen asintió.
—El establero de Ragen me deja ayudarlo a ejercitar a los caballos.
—Redobla tus esfuerzos —lo aconsejó Cob—. El caballo de un Enviado es su vida. Cada noche de intemperie que te evita tu cabalgadura es una noche que estás a salvo —sentenció el anciano mientras se ponía de pie y abría un armario del cual extrajo un bulto cubierto por una gruesa tela—. Los Séptimos, cuando cierre la tienda —anunció—, te enseñaré a montar y a usar esto.
Tendió el fardo sobre el suelo y lo desenrolló para revelar varias lanzas de punta bien aceitada.
Arlen las devoró con los ojos.
Cob alzó los ojos hacia las campanillas de la entrada cuando entró en su tienda un joven de unos trece años de negros cabellos alborotados y una sombra de bigote encima del labio con pinta de ser suciedad más que bozo.
—Tú eres Jaik, ¿verdad? —le dijo el Protector—. Tu familia trabaja en el molino, abajo, en el Muro Este, ¿a que sí? Grabamos unos trazos nuevos en una ocasión, pero luego el molinero continuó trabajando con otro proveedor.
—Es cierto —repuso el muchacho, asintiendo.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Cob—. ¿Te envía tu señor con otro encargo?
El muchacho negó con la cabeza.
—Sólo he venido a ver si Arlen quería venir a ver conmigo el espectáculo del Juglar.
Cob apenas podía dar crédito a sus oídos. Jamás había visto a Arlen hablar con alguien de su edad, pues prefería pasar el tiempo leyendo y trabajando, o atosigando a los visitantes de la tienda con un interrogatorio interminable acerca de los Enviados y los Protectores. Esto supuso una sorpresa, una de esas que debía fomentar.
—¡Arlen! —lo llamó a voz en grito.
El aprendiz salió de la trastienda con un libro en la mano y prácticamente se echó encima del visitante antes de darse cuenta de su presencia y detenerse con brusquedad.
—Jaik ha venido a llevarte a ver a un Juglar —lo informó el Protector.
—Me encantaría ir —contestó Arlen pidiendo perdón—, pero aún he de…
—Nada que no pueda esperar —le atajó Cob—. Ve y diviértete.
El maestro lanzó a Arlen una bolsita de monedas y empujó a los dos rapaces fuera de la tienda.
Poco después, los muchachos deambulaban entre el gentío del mercado, cerca de la plaza mayor de Miln. Arlen gastó una estrella de plata en comprar a un vendedor dos trozos de pastel de carne —se pusieron las caras perdidas de grasa al comerlo— y luego unas cuantas monedas de cobre para adquirir unos dulces en otro puesto.
—Algún día seré Juglar —aseguró Jaik mientras sorbía un dulce cuando iban de camino al lugar donde se reunían los chicos.
—¿Hablas en serio? —preguntó Arlen.
Jaik asintió.
—Observa esto —dijo mientras sacaba de los bolsillos tres pequeñas bolas de madera y las lanzaba al aire.
Arlen se echó a reír, cuando una de las pelotas golpeó en la cabeza de Jaik y, en la confusión, las demás se le cayeron al suelo.
—Aún tengo grasa en los dedos —se excusó Jaik después de que las hubieron recogido.
—Ya lo supongo —respondió Arlen—. Voy a registrarme en el gremio de Enviados en cuanto termine mi aprendizaje con Cob.
—¡Yo podría ser tu Juglar! —gritó Jaik—. Podríamos recorrer juntos los caminos.
Arlen lo miró.
—¿Has visto un demonio alguna vez?
—¿Qué? ¿Crees que no tengo pelotas para hacerlo? —preguntó Jaik, dándole un empellón.
—Ni cerebro —replicó Arlen, devolviéndole el empujón.
Un momento después fueron a parar al suelo, donde se enzarzaron en una reyerta, pero Arlen aún era pequeño para su edad y Jaik no tardó en tenerlo inmovilizado.
—¡Vale, vale! —rio Arlen—. ¡Te dejaré ser mi Juglar!
—¿Tu Juglar? —saltó Jaik manteniéndolo aún agarrado—. Di más bien que tú serás mi Enviado.
—¿Y qué tal compañeros? —le ofreció Arlen.
Jaik sonrió y le tendió una mano para ayudarlo a ponerse de pie. Al poco tiempo, ambos se sentaron sobre los bloques de piedra de la plaza mayor, observando los mimos y las acrobacias de los aprendices del gremio de Juglares.
El aprendiz de Cob se quedó boquiabierto cuando vio entrar en la plaza al alto y delgado Keerin. Con esa pinta de poste de farol con el remate pintado de colorado, no había error posible. La multitud soltó un rugido.
—¡Es Keerin, mi favorito! —exclamó Jaik, zarandeando a Arlen por el hombro.
—¿De verdad? —preguntó Arlen, sorprendido.
—¿Qué…? ¿A quién prefieres tú? —quiso saber Jaik—. ¿Marley? ¿Koy? ¡No son héroes como Keerin!
—No me pareció un héroe cuando le conocí —repuso Arlen, lleno de dudas.
—¿Conoces a Keerin? —preguntó Jaik, poniendo unos ojos como platos.
—Vino a Arroyo Tibbet en una ocasión —contestó Arlen—. Él y Ragen me encontraron en el camino y me trajeron a Miln.
—¿Keerin te rescató?
—Ragen me rescató —lo corrigió Arlen—, Keerin pegaba un brinco de miedo ante la menor sombra.
—Y un rábano —dijo Jaik—. ¿Crees que se acordará de ti? ¿Podrás presentarnos después del espectáculo?
—Tal vez —contestó Arlen, encogiéndose de hombros.
La actuación de Keerin comenzó de un modo similar a la de Arroyo Tibbet. Hizo malabarismos y bailó para luego enardecer a la gente, contándoles a los niños El cuento del Retorno, salpicándolo con pantomimas, volteretas hacia atrás y un salto mortal.
—¡Canta la canción! —chilló Jaik.
En la multitud, otros corearon la petición, implorando a Keerin que cantase. Él pareció no darse cuenta en un primer momento, hasta que el grito fue un clamor remarcado por el golpeteo de pies. Al final, se rio e hizo una reverencia. Fue a por el laúd mientras estalló una salva de aplausos entre el gentío.
Hizo un gesto y Arlen vio a los aprendices tomar los sombreros y pasarlos entre el gentío en busca de dádivas. La multitud se las dio con largueza, ávida de oír la canción de Keerin, y al final comenzó:
En la oscuridad de la noche,
sobre la dura tierra,
y a leguas de cualquier refugio. El viento frío aúlla,
rasgando nuestros corazones,
y los abismales nos acosan, tras los grafos.
«Socorro», se oye a lo lejos
una voz angustiada:
El grito de un niño aterrado.
«¡Ven con nosotros!», lo llamo
«Grande es nuestro círculo y
el único refugio que encontrarás».
Pero el niño responde:
«¡No puedo, me he caído!».
Y la oscuridad se hace eco de su llamada.
Al comprender su apuro
a ayudarlo me apresto,
pero el Enviado, mi mano contiene.
«¿De qué te sirve morir?»,
sombrío me pregunta,
«porque sólo la muerte allí te espera».
No es ayuda lo que llevas
contra los abismales y sus garras.
No eres más que carne para picar.
Con dureza lo golpeé,
su lanza le quité,
y sobre los grafos me abalancé.
Sólo un ataque frenético
con la fuerza nacida del miedo
de ser despedazado al niño salvará.
«¡Sé valiente!», lo conmino
mientras hacia él me lleva el camino.
«¡Que el valor y la confianza eleven tu corazón!».
«Si hasta nosotros no llegas,
si al refugio no alcanzas,
¡hasta ti mis grafos sí llegan!
A su lado pronto me vi,
aunque no a tiempo.
De abismales estuvimos rodeados.
Grandes eran los demonios,
toscos mis trazos en el suelo:
Los grafos de mi mano pintados.
Un rugido atronador
la noche atraviesa.
¡Un demonio de sesenta metros de alto!
sobre nosotros se cierne,
y ante aquella torre inmensa
mi lanza, pequeña y débil se yergue.
Sus cuernos cual duras lanzas,
mis brazos son el largo de sus garras.
Negro y duro, su caparazón.
Cae la avalancha,
anunciando el desastre.
¡Al ataque la fiera se lanza!
Asustado chilla el niño
que a mi pierna se aferra
¡El último grafo dibujo!
Relampaguea la magia,
don del Creador,
¡cuya fuerza a los demonios desafía!
La gente dice
que sólo del sol
el demonio fenece.
Mas yo aprendí la noche fatal
que se puede luchar
¡Y contra El Manco perseverar!
Terminó con un floreo. Arlen se sentó, pasmado, mientras el público rompía a aplaudir. El trovador hizo unas reverencias mientras los ayudantes recogían el torrente de monedas.
—¿A que ha sido estupendo? —preguntó Jaik.
—¡No fue así como sucedió! —exclamó Arlen.
—Los guardias de la puerta le han contado a mi padre que el demonio de un solo brazo ataca las protecciones mágicas todas las noches —repuso Jaik—. Viene en busca de Keerin.
—Él ni siquiera estuvo allí —chilló Arlen—. ¡Yo le arranqué ese brazo!
Jaik bufó.
—¡Por la Noche, Arlen! De verdad, no esperes que nadie crea eso.
Arlen puso cara de pocos amigos, se irguió y gritó:
—¡Embustero, farsante!
Todos se volvieron para ver al vociferador mientras el chico abandonaba la piedra de un salto y avanzaba dando grandes zancadas hacia Keerin. El Juglar alzó la vista y abrió los ojos con desmesura al reconocerlo.
—¿Arlen? —preguntó con el rostro repentinamente pálido.
Jaik, que había salido corriendo detrás de su nuevo amigo, le dio alcance enseguida.
—Lo conoces —murmuró el pelinegro.
Keerin miró de soslayo a la gente, nervioso.
—Arlen, muchacho —dijo al tiempo que extendía los brazos—, ven, hablemos de esto en privado.
El aprendiz lo ignoró.
—¡Tú no le cortaste el brazo a ese demonio! —chilló para que todos le oyeran—. ¡Ni siquiera estabas allí cuando sucedió!
La muchedumbre dejó escapar un murmullo de enfado. Keerin miró en derredor con miedo hasta que alguien bramó:
—¡Sacad a ese crío de la plaza!
Y el resto le coreó.
Keerin esbozó una ancha sonrisa.
—Nadie va a creer tu palabra —se mofó.
—¡Yo estuve allí! —gritó Arlen—. ¡Mis cicatrices lo demuestran!
Alargó las manos para levantarse la camisa, pero Keerin chasqueó los dedos y de pronto los aprendices rodearon a Arlen y a Jaik.
Los dos amigos se vieron arrinconados e incapaces de impedir que Keerin se alejara de allí entre tañidos de lira, llevándose con él la atención del público. Enseguida se lanzó a interpretar otra canción.
—¿Por qué no cierras el pico, eh?
—Keerin es un mentiroso —afirmó Arlen.
—Y más burro que un demonio también —convino el aprendiz mientras sostenía en alto el sombrero con las monedas—. ¿Acaso crees que me importa?
Jaik se interpuso.
—No hay por qué enfadarse —dijo—. Él no tenía intención de hacer nada que…
Antes de que hubiera terminado de hablar, Arlen saltó hacia delante y propinó un puñetazo en la tripa al chico más grande. Cuando este se dobló, el aprendiz de Cob se revolvió para plantar cara a los demás. Hizo sangrar por la nariz a un par más antes de que lo derribaran y le dieran una paliza. Fue levemente consciente de que Jaik también se estaba llevando lo suyo en la tunda hasta que dos guardias interrumpieron la pelea.
—No peleas mal para ser una rata de biblioteca, ¿sabes? —le dijo Jaik una vez que llegaron a casa renqueantes, contusionados y cubiertos de sangre—. Bastaría con que eligieras mejor a tus enemigos…
—Los tengo peores —repuso Arlen, pensando en el demonio manco que aún lo seguía.
—Ni siquiera era una buena canción —insistió Arlen—. ¿Cómo pudo trazar grafos en la oscuridad?
—Fue lo bastante buena como para meterte en una pelea —apuntó Cob mientras le quitaba del rostro el pringue de la sangre reseca.
—Keerin mentía —replicó el chico, haciendo un gesto de aflicción ante el escozor.
Cob se encogió de hombros.
—Se inventa historias de entretenimiento, como todos los Juglares.
—Todo el pueblo asistía a la representación cada vez que venía un Juglar a Arroyo Tibbet —dijo Arlen—. Selia decía que conservaban las historias del mundo antiguo, pasándolas de una generación a otra.
—Y así es, pero exageran todos, incluso los mejores, Arlen —le respondió el Protector—. ¿O de veras crees que el primer Liberador mató a cien demonios de las rocas con un solo golpe?
—Eso pensaba antes, pero ahora no sé qué creer —respondió Arlen, y suspiró.
—Bienvenido a la edad adulta —replicó Cob—. Llega un día en que todo niño comprende que los adultos pueden ser débiles y se equivocan como todos los demás. Después de ese día, quieras o no, ya eres un adulto.
—Nunca lo consideré de ese modo —admitió Arlen, comprendiendo que ese día había llegado hacía mucho, y con el ojo de la mente vio a su padre escondido detrás de las protecciones del porche mientras los abismales despedazaban a su madre.
—¿Es tan mala la mentira de Keerin? —preguntó el maestro—. Hace feliz a la gente y le da esperanza. Andamos cortos de esperanza y felicidad en estos días, y nos hacen mucha falta.
—Podía haberlo hecho todo sin faltar a la verdad, pero en vez de eso prefirió arrogarse el crédito de mis hazañas sólo para amasar dinero.
—¿Qué persigues? ¿La verdad o el dinero? —preguntó Cob—. ¿Acaso importa el mérito? ¿No es más importante el mensaje?
—La gente necesita algo más que una canción —replicó el aprendiz—. Necesitan pruebas de que los abismales sangran.
—Hablas como un mártir krasiano —contestó Cob—, listo para despojarse de la vida en busca del paraíso del Creador.
—Según he leído, para los krasianos, la vida después de la muerte está llena de mujeres desnudas y ríos de vino —se mofó Arlen.
—Y para entrar en él sólo necesitas llevarte por delante a un demonio antes de que te descuartice un abismal —admitió Cob—, pero a mí me da igual, me arriesgaré con esta vida. Puede ocurrir que la otra no sea tal y como uno espera, y no tiene sentido salir corriendo en su busca.