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El camino a Angiers

326 d. R.

Erny subía el sendero hasta la casa de Bruna todas las tardes sin falta. Había seis Protectores en la localidad, y cada uno tenía un aprendiz, pero él no confiaba la seguridad de su hija a ninguno de ellos. De todos era sabido que el pequeño papelero era el mejor Protector de Hoya de Leñadores.

A menudo traía regalos obtenidos por sus Enviados en lugares remotos, como libros, hierbas o encajes hechos a mano, pero Leesha no esperaba con tantas ganas sus visitas por los presentes. Ella dormía mucho mejor protegida por su padre y verlo feliz durante los últimos siete años había sido el mejor de los regalos. Todavía sentía pesar por causa de Elona, por supuesto, pero no con la intensidad de antaño.

Sin embargo, hoy, mientras observaba cómo el sol surcaba los cielos, ella se descubrió temiendo la visita paterna, pues la noticia iba a herirlo en lo más hondo.

Y también a ella, pues Erny había sido una fuente de apoyo y amor sobre la que apoyarse cuando todo se le torcía. ¿Qué iba a hacer en Angiers sin él y sin Bruna? ¿Habría allí alguien capaz de ver más allá de su mandil con bolsillos?

Pero fueran cuales fuesen sus temores sobre la soledad de la vida en Angiers, no eran nada en comparación con su mayor pánico: que no quisiera volver a Hoya de Leñadores nunca más después de haber probado el sabor de un mundo mayor.

No se percató de que había estado llorando hasta que vio a su progenitor ascendiendo el empinado sendero. Se secó los ojos y puso la mejor sonrisa para él mientras alisaba la falda, hecha un manojo de nervios.

—¡Leesha! —la llamó su padre, extendiendo los brazos.

Ella se dejó abrazar, llena de gratitud, sabedora de que tal vez esa fuera la última vez que pudieran llevar a cabo su pequeño ritual.

—¿Va todo bien? —preguntó Emy—. He oído hablar de cierto alboroto en el mercado.

Había pocos secretos en un lugar tan pequeño como Hoya de Leñadores.

—Todo va bien. Me hice cargo de todo.

—Tú te haces cargo de todo en el pueblo, Leesha —dijo Erny al tiempo que la abrazaba con más fuerza—. No sé qué haría yo sin ti.

Leesha comenzó a lloriquear.

—Vamos, vamos, nada de eso —dijo él, tomando una gota de sus mejillas con el dedo índice y enjugándosela—. Seca esas lágrimas y guárdatela. Voy a revisar los grafos y luego podremos hablar de tus preocupaciones sobre un cuenco de tu delicioso estofado.

Leesha sonrió.

—¿Mamá sigue quemando la comida? —preguntó la muchacha.

—Y cuando no, es peor: todavía se mueve —convino Erny.

Leesha se echó a reír, dejando que su padre revisara todas las protecciones mientras ella ponía la mesa.

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—Voy a irme a Angiers —anunció Leesha cuando hubieron dado buena cuenta del contenido de los cuencos—, para estudiar con una de las antiguas alumnas de Bruna.

Erny permaneció en silencio durante largo rato.

—Ya veo —comentó finalmente—. ¿Cuándo te marchas?

—En cuanto se marche Marick —respondió la joven—: Mañana.

Erny negó con la cabeza.

—Ninguna hija mía se va a pasar una semana en campo abierto a solas con un Enviado. Voy a contratar una caravana. Será más seguro.

—Estaré a salvo de los demonios, papá —replicó Leesha.

—No son sólo ellos quienes me preocupan —repuso él, lanzándole una clara indirecta.

—Puedo manejar al Enviado Marick —le aseguró ella.

—Mantener a raya a un hombre en la oscuridad de la noche no es lo mismo que impedir una reyerta en el mercado —replicó Erny—. No puedes cegar a un Enviado si quieres tener una oportunidad de salir con vida del camino. Dame sólo unas semanas, te lo ruego.

Ella meneó la cabeza.

—Hay un niño a quien debo tratar de forma inmediata.

—En tal caso, te acompañaré —repuso él.

—No harás nada de eso, Erny —le cortó Bruna—. Leesha ha de hacer esto por sus propios medios.

El hombre miró a la anciana, y las miradas de ambos se enzarzaron en un choque de miradas y voluntades, pero no había voluntad más firme que la de Bruna en todo Hoya de Leñadores, y al final, él acabó por mirar hacia otro lado.

La joven acompañó a su padre al exterior no mucho después. Él no deseaba irse y ella no quería que se marchara, pero el cielo se había entintado e iba a verse obligado a volver al trote para llegar a casa sano y salvo.

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —preguntó Erny, aferrando la baranda del porche y clavando la mirada en dirección a Angiers.

La joven se encogió de hombros.

—Eso va a depender de cuánto pueda enseñarme la dueña Jizell y cuánto necesite aprender Vika, la pupila que envía aquí. Serán un par de años por lo menos.

—Supongo que si Bruna puede pasarse sin ti tanto tiempo, yo también —respondió Erny.

—Prométeme que revisarás sus protecciones en mi ausencia —le pidió ella, tocándole el brazo.

—Por supuesto —le aseguró Erny, que se volvió para abrazarla.

—Te quiero, papá.

—Y yo a ti, tesoro —repuso él, estrechándola entre sus brazos—. Te veré por la mañana —prometió antes de bajar por el camino en sombras.

—A tu padre no le falta razón —dijo Bruna cuando Leesha regresó al interior.

—¿Por qué lo dices? —inquirió la aprendiza.

—Los Enviados son hombres como los demás —le previno la anciana.

—De eso no me cabe la menor duda —contestó Leesha, recordando la riña en el mercado.

—El joven maese Marick tal vez sea todo encanto y sonrisas ahora —continuó Bruna—, pero tendrá su oportunidad una vez que estés en el camino, da igual cuál sea tu deseo, y cuando lleguéis a la Fortaleza del Bosque, Herborista o no, será la palabra de una jovencita contra la de un Enviado.

Leesha sacudió la cabeza.

—Él tendrá lo que yo le dé, y nada más —contestó ella.

Bruna entornó los ojos y refunfuñó, satisfecha de que su aprendiza fuera prudente ante el peligro.

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Se oyó un golpe en la puerta con las primeras luces del alba. Al abrir, Leesha encontró fuera a su madre, Elona, que no había acudido a la cabaña desde que fue expulsada de allí cuando Bruna la había echado con su bastón. Su rostro parecía un cielo lleno de nubarrones de tormenta cuando la empujó y entró en la habitación.

Elona estaba a principios de la cuarentena y tal vez habría sido todavía la mujer más hermosa de la aldea de no haber sido por su hija, aunque no la humillaba ser un otoño frente al verano de Leesha. Tal vez cediera ante su esposo a regañadientes, pero ante todos los demás se comportaba como si fuera una duquesa.

—¿No te basta con arrebatarme a mi hija que ahora quieres enviarla lejos? —inquirió.

—Que también tú tengas buenos días, Madre —dijo Leesha mientras cerraba la puerta.

—¡Mantente fuera de esto! —dijo Elona con brusquedad—. Esa bruja te ha sorbido el seso.

Bruna rompió a reír con socarronería encima del cuenco de gachas. Leesha se interpuso entre las dos en el preciso momento en que la sanadora apartó un cuenco sólo vacío hasta la mitad y se secaba los labios con la manga antes de replicar.

—Termina de desayunar —le ordenó Leesha, poniéndole el cuenco delante de golpe, y encarándose con Elona—. Me voy porque es mi voluntad, Madre, y a mi regreso traeré técnicas de curación que no se han visto en Hoya de Leñadores desde que Bruna era joven.

—¿Y cuánto tiempo va a ser esta vez? —inquirió Elona—. Ya has malgastado tus mejores años de fertilidad con la nariz metida en esos polvorientos libros.

—¿Mis mejor…? —tartamudeó la muchacha—. Madre, apenas tengo veinte años.

—¡Exactamente! —chilló Elona—. Ya deberías tener tres hijos a estas alturas, como esa espantajo amiga tuya. Te he visto sacar bebés de todos los vientres de la aldea menos del tuyo.

—Al menos, ha tenido la prudencia de no marchitar el suyo pasándose con la infusión de balaustia —murmuró Bruna.

Leesha se revolvió hacia ella y le espetó:

—¡Que te termines esas gachas, te digo!

La anciana puso unos ojos como platos. Pareció estar a punto de replicar, pero luego, entre refunfuños, centró su atención otra vez en el cuenco.

—No soy una yegua de cría, Madre —declaró la joven—. Hay en mí más vida que para limitarme a ser eso.

—¿Limitarte a eso? ¿Acaso hay algo más importante? —retrucó Elona.

—Lo ignoro —admitió su hija con franqueza—, pero lo sabré en cuanto lo encuentre.

—Y entre tanto vas a dejar el cuidado de Hoya de Leñadores a un cría a la que no has visto en la vida y a la torpona de Darsy, que estuvo a punto de matar a Ande y a media docena más desde entonces.

—Es cosa de unos pocos años —argüyó Leesha—. Te has pasado toda la vida llamándome «inútil», y ahora ¿he de creer que el pueblo no puede pasarse sin mí unos años de nada?

—¿Y qué pasaría si te ocurriera algo a ti? —le planteó Elona—. ¿Qué haría yo si un abismal te despedazara en el camino?

—¿Qué harías tú? —replicó Leesha—. Durante los últimos siete años no me has dirigido la palabra, salvo para presionarme a fin de que perdonara a Gared. Ya no sabes nada sobre mí, Madre. No te has molestado en saberlo, así que no pretendas ahora que mi muerte sería una gran pérdida para ti. Si tantísimo deseas sostener en las rodillas un hijo de Gared, ¿por qué no lo engendras tú misma?

Elona abrió los ojos con desmesura y reaccionó de inmediato, exactamente igual que cuando Leesha era una niña obstinada.

—Te prohíbo decir eso —le gritó mientras hacía ademán de abofetear el rostro de Leesha con la mano abierta.

Pero Leesha ya no era una niña, tenía el tamaño de su madre y era más fuerte y rápida. Atrapó en el aire la muñeca de Elona y se apresuró a sujetarla.

—Los días en que tus palabras tenían peso para mí han terminado, Madre —sentenció la muchacha.

Elona intentó zafarse, pero Leesha la retuvo un poco, sólo para demostrarle que era capaz de hacerlo, y al final la liberó. Elona se frotó la muñeca y miró con desdén a su hija.

—Algún día volverás y entonces será mucho peor para ti —juró—. ¡Recuerda mis palabras!

—Tengo la impresión de que ha llegado el momento de que te vayas, Madre —dijo Leesha, abriendo la puerta en el momento en que Marick alzaba la mano para llamar.

Elona soltó un gruñido y salió en estampida junto a él para luego bajar el sendero con grandes zancadas.

—Pido disculpas si soy inoportuno —empezó el Enviado—, pero vengo a por la respuesta de Bruna para la dueña Jizell. Me propongo salir para Angiers a media mañana.

Leesha estudió el rostro del hombre. Tenía amoratada la mandíbula, pero la piel morena lo disimulaba bien y las hierbas que le había aplicado al ojo y al labio partido habían reducido la hinchazón.

—Pareces haberte recobrado bastante bien.

—En mi trabajo llegan lejos quienes sanan deprisa —repuso Marick.

—Bueno, entonces ve a por tu montura y regresa en una hora —le contestó Leesha—. Daré la respuesta de Bruna yo misma.

Marick esbozó una ancha sonrisa.

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—El viaje te vendrá bien —le aseguró Bruna cuando por fin se quedaron a solas—. Hoya de Leñadores ya no tiene más desafíos para ti, y eres demasiado joven para anquilosarte.

—Si piensas que lo de mi madre no era un desafío, es que no has prestado atención —repuso la muchacha.

—Un desafío, tal vez, pero no hay duda alguna sobre el resultado. Te has hecho demasiado fuerte para quienes son como Elona.

«Fuerte —pensó—. ¿En eso me he convertido?». No se sentía así la mayor parte del tiempo, pero era cierto: ya no la asustaban ninguno de los hoyenses.

Leesha reunió sus bolsas, pequeñas y de aspecto inadecuado, unos pocos vestidos, libros, algo de dinero, la bolsa de las hierbas, un saco de dormir y comida. Se dejó atrás sus objetos valiosos: regalos de su padre y otras posesiones muy queridas, pero los Enviados viajaban deprisa y Marick no iba a tomarse nada bien que le sobrecargara el caballo. Bruna había dicho que Jizell le proveería de todo durante el periodo de aprendizaje, pero aun así, le parecía demasiado poco para empezar una nueva vida.

«Una nueva vida». La idea resultaba abrumadora, pero también la entusiasmaba. Leesha había leído todos los libros de la colección de Bruna, pero Jizell tenía muchos más, y era probable que ocurriera otro tanto con las demás Herboristas de Angiers, si es que lograba persuadirlas para que los compartieran con ella.

Pero aun así, sintió que le faltaba el aire cuando se acercaba el momento del viaje. ¿Dónde estaba su padre? ¿No iba a acudir para verla partir?

—Es casi la hora —dijo Bruna. Cuando levantó los ojos, Leesha se dio cuenta de que los tenía llenos de lágrimas—. Será mejor que nos despidamos ahora —dijo la anciana—, pues es bastante probable que no tengamos otra oportunidad.

—¿Qué estás diciendo, Bruna? —inquirió la aprendiza.

—No te hagas la tonta conmigo, niña —repuso la Herborista—, sabes a qué me refiero: he vivido la parte de vida que me tocaba al menos dos veces, pero no voy a durar para siempre.

—No tengo por qué irme, Bruna —ofreció Leesha.

—¡Bah! —rechazó ella con un ademán de la mano—. Ya dominas todo cuanto soy capaz de enseñarte, muchacha, así que deja que estos años sean mi último regalo para ti. Ve —la instó—, mira y aprende cuanto puedas.

Bruna le tendió los brazos y Leesha se arrojó a los mismos.

—Prométeme que cuidarás de mis niños cuando yo me haya ido. Quizá sean bobos y tozudos, pero, por oscura que sea la noche, sigue brillando la bondad en ellos.

—Lo haré —prometió la joven—, haré que te enorgullezcas de mí.

—Jamás podrías hacerlo de otra forma —repuso la anciana.

Leesha sollozó sobre el basto chal de su maestra.

—Estoy asustada, Bruna.

—Si no lo estuvieras, serías necia —contestó esta—, pero he visto una buena parte de este mundo con mis propios ojos y no hay en él nada que no seas capaz de manejar.

Marick guio a su montura sendero arriba no mucho después. El Enviado empuñaba una lanza nueva y un escudo protegido con grafos colgaba de su arzón. Si tenía dolores a causa de la tunda recibida el día anterior, no lo demostraba.

—¡Eh, Leesha! —la llamó en cuanto la tuvo a la vista—. ¿Lista para comenzar tu aventura?

«Aventura». La palabra erradicó las penas y el miedo, haciéndola estremecer.

Marick tomó las bolsas de Leesha y las colocó en lo alto del flaco corcel angersiano mientras la muchacha se volvía hacia Bruna una última vez.

—Soy demasiado vieja para estas despedidas que duran medio día —le dijo Bruna—. Cuídate, chiquilla.

La anciana le puso una bolsita en las manos y Leesha distinguió el tintineo de las monedas milnesas, una auténtica fortuna en Angiers. Bruna se volvió y se refugió en el interior de la cabaña sin darle tiempo a protestar.

La pupila se la guardó enseguida, pues la visión de monedas metálicas podía despertar la codicia de cualquier hombre, incluido un Enviado. Este y la aprendiza descendieron el camino, cada uno a un lado del sendero, en dirección al pueblo, donde el camino principal conducía a Angiers. Leesha llamó a su padre cuando pasaron por delante de su casa, pero no hubo respuesta alguna. Elona los vio pasar y se metió dentro, cerrando la puerta tras ella de un portazo.

Leesha hundió la cabeza afligida, pues había contado con ver a su padre una última vez. Pensó en todos los lugareños a quienes veía a diario y en que no había tenido tiempo para despedirse de ellos de una forma apropiada. Le había entregado a Bruna cartas para todos ellos, pero le parecía una despedida inadecuada y deplorable.

Sin embargo, la joven profirió un grito ahogado al llegar al centro del pueblo. Su progenitor la esperaba ahí, y detrás de él, alineados a ambos lados del camino, se hallaban todos los habitantes del pueblo. Ella se dirigió a todos, uno por uno, mientras pasaba: unos la besaban y otros le estrechaban la mano, dándole regalos.

—Acuérdate de nosotros y regresa —dijo Erny.

Su hija le dio un fuerte abrazo y cerró los ojos para contener las lágrimas.

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—La gente de este pueblo te adora —comentó el Enviado varias horas después de haber dejado atrás Hoya de Leñadores mientras avanzaban entre los bosques y las sombras empezaban a alargarse en el suelo, anunciando el declive del día.

Leesha se sentaba en la espaciosa silla de montar del caballo, que parecía soportar bastante bien su peso y el de su equipaje.

—A veces me lo creo hasta yo —contestó ella.

—¿Y por qué no ibas a creértelo? Dudo que alguien no pueda querer a una joven bella como la aurora que sana enfermedades.

Leesha se echó a reír.

—¿Bella como la aurora? —repitió la muchacha—. Encuentra al Juglar autor de esa frase que acabas de apropiarte y dile que no vuelva a usarla.

Marick se carcajeó y la estrechó con más fuerza entre sus brazos.

—¿Sabes una cosa…? —le dijo él al oído—. Todavía no hemos discutido mis honorarios como escolta.

—Tengo dinero —repuso ella, preguntándose lo lejos que le llevaría su dinero cuando estuviera en Angiers.

—También yo —replicó él entre risas—. No me interesa el efectivo.

—Entonces, ¿qué clase de precio tenéis en mente, maese Marick? —preguntó Leesha—. ¿Es otro juego para conseguir un beso?

Él soltó una risa ahogada mientras le centelleaban esos ojos lobunos suyos.

—Un beso era el precio por traerte una carta. Llevarte sana y salva hasta Angiers va a ser mucho más… caro.

Él agitó las caderas detrás de ella. El significado de ese movimiento era inequívoco.

—No te precipites —contestó Leesha—. A este paso, serás afortunado si logras el beso.

—Veremos —replicó el Enviado.

Montaron el campamento poco después. Leesha hizo la cena mientras Marick trazaba los grafos. Cuando el guiso estuvo listo, ella echó unas hierbas en el cuenco del Enviado antes de entregárselo.

—Come deprisa —la instó él cuando tomó la escudilla, y se metió una cucharada bien cargada en la boca—. Preferirás quedarte en la tienda antes de que surjan los abismales. Verlos aparecer tan cerca suele dar miedo.

Leesha miró por el rabillo del ojo la tienda montada por el angersiano: apenas había espacio para una sola persona.

—Es pequeña, pero así combatiremos el relente de la noche, dándonos calor el uno al otro —dijo con un guiño.

—Estamos en verano —le recordó ella.

—Aun así, noto que sopla una fría brisa cada vez que hablas —repuso él con una risilla ahogada—. Tal vez encontremos una forma de disiparla. Además —prosiguió, haciendo un gesto más allá del círculo protector, donde los abismales habían empezado a cobrar forma entre los zarcillos de niebla—, no puedes irte muy lejos.

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Marick era mucho más fuerte que ella y sus forcejeos le sirvieron tan poco como sus negativas. Ella soportó los besos y el magreo de sus manos torpes y rudas con los gritos de los abismales a sus espaldas, y le consoló con palabras tranquilizadoras cuando le falló la virilidad, ofreciéndole brebajes de hierbas y raíces que sólo sirvieron para empeorar su condición.

Él se enfadaba en ocasiones, haciéndola temer que iba a golpearla, y otras lloraba, ¿pues qué hombre no querría extender su simiente? La Herborista capeaba el temporal como podía, pues la prueba no era un precio demasiado alto por llegar a Angiers.

«Le estoy salvando de sí mismo», se decía para sus adentros cada vez que le echaba una dosis en la comida, «¿pues qué clase de hombre quiere ser un violador?», pero lo cierto era que sentía muy poco remordimiento. El uso de sus habilidades para mermar la hombría del Enviado no le daba placer alguno, pero en lo más hondo de su ser sentía una fría satisfacción, como si todas sus predecesoras desde incontables eones, desde que el primer hombre tumbó en el suelo a una mujer para forzarla, estuvieran asintiendo con fría aprobación al hecho de que ella le hubiera privado de su hombría para que él no la privara de su virginidad.

Los días pasaron lentamente y el humor de Marick pasaba de la amargura a la frustración tras cada noche de fracaso. La última apuró la bota de vino y pareció dispuesto a salir del círculo de protección y entregarse a los demonios. De ahí el inmenso alivio de Leesha al ver la Fortaleza del Bosque extenderse ante ellos en medio de la floresta. Exclamó sorprendida al ver los altos y fuertes muros —y los grafos trazados en madera lacada—, lo bastante largos como para abarcar varias veces Hoya de Leñadores.

Las calles de Angiers estaban cubiertas de madera para evitar que los demonios se corporeizaran dentro de la ciudad. Toda la urbe era una enorme tarima. Marick la llevó al corazón de la población y la dejó delante del dispensario de Jizell. La aferró por el brazo cuando ella se disponía a irse y le apretó con fuerza hasta hacerle daño.

—Lo sucedido fuera de estas murallas, fuera se queda —le dijo él.

—No voy a decírselo a nadie —la aseguró Leesha.

—Más te valdrá, porque te mataré si lo haces —la amenazó Marick.

—Te lo prometo, te doy mi palabra de Herborista —contestó la joven.

Marick refunfuñó y la liberó, sacudiendo con fuerza las bridas del corcel y alejándose a medio galope.

Una sonrisa curvó las comisuras de los labios de la muchacha cuando reunió sus cosas y se encaminó hacia el dispensario.