27
Al caer la noche
332 d. R.
–¡Miradme, soy un Juglar! —proclamó uno de los hombres mientras se echaba sobre la cabeza la capa multicolor con cascabeles y daba brincos por el camino. El barbinegro soltó una risotada, pero el otro acompañante, un tipo más grande que ellos dos juntos, guardó silencio. Todos sonreían.
—Me gustaría saber qué me tiró esa bruja —comentó el hombre de barba negra—. Los ojos me ardían incluso cuando metí la cabeza en el agua. —Sostuvo en alto las riendas del caballo y el círculo portátil, sonriendo abiertamente—. Aun así, un botín fácil como este sólo se presenta una vez en la vida.
—No tendremos que dar un palo al agua en meses —convino el hombre de la capa de colores mientras hacía sonar una bolsa con monedas—, ¡y sin una cicatriz!
Dio un salto y entrechocó los talones.
—Habla por ti, que yo llevo unas cuantas en la espalda —rio el barbinegro—. Ese culo merecía la pena casi tanto como el círculo, aun cuando apenas pude ver dónde estaba cada cosa por culpa de ese polvo que me tiró a los ojos.
El hombre disfrazado de Juglar rio, y el gigantón mudo batió palmas con una sonrisa.
—Deberíamos habérnosla llevado —comentó el hombre envuelto en la capa de colores—. Hace frío en esa mísera cueva.
—No seas idiota —replicó el barbinegro—. Ya no hay motivo para quedarnos en esa gruta ahora que disponemos de un caballo y de un círculo de Enviado, y eso es lo mejor de todo. La gente del duque se enterará en Farmer’s Stump del rumor de que esos dos fueron atacados nada más salir del pueblo. Lo primero es ir al sur, mañana mismo, antes de tener a todos los guardias de Rhinebeck sobre nuestra pista.
El terceto se hallaba tan absorto en su discusión que nadie se percató del jinete que se acercaba a ellos por el camino hasta que lo tuvieron a poco más de diez metros. Con esas ropas largas y sueltas, parecía un espectro a la luz menguante de la tarde montando a horcajadas a lomos del caballo. Se movía a la sombra de los árboles situados junto al sendero del bosque.
Cuando se percataron de su presencia, el gesto desafiante reemplazó a la expresión de gozo en sus semblantes. El barbinegro dejó caer al suelo el círculo portátil y descargó un pesado garrote del caballo antes de avanzar hacia el extraño. Detrás de él, el forzudo alzó una estaca del tamaño de un arbolillo y el de la capa de Juglar blandió una lanza de punta mellada y descolorida.
—Este camino de aquí es nuestro —le explicó el cabecilla al extranjero—. Estamos dispuestos a compartirlo, pero a cambio de un pago.
Por toda respuesta, el desconocido alejó a su caballo de la penumbra.
Una aljaba de fuertes flechas y un arco pendían de la silla de montar, y tenía ambos al alcance de la mano. Una lanza de la altura de un asta de bandera descansaba sobre los arreos del otro costado, junto a un escudo redondo. Detrás de la silla sobresalían varias lanzas más pequeñas sujetas por correas. El sol poniente arrancaba destellos maliciosos a las puntas de las mismas.
Pero el extraño no hizo amago de tomar ningún arma y se limitó a permitir que la capucha de la cogulla se deslizara ligeramente hacia atrás. El cabecilla se echó hacia atrás para recoger el círculo portátil cuando el hombre abrió los ojos y, tras mirar a sus compañeros, intentó desdecirse.
—Quizá podríamos dejarte pasar por esta vez.
Hasta el gigantón se había puesto pálido a causa del miedo. Los truhanes aprestaron las armas, pero tuvieron buen cuidado en hacerse a un lado para permitir el paso del enorme caballo; luego, volvieron al camino.
—¡Más valdrá que no vuelva a verte por este camino! —gritó el barbinegro cuando estuvieron seguros a cierta distancia.
El desconocido continuó su camino con despreocupación.
Rojer luchó contra el pánico cuando las voces se perdieron en la distancia. Lo habían amenazado con matarle si intentaba levantarse de nuevo. Estiró el brazo para meter la mano en su bolsillo secreto y aferrar con fuerza su talismán, pero allí únicamente halló trozos astillados de madera y un mechón de pelo rubio con canas. Debían haberse roto cuando el mudo le pateó las tripas. Dejó que los restos se escaparan de sus dedos entumecidos y cayeran al fango.
Los sollozos de Leesha le dolían, haciéndole temer el momento de alzar la vista. Había cometido ese error antes, cuando el gigante se había levantado de encima de su espalda para disfrutar de su turno con Leesha. Uno de los otros había ocupado el lugar del grandullón, usando la espalda de Rojer como asiento desde el cual disfrutar la diversión.
Los ojos del gigantón hablaban de sus pocas luces. Carecía del sadismo de sus compañeros, pero esa lujuria bobalicona daba dentera por sí sola: eran las urgencias carnales de un animal en el cuerpo de un demonio de las rocas. Rojer no habría dudado en sacarse un ojo si así hubiera podido librarse de la imagen del gigante encima de Leesha.
Se había comportado como un idiota al ponerlos en antecedentes del camino y de sus bienes. El excesivo tiempo pasado en las aldehuelas del oeste había adormecido la natural desconfianza hacia los desconocidos tan intensificada en la ciudad.
«Marko el Andarín no habría confiado en ellos», pensó.
Pero eso no era del todo cierto. El explorador siempre caía víctima de engaños o abatido por porrazos en la cabeza. Sobrevivía por haber usado el ingenio después.
«Sobrevive porque es una historia y tú controlas el final», se recordó Rojer.
Sin embargo, le vino a la cabeza la imagen de Marko el Andarín levantándose y sacudiéndose el polvo; al final, Rojer hizo acopio de fuerzas y temple para ponerse de rodillas. Le dolía todo el cuerpo, pero no creía tener roto ningún hueso. El ojo izquierdo se le había hinchado tanto que apenas veía y la sangre de los labios le llenaba la boca con su sabor. Tenía moratones por todo el cuerpo, pero la tunda de Abrum había sido peor.
Pero esta vez no había vigilantes que lo pusieran a salvo ni una madre o un maestro que se interpusieran en el camino de los demonios.
La culpa lo sobrecogió cuando Leesha lloriqueó de nuevo. Él había luchado por salvar su honra, pero ellos eran tres, iban armados y lo aventajaban en fuerza. ¿Qué podía hacer?
«Desearía que me hubieran matado —pensó para sus adentros, deprimido—. Mejor muerto que haber visto…».
«Cobarde, se mofó una voz desde el fondo de su mente. Ponte en pie. Ella te necesita».
Rojer se puso en pie, tambaleante, y miró en derredor. Ella permanecía ovillada en el suelo del camino del bosque, llorosa y sin fuerzas siquiera para cubrir su vergüenza. No había signo alguno de los bandidos.
Eso apenas importaba, por supuesto, pues los asaltantes se habían llevado el círculo portátil y tanto él como Leesha podían darse por muertos. El Tocón del Granjero estaba a sus espaldas, a casi un día de camino, y por delante no había nada durante varios días a pie. Anochecería en poco más de una hora.
El muchacho corrió al lado de la mujer y se puso de rodillas a su lado.
—¿Estás bien, Leesha? —preguntó. Se maldijo cuando le falló la voz. Ella lo necesitaba fuerte—. Leesha, por favor, respóndeme —le imploró, estrechándole el hombro.
Ella lo ignoró, y se ovilló sobre sí misma, con el cuerpo estremecido por el llanto. Rojer le acarició la espalda y le susurró palabras de consuelo mientras con sutileza iba dando tironcillos para bajarle el vestido y cubrirla. No sabía adónde se había retirado la mente de la joven para soportar la ordalía, pero ahora se mostraba reticente para salir de él. Intentó tomarla en brazos, pero ella lo apartó de un violento empujón y luego volvió a hacerse un ovillo zarandeado por los espasmos del llanto.
El Juglar se apartó de su lado durante unos momentos y recorrió el camino, recogiendo las contadas posesiones que les habían dejado. Los bandidos habían hurgado en sus bolsas, llevándose lo que querían y tirando el resto, mofándose y destruyendo sus efectos personales. La ropa de Leesha yacía hecha jirones en el camino y Rojer localizó pisoteada en el barro la tela de brillantes colores de la bolsa de las maravillas de Arrick. Habían aplastado casi todo lo que no se habían llevado consigo. Las bolas pintadas de madera yacían en el fango, pero las dejó donde estaban.
Se atrevió a pensar en la posibilidad de sobrevivir a la noche cuando descubrió el estuche del violín fuera del camino, donde le había pateado el mudo. Se apresuró a acudir allí. La funda estaba abierta y rota, pero el instrumento en sí podía salvarse con un buen afinado y un par de cuerdas nuevas, pero no halló el arco por parte alguna.
Rojer lo buscó tanto tiempo como se atrevió, apartando hojas y arbustos en todas las direcciones y con creciente pánico, pero fue en vano. Había desaparecido. Introdujo el violín en la funda y extendió en el suelo una de las faldas largas de Leesha para colocar los pocos objetos salvables en su interior y hacer un hatillo con ellos.
Un golpe de viento rompió el silencio, levantando un susurro en las hojas de los árboles. Rojer alzó los ojos hacia el sol poniente y de pronto comprendió que iban a morir. ¿Qué importaba que tuviera un violín sin arco o algunas ropas cuando eso sucediera?
Sacudió la cabeza. Aún no había muerto, y era posible evitar a los abismales una noche si conservaban la calma. Estrechó la funda del violín para infundirse tranquilidad. Si sobrevivían a la noche, podía cortar un mechón de cabellos de Leesha y fabricar otro arco. Los abismales no les inflingirían daño alguno si tenía su violín.
La oscuridad y el peligro se insinuaban en el bosque situado al otro lado del camino, pero él sabía que los abismales preferían cazar hombres a cualesquiera otras criaturas. Debían salir del camino. Los bosques eran su mejor esperanza para hallar un escondrijo o un lugar apartado donde preparar un círculo.
«¿Cómo? —quiso saber la odiada voz—. Nunca te has molestado en aprender».
Regresó junto a Leesha y se arrodilló junto a ella. La sanadora seguía llorando en silencio, y su cuerpo se estremecía.
—Debemos salir del camino, Leesha —dijo él en voz baja. Ella lo ignoró—. Necesitamos encontrar un lugar donde escondernos, Leesha.
Y la sacudió.
Siguió sin obtener respuesta.
—¡Leesha, se está ocultando el sol!
El llanto cesó y ella alzó la cabeza. Había miedo en esos ojos abiertos. Se le crispó el gesto y reanudó la llantina nada más ver su rostro preocupado y lleno de hematomas.
Pero Rojer supo que la había conmovido durante un momento y se negó a dejarlo pasar. Se le ocurrían pocas cosas peores a la experiencia que acababa de sufrir, pero ser destrozada por los demonios era una de ellas. La aferró por los hombros y la sacudió con violencia.
—Debes controlarte, Leesha —le chilló—. Si no encontramos pronto un escondite, nuestros pedazos estarán dispersos por todo el camino cuando vuelva a amanecer.
Era una imagen bastante gráfica, y lo había hecho a posta, y tuvo el efecto deseado, pues ella se levantó. Respiraba de forma entrecortada, pero había dejado de llorar. Rojer le secó las lágrimas con su camisa.
—¿Qué vamos a hacer? —chilló Leesha al tiempo que aferraba los brazos del Juglar con tanta fuerza que le hizo daño.
Rojer invocó de nuevo la imagen del Marko el Andarín, y esta vez le vino enseguida.
—Lo primero de todo es salir de la calzada —contestó, intentando sonar seguro de sí mismo, aunque no lo estaba, y aparentar que tenía un plan, pero no lo tenía. Leesha asintió y dejó que la ayudara a levantarse. La joven hizo un gesto de dolor que a él lo traspasó de parte a parte.
Rojer sostuvo a Leesha y juntos salieron del sendero dando tumbos para luego adentrarse en el bosque. La luz restante menguó drásticamente bajo el dosel del bosque y el suelo chasqueaba bajo sus pies, pues caminaban sobre una alfombra de ramitas y hojas secas. Un olor dulzón a vegetación podrida saturaba el ambiente. Rojer odiaba los bosques.
Se devanó los sesos en busca de alguna historia referida a personas que habían sobrevivido a una noche al raso. Cribó cada palabra en busca de un poso de verdad, de cualquier cosa, cualquiera, que pudiera serles de ayuda.
Todos los cuentos coincidían en que lo idóneo eran las cuevas, dada la preferencia de los abismales por la caza en campo abierto. Una gruta con unos simples grafos trazados a la entrada era más segura que cualquier intentona de esconderse, y él era capaz de recordar al menos tres grafos consecutivos de su antiguo círculo. Tal vez bastaran para proteger la entrada de una caverna.
Pero no había cuevas por allí cerca, y él lo sabía, y no tenía ni idea de qué buscar. Estaba a punto de darse por vencido cuando captó el runrún de una corriente de agua y de inmediato empujó a Leesha en dicha dirección. Los abismales rastreaban a sus presas guiados por la vista, el sonido y el olor. A menos que hallara un refugio efectivo, la mejor forma de evitarlos era poner un obstáculo a sus sentidos. Tal vez pudieran escarbar en el barro de la orilla del riachuelo.
Pero cuando localizó el origen del sonido, vio que era sólo un hilillo de agua sin una orilla digna de tal nombre. Rojer agarró una piedra lisa del regato y la arrojó lejos, gruñendo de frustración.
Al darse la vuelta encontró a Leesha acuclillada sobre la corriente y con el agua hasta los tobillos, sollozaba de nuevo mientras recogía agua con las manos y la vertía sobre el rostro, los pechos y entre las piernas.
—Hemos de irnos, Leesha… —dijo, alargando el brazo para tomarla de la mano, pero ella chilló y se alejó, inclinándose en busca de más agua—. No tenemos tiempo para esto, Leesha —gritó Rojer, que la agarró y tiró de ella hasta obligarla a incorporarse.
La arrastró de vuelta al bosque sin tener una idea muy clara de qué buscaba y al final acabó por rendirse en cuanto localizó un calvero. No había donde ocultarse, por lo cual sólo tenían una posibilidad: trazar un círculo de protección. Soltó a la mujer y se adentró rápidamente en el claro, despejando el tapiz de hojas podridas para encontrar el suelo blando y húmedo de debajo.
La mirada borrosa de Leesha se aclaró mientras veía a Rojer apartar hojas del suelo del bosque. Se apoyó pesadamente sobre el tronco de un árbol, pues aún tenía débiles las piernas.
Hacía sólo unos minutos había pensado que jamás iba a recobrarse de aquella experiencia traumática, pero la inminencia del alzamiento de los abismales era una amenaza demasiado inmediata, y descubrió, casi con agradecimiento, que su mención le impedía seguir reviviendo la agresión una y otra vez, como había ocurrido desde que esos hombres habían tomado el botín y se habían marchado.
Tenía las mejillas manchadas de tierra y surcadas de lágrimas. Intentó alisar su vestido rasgado para recobrar cierto sentido de la dignidad, pero el dolor entre las piernas era un recordatorio constante de que su dignidad había quedado marcada para siempre.
—Es casi de noche. ¿Qué vamos a hacer? —gimió.
—Voy a trazar un círculo de protección en el suelo —le explicó él—. Todo saldrá bien. Lo haré todo bien —prometió.
—¿Sabes cómo hacerlo? —quiso saber ella.
—Claro, más o menos… —contestó él de forma poco convincente—. He tenido ese círculo portátil durante años. Me acuerdo de los símbolos.
Tomó un palo y comenzó a trazar símbolos en el suelo, levantando la vista una y otra vez para contemplar un cielo cada vez más oscuro.
Rojer estaba siendo valiente en atención a ella y Leesha sentía una punzada de culpabilidad cada vez que lo miraba por haberlo metido en aquello. El muchacho alardeaba de tener veinte años, pero ella sabía que era mentira, pues tenía varias primaveras menos. Nunca debería haberlo traído a un viaje tan peligroso.
Ahora tenía un aspecto muy similar al de la primera vez que lo vio: el rostro hinchado y amoratado, sangrando por la nariz y por la boca. Se las secaba con la manga de la camisa y pretendía no estar afectado. Leesha le veía actuar con cierto desparpajo, pero sabía que estaba tan fuera de sí como ella, pero a pesar de todo, su esfuerzo resultaba confortante.
—Me parece que no lo estás haciendo bien —dijo ella tras mirar los grafos por encima del hombro del muchacho.
—Los dejaré bien —replicó él con brusquedad.
—Estoy segura de que a los demonios van a encantarles —rebatió ella, sorprendida por el tono desdeñoso de su voz—, porque no van a suponerles ningún problema. —Leesha miró en derredor—. Podríamos subirnos a un árbol —sugirió.
—Trepan a los árboles mejor que nosotros —le contestó Rojer.
—¿Y qué tal si buscamos un escondrijo?
—Hemos apurado todo el tiempo posible en busca de uno. Apenas tenemos tiempo para terminar este círculo, pero debería mantenernos a salvo.
—Lo dudo —observó Leesha mientras miraba los trazos poco firmes del suelo.
—Si tuviera mi violín… —comenzó el Juglar.
—No me salgas ahora con ese montón de mierda —le espetó ella, cada vez más irritada después de haberse visto empujada al miedo y a la humillación—. Una cosa es fanfarronear a plena luz del día con que puedes encantar demonios con el violín, pero ahora ¿quieres llevarte el embuste a la sepultura?
—No miento —insistió Rojer.
—Como tú quieras.
Leesha se cruzó de brazos y suspiró.
—Lo haré bien —repitió el Juglar.
—Por el Creador, ¿es que no puedes dejar de mentir ni un minuto? —chilló ella—. Esto no va a acabar bien y tú lo sabes. Los abismales no son bandidos, Rojer, no se quedarán satisfechos con…
Ella bajó la mirada hacia sus ropas rasgadas y se le quebró la voz.
La pena desdibujó el rostro de Rojer, y la Herborista supo que había sido demasiado dura. Ella quería desahogarse con alguien y lo más fácil era emprenderla con él y culpar de lo sucedido a sus exageradas promesas, pero en el fondo de su corazón Leesha sabía que ella tenía más parte de culpa que Rojer. Él había abandonado Angiers por ella.
Alzó la vista a la creciente oscuridad del cielo y se preguntó si tendría tiempo de disculparse antes de que los hicieran pedazos.
Hubo un movimiento entre los árboles y arbustos situados detrás de ellos. Se dieron la vuelta de inmediato y vieron adentrarse en el claro a un hombre envuelto en ropajes grises. La sombra de la capucha le ocultaba el rostro y aunque no llevaba armas a la vista, Leesha supo por su prestancia que era peligroso. Si Marick era un lobo, aquel hombre era un león.
Ella se envaró. Tenía la violación muy fresca en la mente y durante unos momentos se preguntó con sinceridad qué sería peor, otro violador o los demonios.
Rojer se puso de pie en un momento, la agarró por el brazo y la empujó hasta situarla detrás de él; crispó el rostro y soltó un gruñido mientras blandía el palo delante de él como si fuera una lanza.
El hombre los ignoró a ambos y se movió por los alrededores para examinar el círculo de Rojer.
—Tienes agujeros en la red, aquí, ahí y ahí —comentó, señalándolos—. Y este ni siquiera es un grafo —remató mientras pateaba el suelo cerca de un símbolo tosco.
—¿Puede usted arreglarlo? —preguntó la Herborista, esperanzada, mientras se zafaba del apretón del Juglar y se acercaba hacia el desconocido.
—Leesha, no —se apresuró a susurrarle él, pero ella no le hizo caso.
El hombre ni siquiera se molestó en mirar hacia ella.
—No hay tiempo —replicó él mientras señalaba con la mano a los abismales que empezaban a materializarse al borde del calvero.
—Oh, no —lloriqueó Leesha, con el semblante demudado.
El primer monstruo en corporeizarse fue un demonio del viento, que siseó nada más verlos y se acuclilló como si fuera a saltar, pero el hombre no le dio tiempo. La Herborista contempló asombrada cómo el desconocido se plantaba delante de la bestia y le agarraba por los brazos para evitar que desplegara las alas. La carne del demonio crepitó y humeó a raíz del contacto.
El demonio del viento soltó un alarido y abrió las fauces llenas de dientes aguzados. El desconocido giró la cabeza de inmediato al tiempo que se quitaba la capucha para dejar al descubierto la cabeza afeitada y propinar un testarazo en el hocico del monstruo. Saltó un chispazo y la criatura salió despedida hacia atrás, cayendo al suelo aturdida. El hombre engarfió los dedos en torno al cuello del abismal y se produjo otro fogonazo; después, el icor negro del ser brotó como un surtidor.
El extraño se volvió bruscamente, todavía chorreando icor por los dedos, y pasó dando grandes zancadas junto a Rojer y Leesha, que ahora dispuso de un momento para verle el semblante. Tenía poco de humano, pues se había afeitado la cabeza, incluso las cejas, y en la cabeza llevaba tatuajes en vez en pelo. También los lucía alrededor de los ojos, en el resto de la cabeza, y en las mejillas, los tenía incluso a lo largo del mentón y de los labios.
—Mi campamento está cerca —anunció, haciendo caso omiso de sus miradas—. Acompañadme si queréis ver el amanecer.
—¿Y qué hay de los abismales? —preguntó Leesha cuando comenzaron a andar detrás de él.
Como para reforzar el argumento de la Herborista, se alzaron para bloquearles el paso un par de demonios del bosque de aspecto nudoso y dermis similar a la corteza de los árboles.
El desconocido se despojó de la cogulla y quedó desnudo, a excepción de un taparrabos, y Leesha tuvo ocasión de ver que los tatuajes no se limitaban a la cabeza. Los grafos recorrían sus atléticos brazos y piernas siguiendo un diseño intrincado que aumentaba de tamaño en los codos y en las rodillas. Un círculo de protección le cubría la espalda y otro enorme tatuaje ocupaba el centro de su pecho fornido. Protegía con grafos hasta el último centímetro de su piel.
—El Protegido —dedujo Rojer en voz baja. Leesha halló el nombre vagamente familiar.
—Voy a encargarme de los demonios —anunció el hombre—. Ponte esto —ordenó, entregando a la mujer su ropa.
Se lanzó a por ellos y la voltereta se convirtió en un salto mortal a cuya salida golpeó a los abismales en el pecho con los talones. El golpe levantó unos chispazos de magia que apartaron a los monstruos de su camino.
La carrera a través de los árboles fue de lo más confusa. El Protegido imprimió un ritmo brutal, inalcanzable para los demonios que les saltaban encima y desde los lados. Un demonio del bosque se dejó caer de los árboles y cayó sobre Leesha, pero El Protegido estaba allí para propinarle un tremendo codazo en el cráneo con el grafo de su articulación. Un demonio del viento se lanzó en picado sobre Rojer para desgarrarlo, pero el Protegido lo desvió con un placaje y atravesó una de las alas de un puñetazo, clavándolo al suelo.
Antes de que el Juglar tuviera tiempo de darle las gracias, el hombre semidesnudo ya se había puesto a la cabeza del grupo y elegía el camino a través de los árboles. Rojer ayudaba a su compañera a mantener el ritmo y le soltaba las faldas cada vez que se le enganchaban entre los arbustos.
Nada más salir del bosque de forma precipitada Leesha vio una fogata al otro lado del camino: el campamento de El Protegido. Sin embargo, entre ellos y ese refugio había un grupo de abismales, entre los cuales se incluía un enorme demonio de las rocas de dos metros y medio de estatura.
El ser bramó y se golpeó las placas del pecho con los gigantescos puños mientras agitaba de acá para allá su cola espinosa, reclamando la presa y obligando a apartarse a los demonios restantes.
El Protegido no mostró pánico alguno mientras se acercaba al monstruo. Lanzó un silbido penetrante y fijó los pies en el suelo, listo para saltar en cuanto atacara la criatura.
Antes de que el abismal pudiera golpear, dos grandes puntas aparecieron en el pecho de la criatura, soltando chispazos en medio de una lluvia de destellos mágicos. El humano se apresuró a atacar, golpeando con el talón tatuado en la rodilla del abismal, que se desplomó sobre el suelo.
Cuando se vino abajo, Leesha vio una monstruosa forma negra detrás. El animal se retiró para liberar los cuernos de la carne del abismal, se encabritó y soltó un relincho antes de golpear la espalda del demonio con los cascos en medio de un atronador crepitar mágico.
El Protegido cargó contra los monstruos restantes, pero los abismales se dispersaron al verlo acercarse. Un demonio del fuego le escupió una llamarada, pero el humano alargó las manos con los dedos extendidos y la ráfaga se convirtió en una fría brisa que pasó entre sus dígitos tatuados con grafos. Rojer y Leesha lo siguieron temblando de miedo y entraron en el círculo de protección del campamento con considerable alivio.
—¡Rondador! —gritó El Protegido, soltando otro chiflido.
El enorme caballo cesó en su ataque contra el demonio tendido boca abajo y galopó hacia ellos hasta entrar de un salto en el anillo.
Rondador Nocturno tenía rasgos sacados de una pesadilla, como su amo. El semental era colosal, mayor que cualquier cabalgadura que Leesha hubiera visto antes. Su pelaje ebúrneo era espeso y reluciente, y llevaba todo el cuerpo enfundado en metal protegido con grafos. La testera de la barda contaba con un par de largos cuernos de metal con grafos grabados. El noble bruto llevaba símbolos mágicos hasta en los cascos, dibujados con pintura plateada. Esa bestia imponente tenía más aspecto de demonio que de corcel.
Pendían de la negra silla de cuero los correajes de varias armas, incluyendo un arco de tejo, una aljaba de flechas, cuchillos largos, un juego de boleadoras y lanzas de diferentes longitudes. Un escudo circular y convexo de metal pulido colgaba del pomo de montura, listo para ser recogido en un instante. El borde estaba ribeteado por protecciones de intrincado trazo.
Rondador Nocturno permaneció en silencio mientras su amo repasaba su anatomía en busca de heridas, totalmente ajeno a la caterva de demonios que se arrastraban a pocos metros. Cuando se hubo convencido de que su montura estaba ilesa El Protegido se volvió hacia los rescatados. Leesha y Rojer permanecían en el centro del anillo, nerviosos y todavía tambaleantes tras los hechos vividos en los últimos momentos.
—Aviva el fuego —le dijo el hombre al Juglar—. Tengo una hogaza de pan y algo de carne que podemos poner en el fuego.
Se dirigió hacia sus pertrechos mientras se frotaba el hombro.
—Estás herido —observó la Herborista, que salió de su estado de conmoción y se apresuró a examinarle las heridas.
Tenía un corte en el hombro y otro más profundo en el muslo. Su piel era una superficie dura donde se entrelazaban un sinfín de cicatrices, haciéndola áspera al tacto, aunque no resultaba desagradable. Sentía un hormigueo en las yemas de los dedos cuando lo tocaba, era una experiencia similar a la electricidad estática de una alfombra.
—No es nada —repuso El Protegido—. Un abismal tiene suerte de vez en cuando y me hunde la garra en la carne antes de que los grafos lo alejen.
Dio un tirón para soltarse y alargó la mano para tomar su hábito, pero ella no estaba dispuesta a ser postergada.
—Ninguna herida ocasionada por un demonio es «nada» —refutó Leesha—. Siéntate, voy a suturarte —le ordenó, acomodándolo en una gran piedra. La verdad era que el hombre le daba más miedo que los abismales, pero había consagrado su vida a ayudar a los heridos y su trabajo habitual le permitía alejar la mente de un dolor que aún amenazaba con consumirla.
—Tengo una bolsa de hierbas en la talega —dijo el hombre, indicando la posición de las mismas. Leesha abrió las alforjas y halló la bolsa. Se inclinó junto al fuego para rebuscar entre ellas.
—Supongo que no tendrás hojas de balaustia, ¿verdad?
El hombre la miró.
—No, ¿por qué? Hay apio de monte en abundancia.
—No tiene importancia —murmuró la Herborista—. Vosotros, los Enviados, parecéis pensar que ese apio lo cura todo, de verdad…
Tomó la bolsa además de un mortero, un almirez y un odre con agua; se arrodilló junto al hombre para moler el apio y las demás hierbas y convertirlas en una pasta.
—¿Qué te hace pensar que soy un Enviado? —preguntó El Protegido.
—¿Quién más recorre solo los caminos?
—Hace años que no actúo como Enviado —contestó el hombre, que no pestañeó cuando ella le limpió las heridas ni cuando empezó el escocimiento causado por la crema que le estaba aplicando. Rojer entrecerró los ojos cuando la vio aplicar ungüento sobre aquellos prominentes músculos.
—¿Eres Herborista? —inquirió El Protegido cuando le vio pasar la aguja por el fuego antes de enhebrarla.
Leesha asintió, mas mantuvo la vista fija en su trabajo. Se apartó un grueso mechón de pelo detrás de la oreja y empezó a suturar el profundo corte del muslo. Como el herido no efectuó comentario alguno, ella alzó la vista para encontrarse con la del hombre de los tatuajes. El aspecto lúgubre de sus ojos negros venía provocado por los grafos que rodeaban las cuencas. Leesha no fue capaz de aguantar por mucho tiempo el peso de esa mirada y enseguida miró hacia otro lado.
—Me llamo Leesha y ese que prepara la cena es Rojer, un Juglar —dijo ella. El hombre asintió en dirección a Rojer, pero al igual que Leesha, Rojer no fue capaz de sostenerle la mirada por mucho rato—. Te doy las gracias por salvarnos la vida —agregó.
El hombre soltó un gruñido por toda respuesta. Ella hizo una breve pausa a la espera de que él se presentara, pero no hizo el menor amago de intentarlo.
—¿No tienes nombre? —le preguntó Leesha por fin.
—Ninguno que haya usado en los últimos tiempos —contestó el interpelado.
—Pero alguno tendrás que tener, ¿no? —le presionó ella. El hombre se limitó a encogerse de hombros—. Bueno, entonces, ¿cómo debemos llamarte?
—No veo necesidad de que me llaméis de ningún modo —replicó el desconocido. Percibió que ella había terminado con la sutura y se alejó de ella, cubriéndose de la cabeza a los pies gracias a su atavío gris—. No me debéis nada. Habría ayudado a cualquiera en vuestra situación. Mañana os dejaré sanos y salvos en el Tocón del Granjero.
La Herborista miró a Rojer, sentado junto al fuego, y luego otra vez a El Protegido.
—Acabamos de salir de allí. Necesitamos llegar a Hoya de Leñadores. ¿Puede llevarnos allí?
La capucha gris se movió en ademán negativo.
—Volver al Tocón del Granjero nos retrasará al menos una semana —chilló Leesha.
El Protegido se encogió de hombros.
—Ese no es mi problema.
—Podemos pagarte —le espetó Leesha. El hombre la miró y ella apartó la vista con aire culpable—. No ahora, por supuesto —rectificó—. Unos bandidos nos atacaron en el camino y se llevaron nuestro caballo, el círculo, el dinero e incluso la comida. —Leesha suavizó la voz—. Lo tomaron… todo. —Alzó los ojos—. Pero estaré en condiciones de pagarte en cuanto llegue a Hoya de Leñadores.
—No necesito dinero —repuso él.
—¡Es urgente, por favor! —imploró la mujer.
—Lo siento —dijo El Protegido.
El Juglar se acercó a la Herborista con cara de pocos amigos.
—Está bien, Leesha. Encontraremos nuestro propio camino si este hombre de corazón frío no quiere ayudarnos.
—¿Y qué camino es ese? —le espetó ella—. ¿Hacer que los abismales nos maten mientras intentas repelerlos con tu estúpido violín?
Rojer se dio la vuelta, escocido por la pulla, pero Leesha lo ignoró y se volvió otra vez hacia el hombre.
—Por favor —imploró, y lo agarró del brazo cuando él hizo ademán de darle la espalda—, un Enviado vino a Angiers hace tres días con la noticia de que se había declarado un brote de disentería en Hoya de Leñadores. Una docena de personas había muerto ya, incluyendo a la mejor Herborista de todos los tiempos. Las Herboristas restantes no dan abasto para tratar a todos los enfermos. Necesitan mi ayuda.
—Así pues, no sólo quiere que me aparte de mi propio camino, sino también que entre en un pueblo donde la disentería campa a sus anchas, ¿no? —inquirió El Protegido, que parecía cualquier cosa menos predispuesto.
Leesha comenzó a llorar y se puso de rodillas mientras le aferraba la ropa.
—Mi padre está muy enfermo. Quizá muera si no llego pronto —susurró.
El Protegido alargó la mano con indecisión, pero al final la apoyó sobre su hombro. Leesha no sabía cómo ni qué le había conmovido, pero sentía que lo había hecho.
—Por favor —repitió.
El Protegido la miró durante un buen rato y, al cabo, dijo:
—De acuerdo.
Hoya de Leñadores estaba a seis días a caballo de Fuerte Angiers, en el confín meridional del bosque angersiano. El Protegido los informó de que tardarían cuatro noches más en alcanzar el pueblo, tal vez tres si apretaban el paso y hacía buen tiempo.
—Voy a adelantarme para explorar el camino —anunció al cabo de un rato—. Estaré de vuelta dentro de aproximadamente una hora.
Leesha sintió una punzada de miedo helado cuando él taloneó los flancos del semental y se marchó por la calzada. Aquel sujeto la asustaba tanto como los bandidos o los abismales, pero al menos estaba a salvo de esas otras amenazas en su presencia.
No había logrado pegar ojo y tenía el labio tumefacto después de todas las veces que se lo había mordido para no llorar. Se sentía sucia a pesar de haberse frotado a conciencia cada centímetro de su cuerpo antes de tenderse a dormir.
—He oído historias acerca de ese hombre y yo mismo he contado algunas, aunque pensé que era un simple mito —admitió Rojer—. Pero no puede haber dos hombres protegidos con grafos y capaces de matar abismales con las manos desnudas.
—Lo llamaste El Protegido —apunto Leesha tras hacer memoria.
Rojer asintió.
—Así es como lo llaman en los cuentos. Nadie conoce su nombre real. Oí hablar de él por vez primera hará cosa de un año, cuando uno de los Juglares del duque pasó por las aldehuelas de la franja oeste. Pensé que era la típica historia que se cuenta delante de una cerveza, pero parece que el hombre del duque decía la verdad.
—¿Y qué decía? —quiso saber Leesha.
—Que El Protegido deambula por la noche sin protección para cazar demonios. Rehuye el contacto con la gente y únicamente hace acto de presencia cuando necesita víveres, y paga siempre con monedas de oro antiguas. De vez en cuando se oye la noticia de que ha rescatado a alguien en algún camino.
—Bueno, nosotros podemos dar testimonio de eso —dijo ella—, pero si es capaz de matar demonios, ¿por qué nadie ha intentado averiguar sus secretos?
El Juglar se encogió de hombros.
—Según se dice, nadie se atreve. Lo temen hasta los mismos duques, en especial después de lo sucedido en Lakton.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Leesha.
—La historia cuenta que los prácticos del puerto de Lakton enviaron espías para robarle sus grafos de combate. Mandaron a por él una docena de hombres bien armados y con armaduras. Dejó tullidos de por vida a los supervivientes —contestó Rojer.
—¡Por el Creador! —exclamó ella con voz entrecortada—. ¿Con qué clase de monstruo estamos viajando?
—Algunos dicen que él mismo tiene una parte de demonio —convino Rojer—, que es el fruto de una mujer violada por un abismal en el camino.
De pronto, se sobresaltó y se puso colorado como un tomate al caer en la cuenta de lo que había dicho, pero esas palabras pronunciadas sin pensar tuvieron el efecto contrario y quebraron el hechizo del miedo.
—Eso es ridículo —replicó ella, negando la cabeza.
—Otros dicen que no es un demonio, para nada —prosiguió él—, sino el Liberador en persona que ha venido para librarnos de la Plaga. Los Pastores le rezan e imploran sus bendiciones.
—Antes estaría dispuesta a creerme que es semihumano —repuso Leesha, aunque parecía muy poco convencida.
Continuaron viaje sumidos en un incómodo silencio. El día anterior, Rojer no le había concedido ni un segundo de tregua a la Herborista en su intento de impresionarla con su música y sus historias, pero ahora mantenía la vista gacha y andaba meditabundo. Estaba ofendido, Leesha lo sabía, y una parte de ella deseaba ofrecerle consuelo, pero otra parte mucho más grande requería ese alivio. No tenía nada que darle.
Poco después, El Protegido regresó al galope y mientras echaba pie a tierra dijo:
—Camináis demasiado despacio. Hemos de recorrer cincuenta kilómetros en el día de hoy si queremos ahorrarnos una cuarta noche en el camino. Vosotros dos iréis a caballo y yo correré a vuestro lado.
—No deberías correr —dijo la sanadora—. Se te saltarán los puntos del muslo.
—Ya estoy curado —replicó El Protegido—. Sólo necesitaba una noche de reposo.
—Tonterías, ese corte tenía dos centímetros largos de hondo.
Como si quisiera demostrar que tenía razón, la Herborista se acercó al hombre, se arrodilló, retiró el faldón suelto de la cogulla para dejar al descubierto su musculosa pierna tatuada.
Pero abrió los ojos con desmesura cuando retiró la venda para examinar la herida y vio que ya había crecido nueva carne rosada hasta unir los bordes de la herida. Los puntos sobresalían sobre una piel por lo demás totalmente sana.
—Sólo era un arañazo —repuso El Protegido mientras deslizaba una hoja ondulada a través de los puntos y los cortó uno tras otro mientras Leesha permanecía boquiabierta. El Protegido se alzó y se dirigió a Rondador Nocturno, tomó las riendas y se las ofreció.
—Gracias —acertó a decir, paralizada, antes de tomar las bridas. Todo cuanto sabía acerca de la curación de heridas había sido puesto en tela de juicio. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué era?
Rondador Nocturno iba a medio galope por la calzada mientras su dueño corría incansable junto a él dando grandes zancadas. El hombre mantuvo fácilmente el ritmo de la montura conforme sus pies tatuados devoraban los kilómetros. De hecho, cuando hacían un alto para descansar, era a petición de Rojer y Leesha, no de él. La Herborista lo observaba con disimulo en busca de signos de fatiga sin hallar ni uno solo y cuando al final se detuvieron para montar el campamento, su respiración era suave y acompasada mientras daba de comer y beber a la cabalgadura, en tanto que ella y el Juglar gemían y se frotaban las extremidades acalambradas.
Reinó un silencio tenso junto a la hoguera. El Protegido caminaba sin ningún tipo de restricción por los aledaños del campamento, recogió leña y quitó la barda a Rondador para luego cepillar el pelaje del gran semental. Se movía de su círculo al anillo reservado al garañón sin prestar la menor atención a los demonios del bosque que merodeaban por los alrededores. Uno de ellos se le echó encima saltando desde detrás de los arbustos, pero el hombre tatuado no le prestó la menor atención cuando se estampó contra la red de grafos a unos centímetros de su espalda.
Mientras Leesha preparaba la cena, Rojer renqueaba patizambo alrededor del círculo en un intento de sacudirse el agarrotamiento de los músculos tras un día arduo a caballo.
—Se me deben haber roto los huevos después de tanto rebote contra la silla de montar —se quejó.
—Si quieres, les echo un vistazo —se ofreció Leesha.
El hombre tatuado resopló. El joven pelirrojo la miró con pesar.
—Pronto estaré bien —se las arregló para decir mientras continuaba su paseo. Se detuvo de forma repentina muy poco después y miró hacia el camino.
Todos ellos levantaron la vista para ver la fantasmagórica luz azafranada de las pupilas y las fauces de un demonio de las llamas antes de que el abismal apareciera ante sus ojos, aullando y corriendo velozmente a cuatro patas.
—¿Cómo es que los demonios de las llamas no le prenden fuego a todo el bosque? —se preguntó el Juglar al reparar en la ristra de volutas de fuego que dejaba la criatura tras de sí.
—Estás a punto de averiguarlo —contestó el hombre tatuado.
Rojer creyó advertir una nota de diversión en su voz, y resultaba más inquietante que cuando hablaba con su habitual tono frío.
Poco después de que dijera esas palabras, unos aullidos anunciaron la llegada de una manada de demonios del bosque. Eran tres fuertes abismales raudos como centellas en pos de su presa. Uno de ellos llevaba colgando de las fauces otro demonio de las llamas, desmadejado y chorreando icor negro.
El fugitivo estaba tan ocupado con los demonios perseguidores que no advirtió que otros demonios del bosque se congregaban al borde del camino, detrás de los matorrales, hasta que uno de los camuflados se le echó encima e inmovilizó a la indefensa criatura, para luego sacarle las tripas con sus garras negras. La víctima aulló de un modo tan horrible que Leesha se tapó los oídos.
—Esos seres apestosos odian a los demonios de las llamas —le explicó El Protegido cuando todo hubo terminado. Sus ojos centellearon de placer ante la matanza.
—¿Por qué? —inquirió Rojer.
—Porque los demonios del bosque son vulnerables al fuego que despiden los demonios de las llamas —respondió Leesha.
Sorprendido, el hombre tatuado levantó los ojos hacia ella y luego asintió.
—¿Y entonces por qué no los queman los demonios de las llamas? —quiso saber Rojer.
El Protegido rio.
—Lo hacen a veces —admitió—, pero inflamables o no, si se enfrentan, un demonio de las llamas no es rival para un demonio del bosque. Los apestosos son los segundos en fuerza, sólo por detrás de los demonios de las rocas, y resultan casi invisibles dentro de los confines del bosque.
—El gran plan del Creador: pesos y contrapesos —apuntó la Herborista.
—Tonterías —contraatacó el hombre tatuado—. Los demonios de las llamas no tendrían dónde cazar si lo quemasen todo. La naturaleza ha encontrado la forma de resolver el problema.
—¿No crees en el Creador? —preguntó el muchacho pelirrojo.
—Ya tenemos suficientes problemas —contestó él con cara de pocos amigos, lo cual dejó claro que no deseaba seguir hablando de ese tema.
—Algunos te llaman Liberador —se atrevió a decir el Juglar.
El Protegido resopló.
—Ningún Liberador vendrá a salvarnos, Juglar —puntualizó el hombre tatuado—. Si quieres que mueran los demonios de este mundo, tendrás que matarlos tú mismo.
Como respuesta a esa frase, saltó un chispazo mágico y un demonio del viento se vio repelido por la red de grafos. El semental escarbó en el suelo con los cascos, como si deseara dar un brinco y salir del círculo para presentar batalla, aun cuando se quedó en su sitio, a la espera de una orden de su amo.
—¿Cómo es posible que el caballo esté ahí tan tranquilo? —quiso saber Leesha—. Incluso los Enviados ponen maneas para fijar a sus caballos durante la noche para que no salgan huyendo, pero ese garañón quiere pelear.
—He entrenado a Rondador Nocturno desde que era un potrillo —explicó el hombre de los tatuajes—. Siempre ha estado protegido por grafos, por lo cual no ha conocido el miedo a los abismales. Su progenitor era el macho más grande y agresivo que pude encontrar, y otro tanto puede decirse de la yegua.
—Y sin embargo ha sido muy dulce cuando lo hemos montado —advirtió Leesha.
—Le he enseñado a canalizar sus impulsos agresivos —contestó El Protegido con una manifiesta nota de orgullo en aquella voz suya, normalmente falta de emoción—. Atacará sin vacilación si él o yo estamos amenazados, pero si no, vuelve a ser dócil. En una ocasión aplastó el cráneo de un oso salvaje que a buen seguro me habría hecho trizas.
Los demonios del bosque comenzaron a dar vueltas en torno a las protecciones del campamento en cuanto liquidaron a sus congéneres de las llamas. Cada vez se acercaban en mayor número. El hombre tatuado encordó el arco y sacó la aljaba con flechas de pesada punta, pero ignoró a las criaturas mientras zarpeaban la barrera y salían despedidas hacia atrás. Cuando terminaron de cenar, eligió una flecha sin marcar y tomó una herramienta de grabar del equipo de Protección, y se puso a llenar de grafos el proyectil.
—Si no estuviéramos aquí… —empezó la Herborista.
—… yo estaría ahí fuera, de caza —completó la frase El Protegido sin levantar los ojos hacia ella.
Leesha asintió y permaneció en silencio durante un tiempo, observándolo. Rojer se removió, incómodo ante la evidente fascinación de la mujer.
—¿Has visto mi hogar? —preguntó ella en voz baja. El hombre tatuado la miró con curiosidad, pero no contestó—. Has debido cruzar por mi aldea si vienes del sur.
El interpelado negó con la cabeza.
—Suelo dar un amplio rodeo para evitar las aldehuelas. El primer lugareño en verme saldría por pies y al cabo de un rato me toparía con un montón de aldeanos enojados y blandiendo horcas.
A la Herborista le habría gustado protestar, pero sabía que su gente se habría comportado tal y como él describía.
—Sólo actúan por miedo —respondió sin convicción.
—Lo sé —replicó el hombre de los tatuajes—, y por eso los dejo en paz. El mundo es algo más que aldehuelas y ciudades, y si el precio de disfrutar de uno es perder los otros… —El Protegido se encogió de hombros—. Dejemos que la gente se esconda en sus hogares como gallinas enjauladas. Los cobardes no merecen nada mejor.
—En tal caso, ¿por qué nos has salvado de los demonios? —inquirió Rojer.
El interpelado se encogió de hombros otra vez.
—Porque sois humanos, y ellos una abominación, y porque luchabais por subsistir, plantando cara hasta el último minuto.
—¿Y qué otra cosa podíamos hacer? —preguntó el Juglar.
—Te sorprendería saber cuántos se desmoronan y se quedan quietos a la espera de que llegue el final —contestó El Protegido.
Gozaron de buen tiempo durante el cuarto día a contar desde que salieron de Angiers. Ni el hombre tatuado ni su semental parecían saber qué era la fatiga. Rondador Nocturno avanzaba a un trote ligero y su dueño corría a grandes zancadas.
Cuando al final del día montaron el campamento, Leesha hizo una sopa poco consistente con los restos de las provisiones de su salvador, y se sintieron con apetito.
—¿Qué haremos para comer? —preguntó ella cuando Rojer hubo tragado la última cucharada de sopa.
El Protegido se encogió de hombros.
—No entraba en mis planes tener compañía —dijo mientras se recostaba para pintarse grafos en las uñas.
—Dos días de montar a caballo sin nada que comer es mucho tiempo —se lamentó Rojer.
—Podemos reducir el tiempo a la mitad si así lo deseáis —ofreció el hombre tatuado mientras soplaba una uña para secar el trazo pintado—. Podríamos viajar también de noche. El galope de Rondador Nocturno puede superar a los abismales y yo mataré al resto.
—Demasiado peligroso —dijo Leesha—. No le haremos ningún bien a la gente de Hoya de Leñadores si nos hacemos matar, así que tendremos que pasar hambre al final del viaje.
—No pienso abandonar la protección de la red durante la noche —convino el Juglar, frotándose el estómago con pesar.
—Podemos comernos uno de esos —dijo el hombre tatuado, señalando a uno de los abismales que acechaban el campamento.
—No puedes hablar en serio —chilló Rojer, asqueado.
—La idea misma es repulsiva —concordó Leesha.
—En realidad, no tienen tan mal sabor —replicó el hombre.
—¿De veras te has comido un demonio? —quiso saber el joven pelirrojo.
—He debido hacerlo para sobrevivir —replicó El Protegido.
—Bueno, pues yo no voy a comer carne de demonio, eso seguro —afirmó Leesha.
—Tampoco yo —la secundó el Juglar.
—Muy bien —cedió el hombre tatuado con un suspiro. Se puso de pie y tomó el arco, una aljaba de flechas y una lanza larga. Se desprendió de su ropón, dejando al descubriendo los tatuajes, y se acercó al borde del anillo—. Veré qué puedo cazar.
—No necesitas… —le gritó ella, pero el hombre la ignoró y un momento después se desvaneció en la negrura de la noche.
Regresó al cabo de poco más de una hora trayendo de las orejas a un par de conejos entrados en carnes. Entregó la caza a Leesha y volvió a sentarse, retomando el pincelito para pintar grafos.
—¿Tocas música? —le preguntó a Rojer, que acababa de encordar otra vez el violín y estaba punteando las cuerdas para ajustar la tensión de las mismas.
Rojer se sobresaltó ante el comentario.
—S-sí… —logró contestar.
—¿Podrías tocar algo? —le pidió El Protegido—. No recuerdo cuál fue la última vez que oí música.
—Lo haría —contestó el Juglar con tristeza—, pero los bandidos arrojaron mi arco al bosque.
El hombre asintió y permaneció sentado durante unos instantes, pero se levantó de forma repentina y echó mano a un cuchillo largo. Rojer se echó hacia atrás, pero el hombre se limitó a salir otra vez del círculo. Un demonio del bosque le siseó, pero él le devolvió el chistido y el abismal se acobardó.
El Protegido no tardó en volver con una rama fina y flexible y empezó a cortarla con ese cuchillo de hoja ondulada.
—¿Cuánto medía ese arco?
—Treinta y siete centímetros —tartamudeó Rojer.
El tatuado asintió y se puso a cortar la rama con la longitud adecuada; luego, caminó hasta Rondador Nocturno. El semental no reaccionó cuando le cortó un cabello largo de la cola. El Protegido practicó una muesca en la madera y anudó a ella el pelo de cola de caballo, liso y grueso. Se arrodilló junto a Rojer y dobló la rama.
—Avísame cuando la tensión sea la correcta —dijo.
El Juglar colocó los dedos de la mano tullida sobre el cabello y, cuando estuvo satisfecho, El Protegido anudó el otro extremo y se lo entregó.
Rojer agradeció el regalo con una sonrisa y luego se puso a tratarlo con resina antes de tomar el violín. Se colocó el instrumento debajo de la mandíbula y frotó las cuerdas varias veces con el arco nuevo. No era el ideal, pero enseguida cobró confianza, hizo una nueva pausa y se puso a tocar.
Sus diestros dedos llenaron el aire con una melodía evocadora bajo cuyo influjo los pensamientos de Leesha volaron hasta Hoya de Leñadores, preguntándose por su destino. Vika había enviado esa carta hacía una semana. ¿Qué iba a encontrarse a su llegada? Tal vez la disentería había pasado sin ocasionar más muertes y toda aquella ordalía había sido en balde.
O tal vez era más necesaria que nunca.
La música también afectó al hombre tatuado, como bien advirtió la Herborista, pues sus manos abandonaron el cuidadoso trazado de grafos y permaneció con la vista fija en la noche. Las sombras le cubrían el semblante y oscurecían sus tatuajes, lo cual le permitió valorar ese rostro entristecido y advertir que una vez había sido agraciado. ¿Qué dolor le había llevado a esa existencia, a llenarse el rostro de cicatrices y rehuir a su propia gente, prefiriendo la compañía de los abismales? Descubrió que deseaba curarlo, aunque no daba indicios de estar herido.
De súbito, el hombre sacudió la cabeza como para mantener la mente despejada y sobresaltó a Leesha, sacándola de su ensueño.
—Observa —susurró mientras señalaba a la oscuridad—, están bailando.
Ella miró fuera del anillo con sorpresa, pues era cierto: los abismales habían dejado de buscar huecos en la red de grafos, ya ni siquiera siseaban ni pegaban alaridos. Daban vueltas alrededor del campamento, bamboleándose al ritmo de la música. Los demonios de las llamas brincaban y giraban, enviando jirones de fuego que rotaban alrededor de sus nudosas extremidades y los del viento pasaban alrededor de los sitios y se lanzaban en picado por el aire. Los demonios del bosque se acercaron desde la cobertura del bosque e ignoraron a los demonios de las llamas para dejarse llevar por la melodía.
El Protegido miró a Rojer.
—¿Cómo haces eso? —preguntó, asombrado.
Rojer le sonrió.
—Los abismales tienen oído para la música —repuso él.
Luego, se levantó y se acercó hasta el borde del anillo, donde las criaturas se congregaron para escuchar con gran atención. El joven pelirrojo empezó a caminar alrededor del perímetro del círculo y ellos lo siguieron, cautivados. Se detuvo, se bamboleó de un sitio a otro y continuó tocando. Los abismales imitaron sus movimientos con una exactitud casi plena.
—No te creí —se disculpó Leesha en voz baja—. Eres capaz de encantarlos de verdad.
—Y eso no es todo —alardeó el Juglar.
Giró la muñeca y realizó un par de toques bruscos sobre las cuerdas del instrumento antes de tocar una melodía más desentonada. Las notas antes puras resonaron discordantes. De pronto, los monstruos volvieron a chillar y se taparon los oídos con las zarpas, alejándose del Juglar. Se distanciaron más y más, conforme el asalto de la música continuaba, hasta desvanecerse en las sombras, donde no llegaba la luz del fuego.
—No han ido muy lejos —advirtió el músico—, volverán en cuanto deje de tocar.
—¿Qué más puedes hacer? —preguntó El Protegido en voz baja.
Rojer sonrió, tan contento de tener un público de sólo dos personas como de actuar para una multitud aduladora. Él suavizó su música otra vez y las notas caóticas fueron mitigándose hasta fluir de nuevo en una melodía encantadora. Los abismales reaparecieron, atraídos por la música una vez más.
—Observad esto —les indicó.
Y cambió otra vez la tonada. Las notas chirriantes se alzaron con fuerza e hicieron que Leesha y El Protegido apretaran los dientes y se inclinaran hacia atrás.
La reacción de los abismales fue más acusada. Se enfurecieron más y se abalanzaron hacia la barrera con despreocupación entre gritos y alaridos. Los grafos flamearon una y otra vez, repeliéndolos de continuo, pero los demonios no cedieron en su intento, y se golpeaban contra la red de grafos en un intento alocado de alcanzar a Rojer y hacerle callar para siempre.
Dos demonios de las rocas se unieron al tropel, apartaron a sus congéneres y se pusieron a aporrear las protecciones con más fuerza todavía. El Protegido se alzó detrás de Rojer y alzó el arco.
La cuerda del arco silbó y uno de los dardos de punta gruesa se estrelló en el pecho del más cercano como un relámpago, iluminando el área durante unos instantes. El arquero disparó contra la horda una y otra vez, a tal velocidad que resultaba difícil verle las manos. Las flechas de grafos explotaban en las espaldas de los abismales, y aquellos que lograban levantarse otra vez eran rápidamente destrozados por sus congéneres.
Rojer y Leesha contemplaron horrorizados la carnicería. El arco del Juglar dejó de rozar las cuerdas del violín y colgó laxo entre los dedos de la mano mala mientras observaba actuar al hombre tatuado.
Los abismales seguían gritando, pero ahora a causa del dolor y el pánico, pues su deseo de atacar las protecciones se había disipado. El arquero siguió disparando hasta que se le acabaron los proyectiles. Entonces, aferró una lanza y la arrojó, alcanzando en la espalda a un demonio del viento fugitivo.
Entonces reinó el caos, y los pocos monstruos supervivientes estaban desesperados por escapar. El Protegido se desprendió del ropón, listo para saltar fuera del círculo y matar demonios con las manos desnudas.
—No, por favor, ¡están huyendo! —gritó Leesha, lanzándose sobre él.
—¿Los perdonarías? —rugió El Protegido, fulminándola con la mirada. La ira le deformaba el rostro y ella retrocedió, asustada, pero le sostuvo la mirada.
—Por favor, no salgas ahí fuera —le imploró.
La Herborista temía que él pudiera golpearla, pero se limitó a mirarla mientras respiraba aguadamente, pero al cabo de lo que pareció una eternidad, él se calmó y tomó su atavío, cubriendo los grafos una vez más.
—¿Era eso necesario? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
—El círculo no está diseñado para soportar un ataque simultáneo de tantos abismales —replicó El Protegido, otra vez con su voz fría y sin inflexiones.
—Habría bastado con que me pidieras que dejara de tocar —observó el Juglar.
—Cierto, pude hacerlo —convino El Protegido.
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —inquirió Leesha.
El interpelado no contestó. Salió del anillo dando una zancada y comenzó a arrancar sus flechas de los cadáveres de los abismales.
Esa misma noche, Leesha se durmió enseguida, y entonces El Protegido abordó a Rojer. Este se había ensimismado en la contemplación de los demonios muertos y pegó un brinco cuando el hombre se acuclilló a su lado.
—Tienes poder sobre los abismales.
—Como tú —contestó el Juglar, encogiéndose de hombros—. Más del que jamás quise.
—¿Puedes enseñarme? —inquirió El Protegido.
Al volverse, Rojer se encontró con los ojos penetrantes del hombre.
—¿Por qué? Tú matas demonios por docenas. ¿Qué es mi habilidad en comparación con eso?
—Creí conocer a mis adversarios —contestó el hombre tatuado—, pero tú me has demostrado lo contrario.
—¿Crees que tal vez no sean tan malos si son capaces de disfrutar con mi música? —quiso saber Rojer.
Él sacudió la cabeza.
—No son precisamente mecenas del arte, Juglar. Te habrían matado sin vacilar en cuanto hubieras dejado de tocar.
El pelirrojo asintió, admitiendo la validez de su argumento.
—Entonces, ¿por qué molestarse? Aprender a tocar el violín exige un montón de trabajo para amansar a unas fieras que tú puedes matar con facilidad.
El rostro de El Protegido se endureció.
—¿Estás dispuesto a enseñarme o no?
—Lo haré… —contestó Rojer, dándole vueltas al asunto—, pero quiero algo a cambio.
—Dispongo de bastante dinero —le aseguró el hombre tatuado.
Rojer hizo un gesto despectivo con la mano.
—Puedo conseguir dinero cada vez que lo necesito. Tiene más valor lo que quiero. —El Protegido permaneció en silencio—. Quiero viajar contigo.
El hombre tatuado cabeceó, negándose.
—Eso está fuera de lugar.
—Nadie aprende a tocar el violín de la noche a la mañana —argüyó Rojer—, van a pasar semanas antes de que logres tocar algo aceptable, y vas a necesitar más habilidad que esa para cautivar a los abismales menos exigentes.
—¿Y qué sacas tú de eso? —quiso saber el hombre tatuado.
—Material para unas historias que van a llenar a rebosar el anfiteatro del duque una noche tras otra —le explicó Rojer.
—¿Y qué hay de ella? —preguntó El Protegido, señalando con una inclinación de cabeza a la Herborista, cuyo pecho subía y bajaba suavemente mientras dormía. El Juglar la miró, y al hombre tatuado no le pasó desapercibido el significado de esa mirada.
—Ella me pidió que la escoltara hasta su casa, eso es todo —contestó Rojer al fin.
—¿Y si te pide que te quedes?
—No lo hará —contestó él en voz baja.
—Mi camino no es un cuento de Marko el Andarín —replicó El Protegido—. Alguien que se oculte por las noches me hará ir más lento, me quita un tiempo que no tengo.
—Ahora dispongo de mi violín —respondió Rojer con más gallardía de la que realmente sentía—. No tengo miedo.
—Necesitas algo más que coraje —repuso el hombre tatuado—. En las tierras salvajes, o matas o te matan, y no me refiero sólo a los demonios.
Rojer se envaró y tragó saliva para superar el nudo de la garganta.
—Todos cuantos han intentado protegerme han acabado muertos. Es hora de que aprenda a protegerme yo mismo.
El Protegido se inclinó hacia delante, sopesando al joven Juglar.
—Ven conmigo —le dijo al fin, alzándose.
—¿Fuera del círculo?
—No me sirves si no eres capaz de hacerlo —aseguró el hombre tatuado. Cuando Rojer miró en derredor con muchas reservas, agregó—: Cualquier abismal a varios kilómetros a la redonda habrá oído lo que les hice a sus compañeros. No es probable que veamos a más esta noche.
—¿Y qué hay de Leesha? —preguntó Rojer, alzándose despacio.
—Rondador Nocturno la protegerá si fuera necesario —contestó el hombre—. Vamos.
Y salió del círculo para desvanecerse en la noche.
Rojer soltó una maldición, pero echó mano al violín y siguió al hombre por el camino.
Rojer aferró con fuerza la funda del instrumento mientras corrían entre los árboles. Al principio, había hecho ademán de sacarlo, pero El Protegido le había hecho desistir mediante señas.
—Vas a atraer una atención indeseada —susurró.
—¿No habías dicho que probablemente no íbamos a encontrarnos con abismales esta noche? —le contestó Rojer entre siseos, pero El Protegido no dijo nada y se movió por la oscuridad como si estuviera a pleno día.
—¿Adónde vamos? —preguntó el joven por lo que se le antojó como centésima vez.
Subieron a un altozano, en cuya cima se tendió el hombre tatuado, al tiempo que hacía señales hacia el otro lado.
—Mira ahí —le indicó a Rojer.
Abajo, distinguió a un caballo y a tres viejos conocidos. Dormían muy apretados dentro de los límites de un círculo portátil aún más conocido.
—Los bandidos —dijo en voz baja.
Un flujo de emociones abrumó al joven: miedo, rabia e impotencia, y en su mente revivió la prueba a que habían sometido a Leesha y a él. El mudo se removió en sueños y Rojer sintió una punzada de pánico.
—Los he estado rastreando desde que os encontré —admitió El Protegido—. He localizado su fogata esta noche mientras estaba de caza.
Rojer le devolvió la mirada.
—Si les quitamos el círculo mientras duermen, los abismales los matarán antes de que sepan qué está pasando.
—Los demonios están diezmados. Tienen más oportunidades de las que os dieron a vosotros.
—Aun así, ¿qué te hace pensar que deseo arriesgarme? —quiso saber Rojer.
—Observo y escucho —contestó el hombre—. Sé qué os hicieron a ti… y a Leesha.
Rojer permaneció callado durante un largo tiempo.
—Ellos son tres —dijo finalmente.
—Esto es la naturaleza salvaje. Si quieres vivir seguro, vuelve a la ciudad.
El hombre tatuado pronunció esa última palabra como una maldición, pero Rojer sabía que la ciudad tampoco era segura. Llegó, sin que él lo invocara, el recuerdo de Jaycob desmadejado en el suelo mientras sonaba la risa de Jasin. Podía haber buscado que se hiciera justicia después del ataque, pero prefirió escapar en vez de eso. Se había pasado la vida huyendo y dejando que otros murieran en su lugar. Mientras miró a la hoguera de la llanura, alargó la mano en busca de un talismán que ya no estaba allí.
—¿Me equivoco? —preguntó El Protegido—. ¿Debemos regresar a nuestro campamento?
Rojer tragó saliva.
—En cuanto haya recuperado mis propiedades —decidió.