17
Las ruinas
328 d. R.
«¿Qué estás haciendo, Arlen?», se preguntó mientras la luz de la tea parpadeaba de forma seductora sobre la escalera de piedra. El sol pendía a baja altura, cerca de la línea del horizonte, y era consciente de que iba a necesitar varios minutos para regresar a su campamento, pero las escaleras lo atraían con una fuerza que no era capaz de explicar.
Cob y Ragen lo habían prevenido a ese respecto. La perspectiva de los posibles tesoros existentes en las ruinas se apoderaba de muchos Enviados y acababan por correr riesgos estúpidos. Arlen sabía que ese era uno de aquellos casos, pero no lograba resistirse a la posibilidad de explorar «los puntos perdidos de los mapas», como los denominaba el Pastor Ronnell. El dinero obtenido por aquel encargo le pagaba tres expediciones, algunas a varios días del camino más próximo, pero hasta el momento sólo había hallado heces.
Su mente volvió al montón de libros del mundo antiguo destinados a convertirse en polvo en cuanto intentaba cogerlos, a la hoja herrumbrosa que cuando uno se cortaba con el filo infectaba la herida y hacía sentir el brazo como si estuviera en una hoguera, a la bodega de vino que se venía abajo y lo mantenía atrapado durante tres días hasta que lograba salir excavando sin una sola botella para enseñar. La búsqueda de ruinas jamás compensaba, y un día de estos iba a costarle la vida, y él lo sabía.
«Vuelve —se instó a sí mismo—. Toma un refrigerio, revisa las defensas y descansa un poco».
—La noche te lleve —se maldijo Arlen antes de bajar por las escaleras.
Pero a pesar de todas esas increpaciones, el corazón le latía desbocado de entusiasmo. Se sentía libre y más vivo de lo que podrían ofrecer las Ciudades Libres. Se había hecho Enviado por ese motivo.
Descendió hasta el pie de las escaleras, donde se tomó un respiro para secarse el sudor de la frente con la manga y beber un trago del pellejo, pues hacía mucho calor. Resultaba difícil imaginar que arriba, en la superficie, el desierto rozaría temperaturas cercanas a los cero grados nada más caer la noche.
Avanzó por un corredor arenoso sobre cuyas paredes de piedras ajustadas la tea proyectaba sombras diabólicas que le hicieron preguntarse: «¿Son eso sombras de demonios? Eso sí que sería tener mala pata». Suspiró. Había tantas cosas que ignoraba…
… a pesar de lo mucho que había aprendido en los últimos tres años gracias a haberse empapado como una esponja con los conocimientos de otras culturas y sus formas de enfrentarse a los abismales. Había pasado varias semanas viviendo en los bosques angersianos para estudiar a los demonios del bosque. Había aprovechado la estancia en Lakton para aprender a manejar botes más complejos que las canoas para dos personas utilizadas en Arroyo Tibbet y pagó cara esa curiosidad, enfrentándose con un demonio de las aguas que le había dejado una cicatriz retorcida en el brazo. La suerte se había puesto de su lado, pues fue capaz de fijar un pie y arrastrar al abismal por el tentáculo hasta sacarlo del agua. La criatura de pesadilla no soportaba el contacto con el aire, de modo que lo soltó y se deslizó de regreso a las profundidades. Pasó muchos meses en esas tierras, familiarizándose con las protecciones en el agua.
Fuerte Rizón se parecía mucho a su hogar, más que una ciudad parecía un puñado de comunidades granjeras, cada una de las cuales ayudaba a las otras para suavizar las inevitables pérdidas causadas por los abismales cuando lograban sobrepasar las defensas de los postes de protección.
La favorita de Arlen era Fuerte Krasia, la Lanza del Desierto; Krasia, la del viento lacerante, un horno durante el día y un heladero durante la noche, cuando surgían de las dunas los demonios de la arena.
Krasia, donde continuaba el combate.
Los hombres de Krasia no se habían permitido el lujo de sumirse en la desesperación y todas las noches, después de poner a buen recaudo a sus esposas e hijos, hacían la guerra a los abismales con lanzas y redes, armas similares a las de Arlen en lo tocante a su incapacidad para perforar la dura piel de los abismales, pero causaban escozor y ardor a los demonios, lo bastante para hostigarlos y hacerles caer en trampas protegidas con grafos, donde los retenían hasta el amanecer, cuando el sol del desierto los reducía a cenizas. La determinación de los krasianos era una fuente de inspiración.
Todo lo aprendido sólo le había servido para despertar un apetito insaciable de saber. Cada ciudad visitada le había enseñado conocimientos ignorados por las demás, y eso le hacía creer que debía haber algún sitio donde estaban las respuestas que buscaba.
Y así hasta llegar a esas ruinas semienterradas en la arena, los restos prácticamente olvidados de la ciudad de Sol de Anoch, salvo en un mapa casi desmenuzado que Arlen había descubierto. La urbe había permanecido intacta durante cientos de años y buena parte de la misma se había desmoronado o había sido consumida por la acción conjunta del sol y la arena, pero los niveles inferiores, horadados muy hondos en el subsuelo, se hallaban intactos.
Arlen se quedó sin aliento al doblar la esquina y alzar la cabeza. Vio a la luz parpadeante de la antorcha una serie de símbolos grabada en las columnas de piedra. Llegaban hasta el otro lado del pasillo. Eran grafos.
Arlen acercó la tea para examinarlos de cerca. Eran tan antiguos e inmemoriales como el propio aire que respiraba, viciado por el lapso de los siglos. Tomó papel y carboncillo de la talega y los pegó a la piedra para luego frotar y así obtener la marca del grafo. Fue limpiando el polvo de los siglos, que se le pegó a la garganta, para continuar su tarea.
Acabó por llegar al otro extremo de la estancia, donde había una puerta de piedra con grafos de trazo descolorido y borrado por las desconchaduras. Extrajo su libreta y copió los que estaban lo bastante intactos como para descifrarlos. Luego, se movió para examinar la puerta.
El explorador no tardó en notar que más que una puerta era una losa. Permanecía en su sitio por el solo efecto del peso. Tomó la lanza a fin de usarla como palanca e introdujo la punta a modo de cuña en la juntura existente entre la losa y la pared antes de hacer fuerza. La punta de la lanza se partió con un chasquido seco.
—¡Por la Noche! —maldijo Arlen.
El metal era escaso y gravoso tan lejos de Miln. Se negó a darse por vencido y tomó martillo y cincel de la talega con el propósito de hacer un agujero en la pared de arenisca, fácilmente horadable, y pronto hubo terminado de practicar un hueco lo bastante amplio como para alcanzar la habitación situada al otro lado con el astil de la lanza. Esta era gruesa y sólida, y en esa ocasión él puso todo el peso de su cuerpo mientras hacía palanca. Notó que la gran losa cedía levemente, pero aun así, la madera se astillaría antes de que lograra moverla.
Usó el cincel para levantar las losas de piedra situadas en la base de la puerta, cavando un surco hondo debajo de la losa. Si podía mover la piedra hasta ese punto, su propia inercia la pondría en movimiento.
Echó mano a la lanza y volvió a apalancar antes de hacer fuerza. La piedra resistió, pero Arlen apretó los dientes y perseveró en el esfuerzo hasta que al final la piedra se desplomó sobre el suelo en medio de un impacto atronador, dejando visible un estrecho hueco en el muro semioculto por el polvo.
Arlen entró en lo que parecía ser una cámara funeraria. El aire hedía a antigüedad, aunque empezó a orearse con la corriente fresca procedente del pasillo. Alzó la tea y vio en las paredes los vividos colores de pinturas donde se representaban estilizadas y diminutas figuras humanas librando interminables batallas contra los demonios.
Batallas donde los hombres parecían llevar la mejor parte.
Ocupaba el centro de la cámara un féretro de obsidiana cuyo contorno imitaba toscamente la figura de un lancero. El joven se acercó hacia el féretro con mirada fija en los grafos grabados por toda la superficie. Alargó las manos para tocarlas y entonces se percató de lo mucho que le temblaban.
Sabía que le quedaba poco tiempo antes de que se hiciera completamente de noche, pero ni todos los abismales surgidos desde el Abismo en ese momento lo habrían alejado de allí. Respiró hondo antes de acercarse a la cabeza del sarcófago y empujar con la fuerza necesaria para que la tapa se deslizara hacia un lado, pero sin caer al suelo y romperse. Arlen era consciente de que debía copiar los grafos antes de intentar aquello, pero tomarse el tiempo de transcribir los trazos a la libreta lo habría obligado a regresar a ese lugar por la mañana, y simplemente no podía esperar.
La pesada piedra se movió lentamente y el rostro de Arlen enrojeció a causa del esfuerzo mientras seguía empujando con los músculos hinchados y las venas marcadas en los brazos. La pared estaba cerca de él, por lo cual extendió un pie y lo apoyó en ella para conseguir hacer un efecto de palanca. El pasillo se pobló de ecos cuando gimió al empujar con todas sus fuerzas. La tapa del féretro se deslizó fuera de su posición y se estrelló contra el suelo.
Arlen no le prestó la menor atención a la cubierta y fijó la vista en el contenido del sarcófago. El cuerpo envuelto en vendas se hallaba prácticamente intacto, pero apenas llamó su interés. Él sólo tenía ojos para el objeto aferrado por las manos momificadas: una lanza de metal.
El cadáver aferraba el arma con obstinación, pero Arlen la sujetó y tironeó hasta quitársela. Lo maravilló su ligereza. Medía más de dos metros de contera a punta y el astil rondaría los dos centímetros y medio de diámetro. La punta seguía lo bastante afilada para hacer sangre a pesar de los muchos años transcurridos. Arlen no conocía ese metal, pero pasó ese hecho por alto en cuanto notó otro detalle: la lanza estaba protegida por una sucesión de grafos grabados a lo largo de toda su superficie plateada con un nivel de habilidad desconocido en los tiempos actuales. No había visto jamás unas protecciones semejantes.
Arlen comprendió la enormidad de su hallazgo casi al mismo tiempo que se dio cuenta del peligro en que se encontraba. El sol se estaba poniendo en el exterior y era como si no hubiese encontrado nada en aquel lugar si moría antes de llevarlo a la civilización.
Alzó la tea y salió disparado de la cámara funeraria para luego cruzar la sala y subir los escalones de tres en tres. Atravesó el dédalo de calles guiado por su instinto, rezando para acertar en cada elección y en cada giro.
Por último, atisbó la salida al polvoriento laberinto de vías semienterradas, pero no entraba ni un rayo de luz por la puerta. Cuando alcanzó la salida vio que el cielo todavía conservaba unas pinceladas de color, pues acababa de ponerse el sol. Su campamento estaba a la vista y los abismales apenas habían empezado a alzarse.
No se detuvo a considerar sus actos: soltó la antorcha y salió corriendo de los edificios, levantando arena cada vez que zigzagueaba para evitar a los demonios de la arena que surgían en las inmediaciones.
Estos seres eran primos de los demonios de las rocas, parecidos en todo salvo en su mayor agilidad y menor tamaño, a pesar de lo cual se contaban entre los más fuertes y mejor blindados de la estirpe abismal. Tenían unas escamas pequeñas y cortantes de color azafranado apenas distinguibles de la arenilla en vez de las láminas de color gris marengo características de sus parientes de piedra. Además, corrían a cuatro patas mientras que los demonios de la roca andaban sobre dos piernas.
Los semblantes eran idénticos: hileras de dientes separados sobresalían de unas fauces con forma de hocico mientras las aberturas de las fosas nasales se hallaban más atrás, inmediatamente debajo de sus enormes ojos sin párpados. Gruesos cuernos salían de la frente para luego curvarse hacia atrás y hacia arriba y de las escamas surgían espinas puntiagudas. Retorcían las cabezas sin cesar mientras se apiñaban, desplazando la arena que el viento mantenía en continuo movimiento.
Y había en estas criaturas de arena algo más aterrador que en sus familiares de piedra: cazaban en manada; actuarían en grupo hasta verlo consumido.
Arlen olvidó su descubrimiento y corrió entre las ruinas con el corazón latiéndole desbocado a una velocidad y agilidad inimaginables, saltando por encima de columnas caídas y rocas desmigajadas mientras iba a derecha e izquierda para sortear a los abismales en proceso de solidificación.
Los abismales necesitaban unos momentos para corporeizar toda su anatomía en la superficie y Arlen aprovechó al máximo la ventaja de esa circunstancia para dirigirse a su círculo. Propinó una patada en la corva de la rodilla a un demonio, haciéndole trastabillar lo suficiente para tener espacio por donde pasar y cargó directamente contra otro, sólo para ladearse bruscamente en el último momento, haciendo que las fauces del ser se cerraran en el aire y la dentellada no lo alcanzase.
Tomó velocidad de nuevo al ver muy cerca el círculo de protección, pero un demonio se interpuso en su camino sin que hubiera forma de sortearlo. El abismal medía poco más de un metro y se había formado del todo: se agazapó en su camino, listo para saltar, profiriendo siseos de odio.
Arlen se hallaba muy cerca, apenas a unos metros de su preciado círculo. Su única esperanza era pasar zumbando junto a ese enemigo tan pequeño y caer rodando dentro del círculo antes de que lo matase el abismal.
El joven cargó directamente y por instinto asestó un lanzazo a la criatura, que se desplomó. Se produjo un flameo en el punto de impacto y él se llevó un fuerte golpe al caer sobre la arena, pero se levantó en una nube de arenilla y siguió corriendo sin atreverse a volver la vista atrás. Saltó en dirección al círculo y cayó dentro del mismo: estaba a salvo.
Jadeante a causa del esfuerzo, Arlen alzó la vista en dirección a los demonios de la arena, cuyas siluetas quedaban perfiladas a la luz del crepúsculo en el desierto. Sisearon y arañaron sus protecciones, arrancando con las garras intensos chispazos de luz mágica.
A la incierta luz vespertina, el joven logró ver al demonio a quien había empujado. Se movía despacio, arrastrándose lentamente lejos de sus compañeros y de Arlen. Dejaba un rastro negro como la tinta sobre la duna.
Arlen abrió unos ojos como platos y luego, despacio, bajó la mirada hacia la lanza que aún empuñaba.
El icor de la bestia empapaba la punta.
Reprimió las ganas de echar a soltar una estentórea carcajada y volvió a mirar al herido abismal. Sus congéneres dejaron de atacar las defensas del círculo uno tras otro y olisquearon el aire para luego volverse y contemplar el rastro de icor primero y al demonio lastimado después.
La manada entera lanzó un grito y le cayó encima, haciéndolo pedazos.
El frío de la noche en el desierto acabó por obligarlo a apartar la vista del hierro. Había preparado todo para encender un fuego cuando montó el campamento mucho antes, por lo cual le bastó conseguir una chispa y avivar la llama para tener una fogata con la que calentarse y prepararse algo de cenar. Mensajero del Alba tenía las patas sujetas con maneas y permanecía a resguardo en su propio círculo de protección. Lo había cepillado y alimentado esa misma tarde antes de ponerse a explorar las ruinas.
El Manco hizo acto de aparición poco después de que brillara la luna, tal y como había hecho durante los tres últimos años. Arlen lo recibió como de costumbre, con una palmada a dos manos que provocó la réplica del ser: un bramido lleno de odio.
La primera vez que Arlen salió de Miln se llegó a preguntar si sería capaz de hallar un modo de dormir a pesar de los porrazos de El Manco contra sus defensas, pero ahora era una segunda naturaleza. Su círculo de protección había demostrado ser fiable una y otra vez, y él lo cuidaba con un mimo casi religioso, renovando las placas lacadas con frecuencia y reparando los cordajes.
Con todo, odiaba al demonio. No había alcanzado con él esa nota de familiaridad que se había producido entre El Manco y los centinelas de la muralla de Miln, y, al igual que la criatura sólo recordaba quién le había lisiado, Arlen no olvidaba las cicatrices de su espalda, causadas por quien estuvo a punto de matarlo. Y también se acordaba de los nueve Protectores, dos Enviados, tres Herboristas, treinta y siete guardias y dieciocho ciudadanos milneses que perdieron la vida cuando el abismal abrió una brecha en el muro. Miró fijamente al demonio sin dejar de acariciar su nueva lanza con aire ausente. ¿Le causarían esos grafos algún efecto a él también?
Necesitó de toda su fuerza de voluntad para resistirse a la necesidad de saltar fuera del círculo y averiguarlo.
Arlen apenas había conciliado el sueño cuando asomó el sol y los demonios volvieron al Abismo, pero se levantó de un humor excelente. Después del desayuno tomó una libreta y estudió la lanza con minuciosidad antes de copiar cada grafo y estudiar el diseño formado por todos a lo largo del astil y la punta.
El sol estaba en su cénit cuando terminó. Tomó otra antorcha y regresó al submundo de las catacumbas para copiar todas las protecciones grabadas en las piedras. Había más tumbas y tuvo la tentación de olvidar toda prudencia y explorarlas todas, pero si se demoraba otro día más se quedaría sin comida antes de alcanzar el oasis de la Aurora. Él había contado con localizar un pozo en las ruinas de Sol de Anoch, y lo había en verdad, pero la vegetación era escasa y no había nada comestible.
Arlen suspiró. Las ruinas habían estado allí varios siglos. No se habrían movido de allí a su regreso y albergaba la esperanza de hacerlo con un grupo de Protectores krasianos detrás.
El día pasaba lentamente en el exterior cuando abandonó la ciudad en ruinas. Arlen se tomó su tiempo para ejercitar y alimentar a su montura, y luego se preparó la comida, con la mente sumida en sus propios pensamientos.
Los krasianos iban a pedirle pruebas, por descontado, pruebas de que esa lanza podía matar bichos. Ellos eran guerreros, no exploradores de ruinas, y no iban a prescindir de un solo hombre capaz de luchar para efectuar una expedición así sin un buen motivo.
«Pruebas», pensó. Estaba claro que debía aportarlas él.
Arlen empezó a preparar el campamento cuando apenas quedaba una hora para el crepúsculo. Sujetó las patas de Mensajero del Alba con las maneas. Preparó su círculo de tres metros de diámetro, como de costumbre, y luego sacó de las talegas una serie de piedras de protección a fin de crear otro círculo exterior más amplio, este de doce metros de diámetro. Situó las piedras algo más separadas de lo habitual, pero teniendo buen cuidado de alinearlas bien unas con otras. Tenía un tercer círculo disponible en las alforjas, pues siempre llevaba uno de reserva, y también lo estableció en torno al campamento, por el lado exterior del círculo más largo, junto al borde.
Arlen se arrodilló en el círculo interior cuando hubo terminado y colocó la lanza junto a él. Respiró hondo mientras despejaba la mente de posibles distracciones. No contempló cómo el sol se hundía tras las dunas ni cómo la arena de las mismas refulgía en la línea del horizonte antes de caer la oscuridad.
Los ágiles demonios de la arena surgieron primero y el joven no tardó en percibir el centelleo y el chisporroteo producido por las protecciones del círculo exterior, que repelieron a las criaturas. Oyó el rugido de El Manco al cabo de unos momentos. No tardó en apartar del camino a sus congéneres más pequeños mientras se acercaba al anillo exterior. Arlen lo ignoró y continuó respirando de forma cadenciosa, con los ojos cerrados y la mente en calma. La falta de respuesta sólo sirvió para indignar todavía más a su enemigo, que golpeó las protecciones con renovada saña.
El flameo de la magia fue visible incluso a través de los párpados cerrados, pero el demonio de las rocas no continuó su ataque de forma inmediata. Arlen abrió los ojos y observó a El Manco, que ladeaba la cabeza con curiosidad y se permitió una sonrisa exenta de alegría.
El abismal atacó de nuevo las defensas y, otra vez, se detuvo. En esta ocasión el ser soltó un grito penetrante y retiró el brazo bueno de las protecciones y apoyó los pies sobre el círculo, invisible como un muro de cristal, y con las garras extendidas empujó hacia delante, chillando de dolor a medida que doblaba y triplicaba la presión contra las protecciones. El sinuoso entramado de protección se curvó allí donde el monstruo apoyaba las garras y la magia cedió de forma ostensible en el aire.
El Manco flexionó aquellas piernas blindadas suyas provocando un sonido que le heló la sangre en las venas a Arlen a pesar de su estado de paz y al final traspasó la red de protección para quedar tambaleante frente al anillo interior. Mensajero del Alba relinchó y forcejeó con las maneas.
Arlen se puso en pie mientras el monstruo se erguía. Se miraron el uno al otro. Los demonios de las arenas, más débiles, intentaron con desesperación imitar la hazaña de El Manco, pero las piedras de protección estaban espaciadas con gran precisión y ninguno de ellos era capaz de aplicar la fuerza suficiente para cruzarlas. Aullaron con desesperación delante de la barrera mientras contemplaban la confrontación del interior.
El joven había dado un buen estirón desde el primer encuentro con El Manco, pero se sentía empequeñecido en su presencia exactamente igual que esa noche aterradora. El demonio de las rocas medía cuatro metros y medio desde las garras de los pies a la punta de los cuernos, y eso era el doble de la estatura de un hombre normal. Arlen debió echar hacia atrás la cabeza para poder mirar a los ojos al abismal, que no le quitaba la vista de encima.
El monstruo tullido abrió las fauces chorreantes de baba, dejando entrever las hileras de dientes afilados como cuchillas y tensó las garras, cortantes como dagas. No había arma conocida capaz de traspasar el negro caparazón que le acorazaba el enorme pecho. Echaba humo y tenía el cuerpo chamuscado tras el cruce de la red mágica, pero las heridas manifiestas no le restaban ni un ápice de peligrosidad, antes al contrario: parecía más inquietante, un titán enloquecido.
Arlen apretó la lanza metálica con más fuerza mientras salía del círculo.