32
Hoya a secas
332-333 d. R.
Leesha saludó con la mano a Rojer y a El Protegido cuando subieron por el sendero a lomos de sus monturas. La sanadora devolvió el pincel al cuenco depositado sobre el porche cuando desmontaron.
—Aprendes deprisa —comentó el hombre tatuado, acercándose a estudiar los grafos pintados sobre la barandilla—. Estos de aquí mantendrían a raya a una horda de abismales.
—¿Deprisa? Eso es quedarse corto —saltó Rojer—. Hace un mes no distinguía entre un demonio del viento y uno de las llamas.
—Tienes razón —concedió el hombre tatuado—. Conozco tanto Protectores con cinco años de experiencia como Enviados cuyas líneas no son tan pulcras como estas.
Leesha sonrió.
—Siempre he sido rápida en eso de estudiar, y tú y mi padre sois buenos profesores. Sólo me gustaría haberme tomado la molestia de aprender antes.
El Protegido se encogió de hombros.
—Ojalá todos pudiéramos volver atrás y tomar las decisiones en función de lo que ha de suceder.
—Creo que hubiera vivido toda mi vida de forma diferente —convino Rojer.
Leesha rio y los condujo al interior de la cabaña.
—La comida está casi lista —dijo mientras se acercaba al fuego—. ¿Cómo ha ido la reunión del concejo municipal? —preguntó mientras revolvía la humeante olla.
—Idiotas —refunfuñó El Protegido.
Ella volvió a reír.
—¿Tan bien…?
—El concejo ha aprobado cambiar el nombre de la aldea a Hoya del Liberador —le explicó el Juglar.
—Sólo es un nombre —terció Leesha, uniéndose a ellos en la mesa y sirviendo té.
—No es el nombre lo que me incordia, sino el concepto —replicó El Protegido—. He logrado que los hoyenses dejen de llamarme Liberador a la cara, pero lo siguen susurrando a mis espaldas.
—Habría sido más fácil si te hubieras limitado a aceptarlo —repuso Rojer—. Es imposible frenar semejante historia. A estas alturas, los Juglares al norte del desierto de Krasia no cuentan otra cosa.
El hombre tatuado sacudió la cabeza.
—No voy a mentir y pretender ser quien no soy para hacerme la vida más llevadera, de haber querido eso… —La voz se le fue apagando.
—¿Qué tal van las reparaciones? —preguntó Leesha para atraer su atención cuando los ojos de Arlen se volvieron distantes.
Rojer sonrió.
—Todos los días parece haber una casa nueva ahora que todos los hoyenses se han recuperado gracias a tus curas. Pronto podrás mudarte a una aldea como el Creador manda.
Ella negó con la cabeza.
—Esta choza es cuanto me queda de Bruna. Ahora es mi hogar.
—A esta distancia de la aldea, vas a estar fuera del alcance de los grafos de bloqueo —le previno El Protegido.
Leesha hizo un gesto de indiferencia.
—Comprendo por qué has diseñado las nuevas calles para que tengan la forma de un grafo, pero estar fuera de su alcance también tiene ciertos beneficios.
—¿Ah, sí? —preguntó Arlen, enarcando una ceja tatuada.
—¿Qué beneficio puede haber en vivir en una tierra donde los demonios campen a sus anchas? —quiso saber Rojer.
Leesha dio un sorbo al té.
—Mamá también se niega a trasladarse al pueblo —les informó—. Dice que entre tus nuevos grafos y los leñadores corriendo detrás de cada demonio que se menea, es una molestia innecesaria.
El Protegido puso cara de contrariedad.
—Da la impresión de que los demonios están intimidados, lo sé, pero si las historias de las Guerras de los Demonios nos enseñan algo es que no permanecen así por mucho tiempo. Regresarán en masa, y quiero que Hoya de Leñadores esté preparada.
—Hoya del Liberador —lo corrigió Rojer, sonriendo burlón al ver el gesto torcido de El Protegido.
—Contigo aquí, así será —repuso Leesha.
Ella ignoraba a Rojer y mientras daba sorbos al té no perdía de vista al hombre tatuado por encima del borde de la taza. La dejó sobre la mesa cuando le vio vacilar.
—Te vas a ir. ¿Cuándo?
—Cuando la Hoya esté lista —contestó él, sin molestarse en negar la conclusión de la Herborista—. He desperdiciado años acaparando grafos que podrían hacer de las Ciudades Libres una realidad, y no sólo un nombre. Debo ir a cada ciudad y a cada aldea de Thesa para ver si tienen lo necesario para mantener el ánimo cuando se haga de noche.
Leesha asintió.
—Queremos ayudarte —repuso ella.
—Y lo hacéis. Sé que la aldea estará segura mientras yo estoy lejos si tú cuidas de ella.
—Vas a necesitar algo más que eso, vas a necesitar a alguien que enseñe a otras Herboristas a hacer fuegos de artificio, y venenos, y a sanar heridas de abismal.
—Podrías poner todo eso por escrito —le ofreció él.
—¿Y entregar a un hombre los secretos del fuego? Ni en sueños.
—De todos modos, yo no puedo escribir las lecciones de violín ni aunque supiera leer y escribir.
El hombre tatuado vaciló, pero al final negó con la cabeza.
—Vosotros dos sólo me retrasaríais. Voy a pasarme semanas en tierra salvaje y os falta estómago para eso.
—¿Que me falta estómago? —inquirió Leesha—. Cierra los postigos, Rojer.
Los dos hombres la miraron con curiosidad.
—Hazlo —ordenó la Herborista.
El Juglar se levantó para cumplir la orden. La choza se sumió en la penumbra en cuanto dejó de entrar la luz del sol. Para entonces, ella ya se había puesto a agitar un frasquito de reactivos que la bañaban con su luz fosforescente.
—Abre la trampilla.
El Protegido levantó la trampa de entrada a la bodega donde habían encontrado el fuego líquido infernal. El olor a productos químicos saturaba el aire que salía por el acceso.
Leesha abrió la marcha hacia la oscuridad con el vial en alto. Se acercó a un candelabro de la pared y vertió unas sustancias en un tarro de cristal, pero los grafos de los párpados permitían a El Protegido ver en la oscuridad con la misma claridad que a pleno sol, por lo cual vio el contenido de la sala antes de que la iluminara la luz.
Habían colocado pesadas mesas de madera en la bodega y allí, despatarrados ante sus ojos, había una docena de abismales en diferentes estados de disección.
—¡Por el Creador! —jadeó Rojer, ahogándose.
El Juglar subió escaleras arriba y desde allí le oyeron respirar en busca de aire.
—Bueno, tal vez Rojer todavía no tenga estómago —concedió Leesha, mirando a su acompañante—, pero ¿sabías que ellos tenían dos? Dos estómagos, quiero decir. Uno encima del otro, como los bulbos de un reloj de arena.
Ella tomó un instrumento y retiró varias capas de carne de demonio para ilustrar su afirmación.
—Tienen un corazón descentrado, abajo a la derecha, pero hay un acceso entre la tercera y la cuarta costilla. Todo hombre dispuesto a matarlos debería saberlo.
El Protegido observó con asombro y luego volvió a mirar a Leesha como si la viera por primera vez.
—¿Cómo has conseguido estos…?
—Se lo comenté a los leñadores que enviaste de patrulla hasta aquí y ellos estuvieron felices de traerme unos especímenes. Por cierto, estos demonios no tienen órganos sexuales, es como si estuvieran castrados todos.
—¿Y cómo es eso posible? —inquirió él, mirándola con asombro.
—No es algo inusual entre los insectos. En las colmenas, las obreras, sexualmente atrofiadas, se encargan del trabajo y la defensa, y las castas sexualmente desarrolladas ejercen el control.
—¿Colmenas…? ¿Te refieres al Abismo? —quiso saber el hombre tatuado.
Leesha se encogió de hombros y las arrugas poblaron la frente de El Protegido cuando se puso pensativo.
—En las tumbas de Sol de Anoch había pinturas con representaciones de la Primera Guerra de los Demonios, y en ellas figuraban razas de abismales que no he visto jamás.
—No me sorprende —repuso ella—. Sabemos muy poco sobre ellos.
Ella alargó los brazos y le tomó las manos.
—Toda mi vida he tenido la sensación de estar esperando algo más grande que hacer preparados para el resfriado y asistir a los partos. Esta es mi oportunidad de causar un impacto positivo en algo más que un puñado de personas. ¿Crees que hay una guerra en ciernes? Rojer y yo podemos ayudarte a ganarla.
El Protegido asintió, y le devolvió el apretón de manos.
—Tienes razón. La Hoya sobrevivió esa primera noche gracias a tu papel y al de Rojer más que al mío. Sería un idiota si no aceptara vuestra ayuda.
Leesha se adelantó y buscó el rostro de Arlen dentro de la capucha. Su mano estaba fría en comparación con la mejilla del hombre, que se ladeó al contacto.
—Hay espacio para dos en esta cabaña —susurró.
Arlen abrió los ojos y ella percibió que se ponía tenso.
—¿Por qué eso te aterra más que enfrentarte a los demonios? ¿Tan repulsiva soy?
Él negó con la cabeza.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿qué? No voy a apartarte de tu guerra.
El Protegido permaneció callado durante un tiempo.
—Dos no tardarían en ser tres —dijo al fin, y soltó las manos de la Herborista.
—¿Y tan malo es eso? —preguntó Leesha.
El Protegido respiró hondo y se alejó hasta otra mesa, evitando la mirada de la sanadora.
—Aquel amanecer… cuando… cuando peleé con el demonio…
—Me acuerdo —lo apremió ella al ver que no seguía hablando.
—El demonio intentó escaparse, bajando al centro, al Abismo.
—E intentó arrastrarte consigo. Vi cómo los dos os volvíais fuliginosos y empezabais a deslizaras bajo el suelo. Me quedé aterrada.
El Protegido asintió.
—El camino hacia el Abismo se abrió para mí, me llamaba, tiraba de mí.
—¿Y qué relación guarda eso con nosotros?
—Que no era cosa de ese demonio, sino mía. Yo tomé el control de la transición y arrastré al abismal de vuelta, bajo el sol, e incluso ahora siento la llamada del Abismo. Si no me controlase, podría deslizarme hasta las honduras infernales como los demás abismales.
—Los grafos… —comenzó Leesha.
—No es eso —refutó él, meneando la cabeza—. Te lo estoy diciendo: soy yo, he absorbido demasiado de esa magia suya con el paso de los años, y ya ni siquiera soy humano. ¿Quién sabe la clase de monstruo que saldría de mi simiente?
Leesha acudió junto a él y le tomó el rostro entre las manos, como había hecho la mañana en que hicieron el amor.
—Eres un buen hombre —le dijo con los ojos llenos de lágrimas—, y con independencia de lo que pueda haberte hecho la magia, no ha cambiado eso. Nada más importa.
Ella se inclinó hacia él para besarlo, pero el hombre había endurecido su corazón hacia la sanadora y la apartó.
—Me importa a mí. No puedo estar contigo ni con nadie hasta saber qué soy.
—Entonces, voy a descubrir qué eres, lo juro.
—Leesha, tú no puedes…
—No me digas lo que no puedo hacer —le espetó ella—. Me he pasado toda la vida oyendo eso de labios de otros.
Él alzó las manos en señal de claudicación.
—Lo siento —se disculpó.
Leesha se sorbió la nariz y cerró las manos en torno a las de él.
—No has de sentirlo. Esta es una condición para hacer un diagnóstico y curarte, como cualquier otro.
—No estoy enfermo —le recordó él.
Ella le miró con tristeza.
—Yo lo sé, pero parece que tú no.
Lejos, en el desierto krasiano, hubo una perturbación en la línea del horizonte antes de que aparecieran hileras de miles de hombres ataviados con holgados atavíos negros que los cubrían hasta el rostro para protegerlos de la punzante arena. La vanguardia estaba compuesta por dos grupos a caballo. El más reducido cabalgaba a lomo de caballos ligeros y rápidos mientras que el más grande lo hacía sobre camellos, animales más fuertes y acostumbrados a caminar por el desierto. Columnas de hombres a pie seguían a los jinetes, y estos a su vez eran seguidos por una recua de carretas con víveres tan larga que no parecía acabar nunca. Cada guerrero empuñaba una lanza donde había grabado un intrincado diseño de grafos.
A la cabeza de la hueste, avanzaba un hombre vestido todo de blanco, a lomos de un corcel de pelaje lustroso del mismo color. La horda que avanzaba tras él se detuvo y permaneció en silencio para contemplar las ruinas de Sol de Anoch.
A diferencia de las lanzas de madera con una punta de acero que empuñaban sus guerreros, este hombre llevaba un arma antigua hecha de metal antiguo y brillante. Él era Ahmann asu Hoshkamin am’Jardir, pero su pueblo no había usado ese nombre en años.
Todos le llamaban Shar’Dama ka, el Liberador.
FIN