4
Leesha
319 d. R.
Leesha se pasó toda la noche llorando.
El hecho en sí no era nada fuera de lo habitual, pero esa noche no había llorado por culpa de su madre, sino a causa de los gritos. Habían fallado algunas protecciones, aunque era imposible saber cuáles, pues los chillidos de pánico y dolor resonaban en la oscuridad y el humo flotaba en el cielo. Toda la aldea relucía con una brumosa luz anaranjada cuando el humo reflejaba el fuego de los abismales.
Los habitantes de Hoya de Leñadores no buscarían a los supervivientes, ni siquiera se atreverían a luchar contra el fuego. Los hoyenses se limitarían a implorar al Creador que el viento no arrastrara las pavesas y se extendieran las llamas. Ese era precisamente el motivo por el cual en la aldea solían construir las casas separadas unas de otras, pero un viento fuerte podía llevar una chispa bien lejos.
Incluso aunque el fuego permaneciera controlado, las cenizas y el humo podrían oscurecer algunos grafos con sus manchurrones grasientos, y darían a los abismales el acceso que buscaban con tanta desesperación.
Ninguno de los atacantes había intentado nada contra las protecciones de la casa de Leesha. Eso era mala señal, porque quería decir que los demonios habían encontrado presas más fáciles en la oscuridad.
La indefensa y asustada muchacha únicamente podía hacer una cosa: llorar, llorar por los muertos, por los heridos, y también por sí misma. No había nadie cuya muerte no la hiriera de uno u otro modo, algo normal en un pueblo con menos de cuatrocientos habitantes.
Con apenas trece veranos, Leesha era una chica excepcionalmente hermosa, con un pelo largo y ondulado, y unos vivos ojos de un color azul claro. Aún no había madurado y por lo tanto no podía casarse, pero estaba prometida a Gared Cutter, el chico más guapo de la aldea. Gared, que no tenía más de dos veranos más que ella, era alto y musculoso. Las otras chicas rechinaban los dientes cuando ella pasaba, pero él era de Leesha y todas lo sabían. Le daría unos bebés muy fuertes.
Si es que podía sobrevivir a la noche.
Se abrió la puerta de su habitación.
Elona guardaba un gran parecido con su hija, tanto en el rostro como en la constitución, y seguía siendo hermosa a sus treinta años. La desbordante melena negra le caía sobre sus hombros orgullosos. Su figura, muy femenina, despertaba la envidia de todos y era la única cosa que Leesha esperaba heredar de ella. No obstante, sus pechos apenas habían empezado a abultarse, y aún le quedaba un largo camino hasta alcanzar las hechuras de su madre.
—Ya está bien de lloriqueos, inútil —la increpó Elona, arrojándole a Leesha un trapo para que se secara los ojos—. Llorar a solas no te lleva a ninguna parte. Llórale a un hombre, si quieres sacar algo, pero mojar la almohada no devolverá los muertos a la vida.
Cerró la puerta y dejó a Leesha sola otra vez bajo la malévola luz anaranjada que titilaba tras las tablillas de los postigos.
«¿Es que no sientes nada en absoluto?», se preguntó la muchacha.
Su madre tenía razón en lo de que las lágrimas no iban a resucitar a los muertos, pero se equivocaba en lo de que no servía para nada. Llorar siempre había sido su escape cuando las cosas se ponían difíciles. Otras chicas a lo mejor pensaban que su vida era perfecta, pero sólo porque ninguna de ellas veía la cara que Elona le ponía a su única hija cuando se encontraban a solas. No era ningún secreto que Elona quería hijos y que tanto Leesha como su padre soportaban su resentimiento por haber fallado en cumplir con sus expectativas.
Pero se secó los ojos, enfadada de todos modos. No podía esperar hasta que madurara y Gared se la llevara de allí. Los aldeanos les construirían una casa como regalo de bodas, y Gared cruzaría con ella las protecciones y la haría una mujer mientras todos aplaudían fuera. Tendría sus propios hijos y no los trataría como su madre la había tratado a ella.
Leesha estaba vestida cuando su madre llamó a la puerta con fuerza. No había dormido nada.
—Te quiero fuera cuando suene la campana del alba —dijo Elona—. ¡No quiero oír ningún murmullo acerca de que parecías cansada! No quiero que nadie vea que nuestra familia se rezaga a la hora de ayudar a los demás.
Leesha la conocía lo bastante bien para saber que la palabra clave era «ver». En realidad, Elona no se preocupaba por nadie que no fuera ella misma.
El padre de Leesha, Erny, esperaba en la puerta, bajo la mirada dura de Elona. No era un hombre grande, y decir que era enjuto y nervudo hubiera implicado atribuirle una energía de la cual carecía. Tampoco tenía fuerza de voluntad, pues era un hombre tímido que rara vez alzaba la voz. Era unos doce años mayor que Elona, y el fino pelo castaño ya le había desaparecido de la parte superior de la cabeza, además de llevar unos anteojos de aros muy finos que le había comprado a un Enviado hacía muchos años. Era el único hombre del pueblo que los usaba.
Resumiendo, no era el hombre que Elona quería que fuera, pero en las Ciudades Libres había gran demanda del fino papel que él hacía y lo que a ella sí le gustaba de él era su dinero.
A diferencia de su madre, Leesha quería ayudar de verdad a sus vecinos. Salió fuera y echó a correr hacia el fuego en cuanto desaparecieron los abismales, antes incluso de que tocara la campana.
—¡Leesha! ¡Quédate con nosotros! —gritó Elona, pero la chica la ignoró. El humo era espeso y asfixiante, pero ella se alzó el delantal para cubrirse la boca y no se detuvo.
Cuando llegó al origen del fuego varios hoyenses se habían congregado ya en el lugar. Había tres casas quemadas hasta los cimientos y dos más seguían aún ardiendo, amenazando con prender también a las de los aledaños. Leesha chilló al descubrir que una de las casas era la de Gared.
En el escenario del incendio un hombre daba órdenes a voz en grito; era Smitt, el propietario de la taberna y del almacén del pueblo, y también el Portavoz desde que Leesha tenía memoria. No le entusiasmaba dar órdenes y prefería que la gente resolviera sus propios problemas, aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que se le daba bien.
—… nunca cogeremos agua del pozo a un ritmo lo bastante rápido —estaba diciendo cuando se acercó Leesha—. Debemos formar una fila de cubos desde el río para mojar las otras casas o ¡toda la aldea se habrá reducido a cenizas a la hora del crepúsculo!
Gared y Steave llegaron corriendo justo en ese momento, atribulados y cubiertos de hollín, pero aparte de eso, enteros. Gared, de quince años, era más grande que la mayoría de los adultos del pueblo. Steave, su padre, era casi un gigante, y se alzaba sobre todos los demás. Leesha sintió que se le deshacía el nudo del estómago cuando los vio.
Pero antes de que pudiera correr hacia él, Smitt exclamó:
—¡Gared, empuja el carro de los cubos hasta el río! —Inspeccionó a los otros—. ¡Leesha! —exclamó—. ¡Sigúelo y comienza a llenarlos!
La muchacha corrió con todas sus fuerzas, pero incluso empujando el pesado carro, Gared llegó a la vez que ella hasta la pequeña corriente que fluía desde el río Angiers, a muchos kilómetros hacia el norte. La muchacha cayó en sus brazos en cuanto él se detuvo. Había pensado que al verlo vivo se evaporarían las imágenes horribles que había en su mente, pero en realidad sólo se intensificaron. No sabía qué haría si lo perdía.
—Pensé que estabas muerto —gimió ella, sollozando contra su pecho.
—Estoy a salvo —susurró él, abrazándola con fuerza—. Estoy a salvo.
Rápidamente los dos comenzaron a descargar el carro, llenando los cubos para formar la fila mientras los demás iban llegando. Pronto, hubo una línea bien formada de más de cien aldeanos que se extendía desde el riachuelo hasta el incendio, pasándose unos a otros cubos llenos y devolviendo los vacíos. Llamaron a Gared otra vez adonde estaba el fuego, ya que se necesitaban sus fuertes brazos para arrojar el agua.
No pasó mucho hasta que regresó el carro, esta vez empujado por el Pastor Michel, cargado de heridos. La visión de los mismos le produjo sentimientos encontrados. Ver a sus paisanos, todos amigos, quemados y tan salvajemente atacados, la impresionó profundamente, pero un asalto del que quedaran supervivientes era algo raro, y cada uno de ellos era un regalo por el que había que dar gracias al Creador.
El Hombre Santo y su acólito, el Escolano Jona, tumbaron a los heridos al lado de la corriente. Michel dejó que el joven los consolara mientras él se llevaba el carro para ir a por más.
Leesha volvió el rostro ante el espectáculo y se concentró en llenar los cubos. Los pies se le quedaron aturdidos en el agua fría y los brazos le pesaban como plomo, pero se dejó llevar por el trabajo hasta que un susurro llamó su atención.
—Viene Bruna la Bruja —anunció alguien, y Leesha alzó la cabeza. No cabía duda de que era la vieja Herborista la que venía andando por el camino, conducida por su aprendiz, Darsy.
Nadie sabía con seguridad cuántos años tenía la vieja Bruna. Se decía que ya era mayor cuando los ancianos de la aldea fueron jóvenes. Incluso que había sido ella misma la que los había traído al mundo. Había sobrevivido a su marido, sus hijos y nietos, y ya no le quedaba familia en el mundo.
Ahora era poco más que una pura arruga de piel traslúcida estirada sobre unos huesos angulosos. Estaba medio ciega, y podía caminar, aunque a paso lento, pero todavía era capaz de gritar desde la parte más lejana de la aldea y lograr que se la oyera, y movía su bastón lleno de nudos con una fuerza y una precisión sorprendentes cuando algo despertaba su cólera.
Leesha, como casi todo el mundo en el pueblo, le tenía verdadero terror.
La aprendiza de Bruna era una mujer hogareña de veinte veranos, de gruesos miembros y cara ancha. Después de que Bruna sobreviviera a su última aprendiza, le habían enviado a una serie de jovencitas para que les enseñara. Todas habían abandonado menos Darsy, después de haberse visto sometidas a todo tipo de abusos por parte de la anciana.
—Es fea como un toro e igual de fuerte —había dicho Elona una vez de Darsy, riéndose con socarronería—. ¿Qué tendría que temer de esa vieja bruja? Desde luego no será Bruna la que aparte a los pretendientes de su puerta.
La anciana se arrodilló al lado de los heridos, inspeccionándolos con manos firmes mientras Darsy desenrollaba una lona gruesa llena de bolsillos, cada uno marcado con un símbolo, donde guardaba sus instrumentos, viales o tarros. Los aldeanos heridos gemían o gritaban mientras ella trabajaba, pero Bruna no les prestaba atención, metiendo los dedos en las heridas para olisquearlos después, ya que trabajaba dependiendo tanto del tacto y el olor como de la vista. Sin necesidad de mirar, las manos de Bruna salían disparadas hacia los bolsillos de la lona, mezclando hierbas en un mortero.
Darsy comenzó a prender un pequeño fuego, y alzó la vista en la dirección desde donde la chica se las había quedado mirando, al lado del río.
—¡Leesha! ¡Trae agua y sé rápida! —le ladró.
Mientras la chica se apresuraba a obedecer, Bruna se irguió, olisqueando las hierbas que estaba machacando.
—¡Muchacha idiota! —chilló Bruna.
Leesha dio un respingo, pensando que se refería a ella, pero Bruna le tiró el mortero y el almirez a Darsy, golpeándola con fuerza en el hombro y cubriéndola de hierbas trituradas.
Bruna rebuscó por la lona, sacando rápidamente los contenidos de cada bolsillo y olisqueándolos como un animal.
—¡Has puesto ailanto donde debía estar el apio de monte y has confundido la duranta con el opio! —La vieja bruja alzó su nudoso bastón y golpeó a Darsy entre los hombros—. ¿Estás intentando matar a esta gente o es que eres tan estúpida que no has leído los nombres?
Leesha había visto a su madre en ese estado antes, y si Elona le daba tanto miedo como un abismal, la vieja bruja Bruna era la madre de todos los demonios. Comenzó a alejarse de las dos, temiendo atraer la atención sobre ella.
—¡No voy a soportar que sigas abusando de mí, bruja mala y vieja! —chilló Darsy.
—¡Vete por ahí, entonces! —gritó Bruna—. ¡Antes borraría todos los grafos de esta ciudad que dejarte la bolsa de mis hierbas ni un momento! ¡No hay nadie peor que tú!
Darsy se echó a reír.
—¿Qué me vaya por ahí? —preguntó—. ¿Y quién te lleva todas las botellas y los trípodes, vieja? ¿Quién te encenderá el fuego, te preparará las comidas y te limpiará las babas de la cara cuando te ahogue la tos? ¿Quién llevará tus viejos huesos de un lado para otro cuando el frío y la humedad te dejen sin fuerzas? ¡Tú me necesitas más que yo a ti!
Bruna balanceó su bastón y Darsy, sabiamente, se apartó de su camino, cayendo sobre Leesha, que se las había apañado lo mejor que había podido para hacerse la invisible. Ambas tropezaron y cayeron al suelo.
La anciana aprovechó la oportunidad para poner otra vez su bastón en movimiento. Leesha rodó por el suelo para evitar los golpes, pero la puntería de Bruna era buena, y Darsy gritó de dolor, cubriéndose la cabeza con los brazos.
—¡Largo de aquí! —aulló Bruna de nuevo—. ¡Tengo enfermos que atender!
La mujerona rugió y se puso en pie. Leesha temió que agrediera a la anciana, pero en vez de eso salió huyendo. Bruna lanzó un río de maldiciones a espaldas de Darsy.
La chica contuvo el aliento y se mantuvo de rodillas, retirándose poco a poco. Justo cuando creyó que ya iba a poder escapar, Bruna se dio cuenta de su presencia.
—¡Tú, mocosa de Elona! —gritó de nuevo, señalando a Leesha con su bastón lleno de nudos—. Termina de encender el fuego y pon el trípode encima.
Bruna regresó con los heridos y Leesha no tuvo otra opción que hacer lo que le había pedido.
Durante las siguientes horas, Bruna ladró una corriente interminable de órdenes a la chica, maldiciendo su lentitud, mientras ella corría de un lado para otro haciendo lo que se le antojaba. Fue a buscar agua y la puso a hervir, machacó hierbas, destiló tinturas y mezcló bálsamos. Le parecía que apenas había conseguido llegar a la mitad de una tarea cuando la anciana Herborista le ordenaba emprender la siguiente y se vio obligada a ir cada vez más y más rápido para complacerla. Nuevos heridos comenzaron a llegar procedentes del fuego con profundas quemaduras y huesos rotos debido a los hundimientos. Llegó a temerse que la mitad de la aldea hubiera sido víctima de las llamas.
Bruna preparó infusiones para anestesiar el dolor de algunos e inducir a otros un sueño tranquilo cuando tenía que intervenirles. Trabajó incansablemente, cosiendo, poniendo cataplasmas y vendando.
Era ya muy tarde cuando Leesha se dio cuenta de que no sólo no había más heridas que atender, sino que la línea de cubos se había disuelto. Se quedó sola con Bruna y los heridos, y hasta el más despejado de ellos tenía la mirada vacía, aturdida, gracias a las hierbas de Bruna.
De repente, la abatió una ola de cansancio reprimido y cayó de rodillas, luchando por inhalar aire. Le dolía cada centímetro de su cuerpo, pero con el dolor llegó una poderosa sensación de satisfacción. Había algunos que probablemente no habrían sobrevivido, pero que quizá lo harían gracias en parte a sus esfuerzos.
Pero la heroína real, admitió para sí misma, era Bruna. Se le ocurrió en ese lapso de tiempo en el que la mujer no le había ordenado nada. Echó una ojeada alrededor y vio que la anciana estaba tirada en el suelo, jadeando.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó la muchacha—. ¡Bruna está enferma! —Recobró de nuevo las fuerzas y acudió donde estaba la mujer, alzándola hasta dejarla sentada. Bruna era desconcertantemente ligera, y Leesha apenas podía percibir nada más que huesos debajo de sus gruesos chales y faldas de lana.
Bruna estaba retorciéndose y un fino hilo de baba se le deslizaba de la boca por las curvas infinitas de su piel arrugada. Sus ojos, oscuros detrás de una película lechosa, miraban con expresión vacía sus manos, que no dejaban de temblar.
Leesha miró frenéticamente a su alrededor, pero no había nadie cerca para ayudarla. La incorporó hasta dejarla sentada sobre el suelo y agarró una de las manos de la mujer, que se sacudían espasmódicamente, para luego frotarle los músculos agarrotados.
—¡Oh, Bruna! —le suplicó—. ¿Qué voy a hacer? ¡Por favor! ¡No sé qué hacer para ayudarte! ¡Tienes que decirme qué tengo que hacer! —Miró con impotencia a Bruna y empezó a llorar.
La mano de Bruna se sacudió de su sujeción y Leesha gritó, temiendo un nuevo ataque de espasmos, pero sus cuidados le habían dado a la vieja Herborista suficiente control para rebuscar en su propio chal, de donde sacó una bolsa que lanzó en la dirección de la chica. Su frágil cuerpo se vio sacudido por una serie de toses, y se desprendió de los brazos de la muchacha hasta darse un golpe contra el suelo, botando como un pez con cada tos. Leesha se quedó sujetando la bolsa, mirándola aterrorizada.
Bajó los ojos hacia la bolsita de lona, que toqueteó, sintiendo el crujido de las hierbas en su interior. Las olisqueó, captando un aroma como a popurrí.
Le dio las gracias al Creador. Si hubiera sido una sola hierba, no habría sido capaz de adivinar la dosis, pero había hecho suficientes tinturas e infusiones con Bruna ese día para entender lo que le había dado.
Se apresuró hacia el hervidor que humeaba en el trípode y colocó una tela delgada sobre una taza, cubriéndola con una gruesa capa de hierbas procedentes de la bolsita. Vertió lentamente agua hirviendo sobre las hierbas, filtrando sus principios y después, con un movimiento diestro, envolvió las hierbas en la tela y las introdujo en el agua.
Corrió de vuelta hacia Bruna, y derramó algo de líquido. Probablemente quemaría, pero no había tiempo de dejar enfriar la infusión. Alzó a Bruna con un brazo, presionando la copa contra sus labios manchados de saliva.
La Herborista se sacudió, derramando parte de la cura, pero Leesha la forzó a beber y el líquido amarillo siguió derramándose por las comisuras de sus labios. Continuó retorciéndose y tosiendo, pero los síntomas comenzaron a remitir. Cuando las náuseas remitieron, la chica sollozó de puro alivio.
—¡Leesha! —oyó que la llamaban. Alzó la mirada de la anciana, y vio que su madre se acercaba a la carrera, delante de un grupo de aldeanos.
—Pero ¿qué has hecho, niña inútil? —la recriminó Elona. Llegó adonde estaba la muchacha antes de que los demás se acercaran más y siseó—: Ya es bastante malo que tenga una hija que no sirva para nada y no un hijo que luche contra el fuego, pero lo que me falta es que vayas y te cargues a la vieja bruja del pueblo.
Retiró la mano hacia atrás para abofetear a su hija, pero Bruna alzó la mano y atrapó la muñeca de Elona con su garra esquelética.
—La vieja bruja está viva gracias a ella, ¡idiota! —exclamó con voz ronca. Elona se quedó pálida como el hueso y dio un paso hacia atrás como si Bruna se hubiera transformado en un abismal. La escena provocó en la muchacha una oleada de placer.
Entonces, el resto de los aldeanos se congregaron a su alrededor, preguntando qué había pasado.
—¡Mi hija le ha salvado la vida a Bruna! —gritó Elona, antes de que Leesha o la bruja pudieran decir una palabra.
El Pastor alzó su Canon protegido en alto, de modo que todos pudieran ver el libro santo mientras los restos de los muertos eran arrojados a las ruinas de la última casa incendiada. Los aldeanos permanecieron con los sombreros en la mano y las cabezas inclinadas. Jona arrojó incienso a las llamas, perfumando el hedor acre que impregnaba el aire.
—¡Hasta que el Liberador venga a eliminar la Plaga de los demonios, recordad bien que han sido los pecados de los humanos los que nos la han traído! —gritó Michel—. ¡Los adúlteros y los fornicadores! ¡Los mentirosos, los ladrones y los usureros!
—Y aquellos que aprietan demasiado el trasero —murmuró Elona, mientras alguien se reía por lo bajo.
—Aquellos que abandonan este mundo serán juzgados —continuó Michel—. Y aquellos que sirvan al Creador se les unirán en el Cielo, ¡mientras que aquellos que hayan traicionado su confianza, mancillados por los pecados de la indulgencia y la carne, arderán en el Abismo durante toda la eternidad! —Cerró el libro y los aldeanos reunidos inclinaron las cabezas en silencio—. Y aunque el llanto por nuestros muertos es bueno y apropiado —declaró el Pastor—, no debemos olvidarnos de aquellos a los que el Creador ha escogido para que vivan. Abramos los barriles y bebamos por los muertos. Contemos historias de aquellos a los que amamos de corazón y riamos, porque la vida es preciosa y no debe malgastarse. Ahorremos nuestras lágrimas para cuando nos sentemos esta noche tras nuestras protecciones.
—Ese es nuestro Pastor —masculló Elona entre dientes—, cualquier excusa es buena para abrir barriles.
—Vaya, querida —comentó Erny, dándole una palmadita en la mano—, lo hace por nuestro bien.
—Claro, el cobarde defiende al borracho —añadió Elona, apartándole la mano—. Steave se arroja dentro de casas en llamas y mi marido se encoge al lado de las mujeres.
—¡Estaba pasando cubos en la fila! —protestó Erny.
Steave y él habían rivalizado por Elona y se decía que su elección se había debido más al monedero que al corazón.
—Como una mujer —confirmó Elona, buscando al fortachón Steave entre la multitud.
Siempre era así. Leesha desearía poder taparse los oídos para no oír esas cosas. Deseaba que los abismales se hubieran llevado a su madre en vez de a siete buenas personas. Deseaba que su padre se enfrentara con ella de una vez, si no por él, al menos por su hija. Deseaba haber madurado ya para poder irse con Gared y dejarlos a ambos atrás.
Quienes eran demasiado jóvenes o mayores para luchar contra las llamas habían preparado una gran comida para la gente del pueblo, y la sirvieron mientras los demás se sentaban, demasiado exhaustos para moverse, y sin dejar de mirar hacia las cenizas humeantes.
Pero pronto los fuegos quedaron apagados, los heridos vendados y curándose, y quedaban todavía muchas horas de luz. Las palabras del Pastor apartaron la sensación de culpa de aquellos que se sentían aliviados y culpables de estar vivos, y la fuerte cerveza que hacía Smitt hizo el resto. Pronto las largas mesas se animaron con risotadas provocadas por las historias de aquellos que habían pasado a mejor vida.
Gared estaba sentado a unas cuantas mesas de distancia con sus amigos Ren y Flinn, sus esposas y Evin. Los otros chicos, todos leñadores, eran unos cuantos años mayores que Gared, pero este los aventajaba a todos en tamaño, salvo a Ren, y parecía que le pasaría incluso a él antes de que terminara de crecer. Del grupo, sólo Evin estaba soltero y sin compromiso, y muchas chicas le habían echado el ojo a pesar de su carácter apocado.
Los chicos mayores se metían continuamente con Gared, en especial por Leesha. Ella no estaba contenta de haber tenido que sentarse con sus padres, pero sentarse con su novio mientras Ren y Flinn hacían comentarios lascivos y Evin intentaba evitar las peleas, era aún peor.
Una vez comieron sus raciones, el Pastor Michel y el Escolano Jona se levantaron de la mesa, acarreando una gran bandeja de comida al Templo, donde Darsy cuidaba de Bruna y los heridos. Leesha se disculpó con sus compañeros de mesa para ir a ayudar. Gared se dio cuenta de que se ponía en movimiento y se levantó para unirse a ella, pero tan pronto se puso en pie, la rodearon y se la llevaron Brianne, Saira y Mairy, sus mejores amigas.
—¿Es verdad lo que ha pasado? —preguntó Saira, cogiéndola del brazo izquierdo.
—¡Todo el mundo dice que tiraste al suelo a Darsy y que salvaste a la vieja bruja Bruna! —contó Mairy, enganchándose al derecho.
Leesha se volvió y dirigió hacia Gared una mirada de impotencia.
—El oso pardo no puede esperar su turno —le dijo Brianne.
La muchacha dejó que se la llevaran.
—¡Las chicas siempre estarán por encima de ti, Gared, incluso después de que te hayas casado! —le gritó Ren, dando lugar a que sus amigos rugieran a risotadas y golpearan la mesa.
Las chicas lo ignoraron y, tras extender las faldas para no arrugarlas, tomaron asiento sobre la hierba de un lugar algo alejado de la algarabía que ocasionaban sus mayores, más estrepitosa conforme vaciaban un tonel tras otro.
—A Gared le espera más de esto durante una temporadita —se rio Brianne—. Ren se ha apostado cinco klats a que no consigue besarte antes del crepúsculo, y menos, desde luego, darte un buen magreo. —A pesar de sus dieciséis años, era viuda ya desde hacía dos años, pero eso no quería decir que tuviera pocos pretendientes. Ella decía que era porque se sabía los trucos de las esposas. Vivía con su padre y dos hermanos mayores, leñadores, y era como una madre para todos.
—A diferencia de otras, yo no invito a cualquiera a que me magree —replicó Leesha, recibiendo una burlona mirada de indignación de Brianne.
—Pues yo sí dejaría que Gared me magreara si estuviéramos prometidos —comentó Saira. Tenía quince años, el pelo muy corto y castaño, y pecas en sus mejillas como las de una ardilla. Había estado prometida con un chico el año anterior, pero se lo habían llevado los abismales a él y a su padre en la misma noche.
—Me encantaría estar prometida —se quejó Mairy.
Tenía un aspecto demacrado a sus catorce años, con un rostro enjuto y una nariz prominente. Ya había madurado, pero a pesar de los esfuerzos de sus padres, aún no se había prometido. Elona la llamaba la Espantapájaros. «Ningún hombre querría poner un bebé dentro de esas caderas huesudas —se había burlado una vez—, no vaya a ser que el espantapájaros se parta en dos cuando salga el bebé».
—Eso va a ocurrir muy pronto —señaló Leesha. Ella era la más joven del grupo con sus trece años, pero las demás parecían reunirse en torno a ella. Elona decía que era porque ella era la más bonita y la más adinerada, pero Leesha no podía creer que sus amigas fueran tan mezquinas.
—¿De verdad que le pegaste a Darsy con un palo? —preguntó Mairy.
—No ocurrió así —respondió Leesha—. Darsy cometió algún error y Bruna comenzó a pegarle con su bastón. Tropezó conmigo durante su huida y nos caímos las dos. Bruna siguió pegándole hasta que se escapó.
—Si me pegara a mí con un bastón, le devolvería los golpes —replicó Brianne—. Papá dice que Bruna es una bruja y que se pasa las noches restregando la barriga con los demonios en su cabaña.
—¡Qué estupidez más desagradable! —replicó Leesha.
—Entonces, ¿por qué vive tan lejos de la ciudad? —le increpó Saira—. ¿Y cómo es que sigue viva aunque sus nietos se hayan muerto de viejos?
—Porque es una Herborista —contestó Leesha—, y las hierbas no crecen en el centro de los pueblos. Hoy la he estado ayudando y es sorprendente. Pensé que más de la mitad de los que nos trajeron estaban demasiado heridos para que sobrevivieran, pero los salvó a todos.
—¿La viste hechizarlos? —preguntó Mairy, muy excitada.
—¡No es una bruja! —exclamó Leesha—. Todo lo hizo con hierbas, cuchillos e hilo.
—¿Le hizo cortes a la gente? —inquirió Mairy, disgustada.
—Es una bruja —insistió Brianne, y Saira asintió.
Leesha les dedicó una mirada desagradable y todas se tranquilizaron.
—No va por ahí cortando a la gente —explicó—, sino que los cura. Fue… no puedo explicarlo. Con lo vieja que es, no paró de trabajar un momento hasta que no curó a todo el mundo. Es como si únicamente la sostuviera su voluntad. Se desplomó en cuanto terminó de atender al último.
—¿Y ese fue el motivo de que la salvaras? —preguntó Mairy.
Leesha asintió.
—Me dio el medicamento un poco antes de empezar a toser. Sólo tuve que hacer la infusión, esa es la verdad. La sostuve hasta que dejó de toser y en ese momento fue cuando acudió la gente.
—¿La tocaste? —dijo Brianne poniendo mala cara—. Te apuesto a que hiede a leche agria y malas hierbas.
—¡Por el Creador! —gritó Leesha—. ¡Bruna ha salvado hoy una docena de vidas y a ti todo lo que se te ocurre es burlarte de ella!
—¡Válgame el cielo! —bromeó Brianne—, Leesha salva a la bruja y de pronto las tetas ya no le caben en el corsé. —Leesha puso mala cara. Ella era la más joven, estaba sin desarrollar, y los pechos, o más bien la falta de los mismos, se habían convertido en un tema amargo para ella.
—Tú solías decir antes lo mismo de ella, Leesha —comentó Saira.
—A lo mejor, pero ya no —dijo Leesha—. Puede que sea una vieja mezquina, pero se merece un trato mejor.
Justo en ese momento se les acercó el Escolano Jona. Tenía diecisiete años, pero era demasiado pequeño y delgado para manejar un hacha o coger una sierra. Jona se pasaba la mayor parte de los días escribiendo y leyendo cartas para los analfabetos del pueblo, o sea, casi todo el mundo. Leesha, una de las pocas niñas que sabía leer, a menudo acudía a él para pedirle libros de la colección del Pastor Michel.
—Traigo un mensaje de Bruna —le dijo a Leesha—. Quiere…
Sus palabras quedaron inconclusas porque alguien tiró de él hacia atrás. Jona era dos años mayor que Gared, pero este le dio la vuelta como si fuera una muñeca de papel, agarrándolo por las ropas y acercándoselo tanto que sus narices se tocaron.
—Ya te he dicho cómo debes comportarte con las chicas con las que no estás prometido —rugió el muchacho.
—¡No he hecho nada! —protestó Jona, pateando en el aire, a unos cuantos centímetros del suelo—. ¡Yo sólo…!
—¡Gared! —ladró Leesha—. ¡Bájalo ahora mismo!
El muchacho se la quedó mirando y después volvió la mirada a Jona. Sus ojos se movieron primero hacia sus amigos, y luego hacia Leesha. Lo soltó y el Escolano se estampó contra el suelo. Se puso en pie precipitadamente y luego salió disparado. Brianne y Saira soltaron unas risitas, pero la muchacha las silenció con una mirada airada antes de volverse hacia Gared.
—Por todos los demonios del Abismo, ¿se puede saber qué te pasa? —le exigió la chica.
Él bajó la mirada.
—Lo siento —dijo—. Es sólo… bueno, yo no he podido charlar contigo en todo el día y supongo que se me ha ido la cabeza cuando lo he visto hablando contigo.
—¡Oh, Gared! —Leesha le acarició la mejilla—, no tienes por qué ponerte celoso. Para mí no hay nadie más que tú.
—¿De verdad? —preguntó el chico.
—¿Te disculparás con Jona? —le preguntó Leesha.
—Sí —le prometió él.
—Entonces, sí, desde luego —añadió Leesha—. Ahora volvamos a la mesa. Me reuniré contigo en un momento. —Gared esbozó una ancha sonrisa después de que ella lo besara y se marchó.
—Supongo que debe ser algo parecido a domar a un oso —reflexionó Brianne.
—Sí, pero ese oso venía tan fuera de sus casillas como si acabara de sentarse sobre unos espinos —dijo Saira.
—Dejadlo en paz —repuso Leesha—. Gared no quería hacerle ningún daño. Simplemente es demasiado fuerte para su propio bien y un poco…
—¿Torpe? —insinuó Brianne.
—¿Lento? —aportó Saira.
—¿Tonto? —sugirió Mairy.
Leesha les dio un manotazo y todas se echaron a reír.
Gared se sentó al lado de Leesha con gesto protector, ya que él y Steave se habían acercado a sentarse con la familia de Leesha. Esta ansiaba que él la rodeara con sus brazos, pero eso no era apropiado, incluso estando prometidos, hasta que ella tuviera una edad adecuada y su compromiso hubiera sido formalizado por el Pastor. Incluso entonces, el límite hasta su noche de bodas estaba puesto en tocarse y unos besos castos.
A pesar de ello, Leesha dejaba que Gared la besara cuando estaban a solas, pero no permitía más, a pesar de lo que pensara Brianne. Quería mantener las tradiciones y que su noche de bodas fuera una ocasión especial para recordar toda la vida.
Y claro, también estaba Klarissa, una muchacha muy aficionada a los bailes y el flirteo. Ella les había enseñado a Leesha y sus amigas a dar vueltas y trenzarse flores en el pelo. Era una chica excepcionalmente hermosa y había tenido su buena ración de pretendientes.
Su hijo dentro de poco cumpliría los tres años, y no había hombre en Hoya de Leñadores que se atreviera a reclamarlo como propio. De lo cual se deducía que el padre era un hombre casado, y a lo largo de los meses en los que su vientre se había ido hinchando, no había habido ni un solo sermón del Pastor Michel en el que no le hubiera recordado que era su pecado y el de otras como ella, el que hacía que la Plaga del Creador fuera tan grande.
—Los demonios de fuera son una réplica de los que llevamos dentro —decía.
Klarissa había sido muy querida, pero el pueblo se volvió contra ella después de aquello. Las mujeres la rechazaban, murmurando a su paso, y los hombres rehusaban mirarla a los ojos cuando sus mujeres andaban cerca, aunque hacían comentarios lascivos cuando no lo estaban.
Klarissa había terminado marchándose con un Enviado que se dirigía a Fuerte Rizón poco después de que tuviera el bebé y nunca más volvió. Leesha la echaba de menos.
—Me pregunto qué pretendía Bruna al enviar a Jona —comentó la muchacha.
—Odio a ese alfeñique —rugió Gared—. Cada vez que te mira, veo que te imagina como su esposa.
—¿Y a ti qué más te da, si al fin y al cabo no son más que imaginaciones? —le preguntó Leesha.
—No pienso compartirte con nadie, ni siquiera en los sueños de otros hombres —replicó el leñador, poniendo una mano gigante sobre las suyas por debajo de la mesa. La chica suspiró y se inclinó hacia él. Bruna podía esperar.
Justo en ese momento, Smitt se puso en pie con las piernas temblorosas por la cerveza y dio un golpe con su jarra en la mesa.
—¡Oíd todos! ¡Prestad atención, por favor!
Su mujer, Stefny, lo ayudó a ponerse en pie en el banco, enderezándolo cuando se tambaleó. La multitud se calló y Smitt se aclaró la garganta. Quizá le disgustara dar órdenes pero le gustaba bastante largar discursos.
—Es en los peores momentos cuando sale lo mejor que hay en nosotros —comenzó—. Estamos en esa clase de tiempos en los que le mostramos al Creador nuestro temple. Es la ocasión de aclarar que nos hemos enmendado y que somos merecedores de que nos envíe al Liberador para acabar con la Plaga. Es el momento de dejar claro que la maldad de la noche no puede acabar con nuestro sentido de la familia.
»Porque eso es lo que es Hoya de Leñadores —continuó Smitt—, una familia. Oh, sí, nos peleamos, luchamos y nos enfrentamos entre nosotros, pero cuando vienen los abismales, se ve que esos lazos de familia son como los hilos de un telar, apretados, todos juntos. Sean cuales sean nuestras diferencias, no dejamos que estas nos impidan defendernos.
»Cuatro casas perdieron sus grafos esta noche —le dijo Smitt a la gente—, debido a la saña de los abismales, pero gracias al heroísmo mostrado en mitad de la noche, sólo perdimos a siete de los nuestros.
»¡Niklas! —gritó Smitt, señalando al hombre de pelo color arena que se sentaba frente a él—. ¡Corrió hacia su casa en llamas para sacar a su madre!
»¡Jow! —Señaló hacia otro hombre, que saltó al oír su nombre—. No hace ni dos días, él y Dav estaban ante mí, discutiendo todo el tiempo, hasta llegaron a las manos, pero anoche, Jow golpeó a un demonio del bosque, ¡un demonio del bosque!, con su hacha para apartarlo mientras Dav y su familia corrían a refugiarse detrás de las protecciones.
Smitt saltó sobre la mesa, y la pasión brindó agilidad a su cuerpo bebido. Caminó a todo lo largo, llamando a cada uno por su nombre y contando sus hazañas de la noche.
—¡Pero también ha habido héroes durante el día, también! —continuó—. ¡Gared y Steave! —gritó, señalándolos—. ¡Ambos abandonaron su propia casa a las llamas para ayudar a apagar otras que tenían mejores posibilidades! Debido a ellos y a otros, sólo se han quemado ocho casas, ¡cuando lo suyo hubiera sido que hubiera sido todo el pueblo!
Smitt se volvió y repentinamente se encontró mirando directamente hacia Leesha. Elevó la mano y la señaló con un dedo que ella sintió como un puñetazo.
—¡Leesha! —la llamó—. ¡Trece años y ya ha salvado la vida de la Herborista Bruna!
»¡En cada persona de Hoya de Leñadores late el corazón de un héroe! —declaró Smitt, incluyendo a todos con un gesto de la mano—. Los abismales nos han puesto a prueba, pero la tragedia nos templa a todos, pero como el acero de Miln, ¡Hoya de Leñadores no se quebrará!
El gentío rugió aprobador. Quienes habían perdido a seres queridos fueron los que gritaron con más fuerza, con las mejillas húmedas por las lágrimas.
Smitt se mantuvo en el centro del barullo, empapándose de su poder. Después de un rato, dio unas palmas y los aldeanos se tranquilizaron.
—El Pastor Michel ha abierto el Templo a los heridos —anunció, haciéndole gestos al hombre—, y Stefny y Darsy se han presentado voluntarias para pasar la noche atendiéndolos. Michel también ofrece la protección del Creador a todos aquellos que no tienen otro sitio adónde ir.
Smitt alzó el puño.
—¡Pero esos duros bancos no son lugares donde los héroes deban reposar la cabeza! No cuando estamos entre familia. Mi taberna puede alojar a diez con facilidad, y más si es necesario. ¿Quién más entre nosotros será capaz de compartir sus grafos y sus camas con los héroes?
Todo el mundo gritó de nuevo, esta vez más alto, y Smitt sonrió ampliamente. Dio palmas de nuevo.
—El Creador nos sonríe a todos —dijo—, pero las horas pasan deprisa y hay que asignar…
Elona se puso en pie. Se había bebido unas cuantas jarras y las palabras sonaron arrastradas.
—Emy y yo nos llevaremos a Gared y Steave —anunció, haciendo que Erny la mirara con cierta intención—. Tenemos sitio de sobra, y como Gared y Leesha están prometidos, somos prácticamente familia.
—Eso es muy generoso de tu parte, Elona —repuso Smitt, incapaz de esconder su sorpresa. Elona rara vez mostraba algún tipo de impulso generoso e incluso, entonces, siempre escondía algo.
—¿Estás segura de que eso es apropiado? —preguntó Stefny en voz alta, ocasionando que todo el mundo volviera los ojos hacia ella. Cuando no estaba trabajando en la taberna de su marido, Stefny trabajaba voluntariamente en el Templo, o estudiando el Canon. Ella odiaba a Elona —algo en su favor en la mente de Leesha— pero ella también había sido la primera en volverse contra Klarissa cuando su estado fue evidente.
—¿Dos chicos prometidos viviendo bajo el mismo techo? —preguntó Stefny, pero sus ojos se dirigieron a Steave, no a Gared—. ¿Quién sabe qué cosas impropias pueden propiciar? Quizá sería lo mejor para ti que te llevaras a otros y que Gared y Steave se queden en la taberna.
Elona entrecerró los ojos.
—Creo que tres padres son suficientes para hacer de carabina de dos niños, Stefny —repuso con voz helada. Se volvió hacia Gared apretando sus anchos hombros—. Mi futuro yerno ha hecho hoy el trabajo de cinco hombres —explicó—, y Steave —explicó mientras alzaba una mano con ademanes de borracha y clavaba un dedo en el pecho fornido del leñador— hizo el trabajo de diez.
Se volvió hacia Leesha pero trastabilló un poco. Steave, riéndose, la cogió de la cintura antes de que se cayera. Su mano tenía un aspecto enorme en comparación con su esbelto torso.
—Incluso mi… —Elona se tragó la palabra «inútil», pero Leesha la oyó de todas formas—, hija hizo hoy grandes hazañas. No voy a dejar que mis héroes duerman en la cama de otros.
Stefny torció el gesto, pero el resto de los aldeanos dio el tema por terminado, y comenzaron a ofrecer sus propios hogares para aquellos que los necesitaran.
Elona tropezó de nuevo, cayendo en el regazo de Steave con una risa.
—Puedes dormir en la habitación de Leesha —le dijo—. Es la que está justo al lado de la mía.
Bajó la voz cuando añadió la última parte, pero estaba borracha y todo el mundo la oyó. Gared enrojeció, Steave se echó a reír y Erny abatió la cabeza. Leesha sintió una punzada de simpatía por su padre.
—Me habría gustado que los abismales se la hubieran llevado anoche —masculló entre dientes.
Su padre alzó la mirada hacia ella.
—No digas eso nunca —dijo él—. No lo digas de nadie. —Y la miró con dureza hasta que ella asintió—. Además —añadió con tristeza—, seguramente nos la habrían devuelto.
Se les buscó alojamiento a todos y la gente estaba preparándose para marcharse cuando surgió un rumor entre la multitud, que se apartó y abrió un hueco a través del cual se acercó cojeando Bruna.
El Escolano Jona la sostenía de uno de los brazos mientras andaba. Leesha se apresuró a cogerla del otro.
—Bruna, no deberías estar en pie —la amonestó—. ¡Deberías estar descansando!
—Es por tu culpa, niña —le replicó Bruna—. Hay unos cuantos que están más enfermos que yo y necesito las hierbas que hay en mi cabaña para curarlos. Si tu guardaespaldas hubiera dejado que Jona trajera mi mensaje —dijo, y miró en ese momento con mala cara a Gared, que dio un paso atrás, asustado—, podría haberte enviado a ti con una lista, pero ahora ya es tarde y debo ir contigo. Podemos quedarnos a cubierto detrás de los grafos por la noche, y regresaremos por la mañana.
—¿Por qué yo? —preguntó Leesha.
—¡Porque ninguna de las otras atontadas de esta ciudad saben leer! —chilló Bruna—. ¡Seguro que me cambiarían las etiquetas de los tarros peor aún que esa vaca de Darsy!
—Jona sabe leer —repuso Leesha.
—Yo me ofrecí para ir —comenzó el acólito, pero Bruna le dio un golpe en el pie con su bastón, cortando sus palabras con un grito.
—La Herboristería es trabajo de mujeres, niña —dijo Bruna—. Los Hombres Santos se tienen que dedicar a rezar mientras nosotras hacemos lo nuestro.
—Yo… —empezó a decir ella, mirando a sus padres buscando una vía de escape.
—Creo que es una buena idea —dijo Elona, soltándose finalmente del regazo de Steave—. Pasa la noche con Bruna. —Empujó a la chica hacia delante—. Mi hija estará encantada de ayudarte —aseguró con una gran sonrisa.
—¿Podría ir también Gared? —sugirió Steave mientras propinaba una patada a su hijo.
—Necesitará una espalda fuerte para llevar las hierbas y pociones de vuelta por la mañana —accedió Elona, tirando del chico.
La anciana Herborista la miró con cara de pocos amigos y luego a Steave, pero asintió finalmente.
El viaje a la casa de Bruna fue lento, porque la bruja avanzaba arrastrando los pies, y llegaron a la cabaña justo antes del crepúsculo.
—Comprueba los grafos, chico —le dijo Bruna a Gared.
Mientras él cumplía su tarea, Leesha acompañó al interior a la anciana y la sentó en una silla con cojines antes de echarle por encima una manta acolchada. Bruna respiraba con dificultad y la muchacha se temió que comenzara a toser en cualquier momento. Llenó el hervidor y puso leña y yesca en el hogar, rebuscando con la mirada el pedernal y el acero.
—La caja que hay ahí en la repisa —dijo Bruna y la chica vio una pequeña caja de madera. La abrió, pero no había pedernal ni acero, sólo unos cortos palitos de madera con una especie de arcilla adherida en un extremo. Cogió dos e intentó frotarlos el uno contra el otro.
—¡Así no se hace, niña! —le increpó la anciana—. ¿Acaso no has visto nunca una pajuela de azufre?
Leesha sacudió la cabeza.
—Papá tiene algunas en la tienda donde mezcla los productos químicos —contestó—, pero yo no debo entrar allí.
La vieja Herborista suspiró y le hizo una seña para que se acercara. Cogió uno de los palitos y lo apoyó contra su retorcido y seco pulgar. Sacudió el dedo y en el extremo del palito brotó una llama. A la muchacha casi se le salieron los ojos de las órbitas.
—La Herboristería consiste en muchas más cosas que plantas, niña —explicó, aplicando la llama a una astilla antes de que se acabara la pajuela, con la que encendió una lámpara, y le devolvió la astilla a Leesha. Ella alzó la lámpara e iluminó una polvorienta estantería con libros que se iluminaron a la luz vacilante.
—¡Madre mía! —exclamó la chica—. ¡Tienes más libros que el Pastor Michel!
—Esas no son historias sin sentido censuradas por los Hombres Santos, niña. Las Herboristas son las conservadoras del conocimiento del mundo antiguo, de lo que había antes del Regreso, cuando los demonios quemaron las grandes bibliotecas.
—¿Ciencia? —preguntó Leesha—. Pero ¿no fue la soberbia humana la que nos trajo la Plaga?
—Esa idea sale de los sermones de Michel —replicó la anciana—. Si hubiera sabido que ese niño se iba a convertir en el asno pomposo que ahora es, le habría dejado entre las piernas de su madre. Fue la ciencia, tanto como la magia, lo que expulsó a los abismales la primera vez. Las sagas hablan de grandes Herboristas capaces de curar heridas mortales, aseguran que podían matar a docenas de demonios gracias al fuego y al veneno, pues usaban tanto las hierbas como los minerales.
Leesha estaba a punto de preguntar algo más cuando volvió Gared. Bruna la mandó poner el hervidor en el fuego. Pronto estuvo el agua hirviendo, y la vieja rebuscó en sus bolsillos, poniendo una mezcla especial de hierbas en su taza, y té en la de los chicos. La anciana era rápida de manos, pero aun así Leesha notó que añadió algo más en la taza del chico.
Vertió el agua en la taza y todos bebieron en un silencio incómodo. Gared bebió la suya con rapidez, y pronto comenzó a frotarse el rostro. Un momento más tarde, se desplomó, completamente dormido.
—Le has puesto algo en el té —la acusó Leesha.
La vieja se rio con socarronería.
—Resina de opio y polen de duranta —comentó—, cada una por separado tienen muchas aplicaciones, pero cuando se mezclan, una pizca puede dormir hasta un toro.
—Pero ¿por qué? —quiso saber Leesha.
Bruna sonrió, pero lejos de mostrar alegría fue una mueca atemorizadora.
—Considéralo una forma de hacer de carabina —admitió—. Prometidos o no, no puedes confiar en un chico de quince veranos a solas con una chica por la noche.
—Entonces, ¿por qué le has dejado que venga? —insistió ella.
Bruna sacudió la cabeza.
—Le dije a tu padre que no se casara con esa arpía, pero ella le meneó las ubres esas que tiene en mitad de la cara y él se quedó atontado —suspiró—. Bebidos como están, Steave y tu madre se van a poner al tema sin importarles quien esté en la casa, pero no quería que Gared se enterara. Ya sabes, los chicos a su edad no saben controlarse.
A Leesha los ojos casi se le salieron de las órbitas.
—¡Mi madre nunca…!
—Ten cuidado al terminar esa frase, niña —la cortó Bruna—. El Creador aborrece a los mentirosos.
La chica se desinfló, pues sabía cómo era Elona.
—Gared no es así, de todas maneras.
Bruna resopló.
—Ya, dile eso a una que ha sido partera en un pueblo.
—Nada de esto importaría si ya hubiera madurado —dijo Leesha—. Entonces Gared y yo podríamos casarnos y podría cumplir con mi papel de esposa.
—Pareces impaciente, ¿no? —replicó Bruna con una sonrisa ladina—. Admito que no está nada mal. Los hombres sirven para algo más que balancear hachas y acarrear objetos pesados.
—¿Por qué está tardando tanto? —preguntó la muchacha—. Saira y Mairy mancharon las sábanas cuando cumplieron doce veranos y ¡este ya va a ser mi decimotercero! ¿Qué es lo que va mal?
—No hay nada que vaya mal —comentó la vieja—. Cada chica sangra cuando le llega el momento. Quizá te quede un año o algo más.
—¡Un año! —exclamó Leesha.
—No te apresures a dejar la infancia atrás tan rápido, niña —repuso Bruna—. Ya verás que la echarás de menos cuando se haya pasado. Hay más cosas en el mundo que yacer debajo de un hombre y alumbrar a sus hijos.
—Pero ¿qué se le puede comparar?
Bruna hizo un gesto hacia la estantería.
—Coge un libro, cualquiera. Tráetelo aquí y te enseñaré qué más cosas puede ofrecer el mundo.