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La secuela
319 d. R.
Sonó un cuerno de los grandes.
Arlen hizo una pausa en su trabajo y alzó la mirada hacia el suave color lavanda del cielo del amanecer, donde todavía se percibía la niebla suspendida en el aire, con ese sabor húmedo y acre que le resultaba tan familiar. Sintió crecer lentamente en sus entrañas el miedo mientras se quedaba allí inmóvil, en la tranquilidad del alba, con la esperanza de que fuera cosa de su imaginación. Tenía once años.
Hubo un silencio e inmediatamente después el cuerno sonó dos veces seguidas. Un toque largo y dos cortos querían decir que era al sur y al este, es decir, en la Aldea de los Bosques. Su padre tenía amigos entre los Cutter. La puerta de la casa se abrió detrás de Arlen y él reparó en la presencia de su madre, que se cubría la boca con ambas manos.
Arlen volvió a su tarea sin necesidad de que nadie le dijera que debía apresurarse. Algunos quehaceres podían aguardar hasta el día siguiente, pero había que alimentar al ganado y ordeñar las vacas. Llevó los animales a los establos y abrió el lugar donde almacenaba el heno, dejó salir a los cerdos y corrió a buscar un cubo de madera para la leche. Su madre ya estaba agachada bajo la primera de las vacas. Cogió el otro taburete y establecieron una cadencia en su trabajo, haciendo que el sonido de la leche al impactar contra la madera resonara como una marcha fúnebre.
Mientras se pasaban a la siguiente pareja de la fila, Arlen observó que su padre comenzaba a uncir al carro su caballo más fuerte, una yegua de cinco años de color castaño llamada Missy. Su rostro mostraba una expresión sombría mientras lo hacía.
¿Qué se encontrarían esta vez?
Poco después se subieron al carro y avanzaron lentamente hacia la aldehuela lindante con el bosque. Era una zona peligrosa, a más de una hora de la fortificación más cercana, pero la leña era necesaria. La madre de Arlen, envuelta en un chal usado, lo abrazó con fuerza mientras viajaban.
—Ya soy mayor para esto, mamá —se quejó Arlen—. No hace falta que me abraces como si fuera un bebé. No tengo miedo.
Eso no era del todo verdad, pero no era bueno que los demás chicos le vieran aferrado a su madre mientras montaban en el carro. Ya se burlaban bastante de él.
—Soy yo la que tiene miedo —replicó su madre—. ¿Pasa algo si necesito abrazarte?
Con un repentino arrebato de orgullo, el chico se apretó contra su madre mientras continuaban por el camino. No es que lo engañara, sino que sabía siempre qué debía decirle.
Mucho antes de llegar a su destino se toparon con una columna de humo grasiento que les dijo más de lo que habrían querido saber. Estaban quemando a los muertos, y el hecho de que hubieran comenzado tan pronto, sin esperar a que llegaran los demás para rezar, quería decir que había muchos, demasiados para orar por cada uno de ellos si querían finalizar la tarea antes de que cayera la noche.
Había más de siete kilómetros desde la granja del padre de Arlen hasta la Aldea de los Bosques y los incendios de las cabañas habían cesado cuando llegaron, aunque también era cierto que el fuego lo había consumido casi todo. Quince casas habían quedado reducidas a escombros y cenizas.
—Han ardido hasta los montones de leña… —comentó el padre de Arlen, y escupió a un lado del carro. Hizo un gesto con la barbilla hacia las ruinas ennegrecidas que habían quedado de la tala de la temporada.
Arlen puso mala cara ante la perspectiva de que la valla destartalada que encerraba los animales tuviera que durarles un año más, aunque se sintió inmediatamente culpable. Después de todo, sólo era leña.
La Portavoz de la ciudad se acercó al carro en cuanto se detuvieron. Selia, a quien la madre de Arlen solía referirse a veces como Selia la Yerma, era una mujer endurecida, alta y delgada, con la piel curtida como el cuero. Tenía el pelo largo y gris recogido en un moño apretado y llevaba el chal como una especie de insignia de su cargo. No toleraba las chanzas, bien lo sabía Arlen, pues ella se lo había demostrado con la punta del bastón en más de una ocasión, pero ese día le consoló su presencia. Había algo en ella que le hacía sentirse seguro, al igual que su padre. Aunque nunca había tenido hijos, Selia actuaba como si fuera la madre de todos en Arroyo Tibbet. Pocos podían superarla en sabiduría, y menos aún en tozudez. Si estabas de su lado, ese te parecía el lugar más seguro del mundo.
—Es estupendo que hayas venido, Jeph —le dijo Selia al padre de Arlen—, y también Silvy y el chico —añadió con un asentimiento—. Necesitamos todas las manos, y el niño puede ayudar.
El padre de Arlen gruñó al bajarse del carro.
—He traído mis herramientas —comentó—. Sólo tienes que decirme dónde somos de más utilidad.
El chico recogió las preciosas herramientas de la parte trasera del carro. El metal escaseaba en el Arroyo, y su progenitor se enorgullecía de sus dos palas, su pico y su sierra. Todas las herramientas iban a sufrir un desgaste intensivo a lo largo del día.
—¿A cuántos hemos perdido? —preguntó Jeph, aunque en realidad no parecía querer saberlo.
—Veintisiete —contestó Selia. Silvy soltó un grito ahogado y se cubrió la boca, con las lágrimas brillando en los ojos. Jeph escupió de nuevo.
—¿Hay algún superviviente? —inquirió.
—Unos cuantos —respondió la mujer—. Manie —dijo mientras señalaba con el bastón a un niño que permanecía en pie mirando la pira funeraria— corrió a oscuras hasta llegar a mi casa.
Silvy lanzó una exclamación ahogada, pues nadie había corrido tan lejos y había sobrevivido.
—Las protecciones mágicas grabadas en la casa de Brine Cutter resistieron la mayor parte de la noche —continuó Selia—. Él y su familia lo vieron todo. Se refugiaron en ella los pocos que habían logrado huir de los abismales, aguantaron hasta que el fuego se extendió y prendió el tejado. Esperaron dentro de la casa en llamas hasta que se quebraron las vigas y después probaron suerte y salieron pocos minutos antes del amanecer. Los abismales mataron a la mujer de Brine, Meena, y a su hijo Poul, pero los demás lo consiguieron. Las quemaduras se curarán y los chicos lo superarán con el tiempo, pero los otros…
No hizo falta que terminara la frase. Los supervivientes de un ataque de los demonios solían morir poco después. No todos, ni siquiera la mayoría, pero sí bastantes. Algunos de ellos se suicidaban, pero otros se quedaban con la mirada perdida, negándose a comer o beber, hasta que se consumían. Solía decirse que no se había sobrevivido en realidad a un ataque hasta que no habían pasado al menos un año y un día.
—Queda al menos una docena de personas sin localizar —explicó Selia, con poca esperanza en la voz.
—Los sacaremos de donde estén —convino Jeph con voz sombría, mirando hacia las casas derruidas, algunas de ellas aún en llamas.
Los Cutter solían construir sus hogares principalmente en piedra para protegerse del fuego, pero incluso la piedra ardía si las protecciones mágicas fallaban y se reunían suficientes demonios de las llamas en un mismo lugar.
Jeph se reunió con los demás hombres y unas cuantas de las mujeres más fuertes para limpiar los escombros y llevar los muertos a la pira. Nadie cuestionaba lo de incinerar los cuerpos: nadie quería ser enterrado en la misma tierra de la cual surgían los demonios cada noche. El Pastor Harral, con las mangas de la ropa enrolladas hasta descubrir sus gruesos brazos, los levantaba uno por uno hasta depositarlos en el fuego, murmurando oraciones y dibujando protecciones en el aire cuando prendían las llamas en ellos.
Silvy se unió a las otras mujeres para cuidar de los niños más pequeños y atender a los heridos bajo el ojo vigilante de la Herborista del Arroyo, Coline Trigg, pero no había hierbas capaces de sanar el dolor de los supervivientes. Brine Cutter, a quien también llamaban «el de las anchas espaldas», era un hombre con el aspecto de un gran oso y una risa atronadora, que solía lanzar a Arlen al aire cuando venían a comprar leña. Ahora Brine estaba sentado entre las cenizas, al lado de su casa destruida, golpeándose la cabeza lentamente contra la pared ennegrecida. Mascullaba algo y se abrazaba fuertemente, como si tuviera frío.
Arlen y los otros chicos se encargaron de acarrear agua y de rebuscar entre los montones de leña para reunir toda cuanta pudiera salvarse. Todavía restaban unos cuantos meses cálidos en el año, pero ya no quedaba tiempo para cortar leña suficiente para todo el invierno. Ese año tendrían que quemar estiércol y la casa apestaría otra vez.
Arlen volvió a sentirse abrumado por la culpa. Al fin y al cabo, él no ardía en la pira ni sacudía la cabeza de un lado a otro, roto por la impresión de haberlo perdido todo. Había destinos peores que habitar una casa que hediera a boñigas.
Conforme avanzó la mañana fueron llegando cada vez más aldeanos. Venían con sus familias y todas las provisiones de las que podían desprenderse desde Hoya de Pescadores o Ciudad Central, y también desde la Colina de la Turba o Pantano Llano. Algunos incluso habían recorrido todo el camino desde Centinela Meridional. Selia los recibía uno por uno con aquellas tristes noticias y los ponía a trabajar.
Los hombres redoblaron sus esfuerzos al ver que contaban con la ayuda de más de cien manos, y la mitad de ellos continuaron cavando mientras los demás trabajaban en la única estructura que había quedado medio en pie en la Aldea, la casa de Brine Cutter. Selia se llevó consigo al hombre, soportando su peso a duras penas, ya que avanzaba a trompicones, mientras los trabajadores retiraban los escombros y comenzaban a transportar piedras nuevas. Unos cuantos sacaron los instrumentos para grabar y pintar unos nuevos grafos protectores mientras los niños preparaban la paja para el techo. La casa debía estar completamente reparada antes del crepúsculo.
Cobie Fisher ayudó a Arlen en la tarea de reunir leña. Los chicos habían conseguido una pila de tamaño considerable, aunque apenas era una pequeña parte de toda la que se había perdido. Cobie era un chaval alto, de constitución recia, rizos oscuros y brazos cubiertos de vello. Era bastante popular entre los demás niños, pero había conseguido esa popularidad a expensas de otros. Pocos se atrevían a enfrentarse a sus insultos y menos aún a sus golpes.
Cobie había torturado a Arlen durante años ante la indiferencia de todos los demás. La granja de Jeph era la más septentrional de Arroyo, estaba muy lejos de Ciudad Central, donde solían reunirse los chavales, así que Arlen se pasaba la mayor parte de su tiempo libre vagabundeando solo por Arroyo. Por eso, a los demás niños no les parecía mal negocio sacrificarlo a la ira de Cobie.
Cobie y sus amigos parecían saber cuándo Arlen iba a pescar o pasaba por Hoya de Pescadores, camino de Ciudad Central, pues al regresar a casa lo esperaban siempre en el mismo lugar del camino. Alguna vez simplemente lo insultaban o lo empujaban, pero otras llegaba a su hogar vapuleado y ensangrentado, y su madre lo reñía por haberse peleado.
Arlen acabó por hartarse y escondió un buen palo en aquel sitio. Simuló huir la siguiente vez que lo asaltaron Cobie y sus amigos, sólo para hacerse con el arma como si la hubiera sacado del aire, y luego regresó blandiendo la estaca.
Cobie fue el primero en recibir un fuerte golpe que lo dejó llorando en el suelo, sangrando por una oreja, le rompió un dedo a Willum y Gart cojeó durante más de una semana. Eso no sirvió para mejorar la popularidad de Arlen entre los demás chicos, y su padre le pegó después con una vara, pero los demás chavales no volvieron a molestarlo. Incluso Cobie lo rehuía ahora y daba un respingo si Arlen hacía un movimiento súbito, aunque era bastante más grande que él.
—¡Supervivientes! —gritó repentinamente Bill Baker, de pie ante una casa derruida en el límite de la Aldea—. ¡Los oigo removerse en la bodega!
Todos dejaron lo que estaban haciendo de forma inmediata y se apresuraron hacia allí. Apartar los escombros les iba a llevar demasiado tiempo, así que los hombres comenzaron a cavar, doblando las espaldas en silencio y con energía. Muy poco después, abrieron uno de los lados de la bodega y empezaron a sacar de ella a los afectados: tres mujeres, seis niños y un hombre. Estaban sucios y aterrorizados, pero indemnes.
—¡Tío Cholie! —gritó Arlen, y la madre de este apareció allí al instante para abrazar a su hermano, que se tambaleaba como si estuviera borracho. Arlen corrió hacia ellos, deslizándose bajo su otro brazo para sostenerlo.
—Cholie, ¿qué estabas haciendo ahí? —preguntó Silvy. El hombre rara vez abandonaba su taller en Ciudad Central. La madre de Arlen le había contado mil veces la historia de cómo ella y su hermano habían llevado juntos la herrería antes de que Jeph comenzara a romper las herraduras de sus caballos a propósito, buscando excusas para cortejarla.
—Vine a cortejar a Ana Cutter —masculló Cholie. Se pasó la mano por el pelo, aunque ya se había arrancado unos cuantos mechones revueltos—. Acabábamos de abrir el refugio cuando forzaron las protecciones mágicas.
Era un hombre pesado y cuando le fallaron las rodillas arrastró a Arlen y Silvy en su caída. Cholie quedó arrodillado en el suelo y se puso a sollozar.
El chico contempló a los otros supervivientes, pero entre ellos no estaba Ana Cutter. Se le hizo un nudo en la garganta cuando pasaron los niños. Conocía a todos y cada uno de ellos, a sus familias, cómo eran sus casas tanto por dentro como por fuera, y los nombres de sus animales. Buscó sus ojos durante un segundo mientras pasaban y en ese momento, vivió el ataque a través de sus miradas. Se vio a sí mismo aplastado en un agujero atestado en el suelo mientras quienes no cabían dentro volvían a enfrentarse a los abismales y el fuego. Comenzó a jadear de pronto, y fue incapaz de parar hasta que Jeph le dio una palmada en la espalda y lo devolvió a la realidad.
Estaban terminando un almuerzo frío cuando un cuerno sonó en la parte más lejana de Arroyo.
—¿Cómo va a haber dos en un mismo día? —jadeó Silvy, cubriéndose la boca.
—Bah —gruñó Selia—. ¿Al mediodía? ¡Pero usa la cabeza, chica!
—Entonces, ¿qué…?
Selia la ignoró, se levantó y alzó otro cuerno para responder a la señal. Keven Marsh tenía su cuerno preparado, al igual que todos sus paisanos de Pantano Llano, pues era muy fácil perderse en las ciénagas y nadie quería vagabundear desorientado por ahí cuando surgían los demonios. Las mejillas de Keven se inflaron como el cuello de un sapo mientras emitía una serie de notas.
—Es el cuerno del Enviado —advirtió Coran Marsh a Silvy. Ese hombre de barba gris era Portavoz de Pantano Llano y el padre de Keven—. Probablemente han visto el humo. Keven les está contando lo sucedido y el paradero de todos.
—¿Un Enviado en primavera? —inquirió Arlen—. Pensaba que solían venir en otoño, después de la cosecha. ¡Si apenas hemos terminado de plantar la luna pasada…!
—En otoño no vino ninguno —repuso Coran, y escupió por el hueco de los dientes que le faltaban un jugo espumoso de color marrón producido por la raíz que mascaba—. Nos preocupaba que se hubieran ido al carajo y que no hubiera ningún Enviado que nos trajera la sal. También podía ser que los abismales hubieran tomado las Ciudades Libres y nos hubiéramos quedado solos.
—Los abismales jamás se harán con las Ciudades Libres —comentó Arlen.
—¡Arlen, cierra el pico! —siseó Silvy—. ¡Es un anciano!
—Deja que hable el chico —replicó Coran—. ¿Has estado alguna vez en una Ciudad Libre, chaval? —le preguntó a Arlen.
—No —admitió este.
—¿Y has conocido a alguien que haya estado alguna vez?
—No —repitió el niño.
—Entonces, ¿qué te hace un experto en el tema? —inquirió Coran—. Allí no va nadie, salvo los Enviados. Son los únicos capaces de llegar tan lejos enfrentándose a la noche. ¿Quién te dice a ti que no sean un lugar como Arroyo? Y si los abismales pueden con nosotros, también podrán con ellos.
—El viejo Jabalí procede de las Ciudades Libres —contestó Arlen. Rusco el Jabalí era el hombre más rico de los alrededores y llevaba el almacén, que era el punto clave de todo el comercio de Arroyo Tibbet.
—Ay —exclamó Coran—. El viejo Jabalí me confesó hace años que un solo viaje había sido más que suficiente para él. Pretendía regresar al cabo de unos cuantos años, pero admitió que el riesgo no merecía la pena. Así que pregúntale si las Ciudades Libres le parecen más seguras que cualquier otro sitio.
El muchacho no quería pensar eso. Debía haber lugares más seguros en el mundo, pero de nuevo se le pasó por la cabeza como un relámpago aquella imagen de sí mismo arrojado de cualquier modo a la bodega y comprendió que no había ningún lugar del todo seguro cuando caía la noche.
El Enviado llegó una hora más tarde. Era un hombre alto, de poco más de treinta años, con el pelo castaño muy corto y una barba recortada y espesa. Una cota de malla le envolvía los anchos hombros y vestía una capa larga y oscura, con gruesas calzas de cuero y botas. Su yegua era un elegante corcel castaño. Atados a la montura llevaba un arnés con unas cuantas lanzas de diferente longitud. Su rostro tenía un aspecto sombrío mientras avanzaba, pero a la vez erguido y orgulloso. Escrutó a la multitud y descubrió a la Portavoz con facilidad, ya que andaba por allí repartiendo órdenes, de modo que dirigió el caballo hacia ella.
Detrás de él, venía el Juglar, conduciendo un carro cargado hasta los topes y tirado por un par de yeguas color castaño oscuro. Llevaba un traje hecho de trozos de tela de brillantes colores, y un laúd descansaba a su lado en el asiento. Su cabello era de un color que Arlen jamás había visto en su vida, como el de una zanahoria, pero más pálido, y tenía la piel tan blanca que parecía que nunca le hubiera rozado el sol. Sus hombros hundidos corroboraban su aspecto de absoluto cansancio.
El Enviado siempre venía en compañía de un Juglar y él era el más importante de los dos para los niños, e incluso para algunos de los adultos. Desde que Arlen podía recordar, siempre había venido el mismo hombre, uno con el pelo gris, pero lleno de vida y alegría. Este que llegaba ahora era más joven, pero parecía resentido. Los chicos corrieron hacia él al instante y el joven Juglar se reanimó, y la frustración desapareció de su semblante con tanta rapidez que Arlen dudó de si no habría sido una falsa apreciación por su parte. Al momento, saltó del carro e hizo juegos malabares con sus bolas de colores entre los aplausos de los chicos.
Muchos se olvidaron del trabajo y se encaminaron hacia los recién llegados. Selia andaba de un lado para otro sin que nadie le hiciera caso.
—¡El día no va a durar más porque haya venido el Enviado! —ladraba—. ¡Volved al trabajo!
Se oyeron gruñidos, pero todo el mundo regresó a sus quehaceres.
—¡Tú no, Arlen! —dijo la mujer—. Ven aquí. —El chico apartó los ojos del Juglar y se dirigió hacia ella y el Enviado.
—¿Selia Yerma? —preguntó este.
—Con Selia, vale —repuso ella remilgadamente. Los ojos del Enviado se dilataron, y enrojeció, de modo que la parte superior de sus pálidas mejillas se tornó de un intenso rojo justo por encima de la barba. Saltó del caballo e hizo una profunda reverencia.
—Mis disculpas —comentó—. No he sabido medir mis palabras. Graig, el Enviado que suele venir por aquí, me dijo que era así como os llamaban.
—Es estupendo saber qué piensa Graig de mí después de todos estos años —replicó Selia, y su voz sonó de todo menos agradecida.
—Pensaba —la corrigió el Enviado—. Ha muerto, señora.
—¿Muerto? —preguntó la mujer con un aspecto repentinamente triste—. ¿Cómo fue…?
El Enviado sacudió la cabeza.
—Se lo llevó un resfriado, no los abismales. Soy Ragen, vuestro Enviado de este año, y acudo como un favor a su viuda. El gremio seleccionará un nuevo Enviado para ustedes al comienzo del próximo otoño.
—¿Pasará otro año y medio antes de que vuelva un Enviado? —inquirió Selia, cuya voz sonó como si lo estuviera riñendo—. Apenas pudimos sobrevivir el pasado invierno sin la sal del otoño —le contestó—. Ya sé que eso carece de importancia en Miln, pero la mitad de nuestra carne y nuestro pescado se pudrieron debido a que no pudimos curarlos apropiadamente. ¿Y qué hay de nuestras cartas?
—Lo siento, señora —repuso Ragen—, pero vuestros pueblos caen muy lejos de los itinerarios habituales y pagar a un Enviado para que cumpla una misión que lleva más de un mes de viaje cada año sale muy caro. El gremio de Enviados anda escaso de efectivos y más aún después del resfriado de Graig —repuso; se echó a reír entre dientes y sacudió la cabeza, pero le dio tiempo a ver como el rostro de Selia se ensombrecía ante la respuesta—. No pretendo ofenderla, señora —intervino de nuevo—. También era mi amigo. Es sólo que… lo corriente no es que nosotros, los Enviados, muramos con un techo sobre nuestras cabezas, una cama debajo y una joven esposa al lado. Lo normal es que la noche se nos lleve antes, ¿se da cuenta?
—Sí —respondió Selia—. ¿Y usted también tiene una esposa? —le preguntó.
—Ay —repuso el Enviado—. Por su bien y para mi pena, creo que veo más a mi yegua que a mi novia. —Se echó a reír de nuevo, lo que confundió a Arlen, que no se podía creer que tener una esposa que no te echara de menos tuviera alguna gracia.
La mujer no pareció darse cuenta.
—¿Y qué pasaría si no la volviera a ver nunca? —preguntó—. ¿Qué pasaría si todo lo que tuviera para mantenerse en contacto con ella fueran las cartas que llegan una vez al año? Hay alguna gente aquí con parentela en las Ciudades Libres. Llegaron aquí en compañía de un Enviado u otro, pero hace ya de eso más de dos generaciones, y esa gente no va a volver a casa. Las cartas son lo único que nos queda de ellos, y a ellos de nosotros.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, señora —replicó él—, pero la decisión no es mía, y el duque…
—Sin embargo, usted va a hablar de este tema con el duque a su vuelta, ¿no? —le preguntó Selia.
—Así es —contestó él.
—Entonces, ¿debo ponerle este mensaje por escrito? —preguntó ella de nuevo.
El Enviado sonrió.
—Creo que lo recordaré sin problemas, señora.
—Será mejor que así sea.
El Enviado se inclinó de nuevo, realizando una profunda reverencia.
—Mis disculpas de nuevo por aparecer en un día tan aciago —comentó él, cuando sus ojos se dirigieron hacia la pira funeraria.
—No le podemos decir a la lluvia que venga cuando queremos, ni al viento, ni tampoco al frío —replicó Selia—. Supongo que mucho menos a los abismales. Así que la vida debe continuar a pesar de todo.
—La vida sigue —admitió el Enviado—, pero si hay algo que mi Juglar o yo podamos hacer para ayudar… Tengo las espaldas fuertes y he tratado heridas de los abismales muchas veces.
—Vuestro Juglar ya está ayudando —repuso la mujer al tiempo que cabeceaba en dirección al joven, que cantaba y hacía sus trucos—, distrayendo a los jóvenes mientras sus parientes hacen el trabajo. Y en cuanto a usted, tenemos mucho que hacer en los próximos días, cuando nos recuperemos de esta pérdida. No tengo tiempo bastante para distribuir el correo y leérselo a quienes no han aprendido a leer.
—Puedo leer a los que no saben, señora —repuso el Enviado—, pero no conozco la ciudad lo bastante bien para repartirlo.
—No importa —respondió Selia, empujando al chico hacia delante—. Arlen, este muchacho, le llevará a los grandes almacenes de Ciudad Central. Dele las cartas y los paquetes a Rusco Jabalí cuando descargue la sal. La mayoría de la gente acudirá corriendo ahora que usted ha llegado, y Rusco es uno de los pocos que sabe leer y contar en la ciudad. El viejo sinvergüenza se quejará e insistirá en que le pague por ello, pero dígale que estos son tiempos difíciles, y debe volcarse toda la ciudad, y dígale también que reparta las cartas y que se las lea a aquellos que no sepan, o no moveré un dedo la próxima vez que la gente de por aquí quiera ponerle una soga al cuello.
El Enviado miró a la mujer con detenimiento, quizás intentando adivinar si estaba de broma, pero la expresión pétrea de su rostro no daba pista alguna, así que se inclinó de nuevo.
—Démonos prisa, entonces —dijo Selia—, cuanto antes se muevan, antes regresará, que aquí todo el mundo se prepara para marcharse antes de que caiga la noche. Si usted y su Juglar no tienen con qué pagarle a Rusco por una habitación donde dormir, todos los aquí presentes estarán más que contentos de ofrecerles sus casas.
Azuzó a los dos para que se fuesen y se volvió para increpar a quienes estaban remoloneando en sus tareas para mirar a los recién llegados.
—¿Siempre es tan… enérgica? —le preguntó el Enviado a Arlen mientras caminaban hacia el lugar donde el Juglar hacía mímica a los niños más pequeños, ya que los demás habían regresado al trabajo.
El muchacho resopló.
—Pues tendríais que oírla cuando se dirige a los Ancianos. Habéis tenido suerte de marcharos con la piel entera después de llamarla «Yerma».
—Graig me dijo que era así como la llamaba todo el mundo —replicó el Enviado.
—Y así es —admitió—, pero nadie lo hace en su cara, a menos que se sientan capaces de agarrar a un abismal por los cuernos. Todo el mundo pega un salto cuando ella habla.
El hombre se echó a reír entre dientes.
—Y eso que sólo es una Moza vieja, después de todo —reflexionó—. De donde yo vengo sólo se espera que uno dé un respingo de esa manera cuando oye una orden de una Madre.
—¿Y eso qué cambia? —inquirió el chico.
El Enviado se encogió de hombros.
—No lo sé, sólo estoy haciendo suposiciones —concedió—. Simplemente, así son las cosas en Miln. La gente hace que el mundo funcione, pero las Madres son las que «hacen» a la gente, luego ellas dirigen el baile.
—Pues las cosas aquí no funcionan igual —comentó Arlen.
—No suele serlo en las ciudades pequeñas —repuso el milnés—, ya que no se puede prescindir de la gente así como así, pero las Ciudades Libres son distintas. Salvo en Miln, las mujeres no tienen protagonismo alguno en las demás.
—Vaya estupidez —masculló el muchacho entre dientes.
—Lo es —admitió el Enviado.
Este se detuvo y le ofreció a Arlen las riendas de su corcel.
—Espera aquí un minuto —le dijo, y se dirigió hacia el Juglar.
Los dos hombres se apartaron a un lado para hablar y Arlen observó de nuevo la transformación del rostro del Juglar: primero se mostró enfadado; luego, irascible; y finalmente resignado mientras intentaba argumentar con el Enviado, cuya expresión se mantuvo pétrea todo el rato.
Sin apartar la mirada en ningún momento del Juglar, el Enviado le hizo señas con una mano al chico para que le trajera el caballo.
—… y no me importa lo cansado que estés —estaba diciendo en ese momento, con la voz transformada en un susurro áspero—, esta gente tiene una tarea enorme por delante y si debes tirarte toda la tarde saltando y bailando para mantener a sus niños entretenidos mientras la hacen, pues te fastidias, ¡pero hazlo! ¡Así que colócate la máscara de nuevo y ponte a ello!
Agarró las riendas tomándolas de la mano de Arlen y se las arrojó al Juglar.
El chico le echó una buena ojeada al rostro del joven Juglar, lleno de miedo e indignación, antes de que este se diera cuenta de que estaba allí. En cuanto se supo observado, el rostro del hombre se contrajo y un momento más tarde reapareció el alegre y brillante muchacho que bailaba para los niños.
El Enviado llevó a Arlen hacia el carro y ambos se subieron, después aferró las riendas y se volvieron hacia el camino polvoriento que desembocaba en la vía principal.
—¿Por qué discutíais? —le preguntó el chaval mientras el carro traqueteaba.
El milnés lo miró durante un momento y después se encogió de hombros.
—Es la primera vez que Keerin se aventura tan lejos de la ciudad —comentó—. Se hacía el valiente cuando íbamos en grupo y teníamos un vagón cubierto donde dormir, pero después de que dejáramos al resto de nuestra caravana allá, en Angiers, no se las ha apañado ni la mitad de bien. Está asustado por culpa de los abismales y eso lo convierte en una compañía poco agradable.
—Pues cualquiera lo diría —comentó Arlen, volviéndose para mirar al hombre, que en ese momento estaba dando volteretas.
—Los Juglares tienen sus trucos de actores —replicó el Enviado—. Se afanan tanto por simular algo que no son que llega un momento en que se convencen de ello. Keerin pretende ser valiente. El gremio le hizo un examen para viajar y lo pasó, pero nunca se puede saber cómo reaccionará la gente después de dos semanas por esos caminos hasta que lo hacen de verdad.
—¿Cómo os las apañáis para sobrevivir al aire libre por la noche? —preguntó el chico—. Mi padre dice que trazar protecciones mágicas en el suelo trae problemas.
—Y tiene mucha razón —comentó el Enviado—. Mira en ese compartimiento que tienes a los pies.
Así lo hizo y sacó de allí una bolsa grande de piel suave. Dentro, había una cuerda anudada de la que colgaban placas de madera lacada de un tamaño más grande que su mano. Se le dilataron los ojos cuando vio los grafos tallados y pintados en la madera.
Casi de forma inmediata, Arlen comprendió que sostenía un círculo portátil de protección mágica, tan grande que podía rodear el carro y algo más de terreno.
—Nunca había visto nada como esto —comentó.
—No son nada fáciles de hacer. La mayoría de los Enviados se pasan casi todo su aprendizaje estudiando el arte de realizarlos. Ni el viento ni la lluvia pueden borrarlos, pero aun así, no es lo mismo que tener unas paredes protegidas con su puerta.
»¿Alguna vez has visto a un demonio cara a cara, chaval? —le preguntó el hombre, volviéndose hacia el muchacho y mirándolo con dureza—. ¿Lo has visto intentar alcanzarte sin tener ningún sitio adonde huir y nada que te proteja, excepto una magia imposible de ver? —Sacudió la cabeza—. Tal vez sea demasiado duro con Keerin, ya que después de todo pasó su examen sin problemas. Gritó un poco, pero qué se puede esperar. Sin embargo, verse noche tras noche en la misma situación, ese es otro cantar. A algunos hombres les suele costar muy caro, preocupados como están por si una hoja se cae sobre una protección y entonces…
Siseó de repente y lanzó súbitamente una mano en forma de garra hacia el muchacho, echándose a reír cuando este dio un respingo del susto.
Arlen deslizó el pulgar sobre cada una de las suaves protecciones lacadas, sintiendo su fuerza. Había una placa por cada treinta centímetros de cuerda, tal como debía haber en una red de protección, y contó más de cuarenta.
—¿Y los demonios del viento no pueden volar hasta entrar en un círculo de este tamaño? —inquirió—. Papá levanta postes de protección para evitar que puedan aterrizar en los campos.
El hombre se volvió para mirarlo, algo sorprendido.
—Pues probablemente tu padre esté perdiendo el tiempo —repuso—. Los demonios del viento son voladores resistentes, pero necesitan espacio abierto para coger carrerilla, o algo adónde subirse y saltar para poder elevarse. No hay mucho de eso en un campo de maíz, así que no se mueren por aterrizar, a menos que perciban un desafío imposible de resistir, como un chico que se haya quedado dormido en el campo.
Se lo quedó mirando del mismo modo que hacía Jeph cuando advertía a Arlen de que los abismales eran un asunto muy serio. Como si él no lo supiera.
—Los demonios del viento necesitan también mucho espacio para dar la vuelta —continuó el Enviado—, y la mayoría de ellos tienen unas alas con una envergadura mayor que la de este círculo. Tal vez alguno pueda meterse dentro, pero jamás he visto que eso ocurriera. Sin embargo, si lo hiciera… —El hombre hizo un gesto en dirección a la larga y gruesa lanza que mantenía muy cerca de él.
—¿Es posible matar a un abismal con una lanza? —preguntó el muchacho.
—Creo que no —replicó el milnés—, pero he oído que puedes aturdirlos inmovilizándolos contra tus protecciones. —Se echó a reír—. Espero no tener que averiguarlo nunca.
Arlen se lo quedó mirando con los ojos abiertos como platos. El hombre le devolvió la mirada, con el rostro repentinamente serio.
—El de Enviado es un trabajo bastante peligroso, chico.
El niño lo observó durante un buen rato y al final terminó diciendo:
—Debe merecer la pena ver las Ciudades Libres. Dime la verdad, ¿qué aspecto tiene Fuerte Miln?
—Es la ciudad más rica y hermosa del mundo —repuso Ragen, alzando la cota de malla para mostrar el tatuaje en el antebrazo de una ciudad anidada entre dos montañas—. Las Minas del Duque son muy ricas en sal, metales y carbón. Sus murallas y tejados están tan bien protegidos que resulta muy raro que los grafos hayan sido puestos a prueba. Cuando el sol brilla en las murallas, hace que se avergüencen las montañas.
—No he visto jamás una montaña —contestó Arlen, maravillado, mientras reseguía el tatuaje con el dedo—. Mi padre dice que son sólo colinas grandes.
—¿Ves esa de ahí? —preguntó el hombre, señalando al norte del camino.
El chico asintió.
—Es la Colina de la Turba. Puede verse todo Arroyo Tibbet desde arriba.
El Enviado movió la cabeza afirmativamente.
—¿Sabes lo que significa la palabra «cien», Arlen? —inquirió.
El muchacho asintió de nuevo.
—Como diez pares de manos.
—Bueno, pues la montaña más pequeña es más grande que cien de tus Colinas de la Turba apiladas una sobre otra, y las montañas de Miln no son precisamente de las pequeñas.
Los ojos de Arlen se dilataron mientras intentaba hacerse la idea de una altura semejante.
—Deben tocar casi el cielo —comentó.
—Algunas llegan incluso más lejos. Desde su cima, puedes ver cómo se extienden las nubes debajo de ti.
—Me gustaría verlas algún día —repuso el chico.
—Puedes unirte al gremio de los Enviados cuando tengas la edad apropiada.
Arlen sacudió la cabeza.
—Padre dice que los que se marchan son desertores y escupe al decirlo.
—Tu padre no sabe de lo que habla —afirmó el hombre—, y escupir no va a cambiar las cosas. Sin los Enviados, hasta las Ciudades Libres se vendrían abajo.
—Pues yo pensaba que las Ciudades Libres estaban a salvo —repuso él.
—Nadie está a salvo, Arlen, al menos no del todo. Miln tiene más población y puede soportar mejor los muertos que un sitio como Arroyo Tibbet, pero los abismales se cobran su cuota de vidas todos los años.
—¿Cuánta gente vive en Miln? —preguntó el chico—. En Arroyo Tibbet somos unos novecientos y allí arriba en Pastos al Sol se supone que casi los mismos.
—En Miln viven unas treinta mil personas —replicó el hombre con orgullo.
Arlen se lo quedó mirando, confuso.
—Mil son diez centenas —le ayudó el Enviado.
El chico se lo pensó durante un momento y luego sacudió la cabeza.
—No sabía que pudiera haber tanta gente por ahí —comentó.
—Pues la hay, e incluso más. Hay todo un mundo enorme ahí fuera para quienes no teman enfrentarse a la oscuridad.
Arlen no contestó y viajaron en silencio durante un buen rato.
El traqueteante carro necesitó casi una hora y media para recorrer el camino hasta Ciudad Central. Se encontraba justo en el medio del Arroyo y la formaban unas cuantas docenas de casas de madera protegidas por grafos y ocupadas por aquellos cuyos negocios no los obligaban a trabajar en los campos ni en los arrozales ni en la pesca ni cortando leña. Allí era donde uno iba cuando necesitaba un sastre, un panadero, un herrero, un tonelero o cosas por el estilo.
En el centro había una plaza donde la gente solía reunirse y también era donde se hallaba el edificio más grande de Arroyo Tibbet, el almacén. Tenía una habitación muy grande que daba a la fachada, donde estaban las mesas y la taberna y una tienda incluso más grande en la parte trasera. También había un sótano lleno de todas las cosas de valor que podían encontrarse en Arroyo.
La cocina estaba a cargo de las hijas de Rusco, Dasy y Catrin. Era posible comer hasta el hartazgo por dos créditos, pero Silvy decía que el viejo Rusco era un timador porque con dos créditos podías comprar grano suficiente para una semana. Aun así, había un montón de solteros dispuestos a pagar el precio, y no sólo por la comida. Dasy era una chica muy de su casa y Catrin, gorda, pero el tío Cholie solía decir que quien se casase con una de ellas tenía la vida arreglada.
Todo el mundo en Arroyo le llevaba a Rusco el Jabalí sus productos, fueran trigo, carne o pieles, cerámica o telas, muebles o herramientas. Él los recogía, los valoraba y les daba a los clientes créditos para poder comprar otras cosas en la tienda.
Pero las cosas siempre parecían costar mucho más de lo que el negociante pagaba por ellas. Arlen sabía lo suficiente de números para verlo. Había algunas discusiones terribles cuando la gente iba a vender, pero era Rusco el Jabalí el que marcaba los precios y generalmente solía salirse con la suya. Casi todo el mundo lo odiaba, pero en la misma medida lo necesitaban, y solían inclinarse más a sacudirle el polvo del abrigo y abrirle la puerta que a escupir cuando pasaba.
Todo el mundo en Arroyo trabajaba de sol a sol y, a pesar de ello, rara vez tenía sus necesidades cubiertas. Sin embargo, Rusco el Jabalí y sus hijas siempre mostraban las mejillas carnosas, los vientres bien llenos y ropas nuevas y limpias. Arlen debía envolverse en un tapete cuando su madre se las quitaba para lavarlas.
El Enviado y el muchacho ataron las monturas delante del almacén y entraron dentro. La cantina estaba vacía. El aire dentro de la taberna solía estar saturado del olor a panceta, pero hoy no salía ningún olor de la cocina.
Arlen se apresuró a adelantar al Enviado nada más entrar. Rusco había colocado allí una pequeña campana de bronce que se había traído de las Ciudades Libres. Arlen adoraba esa campana, así que la sacudió con la palma de la mano y sonrió al oír su sonido nítido.
Se oyó un golpe sordo en la parte trasera y Rusco surgió de entre las cortinas situadas detrás de la taberna. Era un hombre grande, todavía fuerte y con la espalda erguida a pesar de sus sesenta años, aunque le colgaba una barriga algo fofa del tronco y el pelo del color gris acerado se le iba retirando de la arrugada frente. Calzaba zapatos de cuero y vestía unos pantalones de tela ligera y una limpia camisa blanca de algodón con las mangas enrolladas hasta la mitad de sus gruesos antebrazos. Como siempre, no había ni una mancha en su delantal blanco.
—Arlen Bales —dijo con sonrisa paciente, al ver al chico—. ¿Has venido sólo a jugar con la campana o te trae algún asunto?
—El que tiene un asunto soy yo —dijo el Enviado, adelantando un paso—. ¿Eres Rusco Jabalí?
—Con Rusco basta —comentó el viejo—. Los de la ciudad me encasquetaron lo de «Jabalí», aunque nadie me lo suele decir a la cara. Está claro que no soportan que un hombre prospere.
—Ya va la segunda —musitó el Enviado entre dientes.
—¿Qué ha dicho? —inquirió Rusco.
—Que ya van dos veces que el tocón de viaje de Graig me ha llevado por mal camino. Le he llamado a Selia «Yerma» en su cara esta mañana.
—¡Ja, ja! —rio el tabernero—. ¿De verdad lo hizo? Bueno, eso bien merece que echemos un trago a cuenta de la casa, ya lo creo que sí. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Ragen —contestó el milnés, dejando caer su pesada cartera y tomando asiento en la tasca. El tabernero abrió un barril y cogió una jarra de madera de un gancho.
La espesa cerveza de color miel mostraba una espuma blanca en la parte superior de la jarra. Rusco le llenó una a Ragen y sirvió otra para sí mismo. Después le echó una ojeada a Arlen y le puso una jarra más pequeña.
—Llévate eso a una mesa y deja que los mayores hablemos en la barra —le dijo—. Y si sabes lo que te conviene, no le digas a tu madre que te la he dado.
El chico mostró una sonrisa resplandeciente y salió disparado con su trofeo antes de que el tabernero tuviera oportunidad de arrepentirse. Le había dado algún tiento a hurtadillas a la jarra de su padre en alguna feria, pero nunca había tenido una para él solo.
—Empezaba a preocuparme que ya no viniera ningún Enviado —escuchó que le decía Rusco a Ragen.
—Graig pescó un resfriado justo antes de partir el otoño pasado —le contó el forastero, dando un largo trago—. Su Herborista le dijo que pospusiera el viaje hasta que se sintiera mejor, pero se echó encima el invierno y cada vez se ponía peor. Al final, me pidió que me hiciera cargo de su ruta hasta que el gremio encontrara un sustituto. Debía llevar una caravana de sal a Angiers de todas formas, así que añadí un carro más y di un giro en esta dirección antes de ir más hacia el norte.
El tabernero cogió su jarra y la llenó de nuevo.
—Por Graig —dijo—, un gran Enviado y un peligroso regateador.
Ragen asintió, los dos hombres chocaron las jarras y bebieron.
—¿Otra? —preguntó Rusco, cuando el hombre soltó la suya de golpe sobre la barra.
—Graig escribió en su tocón que usted también tenía peligro a la hora de regatear —comentó Ragen—, y que intentaría emborracharme primero.
El tabernero se echó a reír entre dientes y le volvió a llenar la jarra.
—Puede que después del tira y afloja no tenga necesidad de seguir sirviendo esto —repuso, ofreciéndosela con descaro.
—Seguirá haciéndolo si quiere que su correo llegue a Miln —replicó Ragen con una gran sonrisa, y aceptó la jarra.
—Ya veo que va a ser tan duro de pelar como lo fue Graig —gruñó entre dientes el viejo, escanciando más cerveza en su propia jarra—. Por eso —añadió, mientras se derramaba la espuma—, ambos podemos regatear borrachos. —Se echaron a reír, y chocaron de nuevo las jarras.
—¿Hay alguna noticia de interés en las Ciudades Libres? —preguntó Rusco—. ¿Los krasianos siguen decididos a autodestruirse?
El milnés se encogió de hombros.
—De todas todas. Dejé de ir por Krasia hace unos años. Está demasiado lejos y es un viaje muy peligroso.
—¿Y el hecho de que tapen a sus mujeres con mantas no tiene nada que ver? —inquirió Rusco.
El hombre se echó a reír.
—Tampoco es que ayude —convino—, pero sobre todo es porque piensan que todos los norteños, incluidos los Enviados, somos unos cobardes por no pasarnos las noches intentando que nos descuarticen.
—Quizá tendrían menos ganas de luchar si se dedicaran a mirar un poco más a sus mujeres —reflexionó el viejo—. ¿Y cómo van las cosas en Angiers y Miln? ¿Siguen peleándose los duques?
—Igual que siempre —comentó Ragen—. Euchor necesita la madera de Angiers para mantener sus refinerías en marcha y grano para alimentar a su gente, y Rhinebeck necesita el metal y la sal de Miln. Deben comerciar para sobrevivir; pero, en vez de ponérselo fácil el uno al otro, se pasan el tiempo intentando engañarse mutuamente, en especial cuando pierden un envío en el camino por culpa de los abismales. El pasado verano los abismales atacaron una caravana de acero y sal. Mataron a los conductores, pero dejaron la mayor parte de la mercancía intacta. Rhinebeck la rescató y rehusó pagar por ella, alegando derechos de salvamento.
—El duque Euchor debió ponerse furioso —comentó Rusco.
—Se quedó lívido —admitió el Enviado—. Fui yo quien le llevó las noticias. Luego, se le enrojeció la cara y juró que los de Angiers no volverían a ver ni un gramo más de sal hasta que Rhinebeck pagara.
—¿Y lo hizo? —inquirió el tabernero, inclinándose hacia delante, interesado.
Ragen sacudió la cabeza.
—Se las apañaron para matarse de hambre el uno al otro durante unos cuantos meses y entonces el gremio de los Mercaderes pagó, simplemente para poder sacar las mercancías antes de que llegara el invierno y se les pudrieran en los almacenes. Ahora Rhinebeck también se ha enfadado con ellos por haberle concedido el tanto a Euchor, pero ha salvado la cara y los cargamentos están de nuevo en movimiento, que es lo que les importa a todos menos a ese par de perros.
—Sería inteligente por su parte cuidar las formas cuando habla de los duques —le advirtió Rusco—, incluso estando tan lejos como nos encontramos.
—¿Y quién se lo va a decir? —le preguntó el hombre—. ¿Usted? ¿El niño? —Hizo un gesto en dirección a Arlen y ambos hombres se echaron a reír—. Y ahora tendré que llevarle a Euchor noticias sobre lo del Pontón, y eso lo empeora todo —añadió.
—La ciudad fronteriza de Miln —comentó el tabernero—, esa que está a menos de un día de Angiers. Tengo algunos contactos allí.
—Creo que ya no —dijo Ragen, con una clara indirecta, y ambos hombres se quedaron callados durante un rato—. Ya está bien de malas noticias —continuó, colocando el talego sobre la barra del bar. Rusco lo examinó con cierto recelo.
—Eso no tiene pinta de ser sal —repuso—, y dudo que haya tanto correo.
—Tiene seis cartas y una docena de paquetes —le expuso el Enviado, ofreciéndole una hoja de papel doblado—. Está todo anotado aquí, junto con todas las demás cartas que hay en el talego y la lista de los paquetes que hay para repartir en el carro. Le he dado a Selia una copia de la lista —le advirtió.
—¿Y qué quiere que haga con esa lista o con el correo? —inquirió el tabernero.
—La Portavoz está ocupada y no puede distribuir el correo ni leérselo a los que no saben. Me ha dicho que lo harías tú —lo tuteó.
—¿Y cómo me van a compensar de las horas que voy a perder de atender a mi negocio por ponerme a leerle sus cosas a los ciudadanos? —preguntó Rusco.
—¿Por la satisfacción de hacer algo bueno por tus vecinos? —replicó Ragen.
El viejo resopló.
—No me vine a Arroyo Tibbet para hacer amigos —le espetó—. Soy un hombre de negocios y hago muchas cosas por esta ciudad.
—¿Ah, sí?
—Maldita sea —continuó Rusco—, antes de que yo viniera a esta ciudad, todo se basaba en el trueque. —Hizo sonar la palabra como una maldición y escupió en el suelo—. Recogían los frutos de su trabajo y se reunían en la plaza cada Séptimo. Se pasaban discutiendo todo el tiempo cuántas judías valían una espiga de trigo o cuánto arroz debía recibir el tonelero para que te hiciera un barril donde meterlo. Y si no había forma de que consiguieras lo que necesitabas ese día, debías esperar hasta la siguiente semana o ir de puerta en puerta. Ahora todo el mundo puede venir aquí cualquier día y a cualquier hora, desde el amanecer hasta la puesta de sol, para comprar con créditos cualquier cosa que pueda necesitar.
—Eres el salvador de la ciudad —comentó el Enviado con ironía—, y supongo que sin ganar nada a cambio.
—Nada, salvo un pequeño beneficio —replicó el tabernero con una gran sonrisa.
—¿Y cuántas veces han intentado los aldeanos colgarte por timarlos? —preguntó Ragen.
Rusco entrecerró los ojos.
—Pues muchas veces, considerando que la mitad de ellos apenas saben contar con los dedos y la otra mitad sólo puede hacerlo añadiendo los dedos de los pies.
—Selia me dijo que vas a tener que buscarte la vida la próxima vez que eso ocurra a menos que cumplas con tu parte —le espetó; la voz amable del hombre se endureció repentinamente—. Hay un montón de gente en la parte más lejana de Arroyo sufriendo mucho más que si estuvieran leyendo el correo.
El viejo torció el gesto, pero cogió el listado y acarreó la pesada bolsa hacia el almacén.
—Pero ¿tan mal ha ido, de verdad? —preguntó cuando regresó.
—Muy mal —contestó Ragen—, lo menos veintisiete muertos y unos cuantos más todavía en paradero desconocido.
—Por el Creador —juró Rusco, dibujando una protección mágica en el aire—. Había pensado que afectaba a una familia como mucho.
—Ojalá hubiera sido así.
Ambos se quedaron en silencio durante un momento, como correspondía en atención a las víctimas, y después se miraron.
—¿Has traído la sal de este año?
—¿Y tienes tú el arroz del duque? —replicó el Enviado.
—Lleva aquí almacenado todo el invierno, pero claro, como has tardado tanto… —Ragen entornó los ojos—. ¡Oh, pero aún está en buen estado! —añadió Rusco, alzando las manos repentinamente, como si suplicara—. Lo he mantenido bien cerrado y seco y ¡no hay ningún tipo de alimañas en mi bodega!
—Tendré que asegurarme, supongo que lo comprendes.
—Claro, claro —admitió el tabernero—, ¡Arlen, tráeme esa lámpara! —le ordenó al chico, que se encontraba en la esquina.
Arlen correteó hacia la linterna y levantó la tapa. Prendió la mecha y luego bajó el cristal con ademán reverente. Nunca le habían dejado tocar ningún cristal hasta ese momento. Tenía un tacto más frío de lo que había imaginado, pero se fue caldeando conforme se avivaba la llama.
—Llévalo en alto y ve por delante hasta la bodega —volvió a ordenarle Rusco.
El muchacho intentó refrenar su excitación. Él siempre había querido entrar en la parte de atrás de la barra. Todos decían que si cualquiera de los habitantes de Arroyo apilaba todas sus posesiones, no podría rivalizar ni de lejos con las maravillas acumuladas en la bodega de Jabalí.
Observó que el tabernero tiraba de una anilla del suelo y que abría una trampilla grande. Arlen avanzó con rapidez, preocupado por si el viejo cambiaba de idea. Descendió por los chirriantes escalones con la linterna en alto a fin de iluminar el camino y mientras andaba, la luz rozaba las pilas de cajones y barriles apilados desde el suelo hasta el techo, colocados en filas uniformes que se extendían más allá de los límites de la luz. El suelo estaba entarimado para prevenir que los abismales entraran directamente en la bodega procedentes del Abismo, pero aun así, había grafos grabados en los estantes alineados en las paredes. El viejo Jabalí cuidaba bien de sus tesoros.
El tabernero encabezó la marcha a través de los pasillos hacia los toneles sellados en la parte trasera.
—Tienen aspecto de estar intactos —admitió Ragen mientras inspeccionaba la madera. Se detuvo a pensar un momento, y luego escogió uno al azar—. Ese —dijo, y señaló un barril con el dedo.
Rusco gruñó y tiró del tonel en cuestión. Alguna gente consideraba su trabajo fácil, pero tenía los brazos tan duros y gruesos como cualquiera que portara un hacha o una cimitarra. Rompió el sello y saltó la tapa del barril, derramando el arroz en una cazuela plana para que el Enviado pudiera inspeccionarlo.
—Un magnífico arroz de las Ciénagas —le comentó al hombre—, no se le ve un gorgojo ni un signo de podredumbre. Esto alcanzará un alto precio en Miln, especialmente después de tanto tiempo.
Ragen gruñó y asintió, de modo que resellaron el tonel y volvieron a subir las escaleras.
Discutieron durante un buen rato cuántos barriles de arroz costaban los pesados sacos de sal depositados en el carro. Al final, ninguno de los dos tenía un aspecto muy feliz, pero chocaron las manos para sellar el trato.
Rusco llamó a sus hijas y todos salieron hacia el carro para comenzar a descargar la sal. Arlen intentó levantar un saco, pero pesaba demasiado para él y trastabilló y besó el suelo, dejándolo caer.
—¡Ten cuidado! —le gritó Dasy, dándole una colleja.
—Sujeta la puerta si no puedes levantarlos —le espetó Catrin, mientras llevaba un saco sobre el hombro y otro debajo de su carnoso brazo. El muchacho se levantó como pudo y se apresuró a sujetarle la puerta abierta.
—Vete a por Ferd Millar y dile que le pagaremos cinco… Bueno, no, cuatro créditos por cada saco que lleve —le dijo el tabernero a Arlen. La mayoría de la gente en Arroyo trabajaba para Jabalí de un modo u otro, pero principalmente sus conciudadanos—. Dile que serán cinco si lo mete en los barriles con arroz para mantenerla seca.
—Ferd está en la Aldea —contestó el chico—. Casi todo el mundo está allí.
Rusco gruñó, pero no replicó. El carro se vació pronto, a excepción de unas cuantas cajas y sacos que no contenían sal. Las hijas del viejo los miraron con ojos ansiosos, pero no dijeron nada.
—Esta noche subiremos el arroz de la bodega y lo dejaremos en la habitación trasera hasta que estés preparado para regresar a Miln —afirmó Rusco, cuando terminaron de transportar el último saco.
—Gracias —dijo Ragen.
—Entonces, ¿ya hemos terminado con los negocios del duque? —preguntó el viejo con una gran sonrisa, y los ojos le titilaron al dirigirse con gesto cómplice hacia el resto de objetos del carro.
—Los negocios del duque, sí —repuso el hombre con otra sonrisa a modo de respuesta.
Arlen esperaba que le dieran otra cerveza mientras regateaban de nuevo. Le hacía sentirse un poco mareado, como si hubiera cogido un resfriado, pero sin la tos, los estornudos y el dolor. A él le gustaba la sensación y quería sentirla de nuevo.
Ayudó a acarrear los objetos que quedaban en la taberna y Catrin trajo una bandeja de bocadillos bien rellenos de carne. Al muchacho le dieron una segunda pequeña jarra de cerveza para bajarlos y el viejo Jabalí le dijo que le apuntaría dos créditos en el libro por su trabajo.
—No se lo diré a tus padres —le comentó el tabernero—, pero si te los gastas en cerveza y te pillan, te haré pagar todo el mal rato que me va a hacer pasar tu madre.
Arlen asintió con entusiasmo, pues nunca había tenido créditos de su propiedad para poder gastar en la tienda.
Rusco y Ragen pasaron al otro lado de la barra después del almuerzo y abrieron los otros objetos que había traído el Enviado. Los ojos del muchacho flamearon conforme aparecía cada uno de los tesoros. Había piezas de la tela más fina que había visto en su vida, instrumentos de metal y broches, cerámica y especias exóticas. Había incluso unas cuantas copas realizadas en un cristal brillante y lleno de reflejos.
Jabalí pareció menos impresionado.
—Graig trajo un surtido de más calidad el año pasado. Te daré… cien créditos por todo el lote.
A Arlen se le descolgó la mandíbula. ¡Cien créditos! Ragen podría poseer la mitad de Arroyo por esa cantidad, pero al milnés no le sentó nada bien la oferta. Se le endureció la mirada y dio una gran palmada en la mesa. Dasy y Catrin levantaron la mirada de la limpieza al oír el sonido.
—¡Vete al Abismo con tus créditos! —rugió—. Yo no soy uno de tus paletos y, a menos que quieras que le haga llegar al gremio la acusación de que has intentado timarme, no vuelvas a confundirme con uno.
—¡No te lo tomes tan a pecho! —Rusco se echó a reír, palmeando el aire con esa forma tan peculiar que tenía de aplacar a sus interlocutores—. Debía intentarlo… comprende. ¿Todavía les gusta el oro, allá en Miln? —preguntó con una sonrisa taimada.
—Como en todas partes —contestó Ragen, que aún tenía gesto de contrariedad, aunque la ira había desaparecido de su voz.
—Aquí no —comentó el tabernero, pasando al otro lado de la cortina, y pudieron oírle hurgando—. Aquí carece de valor lo que no puedas comerte, llevar puesto o usar para cultivar el campo o para pintar un grafo. —Regresó un momento más tarde con un gran saco de tela que depositó en la barra con un tintineo.
»Aquí la gente ha olvidado que el oro mueve el mundo —continuó él, rebuscando dentro del saco y sacando dos pesadas monedas amarillas que agitó ante la cara del hombre—. ¡Los chavales del molinero los estaban usando para jugar! ¡Piezas de un juego! Les dije que les cambiaba el oro por un juego de madera tallada que tenía aquí en la tienda y ¡pensaron que les estaba haciendo un favor! ¡Ferd incluso vino al día siguiente para darme las gracias! —Se echó a reír con un sonido que salía de lo más hondo de su barriga.
Arlen pensó que debía sentirse ofendido por esas risas, pero no estaba muy seguro del motivo. Había jugado al juego de los Millar muchas veces y le parecía que valía mucho más de dos piezas de metal, por muy brillantes que fueran.
—He traído un lote que vale mucho más de dos soles —observó Ragen, que asintió en dirección a las monedas y después devolvió la mirada al saco.
Rusco sonrió.
—No hay que preocuparse —añadió, desatando el saco por completo. Mientras la tela se vaciaba en el mostrador, se fueron apilando cada vez más monedas, junto con cadenas, anillos e hilos de piedras relumbrantes. Todo era muy bonito, supuso Arlen, pero se quedó sorprendido cuando los ojos del Enviado casi se le salieron de las órbitas y adquirieron un brillo codicioso.
Nuevamente comenzaron a regatear, Ragen alzaba las piedras a la luz y mordía las monedas, y el viejo tanteaba la tela y probaba las especias. El muchacho lo veía todo borroso, ya que la cabeza le daba vueltas debido a la cerveza. Catrin traía una jarra tras otra a los hombres en la barra, pero ellos no dieron muestra alguna de verse afectados como Arlen.
—Doscientos veinte soles de oro, dos lunas de plata, una cadena y tres anillos de plata —resumió Rusco al final—. Y ni un solo cobre más.
—No me extraña que hayáis terminado en este lugar perdido y atrasado —comentó el Enviado—. Deben haberos echado de la ciudad por timador.
—Los insultos jamás han hecho rico a nadie —comentó Jabalí, confiado en llevar la mejor mano en el juego.
—Esta vez no me voy a hacer rico —dijo Ragen—, salvo los costes del viaje, hasta el último cobre irá a parar a la viuda de Graig.
—Ah, Jenya —dijo Rusco con gesto de añoranza—. Solía escribir las cartas de todos los analfabetos de Miln, el idiota de mi sobrino entre ellos. ¿Qué va a ser de ella?
El hombre sacudió la cabeza.
—El gremio no le pagó nada en compensación por la muerte de su esposo, ya que Graig falleció en su cama —y luego añadió—, y como no es una Madre, le han denegado una gran cantidad de trabajos.
—Siento oír eso —comentó el tabernero.
—Graig le dejó algo de dinero, aunque nunca tuvo mucho, y el gremio todavía le seguirá pagando por escribir. Con el dinero de este viaje, tendrá suficiente para tirar un tiempo. De todas formas, es joven y en algún momento se le acabará si no vuelve a casarse o encuentra un trabajo mejor.
—¿Y si no…? —preguntó Rusco.
Ragen se encogió de hombros.
—Le costará mucho encontrar un nuevo marido porque ha estado casada ya y no ha tenido hijos, pero no se convertirá en una Mendiga. Mis camaradas del gremio y yo hemos jurado que no permitiremos eso. Uno de nosotros la tomará como Sierva antes de que eso ocurra.
El viejo sacudió la cabeza.
—Aun así, descender de la categoría de Mercader a la de Sierva… —Metió la mano dentro de una bolsita y sacó un anillo con una piedra transparente y relumbrante engastada—. Hazle llegar esto —añadió, haciendo el ademán de entregársela.
Cuando Ragen alargó la mano hacia ella, Rusco la retiró repentinamente.
—Quiero que ella me envíe luego un mensaje de confirmación —comentó—, y conozco bien cómo traza sus letras. —Ragen se lo quedó mirando un momento y el viejo añadió con rapidez—: No pretendo insultarte.
El Enviado sonrió.
—Tu generosidad compensa el insulto —repuso, cogiendo el anillo—. Esto le mantendrá la barriga llena durante meses.
—Sí, eso creo —replicó el tabernero con gesto hosco, recogiendo lo que quedaba de la bolsa—, pero que no lo oiga ninguno de mis conciudadanos o perderé mi reputación de estafador.
—Tu secreto está a salvo conmigo —repuso Ragen con una carcajada.
—Quizá le puedas hacer ganar un poco más.
—¿Sí?
—Las cartas que tenemos debían haber llegado a Miln hace seis meses. Tú andarás por aquí unos cuantos días mientras escribimos y recogemos más, y quizá puedas ayudar a escribir incluso unas cuantas. Te compensaré por ello, pero no con más oro —aclaró—, ya que a Jenya seguramente le vendrá bien un barril de arroz, algo de pescado o carne curada.
—Seguro que sí —comentó Ragen.
—También puedo encontrarle trabajo a tu Juglar —añadió Rusco—. Tendrá más clientes aquí, en Ciudad Central, que yendo de granja en granja.
—De acuerdo, sin embargo, Keerin sí necesitará oro —le advirtió.
El viejo le dedicó una mirada llena de sarcasmo y el hombre se echó a reír.
—Bueno, tenía que intentarlo, lo entiendes, ¿no?, bien, entonces en plata.
El tabernero asintió.
—Le pagaré una luna por cada actuación y por cada luna, guardaré una estrella y le daré las otras tres.
—Creía que habíais dicho que la gente de la ciudad no tenía dinero —acotó Ragen.
—La mayoría, no —repuso el viejo—. Yo les venderé las lunas… digamos a cinco créditos cada una.
—Así, Rusco Jabalí, obtiene algo del trato, ¿no? —preguntó Ragen.
El mesonero sonrió.
Arlen se sintió muy emocionado durante el viaje de vuelta. El viejo Jabalí le había prometido dejarle ver al Juglar gratis si corría la voz de que Keerin actuaría en la plaza al mediodía del día siguiente por cinco créditos o una luna milnesa de plata. No le quedaba mucho tiempo, ya que sus padres estarían preparándose para marcharse justo cuando llegaran él y Ragen, pero estaba seguro de que podría correr la voz antes de que lo montaran en el carro.
—Háblame de las Ciudades Libres —suplicó el muchacho mientras se dirigían hacia allí—. ¿Cuántas habéis visto?
—Cinco. Miln, Angiers, Lakton, Rizón y Krasia. Tal vez haya otras más allá de las montañas o el desierto, pero no conozco a nadie que las haya visto.
—¿Y cómo son?
—Está Fuerte Angiers, la Fortaleza del Bosque, situada al sur de Miln, al otro lado del río Entretierras. Abastece de madera a las otras ciudades. Más al sur está el gran lago, en cuya superficie se ubica Lakton.
—¿Los lagos son parecidos a estanques?
—Un lago se parece a un estanque lo mismo que una montaña a una colina —explicó Ragen, dándole al chico un momento para digerir la idea—. Al estar sobre el agua, los laktonianos están a salvo de los demonios de las llamas, las rocas y del bosque. Su red de protección es a prueba de demonios del viento, y nadie sabe defenderse mejor que ellos de los demonios del agua. Son pescadores y miles de personas en las ciudades del sur dependen de sus capturas.
»Al oeste de Lakton se encuentra Fuerte Rizón, que en realidad no es un fuerte, ya que prácticamente puedes saltar sobre sus murallas, pero protege las más extensas tierras de labranza que hayas visto en tu vida. Sin Rizón, las demás Ciudades Libres se morirían de hambre.
—¿Y Krasia? —preguntó Arlen.
—He visitado Fuerte Krasia una sola vez —comentó el hombre—. Los krasianos no ven con buenos ojos a los forasteros y necesitas semanas de viaje por el desierto para llegar allí.
—¿Desierto…?
—Los desiertos de arena —le explicó Ragen—. Sólo se ven kilómetros y kilómetros de arena en todas direcciones. No hay comida ni agua, salvo la que puedas llevar contigo, y no hay nada bajo lo que guarecerse del sol abrasador.
—¿Y hay gente capaz de vivir allí? —inquirió el muchacho.
—Sí, claro, los krasianos, que en su momento llegaron a ser incluso más numerosos que los milneses, pero ahora se están extinguiendo.
—¿Por qué?
—Porque luchan contra los abismales —repuso el Enviado.
Los ojos del chico se abrieron por el asombro.
—¿Tú puedes luchar contra los abismales?
—Se puede pelear contra cualquier cosa, Arlen —afirmó el hombre—. El problema al enfrentarse a los demonios es que es más frecuente que pierdas. Los krasianos se cargan a los suyos, pero los abismales dan más de lo que reciben. Así que cada año van quedando menos krasianos.
—Mi padre dice que los abismales te devoran el alma cuando te cogen.
—¡Bah! —Ragen escupió por encima de un lado del carro—. Eso son supersticiones sin sentido.
Habían dado la vuelta a una curva no lejos de la Aldea cuando el chico se dio cuenta de que había algo colgando del árbol que tenían justo delante.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el bulto.
—¡Por la Noche! —maldijo Ragen y sacudió las riendas, haciendo que el tiro arrancara al galope. Arlen se vio arrojado hacia atrás en su asiento y le llevó un momento enderezarse de nuevo. Cuando lo hizo se quedó mirando al árbol que se le acercaba con mucha rapidez.
—¡Tío Cholie! —chilló, viendo que el hombre pateaba mientras arañaba la cuerda que tenía alrededor del cuello.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el muchacho, que, saltando del carro en movimiento, se dio un fuerte golpe contra el suelo, pero se enderezó y salió disparado hacia Cholie. Se puso debajo del hombre, pero uno de los pies bamboleantes le impactó en la boca, derribándolo. Sintió de pronto el sabor a sangre, pero no sintió dolor alguno, lo cual era extraño. Se levantó de nuevo, aferrándose a las piernas de Cholie e intentando subirlo con la idea de liberarlo de la cuerda, pero como él era muy bajo y además Cholie pesaba mucho, el hombre continuó ahogándose y sacudiéndose.
—¡Ayúdalo! —le gritó al Enviado—. ¡Se está asfixiando! ¡Que alguien lo ayude!
Alzó la mirada para ver cómo Ragen tomaba una lanza de la parte trasera del carro. El hombre se inclinó hacia atrás y la lanzó sin tomarse ni un solo momento para apuntar, aunque lo hizo con gran tino, cortando la soga y haciendo que el pobre Cholie cayera sobre Arlen. Ambos se derrumbaron sobre el suelo.
El milnés acudió al instante y le quitó la cuerda a Cholie de la garganta, pero no pareció haber mucha diferencia, el hombre todavía jadeaba y se arañaba la garganta. Le sobresalían los ojos tanto que parecía como si se le fueran a salir de las órbitas, y el intenso color rojo de su rostro tenía un matiz morado. El chico gritó cuando dio una gran sacudida y después se quedó quieto.
El hombre golpeó el pecho de Cholie y le insufló aire, pero no tuvo efecto alguno. Llegó un momento en que el Enviado se rindió, desplomándose contra el suelo y maldiciendo.
A Arlen no le resultaba extraña la muerte, porque su espectro visitaba Arroyo Tibbet con asiduidad, pero era diferente morir a consecuencia de los abismales que de un resfriado. Era muy distinto.
—¿Por qué? —le preguntó a Ragen—. ¿Por qué luchó con tanta dureza para sobrevivir a la pasada noche sólo para suicidarse ahora?
—Pero ¿peleó? —inquirió el Enviado—. ¿Alguno de ellos luchó de verdad o más bien lo que hicieron fue correr y esconderse?
—Yo no… —dijo el chico.
—Esconderse no siempre basta, Arlen —le explicó el hombre—. Algunas veces ocultarse mata algo dentro de ti, así que sobrevives a los demonios, pero no del todo.
—¿Y qué otra cosa podría haber hecho? —preguntó el muchacho—. No se puede luchar contra un demonio.
—Es mejor pelear contra un oso en su propia cueva —replicó Ragen—, pero es posible.
—Sin embargo, dijiste que los krasianos estaban extinguiéndose a causa de ello —protestó el muchacho.
—Lo están, pero siguen el mandato de su corazón. Sé que suena a locura, Arlen, pero en su interior, cualquier hombre quiere luchar, como lo hicieron en los cuentos de otras épocas. Quieren proteger a sus mujeres y sus niños como lo hace un hombre de verdad; pero no pueden, porque los grandes grafos del pasado se han perdido, así que se acurrucan como liebres enjauladas, ocultándose aterrorizadas cuando cae la noche. Por eso, algunas veces, especialmente cuando ves morir a tus seres queridos, la tensión se eleva hasta tal punto que te quiebras.
Le puso una mano en el hombro.
—Siento que hayas tenido que ver esto, chico —comentó—. Sé que en estos momentos nada de lo que te he dicho tiene mucho sentido para ti…
—No, sí lo tiene.
Y era verdad, comprendió Arlen, ya que él entendía la necesidad de luchar. No había esperado ganar cuando atacó a Cobie y sus amigos aquel día. Si acaso, había esperado que lo golpearan más que nunca, pero en el momento en que aferró el palo, no se había preocupado más. Simplemente sabía que estaba cansado de tener que soportar aquellos abusos y quería que acabara de una vez, de un modo u otro.
Era un consuelo saber que no estaba solo.
Se quedó mirando a su tío, allí, tirado en el suelo, con los ojos dilatados por el miedo. Se arrodilló y alargó la mano, cerrándole los párpados con las yemas de los dedos. Ya no había nada que Cholie tuviera que temer.
—¿Habéis matado algún abismal alguna vez? —preguntó al Enviado.
—No —afirmó Ragen, sacudiendo la cabeza—, pero he luchado con unos cuantos y conservo algunas cicatrices que lo prueban. He tenido siempre más interés en huir de ellos o en apartarlos de alguien que en matarlos.
El muchacho pensó sobre ese asunto mientras envolvían a Cholie en una lona y lo ponían en la parte trasera del carro, apresurándose a regresar hacia la Aldea. Jeph y Silvy habían recogido todo ya en el suyo y aguardaban impacientes por marcharse, pero el enfado que sentían por el tardío regreso de Arlen se disipó en cuanto vieron el cuerpo.
La madre se puso a gemir y se arrojó sobre su hermano, pero no había tiempo que desperdiciar, si querían estar de vuelta en la granja a la caída de la tarde. Jeph la sostuvo mientras el Pastor Harral pintaba una protección sobre la lona y entonaba una oración tras arrojar el cuerpo a la pira.
Los supervivientes que no iban a quedarse en la casa de Brine Cutter fueron divididos y enviados a casa con los demás. Jeph y Silvy habían ofrecido alojamiento a dos mujeres. Norine Cutter debía pasar ya de los cincuenta veranos. Su marido había muerto hacía ya algunos años y había perdido a su hija y su nieto en el ataque. Marea Bales era mayor también, pues tenía casi cuarenta. Su marido se había quedado fuera cuando se echaron a suertes la entrada a la bodega. Al igual que Silvy, ambas se dejaron caer en la parte de atrás del carro de Jeph, con la mirada fija en sus rodillas. Arlen hizo un gesto de despedida a Ragen mientras su padre chasqueaba el látigo.
La Aldea de los Bosques desapareció de la vista en el momento en que Arlen se dio cuenta de que no le había dicho a nadie que acudieran a ver al Juglar.