18
El rito de iniciación

328 d. R.

El Manco bramó en la noche cuando vio la venganza al alcance de su mano. Arlen se obligó a respirar hondo e hizo un esfuerzo por tranquilizarse, pues el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. No tenía prueba alguna de que la magia del metal pudiera herir al demonio, sólo la esperanza, y aunque se cumpliera, no le bastaría para ganar aquella batalla. Iba a necesitar toda su astucia y su preparación.

Separó los pies hasta adoptar una posición de combate. La arena le ralentizaba los movimientos, pero también entorpecería al monstruo. Mantuvo el contacto visual con el ser y no realizó movimientos bruscos mientras el abismal saboreaba el momento.

Arlen tuvo la impresión de que toda su vida lo había conducido hasta ese momento sin él saberlo. No estaba seguro de estar preparado para semejante prueba, pero la idea de diferir el desenlace un poco se le antojaba intolerable después de haber sido acosado por ese demonio durante casi diez años. Incluso en ese momento estaba a tiempo de retroceder hasta la protección del círculo y ponerse a salvo de los ataques del demonio de las rocas. Se apartó de la zona protegida con toda premeditación, obligándose a sí mismo a luchar.

El abismal lo observó dar vueltas mientras enseñaba los dientes detrás de esa boca suya torcida por la que soltaba un gruñido que reverberaba en su garganta. Movía la cola cada vez con mayor rapidez. Arlen supo que se estaba preparando para golpear.

El monstruo arremetió con un rugido. Las garras silbaron al cortar el aire. Arlen salió disparado hacia delante y se agachó para evitar el golpe, aunque ya estaba al alcance del ser. No se detuvo y se metió justo entre las patas de la criatura y rodó sobre sí mismo para luego dirigirle una lanzada a la cola. Se levantó un fogonazo de luz mágica cuando el arma hizo blanco y el demonio aulló cuando la punta atravesó las placas y se hundió en la carne.

El humano había esperado un coletazo de respuesta por parte del demonio, pero la reacción fue más rápida de lo esperado. Se lanzó al suelo de bruces mientras el apéndice silbó por encima de la cabeza: las púas del rabo no le rozaron por centímetros. Arlen se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos, pero El Manco ya se estaba dando la vuelta y usaba la velocidad de la cola para acelerar la rapidez de su giro. El ser era rápido y ágil a pesar de su corpulencia.

El Manco golpeó de nuevo y el humano fue incapaz de esquivarlo a tiempo, por lo que dispuso la lanza en perpendicular para bloquear el golpe a pesar de que el demonio era demasiado fuerte para tener éxito en el intento. Se había dejado llevar por sus emociones y había entrado en la lidia antes de tiempo. Se maldijo por su idiotez.

Pero los trazos grabados a lo largo del astil flamearon cuando la garra del demonio golpeó el metal del arma. Arlen apenas sintió el golpe, pero el abismal se vio rechazado como cuando golpeaba un círculo de protección y el efecto de retroceso de su propia fuerza lo desplazó hacia atrás, pero se recobró enseguida, e ileso.

Arlen hizo un gran esfuerzo para sobreponerse a la sorpresa y moverse, comprendiendo dónde radicaba su ventaja y resuelto a sacarle el mayor provecho posible. El Manco embistió como un poseso, determinado a superar aquel nuevo obstáculo.

El joven levantó una nube de polvo al echar a correr y saltó por encima de los restos caídos de una gruesa columna de piedra para luego esconderse detrás de ella y prepararse para salir a derecha o izquierda, en función de por dónde acudiera el monstruo.

El Manco apaleó con fuerza la columna de metro y pico de grosor, partiéndola por la mitad, apartando de su paso una de las mitades con un gesto de su vigoroso brazo. La desnuda exhibición de poder era aterradora, y el joven salió disparado hacia su círculo, pues necesitaba un momento para recobrarse, pero el demonio había previsto esa reacción: dobló las piernas y dio un gran brinco para interponerse entre Arlen y su refugio.

El humano se detuvo en seco. El abismal volvió a gritar, victorioso. Había probado el temple de Arlen y no había dado la talla. Respetaba las puntadas de la larga vara, pero no había miedo alguno en sus ojos cuando avanzó. Arlen cedió terreno a posta, despacio para no provocar al monstruo con ningún movimiento brusco. Retrocedió hasta poder cruzar las piedras de protección del círculo exterior y quedar a alcance de los demonios de la arena arracimados fuera para contemplar el duelo.

El Manco vio su apuro y bramó antes de lanzar una carga atronadora digna de ver. Arlen afirmó los pies en la arena y flexionó las piernas. No se molestó en poner la lanza en ristre para bloquear un posible golpe, sino que la alzó y la echó hacia atrás, listo para arrojarla.

El golpe del demonio de las rocas habría aplastado el cráneo de un león, pero jamás llegó a su destino. Arlen había permitido que la criatura lo arrinconara en el círculo de reserva, oculto entre la arena. Las protecciones revivieron con un chisporroteo, reaccionando cuando el demonio volvió a la carga. Arlen lo esperaba con el hierro encantado en alto y se lo hundió en el vientre.

El alarido horrísono y ensordecedor de El Manco rasgó el velo de la noche, pero a oídos de Arlen era música celestial. Dio un tirón para recuperar el hierro, pero el arma se había quedado enganchada en el negro armazón del pecho. Tironeó de nuevo, lo cual estuvo a punto de costarle la vida cuando el abismal la emprendió a golpes y lo alcanzó de refilón; las uñas de la garra se hundieron en el hombro y en el pecho del hombre.

Arlen salió despedido de allí, girando como una peonza, pero logró dirigirse hacia el círculo de reserva y desplomarse dentro del anillo protector. Se llevó la mano a las heridas y lanzó una mirada al tambaleante demonio de las rocas. El Manco intentaba agarrar la lanza y arrancársela de la herida, pero los grafos del astil frustraban todos los intentos del demonio y, entre tanto, la magia del hierro continuaba obrando su cometido, chisporroteando en la herida y enviando letales oleadas al cuerpo del abismal.

Arlen se permitió una ligera sonrisa cuando El Manco se desplomó de bruces sobre el suelo, pero notó un gran vacío en su interior cuando las frenéticas sacudidas de la criatura aminoraron hasta convertirse en unas convulsiones más suaves. Había soñado con ese momento innumerables veces, había recreado qué haría y qué diría cuando triunfara, pero no era como lo había imaginado. Lo abrumaba una sensación de pérdida y abatimiento en vez de una oleada de euforia.

—Esto es por ti, mamá —susurró mientras el gran demonio dejaba de moverse.

Intentó recrear la imagen materna, desesperado por obtener su aprobación. Se quedó sorprendido y avergonzado al verificar que era incapaz de recordar su rostro. Arlen gimió al sentirse insignificante y desdichado bajo las estrellas.

Dio un rodeo para mantenerse bien lejos del abismal y se dirigió hacia el anillo donde guardaba sus pertrechos y podía atender sus cortes. Se suturó los cortes con puntadas bastante irregulares, pero bastaron para mantenerle cerrados los tajos. Luego, se aplicó una cataplasma de apio de monte que le provocó un gran escozor, indicio de lo necesario que era el apósito. La herida ya se había infectado.

No logró pegar ojo esa noche. Si el dolor de las heridas y la pena de su corazón no hubieran bastado para alejar cualquier soñolencia, un capítulo de su vida estaba a punto de cerrarse y Arlen estaba decidido a verlo.

El astro rey asomó por encima de las dunas e inundó de luz el campamento del joven a una velocidad sólo posible en el desierto. Los demonios de la arena ya se habían disuelto, huyendo con el primer atisbo de la aurora. El rostro de Arlen se crispó a causa del dolor cuando se puso en pie y salió del círculo para ir a inspeccionar el cuerpo de El Manco mientras recuperaba la larga vara de metal.

El negro caparazón humeaba en todos los puntos donde incidía la luz del sol, pronto empezó a chisporrotear y no tardó en arder. El cuerpo del demonio no tardó en ser una pira funeraria que Arlen contempló hipnotizado. Vio una esperanza para la raza humana cuando el viento matutino se llevó las cenizas del demonio derrotado.