22
De gira por las aldeas
329 d. R.
Rojer bailaba y mantenía en el aire cuatro bolas de madera coloreada mientras andaban. Los juegos malabares todavía le venían grandes, pero Rojer Mediagarra tenía una reputación que mantener, y se esforzaba al máximo para superar su limitación, moviendo con gracia la mano lisiada a fin de recoger la bola en posición y poder lanzarla.
Era pequeño, con catorce años cumplidos apenas pasaba del metro y medio. Tenía el pelo de un rojo zanahoria, ojos verdes y un rostro redondo, despejado y lleno de pecas. El polvo del camino le cubría las botas de cuero fino con sendos agujeros por los que asomaba el dedo gordo del pie, y él levantaba una nube de polvo y tierra con sus pisotones, haciendo que quienes estaban alrededor tragaran una bocanada de polvo con cada inspiración.
—¿De veras crees que merece la pena tanto esfuerzo si no puedes estarte quieto? —le preguntó Arrick con irritación—. Pareces un aficionado y eso de hacer respirar polvo a tu público le va a gustar tan poco como a mí.
—No voy a actuar en el camino —repuso el aprendiz.
—A lo sumo lo harás en las aldeas, y allí no tienen suelos de madera —lo contradijo el Juglar.
El aprendiz perdió el ritmo y el maestro se detuvo mientras el muchacho intentaba recuperar la cadencia desesperadamente. Al final, recobró el control sobre las bolas, pero Arrick no dejó de chistarle.
—¿Cómo impiden que los demonios se metan dentro de las murallas si no tienen los suelos entarimados?
—Tampoco tienen murallas —replicó el trovador—. Necesitarían una docena de Protectores para mantener una red de grafos alrededor de una aldea pequeña, y los aldeanos pueden darse con un canto en los dientes si tienen un par de ellos y algún aprendiz.
Rojer se sintió débil y tragó saliva con sabor a bilis. Después de una década, todavía resonaban en su mente los gritos de aquella noche. Y entonces tropezó y se desplomó de espaldas. Las pelotas le cayeron encima. Palmeó airadamente el suelo con la mano lisiada.
—Más valdrá que me dejes a mí lo de los malabares y te concentres en tus otras habilidades —le insistió Arrick—. Si practicaras el canto tanto como los juegos de manos, quizá serías capaz de llegar a la tercera nota sin que te falle la voz.
—Tú siempre dices que «un Juglar incapaz de hacer juegos de manos no es un Juglar completo».
—No importa lo que diga —lo atajó el maestro con brusquedad—. ¿Qué te crees? ¿Qué Gorgorito hace unos juegos de manos maravillosos? Tú tienes talento, y en cuanto te labres un nombre acabarás contando con el concurso de aprendices que hagan los malabarismos por ti.
—¿Y por qué iba a querer yo que alguien hiciera por mí los números de habilidad? —retrucó el muchacho mientras recogía las bolas y las colocaba en una bolsa anudada al cinto y, al hacerlo, palpó el tranquilizador bulto de su talismán, cómodamente instalado en su bolsillo secreto, para que le diera fuerza.
—Porque el dinero no está en esos trucos insignificantes —replicó el maestro, echando mano a la omnipresente bota de vino—. Los Juglares se ganan cuatro klats, pero ganarás buenas monedas milnesas de oro si te haces famoso. —Bebió de nuevo, y esta vez el trago fue más prolongado—. Pero esta gira por los pueblos es necesaria para que te ganes un prestigio.
—Gorgorito jamás actúa en los pueblos —repuso el muchacho.
—Esa es la idea —gritó Arrick, gesticulando como un poseso—. Tal vez su tío sea capaz de tocar algunas teclas en Angiers, pero carece de influencia en las aldeas. ¡Volveremos para enterrarlo en cuanto te hayas hecho famoso!
—No es rival para Melodía y Mediagarra —se apresuró a decir Rojer, colocando primero el nombre de su maestro, a pesar de que últimamente en las calles de Angiers lo hacían al revés.
—¡Exacto! —gritó Arrick, entrechocando los tacones y bailando una rápida jiga.
Rojer había aplacado a tiempo la irritación de Arrick, que había mostrado en los últimos años una creciente propensión a los accesos de ira y había empinado el codo más y más conforme bajaba su popularidad y subía la de su pupilo. Su voz había perdido la dulzura de antaño, y él lo sabía.
—¿Cuánto falta para el Paseo del Grillo? —quiso saber Rojer.
—Deberíamos llegar mañana a la hora del almuerzo.
—Pensaba que las aldeas podían estar a un día de camino como mucho.
—El decreto del duque era que los asentamientos no podían estar más lejos de lo que un hombre era capaz de recorrer en un día a lomos de un buen caballo —refunfuñó el Juglar—. La distancia es algo mayor de lo que puede recorrerse a pie.
El buen humor de Rojer se evaporó. Arrick tenía intención de pasar la noche en el camino sin más defensa entre ellos y los abismales que un viejo círculo portátil que no se había utilizado en los últimos once años.
Pero ya no estaban a salvo en Angiers. Maese Jasin se habían tomado un especial interés en aplastarlos conforme crecía la popularidad de ambos. El año pasado sus aprendices le rompieron un brazo a Arrick y les habían robado el dinero obtenido tras un buen espectáculo en más de una ocasión. Entre eso y la afición del trovador por la bebida y las putas, rara vez sumaban dos klats entre los dos. Tal vez una gira por las aldeas les deparara mejor fortuna.
Hacerse un nombre en los pueblos era un rito de iniciación para los Juglares y siempre le pareció una gran aventura mientras estuvieron a salvo en Angiers, pero ahora Rojer miraba el cielo y le costaba tragar saliva del nudo que se le había formado en la garganta.
El aprendiz se sentó sobre una piedra para coserle un retal colorido a su capa. Eso le ocurría al resto de su atuendo: las prendas originales se habían gastado hacía tiempo e iban saliendo del paso con remiendos hasta que realmente ya sólo vestían retales.
—Monta el sssírculo en cuanto hayassss terminado con esssso, zagal —le ordenó Arrick, un tanto achispado ahora que se había bebido casi todo el pellejo de vino.
El pupilo se estremeció en cuanto miró el sol poniente y se dispuso a acatar la orden enseguida.
El círculo era pequeño, de sólo tres metros de diámetro: lo justo para que dos hombres pudieran tenderse con un fuego entre ambos. Rojer fijó en el centro del campamento una estaca a la que ató un cordel de metro y medio como ayuda para dibujar en el suelo el limpio trazo de un círculo. Depositó el círculo portátil por el exterior de ese perímetro, ayudándose de una vara de medir para asegurarse de que las placas con los grafos estaban alineadas de forma correcta, pero él no era Protector, y no estaba seguro de haberlo hecho bien.
El maestro se acercó dando traspiés para inspeccionar su trabajo en cuanto terminó su aprendiz.
—Paressse bienn —observó, arrastrando las palabras sin apenas mirar el círculo.
Un helado escalofrío corrió por la espalda de Rojer y se puso a revisarlo todo una vez más, e incluso una tercera para cerciorarse, y pese a eso se sintió muy incómodo mientras encendía el fuego y preparaba la cena, pues el sol se hundía cada vez más.
Él no había visto un demonio en la vida, al menos que recordase con claridad. Iba a tener grabada de por vida la zarpa que se coló por la puerta de casa de sus padres, pero el resto, incluso el ser que lo había mutilado, no pasaba de ser una simple neblina de dientes, cuernos y humo.
Se le heló la sangre en las venas cuando la sombra proyectada por los árboles del bosque llegó al camino y no transcurrió mucho tiempo antes de que una forma espectral surgiera del suelo muy cerca del fuego. El demonio del bosque tenía un tamaño similar al de un hombre ordinario. Una piel rugosa muy similar a la corteza de los árboles cubría ese cuerpo suyo fibroso. La criatura rugió nada más ver la fogata; al hacerlo, echó hacia atrás la cabeza cornuda y reveló las dos hileras de dientes afilados. Flexionó las garras, preparándolas para matar. Otras figuras revolotearon alrededor de donde llegaba la luz del fuego, rodeándolos sin prisa.
El aprendiz volvió los ojos a su maestro, que le daba de firme a la bota de vino. Había albergado la esperanza de que él conservara la calma, pues había dormido antes en círculos portátiles, pero el temor de sus ojos decía lo contrario. Rojer llevó una mano temblorosa hasta su bolsillo secreto y extrajo del mismo su talismán, agarrándolo con fuerza.
El demonio del bosque agachó la cabeza y cargó con los cuernos por delante. Entonces, le vino a la memoria un recuerdo largo tiempo reprimido y de pronto tuvo otra vez tres años y observaba por encima del hombro materno cómo se acercaba la muerte.
Lo recordó todo de golpe: su padre, atizador en mano, había permanecido en su sitio junto al Enviado Geral para ganar tiempo a fin de que su esposa pudiera escapar con él, pero Arrick los quitó de en medio a empujones mientras huía hacia la gazapera de la cocina. Recordó el mordisco que se le llevó los dedos y el sacrificio de su madre.
«¡Te quiero!».
Rojer se aferró al talismán y sintió el espíritu materno muy cerca de él, como si fuera una presencia física. Cuando los abismales se les echaran encima, confiaba en que lo protegería más que los grafos.
La criatura golpeó la protección con dureza. Arrick y Rojer dieron un brinco del susto cuando la magia de los grafos levantó un chisporroteo de luz. El entramado de grafos de Geral quedó reflejado en el aire con trazos de fuego plateado durante unos instantes y luego el abismal fue rechazado, y quedó aturdido.
La sensación de alivio duró poco. El sonido y la luz atrajeron la atención de otros congéneres, y cargaron por turnos a fin de probar el entramado desde todos los ángulos.
Pero las protecciones lacadas de Geral aguantaron bien y los demonios fueron rechazados, ya atacaran de uno en uno ya lo hicieran en grupo; al final, terminaron dando vueltas en torno a ellos, buscando en vano una debilidad.
Sin embargo, mientras los demonios seguían lanzándose contra la protección del círculo, Rojer tenía la mente en otro lugar: veía morir a sus padres una y otra vez; las llamas consumían a su padre y el fuego devoraba a su madre poco después de meterlo en el agujero de la cocina. Y veía una y otra vez cómo Arrick los apartaba.
Melodía había causado la muerte de su progenitora, tan seguro como si la hubiera matado él mismo. Rojer se llevó el talismán a los labios y besó el pelo rojo de su madre.
—¿Qué es eso que sostienes? —preguntó Arrick cuando fue claro que los demonios no iban a cruzar.
El descubrimiento de su talismán le habría provocado un ataque de pánico en cualquier otra ocasión, pero ahora se hallaba en otro sitio, reviviendo una pesadilla e intentando aclarar el significado de la misma. Arrick había sido como un padre para él durante diez años. ¿Podían ser ciertos esos recuerdos?
El muchacho abrió la mano, dejando que su mentor viera la pequeña muñeca de madera con el mechón de pelo rojo.
—Mi mamá —dijo.
Su maestro la miró con tristeza y hubo algo en su expresión que le confirmó todo cuanto necesitaba saber. Sus recuerdos eran ciertos. Rojer se tensó cuando Arrick empezó a barbotar palabras de enfado. Estaba dispuesto a cargar contra el Juglar para arrojarlo del círculo y dejar que se encargaran de él los abismales.
Arrick humilló la mirada, se aclaró la garganta y empezó a cantar. Su voz estropeada por años de bebida recuperó parte de su antigua dulzura mientras entonaba una suave nana. La tonada activó la memoria del muchacho exactamente igual que había hecho la visión del demonio del bosque. De súbito, se acordó de cómo Arrick lo había sostenido en el mismo círculo que ocupaban en ese momento, entonando la misma canción de cuna mientras ardía todo Pontón.
La canción envolvió a Rojer como su talismán, recordándole lo seguro que se había sentido esa noche. Arrick había sido un cobarde, eso era cierto, pero había respetado la petición de Kally de cuidar de él, a pesar de que eso le había costado su puesto junto al duque y le había arruinado la carrera.
Metió bien el talismán en el bolsillo secreto y observó la noche con la mirada ausente mientras las imágenes de toda una década pasaban por su mente y él intentaba encontrar algún sentido a todo aquello.
Al final, la canción se fue apagando y Rojer salió de su ensimismamiento y sacó los utensilios de cocina. Frió salchichas y tomates en una pequeña sartén, y se los comieron, acompañándolos con pan duro. Practicaron después de la cena. Rojer sacó el violín y Arrick se humedeció los labios con las últimas gotas de la bota de vino. Se pusieron el uno frente al otro, haciendo todo lo posible por ignorar a los demonios que acechaban más allá del círculo.
Rojer comenzó a tocar y todas las dudas y aprensiones se desvanecieron en cuanto la vibración de las cuerdas se convirtió en su mundo. Fue rasgueando una melodía y asintió cuando se sintió preparado. Arrick se unió a él con un suave tarareo, a la espera de otro gesto para empezar a cantar. Estuvieron interpretando durante algún tiempo, sumiéndose en una confortable armonía perfeccionada por años de prácticas y actuaciones.
Arrick se interrumpió y miró en derredor al cabo de mucho rato.
—¿Qué ocurre?
—Ningún demonio ha atacado las defensas desde que hemos comenzado, o eso creo —repuso Arrick.
El aprendiz dejó de tocar y dirigió una mirada a la noche y se percató de que era cierto. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los demonios del bosque estaban acuclillados en los alrededores del círculo, inmóviles, pero cuando Rojer miró a los ojos de un ser, este se le echó encima.
El muchacho gritó y se cayó de espaldas cuando el monstruo impactó contra las protecciones y fue repelido. Surgió a su alrededor un flameo de chispas cuando todos los atacantes salieron del trance y atacaron.
—¡Era la música! ¡La música los ha hecho retroceder!
El Juglar vio la confusión en el semblante del muchacho, de modo que se aclaró la garganta y comenzó a cantar.
Y lo hizo con una voz tan fuerte que llegó bien lejos en el camino, ahogando los alaridos de los demonios con su hermoso sonido, pero no sirvió para mantener a raya a los abismales. Antes al contrario, los asaltantes gritaron y lanzaron zarpazos contra la barrera con más fuerza, como si estuvieran desesperados por silenciarlo.
Arrick frunció las cejas y cambió la tonada, cantando la última balada que habían ensayado él y Rojer, pero los demonios siguieron afanándose en atacar las defensas. Rojer sintió una punzada de miedo. ¿Qué ocurría si esos demonios encontraban una brecha en las defensas como habían hecho en…?
—¡Toca el violín, zagal! —gritó Arrick. El muchacho miró embobado el instrumento y el arco, todavía entre sus manos—. ¡Tócalo, memo! —ordenó el Juglar.
La mano tullida de Rojer tembló y el arco rozó las cuerdas del violín, soltando un chirrido penetrante similar al arañar de unas uñas sobre la pizarra. Los monstruos se quejaron al tiempo que retrocedían un paso, lo cual envalentonó a Rojer, que tocó nuevas notas discordantes y desafinadas. Aullaron y se taparon las orejas con las zarpas, como si les doliera.
Pero los demonios no huyeron, sino que se apartaron del círculo lentamente hasta ponerse a una distancia tolerable y se dispusieron a esperar. Sus ojos destellaban a la luz de la fogata.
Verlos le puso el corazón en un puño. Ellos sabían que no iba a poder tocar eternamente.
Arrick no había exagerado al afirmar que iban a recibirlos como héroes en las aldeas. Los habitantes del Paseo del Grillo no tenían Juglares propios y eran muchos quienes recordaban a Melodía de sus tiempos como heraldo del duque, una década atrás.
Había una pequeña posada para albergar a los pastores y a los granjeros que iban y venían entre Bosque Cerrado y el Valle del Pastor. Fueron bien recibidos en ella y les dieron comida y alojamiento gratis. Todo el pueblo se dio cita en la posada para ver el espectáculo, bebiendo cerveza suficiente para sufragar los gastos del posadero. De hecho, todo fue a pedir de boca hasta que llegó el momento de pasar el sombrero.
—Una mazorca de maíz —gritó Arrick, moviéndola delante del rostro de Rojer—. ¿Y qué esperan que hagamos con eso?
—Bueno, siempre podemos comérnosla —sugirió Rojer. Su maestro lo fulminó con la mirada y continuó caminando. A Rojer le había gustado el Paseo del Grillo. Los lugareños eran gentes sencillas y de buen corazón, y sabían cómo disfrutar de la vida. En Angiers, el público se apretaba cerca para oír su violín, asintiendo y dando palmas, pero jamás había visto gente tan dispuesta a bailar como ellos. Todavía estaba sacando el violín de la funda cuando ya se habían retrocedido para hacer espacio y no mucho después estaban bailando, dando vueltas y riendo de forma escandalosa, dejándose llevar por la música y danzando a su son.
Lloraron sin vergüenza alguna ante las tristes baladas de Arrick y rieron al borde de la histeria sus chistes verdes y sus mimos. A juicio del aprendiz, no podía pedirse más a un público.
—¡Melodía y Mediagarra! —corearon de forma atronadora cuando terminó la actuación. Les llovieron ofertas de alojamiento y corrieron la bebida y el vino. Dos muchachas de ojos negros como el carbón llevaron a Rojer detrás de un almiar, donde se besaron hasta que la cabeza le dio vueltas.
Su maestro estaba menos complacido.
—¿Cómo he podido olvidar que las cosas eran así? —se lamentó.
Se refería a la recaudación, por supuesto. No había monedas en las aldehuelas, o había muy pocas. Todo cuanto tenían era para atender a lo imprescindible: la compra de semillas, herramientas y postes de protección. Había un par de klats de madera al fondo del sombrero, pero eso no bastaba para pagar el vino trasegado por Arrick durante el viaje desde Angiers. La mayor parte de los asistentes habían pagado en grano, echando a la colecta alguna que otra bolsa de sal o especias.
—Trocadores —soltó Arrick, pronunciando la palabra como si fuera un insulto—. Ningún vinatero de Angiers aceptaría un saco de cebada como pago.
La gente del Paseo del Grillo les había pagado algo más que grano. Les habían dado carne en salazón y pan recién horneado, un cuerno de requesón y una cesta de fruta; edredones para que durmieran calientes y parches de cuero para los zapatos. Se ofrecían a compartir con gusto cualquier bien o servicio que pudieran tener. Rojer no había comido tan bien desde los tiempos que estaban en el palacio del duque, y no era capaz de comprender la aflicción de su maestro aunque lo zurcieran. ¿Para qué quería el dinero si no hacía falta comprar lo que los lugareños les daban en abundancia?
—Al menos tienen vino —refunfuñó el Juglar.
Rojer observó con nerviosismo la bota de vino cuando su maestro le dio un tiento, sabedor de que la bebida únicamente serviría para aumentar su disgusto, pero no despegó los labios. La sugerencia de que no bebiera tanto lo enfadaba más que todo el alcohol que fuera capaz de ingerir.
—Me encanta el sitio —se atrevió a decir Rojer—. Me gustaría que nos quedáramos aquí más tiempo.
—¿Qué sabrásss tú? —le espetó Arrick—. Sssólo eresss un crío tonto. —Profirió un lamento, como si lo aquejara un dolor—. Bosque Cerrado no va a ssser mejor y el Valle del Pastor ya esss lo peor. ¿En qué esstaría yo pensando p’a embarcarme en esssta essstúpida gira?
Propinó una patada a las preciadas láminas del círculo portátil, golpeando de refilón las protecciones, aunque no pareció notarlo o no le preocupó, pues se acercó al fuego dando tumbos.
Rojer jadeó, pues era inminente el crepúsculo, pero no dijo nada y salió disparado hacia el lugar y corrigió el daño con auténtico frenesí, lanzando miradas llenas de pánico a la línea del horizonte.
No le sobró ni un segundo, pues los abismales se materializaron cuando todavía estaba arreglando la cuerda. El muchacho cayó de espaldas cuando se le echó encima el primer asaltante y chilló de miedo cuando las protecciones chisporrotearon al cobrar vida.
—¡Maldito seas! —le gritó el Juglar al demonio cuando este cargó. Alzó el mentón con gesto desafiante y cacareó burlón cuando el monstruo cargó contra la red de grafos.
—Maestro, por favor —imploró Rojer, tomándolo del brazo y tirando de él para arrastrarle al centro del anillo.
—Oh, sí, Mediagarra sabe lo que conviene, ¿no? —se burló; dio un tirón para zafarse del muchacho y estuvo a punto de caerse—. El pobre borracho de Melodía no sssabe mantenerse lejosss de las garras de los abismales, ¿eh?
—Eso no es así.
—¿Y cómo essss entonces? —inquirió Melodía—. Piensasss que eresss alguien sssin mí porque el público corea tu nombre.
—No —respondió Rojer.
—Ya lo creo que sí —musitó el beodo, y con paso inseguro se fue otra vez a por la bota de vino.
Rojer tragó saliva y alargó la mano en busca de su talismán. Frotó el trozo de madera lisa y el sedoso mechón con el dedo gordo, e intentó invocar su poder.
—Eso es, ¡llama a mamaíta! —gritó Arrick, que dio media vuelta y señaló el muñeco—. Yo te eduqué y te enseñé cuanto sabes. ¡He dao mi vida por ti!
El aprendiz aferró el amuleto con más fuerza todavía cuando sintió la presencia de su madre y le pareció escuchar sus últimas palabras. Pensó de nuevo en cómo Arrick la había empujado al suelo y se le formó un nudo en la garganta.
—No, tú fuiste el único que no lo hizo.
Arrick puso cara de pocos amigos y se acercó a su aprendiz. Rojer retrocedió, pero el anillo era pequeño y no había adónde huir: los demonios caminaban con avidez al otro lado del círculo.
—Trae p’aca eso —gritó Melodía enfadado, aferrando las manos de su pupilo.
—¡Es mío! —chilló Rojer.
Forcejearon durante unos instantes, pero el beodo era más grande y más fuerte, y tenía dos manos intactas. Le arrebató el muñeco y lo tiró al fuego.
—¡No! —gritó Rojer, y se lanzó hacia las llamas; pero era ya demasiado tarde. El pelo rojo prendió de forma inmediata y la madera empezó a arder antes de que tuviera tiempo de encontrar una ramita con la que retomar el talismán. El muchacho se arrodilló en el suelo y contempló cómo se quemaba, mudo de asombro. Empezaron a temblarle las manos.
El Juglar lo ignoró y se acercó a un demonio del bosque, acuclillado al borde del círculo, donde atacaba las defensas.
—To cuanto me ha pasao essss culpa tuya. He tenío que cargar contigo, crío ingrato, y esss culpa tuya que perdiera el trabajo… ¡Tuya!
El abismal le gritó al tiempo que enseñaba sus dientes afilados. Arrick aulló de nuevo y estampó la bota de vino en la cabeza del atacante. El cuero estalló y los roció a ambos de vino rojo como la sangre y trozos de cuero curtido.
—¡Mi vino! —aulló Arrick, comprendiendo de pronto lo que había hecho.
Hizo ademán de cruzar las protecciones, como si hubiera algún modo de reparar el daño.
—¡Maestro, no! —gritó Rojer, que se revolvió, lanzándose a por él y en la caída logró agarrarlo por los pelos de la desaliñada coleta con la mano buena y le pateó las corvas. Arrick se vio arrastrado hacia atrás, lejos de las placas de grafos, y cayó pesadamente encima de su aprendiz.
—Quítame lasss manosss de encima —chilló, sin comprender que el muchacho acababa de salvarle la vida.
Cuando logró levantarse, agarró al aprendiz por la camisa y lo lanzó fuera del círculo.
El abismal y el humano se quedaron inmóviles durante unos instantes. El semblante del Juglar reflejó que este había tomado conciencia de sus actos cuando el demonio del bosque profirió un grito triunfal y aseguró los pies para tomar impulso y saltar sobre la víctima.
El muchacho cayó hacia atrás entre gritos, sin esperanza alguna de volver tras las placas lacadas a tiempo. Alzó las manos en un débil intento de repeler a la criatura, pero se oyó un grito antes de que lo golpease el monstruo. Melodía había placado al ser, derribándolo.
—¡Vuelve al anillo! —gritó Arrick.
El abismal bramó antes de contraatacar con saña y lanzó al hombre por los aires. Rebotó pesadamente al golpearse contra el suelo. Le temblaban las extremidades y con una de ellas dio en la cuerda del círculo portátil y rompió el alineamiento de las placas.
Todos los asaltantes situados en el claro echaron a correr hacia la brecha. Rojer comprendió que iban a morir los dos. El primer demonio volvió a cargar contra él, pero Melodía lo agarró para hacerlo a un lado.
—¡Tu violín! ¡Puedes hacerles retroceder con él!
Las garras del atacante se hundieron profundamente en el pecho del Juglar apenas hubo pronunciado esas palabras.
—¡Maestro! —gritó Rojer, y lanzó una mirada dubitativa a su violín.
—¡Sálvate! —dijo con voz entrecortada antes de que el demonio le rebanara el cuello.
Rojer tenía los dedos agrietados y ensangrentados para cuando el alba dispersó a los demonios, obligándolos a regresar al Abismo. Los tenía engaritados y debió hacer un gran esfuerzo para estirarlos y soltar el violín.
Se había pasado tocando toda una larga noche, medio tieso por el frío cuando se apagó la fogata, sin dejar de emitir notas discordantes para mantener alejados a los abismales que, como bien sabía, lo acechaban al amparo de la oscuridad.
No había habido belleza ni eufonía alguna en esa música, tocó chirridos y notas disonantes, nada que pudiera apartar su mente del horror circundante, pero ahora, cuando miraba los restos dispersos de carne y ropas ensangrentadas, todo cuanto quedaba de su maestro, lo asaltó un nuevo horror; sintió arcadas y cayó de rodillas.
Las náuseas cesaron al cabo de un minuto. Entonces, contempló sus manos acalambradas y ensangrentadas con el deseo de que dejaran de temblar. Lo embargaba la sensación de tener los mofletes acalorados y enrojecidos a pesar de notar el soplo del frío aire matutino en su rostro exangüe. Seguía teniendo revuelto el estómago, pero ya no le quedaba nada por vomitar. Se secó la boca con la manga y se obligó a ponerse de pie.
Intentó recoger suficientes restos de Arrick para poder darle sepultura, pero no quedaba mucho. Un mechón de pelo; una bota que los monstruos habían rasgado para llegar hasta la carne y salpicaduras de sangre.
Los demonios no habían desechado ni las tripas ni un solo hueso. Se lo habían zampado todo con avidez.
Según predicaban los Pastores, los abismales devoraban el cuerpo y el alma de sus víctimas, pero Arrick siempre había dicho que los Hombres Santos eran aún más embusteros que los Juglares, y su maestro era capaz de soltar trolas tremendas. Rojer pensó en su talismán y en el sentimiento de que este invocaba al espíritu de su madre. ¿Cómo podría sentirla cerca de él si su alma se había consumido?
Miró las cenizas frías del fuego. El muñequito seguía ahí, renegrido y retorcido, y se le desmenuzó entre los dedos cuando los tomó. No muy lejos de allí, sobre el suelo, se hallan los restos de la coleta de Arrick. Rojer tomó el pelo, ahora más gris que rubio, y se lo metió en el bolsillo.
Iba a hacerse otro talismán.
Bosque Cerrado apareció ante los ojos de Rojer antes del anochecer, para gran alivio del joven. No se creía con fuerzas para pasar otra noche al raso.
Había pensado en volver al Paseo del Grillo e implorar a algún Enviado que lo llevara de vuelta a Angiers, pero eso lo obligaría a contar cuanto había pasado, y no estaba preparado. Además, ¿qué le reservaba Angiers? No podría actuar en las calles sin una licencia del gremio y Melodía se había hecho demasiados enemigos como para que él pudiera completar su aprendizaje. Más valdría permanecer en aquella zona limítrofe, donde nadie lo conocía ni llegaba la mano del gremio.
Al igual que en el Paseo del Grillo, Bosque Cerrado estaba llena de gente buena y recta que lo recibieron con los brazos abiertos. Estaban tan encantados de que la fortuna les hubiera traído a un Juglar que no lo atosigaron con preguntas.
Rojer aceptó con gratitud su hospitalidad. Se sentía un impostor al proclamarse Juglar cuando sólo era un aprendiz sin licencia. De todos modos, dudaba mucho que a las gentes de aquellos pagos tan lejanos, los finisterranos, les importara demasiado caso de saberlo. ¿Iban a negarse a bailar al son de su violín o iban a reírse menos por sus mimos?
Rojer no se atrevió a sacar las bolas coloreadas de la bolsa de las maravillas y rechazó todas las peticiones de cantar. En vez de eso, hizo volteretas y acrobacias, y anduvo con las manos, usando todo su repertorio a fin de tapar sus deficiencias.
Los finisterranos no lo presionaron, y eso bastaba por el momento.