11
La brecha
321 d. R.
–Apuesto tres lunas a que va al este —dijo Gaims, haciendo tintinear las monedas de plata cuando surgió El Manco.
—Acepto —contestó Woron—. Lleva corriendo tres noches. Está listo para cambiar.
Como siempre, el demonio de las rocas resopló antes de verificar otra vez los grafos de protección de la entrada. Se movía de forma metódica, sin pasar por alto ni un resquicio. El abismal se dirigió al este cuando la puerta resultó ser segura.
—¡Por la Noche! —maldijo Woron—. Estaba convencido de que esta vez iba a hacer algo diferente.
Hurgó en el bolsillo en busca de las monedas mientras se oían cada vez más lejos los chillidos del monstruo y los chasquidos de las protecciones mágicas al activarse.
Los dos guardias se olvidaron de la apuesta y miraron por encima del pretil al percatarse de que El Manco mantenía la mirada fija en un punto concreto de la muralla, con manifiesta curiosidad. Otros abismales se reunieron alrededor, pero se mantuvieron a distancia respetuosa del gigante.
De pronto, el demonio se lanzó hacia la muralla con la garra extendida sin provocar chisporroteo alguno de los grafos. A los centinelas se les heló la sangre en las venas cuando oyeron con claridad el resquebrajamiento de las piedras.
El ser profirió un rugido triunfal y siguió golpeando, esta vez con toda la mano. Los vigilantes fueron capaces de ver caer los trozos de roca incluso a la tenue luz de las estrellas.
—El cuerno —instó Gaims, poniendo las manos temblorosas sobre la muralla; al cabo de un momento tomó conciencia de que se había meado en los pantalones—. Haz sonar el cuerno.
Como no hubo movimiento alguno junto a él, el centinela se volvió para buscar a su compañero que, boquiabierto, miraba embobado al demonio. Una lágrima le corría por la mejilla.
—Sopla ese cuerno estridente —chilló Gaims.
Woron salió de su ensimismamiento y llevó a los labios el cuerno, ya preparado, pero necesitó varios intentos hasta hacerlo sonar. Para entonces, El Manco estaba haciendo girar su cola picuda para golpear el muro, arrancando más y más trozos de roca con cada porrazo.
Cob zarandeó a Arlen hasta despertarlo.
—¿Quién…? ¿Queeslo…? —preguntó el aprendiz, frotándose los ojos—. ¿Ya es de día?
—No —contestó Cob—. Están sonando los cuernos. Hay una brecha.
Arlen se incorporó de inmediato.
—¿Una brecha? ¿Hay abismales dentro de la ciudad?
—O han entrado —admitió el maestro—, o lo harán muy pronto. ¡Levántate!
Anduvieron con dificultad y reunieron su instrumental a la luz de las lámparas; luego, se echaron por encima unas gruesas capas y se enfundaron las manos en unos guantes gruesos para evitar que el frío dificultara su trabajo.
Volvieron a sonar los cuernos.
—Dos toques —interpretó Cob—, uno corto y otro largo: la brecha está entre el primer y segundo puesto de guardia en la puerta principal del lado este.
Fuera, sonó el repiqueteo de unos cascos de caballo contra los adoquines de las calles y poco después alguien aporreó la puerta. Nada más abrir vieron a Ragen protegido de los pies a la cabeza por una armadura y con una gruesa lanza en la mano. Su escudo de grafos colgaba del cuerno de la silla de montar. No había un corcel tan elegante y cariñoso como Pupila Negra, una yegua grande y con carácter, un caballo de guerra criado para tiempos pretéritos.
—Elissa está fuera de sí —les explicó el Enviado—. Me ha enviado a que os mantenga vivos a los dos.
Arlen puso cara de pocos amigos, pero la llegada de Ragen tuvo la virtud de disipar el miedo que se le había metido en el cuerpo. Maestro y aprendiz engancharon el robusto poni a su carreta protegida por muchos grafos y se marcharon en dirección a la brecha, guiados por los gritos, los chispazos y los golpes.
Las calles se hallaban desiertas, las puertas cerradas y los postigos echados, pero el aprendiz era capaz de atisbar luz a través de las rendijas y sabía gracias a ellas que los milneses estaban despiertos, mordiéndose las uñas y rezando para que aguantaran las defensas. Oyó incluso algún lloriqueo y tomó conciencia de lo mucho que los habitantes de la ciudad dependían de su muralla.
Acabaron por llegar al escenario de los hechos, donde reinaba un caos absoluto. Las avenidas adoquinadas estaban llenas de lanzas rotas o requemadas así como de Centinelas y Protectores muertos o agonizantes. Tres ensangrentados hombres de armas forcejeaban con un demonio del viento en un intento de inmovilizarlo el tiempo suficiente para que un par de aprendices de Protectores lo atraparan en un círculo portátil. Otros corrían de aquí para allá con cubos de agua, haciendo lo posible por sofocar alguno de los muchos fuegos pequeños provocados por los demonios de las llamas, que correteaban gozosos por todas partes y prendían fuego a cuanto quedaba a su alcance.
Arlen estudió la brecha, sorprendido de que un abismal hubiera sido capaz de horadar seis metros de roca sólida. Sus congéneres se apelotonaban en la boca del agujero y se arañaban unos a otros en su intento de ser el siguiente en penetrar en la urbe.
Un demonio del viento se metió por la abertura y salió a toda prisa al tiempo que desplegaba las alas. Un guardia le arrojó la lanza, pero se quedó corto y el abismal voló en dirección a la ciudad sin problema alguno. Un momento después, un demonio de las llamas se abalanzó sobre el centinela ahora desarmado y le abrió la garganta.
—¡Deprisa, chaval! —gritó Cob—. Los guardias nos conceden algo de tiempo, pero no van a durar mucho contra una brecha de semejantes dimensiones. ¡Debemos sellarla enseguida!
Saltó de la carreta con una agilidad sorprendente para un hombre de su edad y sacó de la parte trasera un par de círculos portátiles y entregó uno a su ayudante.
Ragen cabalgó tras ellos con actitud protectora mientras maestro y aprendiz avanzaban en dirección al estandarte del grafo clave, el blasón del gremio de Protectores, identificando el círculo protector donde estos habían asentado su base. Herboristas desarmados atendían a hileras de heridos y salían fuera del círculo en una muestra de arrojo para ayudar a los hombres tambaleantes que acudían en busca de refugio. Eran muy pocos para atender a tantos.
Madre Jone, la consejera del duque, y maese Vincin, el síndico del gremio de Protectores, los saludaron.
—Maestro Cob, qué alegría contar con tu… —empezó Jone.
—¿Dónde se nos necesita? —preguntó Cob a Vincin, ignorando por completo a Jone.
—En la brecha principal —contestó el interpelado—. Fija los postes en los grados quince y treinta —indicó, señalando un montón de postes de protección—, ¡y ten cuidado, por el Creador! Ahí está un demonio de las rocas, fue él quien abrió la grieta. Lo han arrinconado para que no siga avanzando hacia el interior de la ciudad, pero vas a tener que ir más allá de los grafos para entrar en esa posición. Ha matado ya a tres Protectores y sólo el Creador sabe a cuántos guardias.
Cob asintió; luego, él y su aprendiz se dirigieron hacia la pila de postes.
—¿Quién estaba de guardia al caer la noche? —preguntó en cuanto se hicieron cargo de los postes.
—El Protector Macks y su aprendiz —replicó Jone—. El duque los ahorcará por esto.
—Pues en ese caso Su Gracia cometerá una estupidez —replicó Vincin—. No hay indicios elocuentes de lo sucedido ahí fuera y Miln necesita hasta el último de sus Protectores, y aún más. —Soltó un prolongado suspiro—. Tal y como pinta la cosa, habrá unos cuantos menos antes de que acabe la noche.
—Primero monta tu círculo —repitió Cob por tercera vez—. Sitúa el poste en su posición cuando estés a salvo y espera ahí hasta que prenda el magnesio. Va a deslumbrar más que la luz del día, así que protégete los ojos. Entonces, alinea tu poste según el cuadrante del poste principal, pero no intentes unirlos a los de los demás. Confía en que los demás Protectores los alineen de forma correcta. Al terminar, fija las estacas entre los adoquines para mantenerlo en su sitio.
—¿Y entonces? —preguntó Arlen.
—Quédate en el maldito círculo y no salgas de él hasta que yo te lo diga —espetó Cob—. No importa lo que veas. Me da igual que te tires ahí la noche entera, ¿está claro?
El muchacho asintió.
—Bien —dijo el maestro. Estudió el caos imperante y esperó más y más hasta que dio la orden a voz en grito—: ¡Ahora!
Los dos se marcharon de allí en dirección a sus respectivas posiciones, esquivando las llamaradas, los cuerpos de los caídos y los escombros. En cuestión de segundos, dejaron atrás la hilera de edificios y vieron al demonio manco de las rocas, irguiéndose por encima de un pelotón de soldados y una docena de cadáveres. Sus garras y mandíbulas ensangrentadas centelleaban a la luz de los faroles.
A Arlen se le heló la sangre en las venas; se detuvo en seco y miró a Ragen. Sus miradas se encontraron durante unos instantes.
—Debe de ir a por Keerin —comentó el Enviado con sequedad.
Arlen abrió la boca, pero antes de que pudiera replicar, Ragen gritó:
—¡Cuidado!
El jinete interpuso la lanza en el camino del chico. El arma de Ragen chasqueó al impactar contra el semblante de un belicoso demonio del viento. Entre tanto, el muchacho se vio tirado al suelo de rodillas, llevándose un buen porrazo, y soltó sin querer el poste; luego, rodó sobre sí mismo y se giró a tiempo de ver al abismal chocar contra el escudo de grafos del Enviado. El abismal salió despedido a causa de la colisión y acabó impactando contra los adoquines.
Ragen taloneó a su montura para que avanzara y pisoteara con los cascos a la criatura mientras él se ladeaba para agarrar a Arlen justo cuando este había recuperado su poste. El jinete lo llevó medio a rastras y medio en volandas hasta su posición. Cob ya había montado su círculo portátil y estaba preparando la fijación de su poste de protección.
Arlen no perdió un instante y se puso a montar su propio círculo, pero no dejaba de volver la vista hacia El Manco. Este soltaba golpes tremebundos contra las defensas levantadas a toda prisa delante de él en un intento de atravesarlas. El muchacho apreció la debilidad de la red en cada chisporroteo y supo que no iba a durar eternamente.
El demonio de las rocas olisqueó el aire y alzó súbitamente los ojos, encontrándose con la mirada de Arlen. Hubo una lucha de voluntades durante un momento, hasta que el cruce de miradas resultó difícil de soportar y el chico bajó los ojos. El Manco chilló y redobló sus esfuerzos por atravesar las debilitadas defensas.
—¡Deja de mirar y haz tu trabajo, chaval! —le gritó Cob, sacando a Arlen de su ensimismamiento.
Él se esforzó cuanto pudo por hacer caso omiso a los gritos del abismal y a los alaridos de los guardias. Colocó la base plegable de hierro y situó el poste en su interior. La orientó respecto al cuadrante del poste principal lo mejor posible para la luz disponible, escasa y parpadeante, y luego se protegió los ojos con las manos a la espera de que actuara el magnesio.
La llamarada se produjo poco después y convirtió la noche en día. Los Protectores se apresuraron a colocar en posición sus postes y los fijaron en su sitio con puntales. Hicieron señales con trozos de tela blanca para dar a conocer la culminación del proceso.
Arlen reconoció el resto del área en cuanto terminó su cometido. Varios Protectores y sus aprendices forcejeaban aún con sus postes, uno de los cuales ardía por obra de un demonio de las llamas. Los abismales gritaban y retrocedían ante el efecto luminoso del magnesio, aterrados ante la perspectiva de que surgiera ya el aborrecido sol. La guardia ducal avanzó lanza en ristre, intentando empujarlos más allá de los postes de protección antes de que se percataran de su falsa apreciación. Ragen hizo lo mismo a lomos de su montura, su pulido escudo de grafos reflejaba la luminosidad del magnesio y hacía retroceder a los atemorizados abismales a trompicones.
Pero la falsa luz no ocasionaba daño alguno a las criaturas. El Manco no retrocedió cuando un pelotón de soldados, envalentonado por el efecto de la luminiscencia, levantó una hilera de lanzas y se interpuso en su camino. Muchas de ellas se quebraron por la punta o pasaron rozando cerca de las pétreas placas del demonio. Este logró aferrar algunas y se apoderó de ellas con bruscos tirones, sacando a los hombres de las zonas protegidas con la facilidad con que un niño podría desprenderse de un muñeco.
Arlen contempló la carnicería con verdadero espanto. La criatura descabezó a un defensor de un mordisco y arrojó el cuerpo contra sus compañeros, haciendo caer a varios de ellos, para luego aplastar a un guardia de un pisotón y enviar volando a un tercero merced a un golpe propinado con su cola picuda. El desdichado impactó contra el suelo y no se levantó.
Los cadáveres y la sangre cubrieron los grafos de contención que impedían el avance de El Manco y este aprovechó la anulación de la red de protección para embestir raudo como una flecha, matando a voluntad. Los guardias se replegaron y algunos se batieron en franca retirada, pero el gigantesco abismal se olvidó de ellos en cuanto huyeron y cargó contra el círculo portátil de Arlen.
—¡Arlen! —chilló Ragen mientras hacía volver grupas a su caballo.
El Enviado sufrió un ataque de pánico cuando vio cargar al enemigo y pareció olvidar que el ayudante estaba a salvo dentro del círculo de protección. Taloneó los ijares del caballo para azuzarlo y avanzó lanza en ristre, apuntando a la espalda de El Manco.
Este oyó la llegada del jinete y se revolvió en el último momento. Fijó los pies y recibió la lanzada en pleno pecho; el arma centelleó mientras el demonio de las rocas aplastaba el cráneo del corcel con un zarpazo.
La cabeza del caballo salió disparada hacia un lateral y rodó hacia atrás, hasta entrar en el círculo de Cob, golpeó en el poste y salió rebotada hacia un lado. Ragen no tuvo tiempo de sacar los pies de los estribos y el cuerpo del animal lo atrapó en su caída, aplastándole la pierna y dejándolo inmóvil en el suelo. El Manco se adelantó, listo para matarlo.
Arlen gritó y buscó ayuda con la mirada, pero no había a quién encomendarse. Su maestro se aferraba a su poste, intentando mantenerse en pie, y todos los demás Protectores habían reemplazado el poste quemado en otra posición y luego se habían situado en torno a la brecha, donde trazaban grafos. Al quedarse en su sitio, Cob se hallaba desplazado, sin nadie en condiciones de ayudarlo ahora que la guardia había quedado muy diezmada tras el último embate de El Manco. Arlen supo que Ragen estaba condenado incluso aunque Cob fijara su poste enseguida. El Manco estaba en el lado equivocado de la red. Debía hacerle salir.
—¡Eh! —chilló mientras salía de su círculo y agitaba los brazos—. ¡Eh, feúcho!
—Arlen, vuelve a tu círculo —bramó Cob, pero ya era demasiado tarde: el demonio de las rocas había girado la cabeza al oír la voz de un muchacho.
—Oh, sí, me oyes —murmuró Arlen, cuyo rostro pasó de un rojo inflamado a un frío intenso.
Miró de refilón los postes de protección. Los abismales eran más atrevidos a medida que disminuía la intensidad del magnesio. Meterse en ese avispero era un suicidio.
Pero el aprendiz recordó sus anteriores encuentros con el abismal y con qué celo defendía la autoría de esas hazañas. Esa idea lo llevó a girarse y sobrepasar los postes de protección, llamando la atención de un siseante demonio de las llamas, que se abalanzó sobre él con los ojos encendidos, pero también lo hizo El Manco; que se removió para apartar de un golpetazo al demonio menor.
Arlen volvió sobre sus pasos y se lanzó de bruces hacia la protección de los postes; se puso a salvo a pesar de la celeridad con la que se revolvió El Manco, que le lanzó un golpe con saña, pero la magia flameó y frustró el intento del abismal, pues Cob había restablecido la red de protección al reponer su poste y ahora el abismal estaba en el lado exterior; aulló de frustración mientras aporreaba la barrera, pero esta demostró ser impenetrable.
El chico corrió junto a Ragen. Cob lo arrolló para darle un abrazo y luego le dio un cachete en la mejilla.
—Te retorceré ese huesudo pescuezo tuyo como vuelvas a hacer otro truquito de los tuyos —le avisó el maestro.
—Se suponía que yo debía protegerte a ti —convino Ragen con voz débil; una sonrisa le curvó los labios.
Aún había abismales desperdigados por la ciudad cuando Vincin y Jone despidieron a los Protectores. Los centinelas supervivientes, con la ayuda de los Herboristas, llevaron a los heridos hasta los dispensarios de la ciudad.
—¿No debería alguien dar caza a los que andan sueltos por ahí? —preguntó Arlen mientras llevaban con cuidado a Ragen en la parte posterior de la carreta. El Enviado tenía la pierna entablillada y los Herboristas le habían administrado un té analgésico, dejándolo soñoliento y ausente.
—¿Con qué propósito? —preguntó Cob—. Morirían algunos cazadores, eso conseguiríamos, y por la mañana no habrá diferencia alguna. Es mejor quedarse en casa y dejar que el sol dé buena cuenta de los abismales que puedan quedar en Miln.
—Faltan varias horas hasta el amanecer —replicó Arlen mientras se subía a la carreta.
—¿Y qué propones? —quiso saber Cob, muy alerta mientras avanzaban—. Esta noche has visto en acción a toda la guardia ducal, cientos de hombres armados con lanzas y protegidos con escudos, y a los Protectores. ¿Has visto sucumbir a un solo demonio? Por supuesto que no. Son inmortales.
Arlen negó con la cabeza.
—Se matan unos a otros. Los he visto.
—Son seres mágicos. Pueden inflingirse unos a otros un daño inalcanzable para un arma humana.
—El sol los mata —insistió el muchacho.
—El sol es un poder más allá de tu alcance o el mío —dijo Cob—. Somos simples Protectores.
Dieron un respingo al doblar una esquina y encontrarse un cadáver desmadejado cuya sangre tintaba de rojo los adoquines de delante. Una parte del cuerpo todavía ardía sin llamarada. En el ambiente flotaba un olor agrio a carne quemada.
—Un mendicante —apuntó Arlen al ver los harapos del muerto—. ¿Qué hacía fuera por la noche?
—Uno, no. Dos mendigos —lo corrigió Cob mientras se ponía una tela delante de la boca y la nariz como gesto para repeler el hedor de la escabechina tan próxima—. Debieron echarlos del refugio.
—¿Hacen eso? —inquirió el aprendiz—. Pensé que se aceptaba a todo el mundo en los refugios públicos.
—Sólo hasta que se llenan —repuso Cob—. Además, esos lugares tampoco son la panacea. Los hombres se pelean por la comida y por la ropa en cuanto los guardias los encierran, y les hacen cosas peores a las mujeres. Muchos prefieren jugársela en la calle.
—¿Por qué nadie hace nada al respecto? —preguntó el muchacho.
—Todos admiten que es un problema —contestó el maestro—, pero los ciudadanos dicen que eso es asunto del duque y este no está muy motivado a la hora de proteger a quienes no contribuyen en modo alguno a su ciudad.
—Por lo tanto, es mejor enviar a los guardias a casa durante la noche y dejar que los abismales se hagan cargo del problema —refunfuñó Arlen.
Cob no repuso nada, salvo hacer chasquear las riendas, deseoso de abandonar las calles.
Dos días después del ataque, todos los ciudadanos fueron convocados a la gran plaza mayor, donde se había erigido un patíbulo. En el mismo se encontraba Macks, el Protector que estaba de guardia cuando se abrió la brecha.
Euchor no se hallaba presente, pero Jone leyó su sentencia:
—En nombre del duque Euchor, Luz de las montañas y Señor de Miln, se te declara culpable de haber descuidado tus deberes y haber permitido la apertura de una brecha en la muralla protegida. Nueve Protectores, dos Enviados, tres Herboristas, treinta y siete guardias y dieciocho ciudadanos han pagado el precio de tu incompetencia.
—Como si eso fuese de ayuda para los nueve Protectores —musitó Cob.
La multitud profirió abucheos y siseos, y hubo quienes arrojaron basura al Protector, que permanecía en pie con la cabeza gacha.
—Por todo ello, se te condena a muerte —concluyó Jone.
Unos encapuchados tomaron a Macks por los brazos, lo condujeron hasta la soga, y le pusieron el lazo alrededor del cuello.
Un Pastor alto, de hombros anchos con una espesa barba negra y ataviado con pesados ropajes se acercó al reo y le trazó un grafo en la frente.
—Que el Creador perdone tu falta —entonó el Hombre Santo—. Él nos garantiza a todos la pureza de obra y voluntad para acabar con Su Plaga y ser liberados.
La trampilla se abrió en cuanto se retiró el Hombre Santo. El gentío estalló en vítores cuando se tensó la soga.
—Idiota —espetó Cob—. Un combatiente menos para cuando se produzca la siguiente brecha.
—¿A qué se refería el Pastor con eso de la Plaga y de ser liberado? —preguntó el aprendiz.
—Sólo son tonterías para mantener sometida a la plebe —contestó Cob—. Más vale no llenarte la cabeza con ellas.