12
La biblioteca

321 d. R.

Arlen caminaba detrás de Cob embargado por la emoción mientras se aproximaban al gran edificio de piedra. Era Séptimo, y normalmente habría estado de morros por haberse perdido las clases de equitación y los ejercicios de lucha con lanza, pero lo de ese día era demasiado bueno para dejarlo pasar: iba a entrar por vez primera en la biblioteca ducal.

El negocio de su maestro se había disparado desde que él y Cob se habían convertido en agentes de grafos, cubriendo un hueco muy necesario en la ciudad. Su biblioteca de grimorios se había convertido en la mayor de Miln, y tal vez del mundo. Al mismo tiempo, había corrido la voz de su participación en el último sellado de la brecha y los nobles, que no se perdían ninguna moda, se dieron cuenta.

Los clientes de sangre real eran un incordio para el trabajo: siempre formulaban peticiones ridículas y deseaban grafos para ponerlos donde no correspondía. Cob vaciló y luego triplicó los precios, lo cual no supuso ninguna diferencia ahora que tener la mansión sellada por Cob, el maestro Protector, se había convertido en un símbolo de estatus social.

Pero su pupilo supo que había merecido la pena ahora que los habían llamado para proteger el edificio más valioso de la ciudad. Pocos ciudadanos habían visto el interior de la biblioteca, pues el duque guardaba su colección con sumo celo, dando acceso únicamente a los grandes peticionarios y a sus ayudantes.

La biblioteca fue construida por la Orden de los Pastores del Creador antes de ser absorbida por el duque, aun cuando el bibliotecario encargado de la gestión era un Pastor, por lo general, uno sin más rebaño que los preciados libros, pues el cargo acarreaba más trabajo en verdad que presidir cualquier otra Casa Santa, salvo la Gran Casa Santa o el santuario del propio duque.

Un acólito salió a recibirlos y luego los condujo hasta las cámaras del bibliotecario jefe, el Pastor Ronnell. Los ojos de Arlen iban de un lado para otro mientras caminaban, fijándose en los mohosos estantes y en los silentes eruditos que deambulaban entre los montones de libros. Sin incluir los grimorios, la colección de Cob ascendía a unos treinta libros y Arlen la consideraba un verdadero tesoro. Debía haber miles de tomos en la biblioteca ducal, más de los que sería capaz de leer en toda una vida. Le reventaba que el duque los tuviera todos ahí guardados.

El Pastor Ronnell apenas tenía hebras grises entre sus cabellos castaños, pues era joven para el codiciado puesto de bibliotecario jefe. Los recibió con efusión y los invitó a tomar asiento, enviando a un criado en busca de un refrigerio.

—Vuestra reputación os precede, maese Cob —dijo Ronnell mientras se quitaba unas gafas de montura metálica y limpiaba los cristales con el hábito marrón—. Deseo que acepte este encargo.

—Todas las defensas que he visto en este lugar están en muy buen estado —apuntó el maestro Cob.

El bibliotecario se puso otra vez las lentes y se aclaró la garganta, incómodo.

—El duque teme por su colección después de la última brecha abierta en las murallas —contestó—. Su Gracia desea… medidas especiales.

—¿Qué clases de medidas especiales? —preguntó Cob con suspicacia. Ronnell se removió y Arlen supo que estaba muy incómodo formulando la petición a pesar de que esperaba que ellos la llevaran a cabo.

—Debemos proteger contra el fuego todas las mesas, los bancos y los estantes —contestó sin la menor nota de emoción en la voz.

Los ojos de Cob quisieron salírsele de las cuencas.

—¡Eso llevaría meses! —farfulló—. Y al final, ¿para qué? Incluso si un demonio de las llamas fuera capaz de adentrarse hasta el corazón de la ciudad, jamás podría romper las barreras de este edificio, y tendrían ustedes preocupaciones mucho mayores que unos anaqueles quemados si llegara a darse el caso.

Ronnell aceró la mirada al oír eso.

—El duque y yo no tenemos mayor preocupación que esa, maestro Cob —replicó el bibliotecario—. No os hacéis la menor idea de cuánto perdimos cuando los abismales quemaron las bibliotecas de antaño. Aquí preservamos los últimos jirones de un conocimiento que hemos tardado milenios en recopilar.

—Mis disculpas —contestó el Protector—, no pretendía ser irrespetuoso.

El bibliotecario asintió.

—Os comprendo, y estáis en lo cierto: el riesgo es mínimo. Aun así, Su Gracia quiere lo que quiere. Puedo pagaros mil soles de oro.

Arlen hizo la cuenta de cabeza: mil soles de oro era una gran suma de dinero, más de la que ellos habían conseguido por un solo trabajo, pero si se tenía en cuenta la cantidad de meses que iba a llevarles tallar todo y la pérdida de otros clientes habituales…

—Me temo que no puedo ayudaros —contestó el maestro al cabo de un rato—. Debería estar alejado demasiado tiempo de mi negocio.

—Este trabajo os valdría el favor del duque —añadió Ronnell.

Cob se encogió de hombros.

—Trabajé como Enviado para su padre y eso ya me reportó bastantes favores. Tengo poca necesidad de más. Probad con alguien más joven —sugirió—, alguien que tenga algo por demostrar.

—Su Gracia mencionó vuestro nombre específicamente —lo presionó Ronnell.

Cob extendió las manos con gesto de impotencia.

—Yo lo haré —soltó Arlen. Ambos hombres se volvieron hacia él, sorprendidos de semejante audacia.

—No creo que el duque vaya a aceptar los servicios de un aprendiz —terció el Pastor.

Arlen se encogió de hombros.

—No tenéis por qué decírselo —repuso él—. Mi maestro puede trazar los grafos para las estanterías y las mesas, yo me encargaré de tallarlos. —Miró a Cob mientras hablaba—. De todos modos, si aceptases el encargo, yo tendría que encargarme de grabar la mitad o tal vez más.

—Es un arreglo interesante —repuso Ronnell con gesto pensativo—. ¿Qué decís vos, maese Cob?

El Protector miró a su aprendiz con suspicacia.

—Yo diría que este es el tipo de trabajo tedioso que tanto aborreces —dijo—. ¿Qué sacas tú con esto, chaval? —quiso saber.

Arlen sonrió.

—El duque puede proclamar que el maestro Cob protegió la librería, tú te embolsas mil soles y yo… —continuó, volviéndose hacia Ronnell— podré usar la biblioteca a mis anchas.

Ronnell se echó a reír.

—¡Un chico con mis mismos gustos! —dijo—. ¿Tenemos un trato? —le preguntó a Cob.

El maestro sonrió y los hombres se estrecharon la mano.

DEMsep

El Pastor Ronnell condujo a Cob y Arlen durante el reconocimiento de la biblioteca. Arlen empezó a comprender la colosal tarea que se había echado sobre los hombros cuando terminaron la ronda. Incluso aunque se saltase los cálculos e hiciera a ojo los diseños de los grafos, estaba viendo que aquello iba a consumir casi todo un año.

Aun así, supo que merecía la pena mientras recorría el lugar e iba haciéndose una idea de todos esos libros. Ronnell le había prometido pleno acceso a la biblioteca, de día o de noche, durante el resto de su vida.

El Pastor sonrió al percibir el aspecto entusiasmado del muchacho. Entonces, lo asaltó un pensamiento repentino y llevó a Cob a un aparte mientras Arlen estaba demasiado sumido en sus propios pensamientos para percibirlo.

—El chico… ¿Es un aprendiz o un criado? —le preguntó al Protector.

—Es Mercader si es eso lo que preguntáis —contestó Cob.

Ronnell asintió.

—¿Quiénes son sus padres?

Cob negó con la cabeza.

—No tiene, al menos en Miln.

—Entonces, ¿vos habláis por él?

—Yo diría que el zagal habla por sí mismo —replicó Cob.

—¿Está prometido? —quiso saber el Pastor.

Ahí estaba la pregunta otra vez.

—No sois el primero que me lo pregunta desde el auge de mi negocio —contestó Cob—. Incluso algunos patricios han enviado a sus hijas para que le echen un vistazo, pero me da la impresión de que el Creador no ha hecho a la chica capaz de hacerle sacar la nariz de los libros el tiempo suficiente para darse cuenta de que ella existe.

—Me suena esa sensación —repuso Ronnell mientras señalaba con un gesto a la joven sentada en una de las muchas mesas, con media docena de libros abiertos dispersos sobre la misma—. ¡Ven aquí, Mery!

La joven alzó la vista, marcó las páginas con destreza y apiló los libros antes de acercarse. Tenía ojos castaños, un rostro suave y redondeado, una sonrisa brillante y una atractiva melena del mismo color que los ojos. Parecía estar muy cerca de los catorce de Arlen. Vestía una saya muy práctica cubierta por el polvo de la biblioteca. Recogió las faldas e hizo una leve reverencia.

—Maestro Protector Cob, os presento a mi hija Mery —dijo Ronnell.

La chica alzó los ojos, súbitamente muy interesada.

—¿El maestro Cob? —preguntó.

—Ah, ¿conoce mi trabajo? —inquirió él.

Mery negó con la cabeza.

—No, pero he oído que vuestra colección de grimorios no tiene parangón.

Cob se rio.

—Tal vez exista una, Pastor —concedió.

Ronnell se inclinó hacia su hija y señaló a Arlen.

—Ese de ahí es el joven Arlen, el aprendiz del maestro Cob. Va a proteger la biblioteca. ¿Por qué no le enseñas un poco todo esto?

Mery observó a Arlen mientras él seguía con la mirada extraviada, ajeno al escrutinio de Mery. Llevaba alborotada aquella larga melena rubia y las lujosas ropas estaban manchadas y arrugadas, pero había un destello de inteligencia en sus ojos. Los rasgos del joven eran suaves y simétricos, y nada desagradables. Cob oyó musitar una oración al Pastor Ronnell mientras ella se alisaba las faldas y se deslizaba hacia él.

Arlen no pareció percatarse de la presencia de Mery cuando ella llegó.

—Hola —lo saludó.

—Hola —respondió él mientras entornaba los ojos para leer el título del lomo de uno de los estantes más altos.

La muchacha puso cara de pocos amigos.

—Me llamo Mery —continuó—, soy hija del Pastor Ronnell.

—Y yo Arlen —contestó él, retirando un libro del estante y echándole una ojeada.

—Mi padre me ha pedido que te dé una vuelta por la biblioteca —le explicó la muchacha.

—Gracias —contestó el aprendiz, devolviendo el libro a su sitio y alejándose de la hilera de estantes para ir a una sección de la biblioteca cuyo acceso estaba acordonado. Mery se vio obligada a seguirlo; la irritación le encendió el semblante.

—Está acostumbrada a ignorar, no a ser ignorada —observó Ronnell, divertido.

—A. R. —leyó Arlen en el corredor abovedado situado sobre la sección acotada—. ¿Qué será «A. R.»? —murmuró.

—Antes del Retorno —le contestó ella—. Esos libros son copias originales del mundo antiguo.

Arlen se volvió hacia ella como si acabara de darse cuenta de su presencia.

—¿Palabra de honor? —preguntó.

—Está prohibido entrar ahí al fondo sin permiso del duque —agregó Mery, observando cómo él ponía cara larga—. Yo estoy autorizada en atención a mi padre, por supuesto. —Sonrió.

—¿Tu padre? —preguntó Arlen.

—Soy la hija del Pastor Ronnell —le recordó con cara de pocos amigos.

El muchacho abrió los ojos sorprendido e hizo una torpe reverencia.

—Arlen, de Arroyo Tibbet —se presentó.

Cob rio entre dientes al otro lado de la habitación.

—El chico no ha tenido ni una oportunidad —comentó.

DEMsep

Los meses transcurrieron en un suspiro mientras Arlen se sumía en una rutina que llegaría a serle familiar. La mansión de Ragen estaba más cerca de la biblioteca, razón por la cual dormía allí la mayoría de las noches. El Enviado se recuperaba deprisa de su herida en la pierna y pronto se marcharía otra vez a recorrer los caminos. Elissa animó al muchacho a considerar como suya la habitación de invitados y parecía hallar un placer especial en ver el cuarto atestado de libros y herramientas. La servidumbre también estaba encantada con su presencia: la señora no estaba a la que saltaba cuando él andaba por allí.

Arlen se levantaba una hora antes del alba y practicaba los movimientos de lanza a la luz de la lámpara en el recibidor de altos techos. Se deslizaba al patio, donde dedicaba una hora a las prácticas de tiro y a la equitación, tras lo cual desayunaba a toda prisa en compañía de Elissa y de Ragen.

Llegaba tan temprano que el edificio solía estar vacío, a excepción de los acólitos de Ronnell, que dormían en celdas debajo del gran edificio, pero mantenían las distancias con él, pues Arlen los intimidaba. Al joven no parecía importarle nada acercarse a su amo y hablarle sin permiso ni sin haber sido llamado.

Le habían asignado como lugar de trabajo una habitacioncita retirada lo bastante grande para contener un par de estanterías, su mesa de trabajo y cualquier tipo de mueble con el que debiera trabajar. Una estantería estaba llena de pinturas, cepillos y herramientas de ebanistería. La otra estaba atestada de libros prestados. El suelo estaba cubierto de virutas curvas y llenas de goterones de pintura y barniz.

Arlen se tomaba una hora para leer todas las mañanas. Luego, a regañadientes, apartaba el libro y se ponía a trabajar. Durante semanas no grabó otra cosa que sillas, y luego continuó con los bancos. El trabajo se prolongó todavía más de lo esperado, pero no le importaba.

Mery se convirtió en una visión bien recibida durante esos meses: solía asomar por su lugar de trabajo para compartir una sonrisa o algún cotilleo antes de escabullirse para continuar con sus quehaceres. Arlen había creído que las interrupciones a su trabajo y estudio se le harían pesadas, pero resultó ser lo opuesto. Estaba deseando verla y llegó a descubrir que se le iba el santo al cielo los días en que ella no lo visitaba con la frecuencia habitual. Ambos compartían los almuerzos en la espaciosa terraza de la biblioteca, desde donde se dominaba la ciudad y las montañas más allá de las murallas.

Mery era diferente a cualquier otra chica que hubiera conocido. La hija del librero del duque y jefe de historiadores era probablemente la joven más ilustrada de la ciudad, y Arlen descubrió que él podía aprender mucho más hablando con ella que en las páginas de cualquier libro, pero ocupaba una posición de lo más solitaria. Ella intimidaba a los acólitos todavía más que el muchacho, y no había nadie de su edad en toda la biblioteca. La chica estaba a sus anchas mientras discutía con eruditos de barbas encanecidas, pero junto a Arlen parecía tímida e insegura de sí misma…

… como él en presencia de ella.

DEMsep

—¡Por el Creador, Jaik! Es como si no hubieras practicado nada —le censuró Arlen, cubriéndose los oídos.

—No seas cruel, Arlen —le reprendió Mery—. Tu canción era encantadora, Jaik —dijo ella.

Jaik puso cara de pocos amigos.

—Entonces, ¿por qué también tú te tapas las orejas? —preguntó.

—Bueno —repuso ella, quitándose las manos de los oídos y dedicándole una gran sonrisa—, mi padre dice que la música y la danza conducen al pecado, así que no debía escucharla, pero estoy segura de que era una pieza muy bonita.

Arlen rompió a reír y Jaik torció el gesto mientras apartaba el laúd.

—Intenta hacer unos juegos malabares —sugirió Mery.

—¿Estás segura de que no es pecado ver juegos de manos? —preguntó el muchacho pelinegro.

—Sólo si son buenos —replicó ella en voz baja.

Arlen volvió a carcajearse.

El laúd de Jaik era viejo y gastado, y con toda la pinta de no haber tenido nunca todas las cuerdas. El muchacho lo depositó en el suelo y sacó tres bolas de madera coloreada de la bolsa donde guardaba el equipo de juglar. La madera estaba agrietada y las tres tenían desconchaduras en la capa de pintura. Lanzó una pelota al aire, luego la segunda y al final la tercera. Mery aplaudió cuando logró mantenerlas todas en el aire durante unos segundos.

—Mucho mejor —alabó ella.

Jaik sonrió.

—¡Observa esto! —dijo él mientras lanzaba una cuarta.

Arlen y Mery crisparon el gesto cuando las bolas cayeron con estrépito sobre los adoquines.

Jaik enrojeció.

—Quizá debería practicar más con tres pelotas —aventuró.

—Deberías practicar más —convino Arlen.

—A papá no le gusta —se defendió el aprendiz de Juglar—. «Si no tienes otra cosa que hacer, salvo malabares, yo voy a buscarte alguna faenilla», me dice.

—Eso mismo hace mi padre cuando me pilla bailando —confesó Mery.

Los dos miraron a Arlen, expectantes.

—Mi padre solía hacer lo mismo, sí.

—¿Y el maestro Cob? —preguntó Jaik.

Arlen negó con la cabeza.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? Hago todo cuanto me pide.

—Entonces, ¿de dónde sacas tiempo para practicar como Enviado? —quiso saber su amigo.

—De donde puedo —repuso Arlen.

—¿De dónde? —insistió Jaik.

Arlen se encogió de hombros.

—Madrugo mucho y me acuesto tarde, y me escabullo después de las comidas. Lo que sea necesario, o ¿prefieres quedarte como molinero el resto de tu vida?

—No hay nada malo en ser molinero, Arlen —intervino Mery.

Jaik negó con la cabeza.

—No, él está en lo cierto —aceptó el pelinegro—. Debo trabajar duro si es eso lo que quiero. Practicaré más —prometió, mirando a Arlen.

—No te preocupes —contestó este—. Si no eres capaz de entretener a los lugareños de las aldehuelas, siempre puedes ganarte la vida espantando a los demonios del camino con tus canciones.

Jaik entrecerró los ojos antes de empezar a arrojar las bolas de malabares a su amigo, lo cual hizo reír a Mery.

—Un buen juglar sería capaz de darme —se mofó Arlen mientras esquivaba ágilmente todos los intentos.

DEMsep

—No tan lejos —voceó Cob.

Para ilustrar ese comentario, Ragen sacó una mano de detrás del escudo y aferró la lanza de Arlen justo debajo de la contera antes de que el muchacho pudiera retirarla. Dio un tirón y el aprendiz, desequilibrado, se fue de bruces a la nieve.

—Ve con cuidado, Ragen —lo reprendió lady Elissa mientras se ajustaba mejor el chal para combatir el frío matutino—. Vas a hacerle daño.

—Está siendo mucho más delicado que cualquier abismal, mi señora —dijo Cob lo bastante alto como para que le oyera Arlen—. El propósito de la lanza larga es mantener a distancia a los demonios durante una retirada. Es un arma puramente defensiva y los Enviados que actúan de forma agresiva con ella, como el joven Arlen aquí presente, acaban muertos. He visto cómo sucedía. Una vez en el camino a Lakton…

Arlen puso cara de pocos amigos. Cob era un buen maestro, pero tendía a salpicar las lecciones con historias espeluznantes sobre la muerte de otros Enviados con la intención de descorazonarlo, pero sus palabras tenían el efecto opuesto: fortalecían la resolución de Arlen de triunfar donde otros habían fracasado. Se puso en pie sin ayuda de nadie y esta vez fijó los pies en el suelo con firmeza, descansando todo el peso del cuerpo sobre los talones.

—Basta por hoy con las lanzas largas —dijo el maestro—, probemos con las cortas.

Lady Elissa puso cara de disgusto cuando Arlen depositó sobre el triángulo las lanzas de dos metros y medio, y él y Ragen eligieron las cortas, de apenas un metro y con unas puntas afiladas cuya longitud era casi la tercera parte del arma. Estas estaban ideadas para luchar en distancias cortas, para tajar en vez de perforar. El aprendiz eligió también un escudo y los dos volvieron a plantarse uno frente al otro sobre la nieve. Ahora, a sus quince años, Arlen era más alto y ancho de hombros, y poseía una gran fortaleza a pesar de su constitución enjuta. Vestía una antigua armadura de cuero de Ragen. Todavía le estaba grande, pero cada vez le sentaba mejor.

—¿Qué objetivo tiene este ejercicio? —preguntó Elissa, exasperada—. No parece que él pueda vivir para contarlo si llega a tener un demonio tan cerca.

—He visto casos donde ha ocurrido —discrepó el anciano mientras contemplaba cómo intercambiaban golpes Ragen y Arlen—, y pululan entre nuestras ciudades otros enemigos además de los demonios, mi señora, como animales salvajes e incluso bandidos.

—¿Quién atacaría a un Enviado? —inquirió ella, atónita.

Ragen lanzó una mirada airada al anciano maestro, pero este lo ignoró y contestó a la pregunta:

—Los Enviados son hombres adinerados y llevan objetos de valor y mensajes que pueden decidir el futuro de Mercaderes y duques. La mayoría de la gente jamás se atrevería a hacerle daño alguno, pero puede suceder, y en cuanto a los animales… Los abismales eligen a los más débiles, por lo cual sólo sobreviven los depredadores más fuertes.

—¿Qué harías si te atacara un oso, Arlen? —preguntó el Protector a voz en grito.

El muchacho no apartó los ojos de Ragen ni hizo ademán de detenerse mientras contestaba:

—Arrojarle una lanza larga al cuello y retirarme mientras sangre, y atravesarle los órganos vitales cuando baje la guardia.

—¿Puedes hacer algo más? —insistió Cob.

—Quedarme inmóvil —respondió el muchacho con desagrado—, pues los osos rara vez atacan a los muertos.

—¿Y un león? —preguntó Cob.

—Usaría una lanza de tamaño medio —repuso Arlen mientras repelía una puntada de Ragen con el escudo y contraatacaba—. La hundiría entre el lomo y la pata para que el felino se empalase él solo y luego le hundiría una lanza corta en el pecho o en el costado, lo que fuera más viable.

—¿Y un lobo?

—No puedo seguir escuchando esto por más tiempo —dijo Elissa antes de salir corriendo hacia la mansión.

Arlen la ignoró.

—Un buen porrazo en el hocico con una lanza media debería librarme de un lobo solitario. Si eso falla, hay que usar la misma táctica que con el león.

—¿Y si te atacara una manada? —volvió a preguntar Cob.

—Los lobos temen al fuego —repuso Arlen.

—¿Y si te topas con un jabalí? —quiso saber el maestro.

Arlen se echó a reír.

—Debería «correr como si me persiguieran todos los demonios del Abismo» —contestó, citando a sus instructores.

DEMsep

Arlen se despertó encima de una pila de libros y durante unos instantes se preguntó dónde estaba, antes de comprender que había vuelto a quedarse dormido en la biblioteca. Se acercó a mirar por la ventana y vio que en el exterior se había hecho completamente de noche. Se asomó y estiró el cuello, logrando distinguir la figura espectral de un demonio de viento que pasaba a mucha altura. Elissa iba a preocuparse.

Había estado leyendo historias antiguas, situadas muy atrás en el tiempo, en la Edad de la Ciencia, relatos que hablaban de los reinos del mundo de antaño: Albinón, Thesa, Gran Linm y Rusk, y también de mares y lagos tan enormes que cubrían distancias imposibles, y en la orilla opuesta de los mismos se alzaban nuevos reinos. Era asombroso. Si debía creer a los libros, el mundo era mayor de lo que había imaginado.

Pasó las páginas del libro abierto sobre el que se había adormecido y se sorprendió al hallar un mapa. Abrió los ojos con desmesura cuando estudió el nombre de aquellos lugares. Allí, con total claridad, estaba el ducado de Miln. Lo estudió con más detenimiento y distinguió el río que Fuerte Miln usaba para abastecerse de agua fresca y las montañas situadas detrás de la urbe. Ahí mismo había una estrella diminuta para señalar la capital.

Hojeó unas cuantas páginas sobre la antigua Miln, leyéndolas en diagonal. Entonces, como ahora, era una ciudad cuyas riquezas se basaban en las minas y en la cantera. Su influencia se extendía a decenas de kilómetros, pues el territorio del ducado incluía muchos burgos y aldeas, terminando en el río Entretierras, la frontera con los dominios del duque de Angiers.

Arlen rememoró su propio viaje y fue recorriendo hacia atrás el trayecto hasta dar con las ruinas que había hallado. Gracias al mapa se enteró de que había pertenecido al conde de Newkirk. Estremeciéndose de entusiasmo, Arlen miró más lejos hasta encontrar el objetivo de su búsqueda: una pequeña vía fluvial de acceso a una laguna más amplia.

La baronía de Tibbet.

Tibbet, Newkirk y los demás habían pagado tributo al duque de Miln, quien a su vez, al igual que el de Angiers, debían lealtad al rey de Thesa.

—Thesanos —musitó Arlen, intentando aquilatar la envergadura de la palabra—. Todos somos thesanos.

Tomó una pluma y empezó a copiar el mapa.

—Ninguno de los dos debéis pronunciar ese nombre nunca jamás —reprendió el Pastor Ronnell a Arlen y a su hija.

—Pero… —empezó el muchacho.

—¿Acaso crees que ignorábamos eso? —le atajó el bibliotecario—. Su Gracia ha dado orden de arrestar a cualquiera que pronuncie el nombre de Thesa. ¿Quieres pasarte años partiendo piedras en sus minas?

—¿Por qué? —inquirió Arlen—. ¿Qué daño puede hacer?

—Algunos se obsesionaron con Thesa antes de que el duque cerrara la biblioteca —contestó Ronnell— y buscaron dineros para contratar Enviados y restablecer el contacto con los puntos perdidos de los mapas.

—¿Y qué hay de malo en eso? —quiso saber el muchacho.

—El rey murió hace tres siglos, Arlen —le explicó el Pastor—, y los duques se harán la guerra unos a otros antes de arrodillarse ante otro que no sean ellos mismos. Hablarle a la gente de reunificación equivale a mencionar cosas que deben olvidar.

—¿Mejor que pretender que el mundo es únicamente el intramuros de Miln? —preguntó el aprendiz de Protector.

—Hasta que el Creador nos perdone y envíe a su Liberador para poner fin a la Plaga —respondió Ronnell.

—¿Nos perdone? ¿Por qué…? —se sorprendió Arlen—. ¿Qué plaga es…?

Ronnell miró al joven con una mezcla de sorpresa e indignación en los ojos. El muchacho llegó a pensar durante un momento que el Pastor iba a golpearlo y él mismo se armó de valor para soportar el golpe, pero en vez de eso, Ronnell se volvió hacia su hija.

—¿Es cierto que no lo sabe?

Ella asintió.

—El Pastor de Arroyo Tibbet era un tanto… atípico —repuso la muchacha.

Su padre asintió.

—Ya me acuerdo. Era un acólito cuyo maestro fue despedazado antes de que él completara su instrucción. Siempre tuvimos intención de enviar a alguien nuevo… —Ronnell se dirigió a su escritorio dando grandes zancadas y se puso a escribir una carta—. No podemos permitir esto —dijo—. ¿Qué plaga? ¡Desde luego…!

Él continuó quejándose y Arlen quiso aprovechar la ocasión para dirigirse hacia la puerta.

—Eh, vosotros dos, no os vayáis tan deprisa —les atajó Ronnell—. Estoy muy decepcionado con ambos. Cob no es un hombre religioso, me consta, Arlen, pero este nivel de negligencia roza lo imperdonable. —Luego miró a Mery—. Y tú, jovencita —dijo con brusquedad—, ¿lo sabías y no me dijiste nada?

La chica clavó la mirada en el suelo.

—Lo siento, padre.

—Y bien que deberías sentirlo —saltó Ronnell. Extrajo un grueso volumen de su escritorio y se lo entregó a su hija—. Enséñale —le ordenó mientras le hacía entrega del Canon de la Misa—. Como Arlen no se sepa el libro de pe a pa en un mes, os voy a dar una buena con la correa.

Mery aceptó el libro y los dos se marcharon lo más deprisa posible.

—Hemos salido bien librados —comentó Arlen.

—Demasiado bien librados —precisó Mery—. Padre tiene razón. Debería haberte dicho algo antes.

—No te preocupes. Sólo es un libro. Mañana me lo habré leído.

—¡No es sólo un libro! —le cortó Mery. Arlen la miró con curiosidad—. Es la palabra del Creador tal y como fue fijada por el primer Liberador —explicó ella.

Arlen enarcó una ceja.

—¿Palabra de honor?

Ella asintió.

—No basta con leerlo. Es un texto para vivirlo todos los días. Es una guía para liberar a la humanidad del pecado que trajo la Plaga.

—¿Qué plaga? —preguntó Arlen, quien tenía la impresión de haber formulado esa pregunta una docena de veces.

—Los demonios, por supuesto, los abismales —contestó Mery.

Arlen se sentó en el tejado de la biblioteca unos días después y cerró los ojos mientras recitaba:

Orgulloso y porfiado, el hombre de nuevo se alza

contra el Creador y su Liberador.

A aquel que le dio la vida decide no honrar

y a la moralidad su espalda dar.

La ciencia en su nueva religión se constituye,

poniendo la máquina y la química ante la oración,

curando a los que a morir se aprestan,

a su creador los hombres piensan que igualan.

No hay bien en luchar hermano contra hermano

y la maldad ahondando sus raíces crece.

En los corazones y las almas de los hombres vive su semilla

y lo que fue puro y prístino, ennegreciéndose, se mancilla.

En Su sabiduría nuestro Creador

sobre los descarriados hace caer la Plaga.

El Abismo se abre de nuevo con su terror

para mostrar a los hombres de su camino el error.

Y así será como sucederá

hasta que un día al Liberador envíe certero

para que el hombre por fin sea limpiado

y el abismal no vuelva a ser alimentado.

Y así conoceréis al Liberador:

Y por su carne desnuda y marcada

de la cual no soporten la vista los demonios

y ante él huyan aterrorizados.

—¡Muy bien! —lo felicitó Mery con una sonrisa.

Arlen torció el gesto.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Por supuesto —dijo la joven.

—¿De veras crees esto? —inquirió—. El Pastor Harral siempre nos dijo que el Liberador sólo fue un hombre, un gran general, sí, pero sólo un mortal. Y Cob y Ragen dicen lo mismo.

Mery puso unos ojos como platos.

—Más valdrá que mi padre no llegue a oírlo —lo previno.

—Pero ¿crees que los abismales vinieron por culpa de nuestros pecados? ¿Piensas que nos lo merecemos?

—Por supuesto que lo creo. Es palabra del Creador —contestó ella.

—No —replicó Arlen—. Es un libro y los libros son obra de los hombres. Si el Creador quisiera decirnos algo, ¿por qué usó un libro y no lo grabó a fuego en el cielo?

—A veces resulta difícil creer que hay un Creador ahí arriba, mirándonos —admitió Mery mientras alzaba la vista a lo alto—, pero ¿cómo va a ser de otra manera? El mundo no se creó solo. ¿Qué poder tendrían los grafos si no hubiera una voluntad detrás de la creación?

—¿Y la Plaga? —preguntó el muchacho.

Mery se encogió de hombros.

—Las historias hablan de guerras terribles, tal vez nos la merecemos.

—¿Nos la merecemos? —inquirió Arlen—. Mamá no merecía morir por culpa de una guerra estúpida librada hace siglos.

—¿Se llevaron a tu madre…? —preguntó Mery, acariciando el brazo del aprendiz—. No tenía ni idea, Arlen…

Él retiró el brazo bruscamente.

—Da lo mismo —dijo mientras se marchaba precipitadamente hacia la puerta—. He de tallar grafos, aunque me cuesta comprender la razón si todos nos merecemos que los demonios lleguen a nuestras camas.