30
La plaga
332 d. R.
Rojer seguía dormido cuando ellos regresaron a la cueva. Se cambiaron las ropas manchadas de barro, uno de espaldas al otro, y luego, mientras El Protegido ensillaba los caballos, Leesha despertó al Juglar. Desayunaron en silencio unos bocados de comida fría y se pusieron en camino antes de que el sol hubiera terminado de asomar. Rojer montó en la yegua de Leesha, detrás de ella, mientras que el hombre tatuado iba solo a lomos del garañón. Unas nubes espesas encapotaban el cielo, anunciando nuevos aguaceros.
—¿No deberíamos habernos cruzado ya con el Enviado que viaja al norte? —inquirió Rojer.
—Tienes razón —contestó Leesha, quien miró hacia detrás y hacia delante, estudiando el camino con gesto de preocupación.
El Protegido se encogió de hombros.
—Llegaremos a Hoya de Leñadores cuando el sol esté en su cénit. Os veré entrar allí y continuaré mi camino.
La Herborista asintió.
—Me parece lo mejor —convino.
—¿Así, sin más? —preguntó Rojer.
El hombre tatuado ladeó la cabeza.
—¿Esperabas otra cosa, Juglar?
—¿Después de todo lo que hemos pasado? ¡Por la Noche, sí! —saltó Rojer.
—Lamento decepcionarte, pero tengo asuntos pendientes —replicó El Protegido.
—El Creador te ha prohibido pasar una noche sin matar algo —murmuró la sanadora.
—Pero ¿y qué hay de lo que discutimos? —lo presionó el Juglar—. ¿Viajo contigo?
—¡Rojer! —gritó Leesha.
—He decidido que no es una buena idea —replicó el hombre tatuado, lanzando una mirada de refilón a la mujer—. Tu música no me sirve si no puede matar demonios. A la larga, estaré mejor sin ti.
—No podría estar más de acuerdo —completó Leesha.
El Juglar la fulminó con la mirada y ella se puso colorada. Él merecía algo mejor, y la sanadora lo sabía, pero no estaba en condiciones de ofrecerle consuelo ni una explicación cuando usaba toda su entereza en contener las lágrimas.
Ella sabía para qué vivía El Protegido, y por mucho que esperase otra cosa, también había sido consciente de que tal vez su corazón no estuviera abierto durante mucho tiempo, pero aun así ¡había deseado vivir ese momento! Había querido hallarse a salvo en sus brazos y sentirle dentro de ella. Si él la hubiera dejado embarazada, ella habría tenido el niño sin cuestionarse quién era el padre, pero ahora, tenía suficientes reservas de balaustia para hacer lo que debía.
La hostilidad entre ellos resultaba palpable mientras trotaban en silencio. Antes de que pasara mucho tiempo doblaron un recodo del camino y pudieron obtener el primer atisbo de Hoya de Leñadores.
Pudieron ver que la aldehuela era un poblado en ruinas incluso desde la distancia.
Rojer se sujetó con más fuerza para no caer con tanto sube y baja. Leesha había emprendido un galope furioso en cuanto vio el humo, seguida por El Protegido. Los incendios del lugar todavía ardían a pesar de la humedad imperante y vomitaban columnas de grasoso humo negro. El pueblo estaba devastado y Rojer se encontró reviviendo la destrucción de Pontón. Respiró de forma entrecortada y echó mano a su bolsillo secreto antes de recordar que su talismán se había roto y estaba perdido. La yegua se encabritó y él debió echar mano a la cintura de Leesha para no caer.
Los supervivientes erraban perdidos; vistos de lejos, parecían hormigas.
—¿Por qué no apagan los fuegos? —preguntó la sanadora, pero Rojer se limitó a sujetarse y no le contestó.
Sofrenaron a las monturas cuando llegaron a la aldehuela, donde se quedaron petrificados al apreciar la magnitud de la devastación.
—Algunos edificios han debido arder durante varios días —observó el hombre tatuado, cabeceando en dirección a los restos de lo que antaño había sido una casa acogedora.
Lo cierto era que muchos edificios habían quedado reducidos a ruinas calcinadas apenas humeantes y otras ya sólo eran cenizas frías. La taberna de Smitt, el único inmueble del pueblo con dos plantas, se había venido abajo. Todavía podían verse arder algunas vigas. Otras viviendas habían perdido el tejado o paredes enteras.
Leesha se fijó en los rostros manchados y surcados de lágrimas conforme se adentraban más y más en el villorrio. Ella reconoció esos semblantes, pero todos parecían demasiado ocupados con su propia pena para advertir el paso del pequeño grupo. Se mordió el labio para contener el llanto.
Los hoyenses habían depositado los cadáveres en el centro del pueblo. A Leesha se le encogió el corazón cuando vio un mínimo de cien cuerpos, algunos de ellos ni siquiera cubiertos por una manta. El pobre Niklas. Saira y su madre. El Pastor Michel. Steave. Niños a quienes no había llegado a conocer y ancianos a los que conocía de toda la vida. Algunos estaban quemados y otros despedazados, pero la mayoría no presentaba marca alguna. Eran las víctimas de la disentería.
Mairy se arrodilló junto a la pila de cadáveres y sollozó junto a un pequeño fardo. Leesha sintió un nudo en la garganta y sin saber muy bien cómo, se las arregló para desmontar y aproximarse. Puso una mano sobre el hombro de su amiga.
—¿Leesha? —preguntó Mairy con incredulidad. Se levantó y estrechó con fuerza a la Herborista entre sus brazos sin dejar de llorar de forma incontrolable—. Es Elga —chilló, refiriéndose a su hija menor, una niña que todavía no había cumplido los dos años—. Ha… ha muerto.
Leesha la apretó con fuerza y la arrulló con dulces sonidos, pues le fallaron las palabras. Otros vecinos fueron advirtiendo su presencia mientras Mairy daba rienda suelta a su pesar.
—Leesha, ha venido Leesha. Gracias al Creador.
Al final, Mairy recobró algo de entereza y se echó hacia atrás, y tomó el astroso mandil lleno de manchas para llevárselo a la cara y enjugar sus lágrimas.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Leesha con voz dulce.
Mairy la miró con ojos muy abiertos y de nuevo llenos de lágrimas. Se estremeció, incapaz de hablar.
—La plaga —contestó una voz muy familiar.
Al volverse, Leesha vio acercarse a Jona, apoyándose con fuerza sobre un bastón. Había practicado un corte en sus ropas de clérigo para dejar espacio a una pierna cuya parte inferior estaba entablillada y envuelta en un apretado vendaje con manchas de sangre. Ella lo abrazó al tiempo que lanzaba una mirada elocuente a la pierna.
—Una tibia rota —comentó, restándole importancia con un ademán de la mano—. Vika se encargó de ello. —Se le nubló el rostro—. Fue una de las últimas cosas que hizo antes de venirse abajo.
Leesha abrió los ojos a causa de la sorpresa.
—¿Está muerta? —preguntó, anonadada.
Jona sacudió la cabeza.
—Todavía no, por ahora, pero ha contraído la enfermedad y delira de fiebre. No le queda mucho. —Miró en derredor—. Tal vez no nos quede mucho a ninguno de nosotros —apostilló en voz baja, para ser oído únicamente por la recién llegada—. Me temo que has elegido un momento aciago para regresar, Leesha, pero tal vez sea ese el plan de Creador. Si hubiera esperado un día más, quizá no habría nadie en casa para recibirte.
Los ojos de la Herborista se aceraron.
—¡No quiero oír otra tontería semejante! —lo reprendió ella—. ¿Dónde está Vika? —Leesha dio la vuelta sobre sí misma, haciéndose cargo de los presentes entre el gentío—. Por el Creador, ¿dónde están todos?
—En el Templo. Todos los enfermos están allí. Quienes se han recuperado o los bienaventurados que no han contraído aún la enfermedad se encargan de recoger a los muertos y velarlos.
—En tal caso, ahí es adónde vamos —replicó ella, poniéndose debajo del brazo de Jona para sostenerle mientras caminaba—. Ahora, cuéntamelo todo, dime qué ha ocurrido.
Jona asintió. Estaba pálido y bañado en sudor, y tenía los ojos hundidos. Resultaba evidente que había perdido mucha sangre. Se sobreponía al dolor gracias a un gran empeño. Tras ellos, Rojer y El Protegido los siguieron en silencio, junto con los demás lugareños que habían presenciado la llegada de Leesha.
—La plaga se declaró hace meses —comenzó Jona—, pero Vika y Darsy dijeron que sólo era un resfriado y le prestaron poca atención. Varios vecinos contrajeron la enfermedad; los más fuertes y los jóvenes se recuperaron en su mayoría con facilidad, mientras que los demás guardaron cama durante semanas, y algunos acabaron muriendo. Aun así, parecía una enfermedad corriente, hasta que se recrudeció. Gente saludable enfermaba enseguida y de la noche a la mañana se vieron reducidos a la debilidad y el delirio.
»Los incendios empezaron entonces. La gente se desmayaba en sus casas con los candiles y las lámparas en la mano, o se quedaban demasiado débiles para atender sus grafos, un verdadero problema cuando tu padre y casi todos los demás Protectores estaban enfermos en cama, en especial con todo el humo y las cenizas flotando en el aire y ocultando las protecciones. Lucharon contra los incendios lo mejor posible, pero más y más iban cayendo enfermos, y ya no había suficientes manos.
»Smitt reunió a los supervivientes en los escasos edificios protegidos que estaban lejos de las llamas con la esperanza de que el número ofreciera cierta seguridad, pero eso únicamente sirvió para que el brote se extendiera con mayor rapidez. Saira se desmayó durante la tormenta de esta misma noche y derribó una lámpara de aceite al caer, dando inicio a un incendio que devoró la posada en un abrir y cerrar de ojos. Los ocupantes debieron salir huyendo a la noche y…
El Pastor se atragantó y Leesha le pasó la mano por la espalda. No necesitaba oír más. Se hacía una idea muy clara de lo que sucedió a continuación.
El Templo era el único edificio de Hoya de Leñadores construido íntegramente de piedra, razón por la cual había soportado la lluvia de pavesas y chispas y ahora se erguía desafiante ante las ruinas. Leesha profirió un jadeo entrecortado nada más cruzar las grandes puertas de la entrada. Habían retirado los bancos de la iglesia para hacer sitio y los jergones cubrían hasta el último centímetro de la nave, a excepción del estrecho espacio de separación entre unos y otros. Doscientos enfermos gimientes yacían bañados en sudor y braceaban inquietos; otros, también débiles y aquejados por el mal, acudían a sujetarlos. Vio a Smitt desmayado sobre un jergón y a Vika, no muy lejos de él. Y también a otros dos hijos de Mairy, y a otros niños, demasiados, pero no a su padre.
Cuando entraron los buscó con la mirada una mujer demacrada y ojerosa con aspecto de haber encanecido de forma prematura, pero Leesha identificó la compacta silueta.
—Gracias al Creador —dijo Darsy nada más verla.
Leesha abandonó el costado del Pastor y se le acercó con paso apresurado para hablar con ella. Tras unos minutos de conversación, volvió con Jona.
—¿Sigue en pie la choza de Bruna? —quiso saber Leesha.
—Hasta donde yo sé, sí —contestó él, encogiéndose de hombros—. Nadie ha estado allí desde su defunción, hará cosa de unas dos semanas.
Ella asintió. La cabaña de Bruna estaba retirada del pueblo propiamente dicho y escudada por hileras de árboles. Era improbable que el hollín hubiera roto la protección de los grafos.
—Necesitaré acudir allí para equiparme —anunció la sanadora mientras volvía a salir al exterior.
Volvía a chispear y el cielo había cobrado una tonalidad gris deprimente y desesperanzada.
Rojer y El Protegido se hallaban a la entrada, junto a un grupo de hoyenses.
—Eres tú —exclamó Brianne, y corrió a abrazar a la recién llegada.
Evin permanecía detrás, no muy lejos, con una niña en brazos. Junto a él estaba Callen, muy crecido a pesar de no haber cumplido los diez años.
Leesha le devolvió el abrazo con mucho afecto.
—¿Alguien ha visto a mi padre?
—Está en casa, donde deberías estar tú —contestó una voz.
Al darse la vuelta, Leesha vio acercarse a su madre con Gared pisándole los talones. Leesha no sabía si sentir alivio o temor cuando la vio.
—¿Vas a saludar a todos, salvo a tu familia? —inquirió Elona.
—Mamá, yo sólo… —comenzó la sanadora, pero su progenitora la interrumpió.
—Sólo esto, sólo lo otro… —le espetó Elona—. Cuando te conviene, siempre tienes una excusa para dar la espalda a los de tu sangre. Tu pobre padre está a las puertas de la muerte, y te encuentro aquí…
—¿Quién está con él? —la interrumpió Leesha.
—Sus aprendices —respondió Elona.
Leesha asintió.
—Hemos de traerlo aquí con los demás —anunció.
—¡No pienso hacer tal cosa! —chilló Elona—. ¿Cómo va a cambiar la comodidad de una cama de plumas por un jergón de paja infestado de pulgas en una sala donde cunde la plaga? —Agarró a Leesha por el brazo—. Eres su hija y vas a venir a verlo ahora.
—¿Acaso crees que no lo sé? —replicó Leesha, zafándose de su madre. No hizo esfuerzo alguno por secarse las lágrimas que le corrían por las mejillas—. ¿En qué te crees que pensé cuando lo dejé todo y me fui de Angiers? Pero él no es el único habitante del pueblo, madre, y no puedo abandonar a todos los demás para atender a un hombre, ni aunque sea mi padre.
—Toda esta gente está muerta, y eres una boba si crees lo contrario —le espetó Elona, levantando un coro de exclamaciones entre los congregados. La mujer señaló los muros de piedra del templo—. ¿Acaso creéis que esos grafos de ahí contendrán a los abismales esta noche? —inquirió, llamando la atención de todos los demás hacia la piedra renegrida a causa del humo y la ceniza. Apenas había un trazo visible. Elona se acercó a su hija y en voz baja agregó—: Nuestra casa está lejos de las demás. Tal vez sea la última bien protegida de todo Hoya de Leñadores. No puede albergar a todos, pero puede salvarnos ¡si es que vienes!
Leesha le cruzó la cara. El bofetón desequilibró a Elona y la hizo caer sobre el barro, donde permaneció sentada, muda de asombro, y se llevó la mano a la mejilla enrojecida. Gared parecía dispuesto a correr hacia Leesha y llevársela, pero ella lo detuvo con una fría mirada.
—¡No voy a esconderme y abandonar a mis amigos a los abismales! —bramó—. Encontraremos una forma de proteger el Templo. Vamos a quedarnos aquí, ¡juntos! Y si los demonios vienen e intentan llevarse a mis niños, poseo los secretos del fuego que los harán arder a todos en este mundo.
«Mis niños —pensó Leesha en el repentino silencio subsiguiente—. ¿Me he convertido en Bruna?». —Ella miró en derredor y se fijó en los semblantes asustados cubiertos de hollín; y entonces comprendió por vez primera que, en lo que respectaba a aquellas personas, ella era Bruna. Ella era la Herborista de Hoya de Leñadores ahora. A veces, eso significaba aportar salud, pero otras…
Otras, implicaba usar un poquito de pimienta en los ojos o quemar al demonio del bosque que se te metía en el patio.
El Protegido se adelantó. La gente cuchicheó al verlo, pues hasta ese momento apenas habían reparado en esa figura espectral vestida con cogulla y de rostro oculto por la capucha.
—No vais a enfrentaros sólo a los demonios del bosque —anunció—. Los demonios de las llamas estarán encantados de quemaros y los del viento sobrevolarán por encima. La devastación de vuestro pueblo podría atraer incluso a demonios de las rocas, procedentes de las montañas. Estarán a la espera de que se ponga el sol.
—¡Vamos a morir todos! —gritó Ande.
Leesha percibió que el pánico cundía entre la gente.
—¿Y a ti qué te importa? —se encaró con el hombre tatuado—. Has mantenido tu promesa, ya nos has visto entrar aquí. Monta ese engendro del Abismo que es tu caballo y sigue tu camino. ¡Déjanos librados a nuestro destino!
Pero El Protegido negó con la cabeza.
—Hice el juramento de no darles nada a los abismales y no pienso romperlo de nuevo. Me condenaré yo mismo al Abismo antes de entregarles Hoya de Leñadores.
Se volvió hacia la gente y se echó hacia atrás la capucha. Hubo exclamaciones de sorpresa y alarma, pero dejó de cundir el pánico y El Protegido aprovechó el momento.
—Pienso quedarme y resistir a los abismales cuando acudan al Templo esta noche. Me quedaré y lucharé —declaró. Hubo una exclamación y un destello colectivo de comprensión en los ojos de muchos aldeanos, pues incluso allí había oído los cuentos sobre el matademonios tatuado—. ¿Alguno de vosotros va a quedarse conmigo? —preguntó.
Los hombres se miraron unos a otros, llenos de dudas, mientras las mujeres los aferraban por los brazos y les imploraban con la mirada que no hicieran ni dijeran ninguna tontería.
—¿Y qué podemos hacer, excepto dejar que nos descuarticen? —clamó Ande—. ¡Nada puede matar a un demonio!
—Te equivocas —aseguró El Protegido, y anduvo dando grandes zancadas hasta situarse al costado de Rondador Nocturno, de cuyo lomo extrajo un fardo envuelto—. Es posible matar incluso a un demonio de las rocas —aseguró mientras desenvolvía un objeto largo y curvo que luego arrojó sobre el suelo enlodado, a los pies de los lugareños.
El liso objeto, de un feo color marrón amarillento, similar al de un diente podrido, medía casi un metro de largo desde la base quebrada hasta la punta afilada. Un rayo de sol atravesó el cielo encapotado e incidió en él mientras era objeto de todas las miradas. La pieza empezó a humear a lo largo de toda su extensión a pesar de estar en el lodo y chisporrotear cuando le alcanzaban las frías gotas de la llovizna.
El cuerno del abismal estalló en llamas al cabo de unos momentos.
—Es posible acabar con cualquier demonio —gritó El Protegido mientras tomaba una lanza del arzón de su caballo y la lanzaba contra el cuerno en llamas. Se produjo un resplandor y el cuerno explotó en un estallido de chispas, como los petardos de feria.
—Creador misericordioso… —rezó Jona, dibujando un grafo en el aire. Muchos de los presentes se persignaron imitando la forma del grafo.
El Protegido se cruzó de brazos.
—Soy capaz de fabricar armas que hagan daño a los abismales, pero no valen de nada sin los brazos que han de empuñarlas, por eso, pregunto de nuevo, ¿quién va a quedarse conmigo?
Reinó el silencio durante un buen rato antes de que alguien dijera:
—Yo me quedaré.
El hombre tatuado se volvió y se llevó una sorpresa al ver acercarse a Rojer, que se puso junto a él.
—Y yo —anunció Yon el Gris mientras daba un paso al frente. Necesitaba apoyarse sobre el bastón para andar, pero había una férrea determinación en sus ojos—. Los he visto venir y llevársenos uno tras otro durante más de setenta años. Si esta ha de ser mi última noche, entonces escupiré al ojo de un abismal antes del fin.
Los demás lugareños permanecieron estupefactos, pero entonces se adelantó Gared.
—Gared, idiota, ¿qué haces? —inquirió Elona, aferrándolo por el brazo, pero el gigante se libró de su mano y extendió la mano hacia la lanza de grafos clavada en el barro.
La miró fijamente, estudiando los grafos inscritos a lo largo de su superficie.
—Anoche descuartizaron a mi viejo —dijo en voz baja y enfadada. Aferró el arma y miró a los ojos de El Protegido—. Voy a cobrarme la deuda.
Sus palabras espolearon a otros, y uno por uno o en grupo, algunos movidos por el miedo y otros impelidos por la ira, y muchos más impulsados por la desesperación, los hoyenses se alzaron para acudir al encuentro de la noche venidera.
—Necios —bufó Elona, y se marchó hecha un basilisco.
—No necesitas hacerlo —le aseguró Leesha, con los brazos entrelazados en torno a la cintura del hombre tatuado mientras el garañón cabalgaba hacia la cabaña de Bruna.
—¿De qué vale una maldita obsesión si no ayuda a la gente? —replicó él.
—Esta mañana estaba enfadada. No quise decir eso.
—Querías decirlo —le aseguró El Protegido—, y estabas en lo cierto. Me he ocupado tanto del enemigo contra el cual me enfrentaba que me he olvidado de por qué luchaba. El único anhelo de mi vida ha sido matar monstruos, pero ¿de qué sirve aniquilar abismales en la espesura si no presto atención a los que cazan hombres todas las noches?
Se detuvieron al llegar a la cabaña. El hombre tatuado bajó de un salto y ofreció una mano a su acompañante. Ella sonrió y le dejó ayudarla a desmontar.
—La casa sigue intacta. Todo cuanto necesitamos está dentro.
Nada más entrar, Leesha se dirigió hacia donde estaban los utensilios de Bruna, pero la familiaridad del lugar la alcanzó con fuerza cuando comprendió que jamás volvería a ver a su maestra, tampoco oiría sus maldiciones ni podría reprocharle que escupiera en el suelo, ni podría beber de su sabiduría ni reír ante sus salidas obscenas. Aquella parte de su vida había terminado.
Pero no había tiempo para las lágrimas, de modo que la mujer dejó a un lado los sentimientos y se dirigió a la botica, de donde recogió jarras y botellas, metiendo algunas en los bolsillos de su mandil y entregando otras a El Protegido, quien las envolvía en silencio antes de cargarlas en las alforjas de Rondador Nocturno.
—No veo por qué me necesitas para esto —le reprochó—. Debería estar haciendo armas. Nos quedan pocas horas.
Ella le entregó el último frasco de hierbas, y en cuanto estuvo todo convenientemente colocado lo condujo al centro de la estancia, desde donde retiró la alfombra para mostrarle una trampilla. El Protegido la abrió para ella, revelando unos escalones de madera que se hundían en la oscuridad.
—¿Cojo una vela?
—Ni se te ocurra —gritó Leesha.
El hombre tatuado se encogió de hombros.
—Yo veo bastante bien en la oscuridad.
—Disculpa, no pretendía ser tan brusca.
La Herborista rebuscó en sus múltiples bolsillos hasta localizar dos pequeños viales cerrados con tapón. Vertió el contenido de uno en el otro y agitó el vial hasta obtener un suave brillo. Sostuvo en alto el frasquito e inició el descenso de los escalones mohosos hasta entrar en la polvorienta bodega. Las paredes eran de tierra apelmazada y había grafos pintados en los puntales. El pequeño espacio estaba atestado de cajones de almacenaje, baldas de frascos y botellas y grandes barriles.
Leesha se dirigió a un estante y levantó una caja de pajuelas de azufre.
—El fuego hiere a los demonios del bosque —musitó—, pero ¿qué efecto hará un disolvente fuerte?
—No lo sé —repuso El Protegido.
Leesha le lanzó la caja y se puso de rodillas para hurgar entre las botellas de un anaquel bajo.
—Vamos a averiguarlo —dijo ella mientras pasaba hacia atrás una gran botella de vidrio llena de un líquido claro cuyo tapón, también de cristal, estaba fuertemente sujeto a la boca del recipiente con red de fino alambre.
—Grasa y aceite para hacerles resbalar —murmuró ella, todavía revolviendo entre los frascos—, y arden con fuerza incluso bajo la lluvia.
Leesha le entregó a su acompañante un par de jarras de conserva selladas con cera.
A esto le siguieron nuevos objetos: palos tronadores, normalmente usados para arrancar tocones rebeldes, y la caja de petardos de feria de Bruna, llena de tracas, bengalas y cohetes voladores.
Por último, ella se dirigió al fondo de la bodega, donde había un gran barril de agua.
—Ábrelo con suavidad —le indicó al hombre tatuado.
Él lo hizo de ese modo, encontrando cuatro jarritas de cerámica meciéndose en el agua. Se volvió hacia Leesha y la miró con curiosidad.
—Eso es fuego líquido infernal.
Los veloces cascos protegidos del garañón los condujeron a la casa del padre de Leesha en cuestión de minutos. Allí, la sanadora se vio abrumada por la nostalgia, pero de nuevo no se dejó dominar por los sentimientos. ¿Cuántas horas faltaban para el crepúsculo? No muchas, eso seguro.
Los niños y los ancianos habían comenzado a llegar, reuniéndose en el patio. Brianne y Mairy los habían puesto a trabajar en la recogida de útiles. Mairy tenía los ojos vacíos mientras vigilaba a los niños. No había sido fácil convencerla de que abandonara a sus dos hijos en el Templo, aunque al fin había prevalecido la razón. Su padre se quedaba allí, y los otros hijos iban a necesitar a su madre si todo salía mal.
Elona salió en tromba de la casa en cuanto llegaron ellos.
—¿Lo de convertir mi casa en un establo ha sido cosa tuya?
Leesha pasó junto a ella, flanqueada por El Protegido, y no dejó a Elona otra alternativa que correr tras ellos cuando entraron en la casa.
—Sí, Madre, ha sido idea mía —contestó—. Quizá no dispongamos de espacio para todos, pero los niños y los ancianos que hasta ahora han logrado evitar el contagio se quedarán a salvo aquí, pase lo que pase.
—¡No pienso tolerarlo!
Leesha se giró en redondo para encararse con ella.
—¡No tienes elección! —gritó—. Estabas en lo cierto cuando decías que nuestra casa es la única que tiene unas protecciones fuertes, por lo que puedes sufrir aquí, en una casa atestada, o salir a pelear con los demás, pero válgame el Creador, los jóvenes y los viejos permanecerán protegidos por los grafos de padre esta noche.
Elona la fulminó con la mirada.
—No me hablarías de ese modo si tu padre estuviera sano.
—Él mismo los habría invitado si no estuviera enfermo —replicó Leesha, sin achantarse un ápice. Luego, centró su atención en el hombre tatuado—. La papelera está detrás de esas puertas. Allí están las herramientas de trazar grafos de mi padre y tendrás espacio para trabajar. Los chavales están reuniendo todas las armas del pueblo para traértelas.
El Protegido asintió y se desvaneció en la tienda sin despegar los labios.
—¿De dónde rayos has sacado a ese…?
—Nos salvó de los demonios del camino —respondió Leesha mientras se dirigía a la habitación de su padre.
—No sé yo si eso va a hacer algún bien —la previno Elona, poniendo una mano en la puerta—. Darsy la comadrona anda diciendo que ahora está en manos del Creador.
—Tonterías —replicó Leesha.
Entró en el dormitorio y acudió de inmediato junto al lecho de su progenitor, que estaba pálido y bañado en sudor, pero ella no se arredró. Le puso una mano en la frente y le acarició la garganta, las muñecas y el pecho con sus sensibles dedos. Mientras lo reconocía, le formuló a su madre preguntas relacionadas con los síntomas del enfermo: cómo, cuándo se habían manifestado y qué pruebas habían hecho ella y la comadrona Darsy.
Elona se retorció las manos, pero respondió lo mejor posible.
—Hay muchos otros en peor estado que él —observó Leesha—. Papá es más fuerte de lo que tú le concedes.
Por una vez, Elona no tuvo ninguna réplica denigrante.
—Voy a prepararle una poción. Deberá tomarla cada tres horas con regularidad.
Tomó un pergamino y comenzó a escribir las instrucciones a toda prisa.
—¿No vas a quedarte con él? —preguntó Elona.
Leesha sacudió la cabeza.
—Hay cerca de doscientas personas en el Templo que necesitan mi ayuda, mamá, y muchas están peor que papá.
—Tienen a Darsy para que los atienda —argüyó la madre.
—Darsy parece que no ha dormido desde que se desató el brote —replicó Leesha—. Está de pie y dormida, y lo que es más, no me fío de sus curas contra esta enfermedad. Si te quedas con papá y sigues mis instrucciones, lo más probable es que al alba él esté mejor que la mayoría de los enfermos de Hoya de Leñadores.
—¿Leesha? —gimió el doliente—. ¿Eres tú?
La sanadora corrió junto a su progenitor, se sentó al borde de la cama y le tomó la mano.
—Sí, papá, soy yo —contestó ella con ojos lagrimosos.
—Has venido —susurró Erny. Sus labios se curvaron cuando esbozó una morosa sonrisa. Estrechó la mano de su hija sin fuerza—. Sabía que lo harías.
—Por supuesto que he venido.
—Pero debes irte —observó él, con un suspiro. Él le palmeó la mano cuando Leesha no respondió—. He oído tus palabras. Ve y haz cuanto sea necesario. El simple hecho de verte me ha insuflado nuevas fuerzas.
Leesha estuvo a punto de sollozar, y lo ocultó como si fuera una risa antes de besar la frente de Erny.
—¿Tan mal pinta la cosa? —susurró él.
—Un montón de gente va a morir esta noche —contestó Leesha.
Erny le apretó las manos con más fuerza.
—Entonces, ve, no hay mayor necesidad que esa. Te quiero y me enorgullezco de ti.
—Te quiero, papá —dijo Leesha.
Lo abrazó con fuerza, se enjugó las lágrimas de los ojos y salió de la estancia.
Rojer dio unas volteretas por el pequeño pasillo central del improvisado dispensario mientras hacía una pantomima sobre el osado rescate que había llevado a cabo El Protegido unas noches antes.
—Pero entonces —continuó— se interpuso entre nosotros el mayor demonio de las rocas que había visto en mi vida.
Se subió a lo alto de la mesa con un brinco y alargó los brazos en el aire, indicando mediante gestos que ni aun así era capaz de hacer justicia a la corpulencia de la criatura.
—Medía cuatro metros y medio, tenía dientes grandes como una lanza y una cola en forma de cuerno capaz de aplastar a un caballo. Leesha y yo nos detuvimos en seco, pero ¿hizo eso vacilar a El Protegido? ¡No! Continuó caminando, tranquilo como si fuera una mañana cualquiera de Séptimo, y miró al monstruo a los ojos.
Rojer disfrutó de los ojos abiertos que veía a su alrededor; luego, vaciló, dejando que aumentara un tenso silencio antes de chillar:
—¡Bum! —Dio una palmada y todos saltaron del susto—. Así de fácil, el caballo de El Protegido, negro como la noche y con aspecto de demonio, atravesó la espalda del demonio con los cuernos.
—¿Tenía cuernos el caballo? —preguntó un anciano, alcanzando una ceja de pelo entrecano tan grueso que su continuo movimiento le hacía parecer la cola de una ardilla.
—Ya lo creo —confirmó el Juglar mientras alargaba los dedos detrás de las orejas para imitarlos, lo cual provocó algunas risas—, llevaba unos cuernos muy grandes de metal reluciente atados a la brida. Eran puntiagudos y llevaban inscritos grafos de poder. Es el mejor caballo que podéis ver, ya lo creo. Pisoteó al monstruo con los grafos de los cascos, que resonaban como truenos, y mientras el noble bruto golpeaba al abismal nosotros corríamos al círculo para ponernos a salvo.
—¿Y qué fue del caballo? —inquirió un chiquillo.
—Salió galopando entre los abismales en cuanto oyó el silbido de El Protegido —dijo mientras batía palmas para imitar el golpeteo de los cascos contra el suelo y reforzar la historia—, y saltó por encima de las protecciones para meterse en el círculo.
La historia dejó fascinados a los oyentes, haciendo que se olvidaran por un rato de la enfermedad y la noche inminente, y aún más: Rojer sabía que les había dado esperanza, la esperanza de que Leesha fuera capaz de curarlos y El Protegido pudiera protegerlos.
Le habría encantado poder dársela a él mismo.
Leesha había hecho que los muchachos limpiaran las cubas que usaba su padre para hacer pasta de papel. Ahora las utilizaba para preparar pociones en unas cantidades que jamás había intentado. Enseguida se le acabaron todas las reservas de Bruna y hubo que informar a Brianne, que diseminó a los muchachos por los campos en busca de apio de monte y otras hierbas.
A menudo lanzaba miradas a los rayos del sol que se colaba por la ventana, observando cómo su trazo se alargaba por el suelo a medida que estaba más bajo. El día se acababa.
No muy lejos, El Protegido trabajaba con similar velocidad. Movía las manos con delicada precisión mientras pintaba grafos en hachas, picos, martillos, flechas y piedras para hondas. Los pequeños le traían cualquier herramienta susceptible de poder usarse como arma y las recogían en cuanto se secaba la pintura, apilándolas en las carretas situadas en el exterior de la casa.
Alguien acudía a entregar un mensaje cada poco rato, a Leesha o a El Protegido. Ellos le daban instrucciones a toda prisa y despedían al mensajero para volver a su trabajo.
Cuando faltaban un par de horas para el anochecer, condujeron las carretas bajo una lluvia continua hasta llegar al templo. Los vecinos abandonaron sus quehaceres nada más verlos y acudieron enseguida para ayudar a Leesha en la descarga de sus pociones. Sólo unos pocos se aproximaron a El Protegido para ayudarlo a descargar la otra carreta, pero bastó una mirada de este para que se alejaran.
Leesha acudió a él con una pesada jarra de piedra.
—Opio y duranta —lo informó mientras se la entregaba—. Mézclalos con la comida de tres vacas y vigila que se la tomen toda.
El Protegido tomó la jarra y asintió.
El hombre tatuado la tomó por el brazo cuando iba a entrar en el Templo y le dijo:
—Toma esto.
Y le ofreció una de sus propias lanzas, un arma de metro y medio de longitud hecha de liviana madera de fresno. Los grafos de poder estaban grabados en la punta, provista de un filo aguzado, y también los había defensivos en el astil de lisa madera lacada y en la contera metálica.
Leesha lo miró dubitativa, pero no hizo ademán de tomarla.
—¿Y qué pretendes que haga yo con eso? Soy una Herbó…
—No te pongas a recitarme ahora el juramento de las Herboristas —la interrumpió el hombre tatuado mientras le ponía el arma en las manos—. Ese dispensario tuyo está muy poco protegido y si nuestra línea falla, tal vez esta lanza sea lo único que se interponga entre los abismales y tus enfermos. Entonces, ¿qué va a exigirte tu juramento?
Leesha torció el gesto, pero aceptó el arma y buscó algo más en él, pero El Protegido estaba con la guardia en alto y ella no era capaz de leerle el corazón. Deseaba soltar la lanza y abrazarlo, pero no soportaría otro rechazo por su parte.
—Esto…, buena suerte —consiguió articular la sanadora.
El hombre tatuado asintió.
—Te deseo lo mismo.
Se volvió para prestarle atención al contenido de la carreta. Leesha lo miró fijamente, sintiendo unas ganas locas de ponerse a gritar.
El Protegido relajó los músculos cuando Leesha estuvo lejos. Había necesitado toda su fuerza de voluntad para darle la espalda, pero ninguno de ellos podía permitirse el lujo de otra noche de equívocos.
Centró su atención en la inmediata batalla y apartó de su mente a la Herborista. El libro sagrado de los krasianos, el Evejah, contenía referencias a las conquistas de Kaji, el primer Liberador, y él lo había estudiado con detenimiento mientras aprendía el idioma.
Krasia se había consagrado a la filosofía de la guerra de Kaji y durante siglos sus guerreros habían luchado contra los abismales todas las noches. Cuatro eran las leyes divinas que regían la batalla. «Actúa con unidad y bajo un liderazgo». «Elige el momento y el lugar donde vas a presentar batalla». «Adáptate a lo que escapa a tu control y prepara lo demás». «Sorprende al enemigo atacando como no se lo espera, encuentra y explota sus debilidades».
Un guerrero krasiano aprendía desde la cuna que el camino hacia la salvación pasaba por matar alagai. Ninguno de ellos vacilaba cuando Jardir les pedía que abandonaran la seguridad de sus protecciones. Peleaban y morían con la certeza de que servían a Everam y de que iban a ser recompensados en la otra vida.
El Protegido temía que los hoyenses carecieran de esa unidad de propósito y no se comprometieran en la pelea, pero pensó que tal vez los había subestimado cuando los vio ir de un lado para otro y prepararse. Incluso en Arroyo Tibbet todos acudían y aguantaban al lado de sus vecinos cuando las cosas se ponían difíciles. Eso era lo que permitía que las aldehuelas siguieran vivas y prosperaran a pesar de la ausencia de muros con grafos. Si conseguía mantenerlos ocupados y que no desesperaran cuando aparecieran los demonios, tal vez lucharían todos a una.
De lo contrario, esa noche iban a morir todos los ocupantes del Templo.
La fuerza de la resistencia krasiana debía mucho a la segunda ley de Kaji, la elección del terreno, tanto o más que a sus propios combatientes. El laberinto de Fuerte Krasia estaba cuidadosamente diseñado para conceder ciertas protecciones a los dal’Sharum y canalizar la embestida de los demonios a lugares donde los hombres llevaban ventaja.
Una cara del Templo daba al bosque, donde ejercían su predominio los demonios del bosque y otras dos a las calles en ruinas y derruidas del pueblo. Había demasiados lugares donde los abismales podían ocultarse o parapetarse, pero detrás de los adoquines de la entrada principal se hallaba la plaza mayor. Quizá tuvieran una oportunidad si eran capaces de atraer allí a los demonios.
La lluvia había formado una capa aceitosa sobre los grafos de los toscos muros del Templo y ellos no habían logrado limpiarla, por lo que habían cerrado a cal y canto las grandes puertas y las ventanas con planchas de madera y clavos para luego trazar con tiza grafos encima de la madera. La entrada se limitaba a una pequeña entrada lateral cuyos umbrales de piedra tenían buenos grafos de protección. A los atacantes iba a resultarles más fácil atravesar la pared.
La misma presencia de humanos desprotegidos en la noche actuaría como un imán para los abismales. No obstante, El Protegido se había tomado la molestia de mantener a los asaltantes lejos de los flancos y de los edificios para crear un camino más accesible que los llevaría a atacar desde el extremo opuesto de la plaza. En su dirección, los aldeanos habían ubicado obstáculos alrededor de las demás caras del Templo, esparciendo al azar postes de protección donde él había tallado grafos de confusión a fin de que cualquier demonio que pasara junto a ellos con el propósito de atacar las paredes del edificio se olvidara de dicha intención y se viera atraído de forma inevitable por el alboroto de la plaza mayor.
Junto a la plaza, en un lateral, se hallaba el redil diurno del Pastor. Era pequeño, pero contaba con unos postes de protección nuevos. Unos pocos animales errando dispersos alrededor de los hombres ofrecerían un mínimo refugio.
Habían excavado trincheras al otro lado de la plaza y las habían rellenado con agua lodosa a fin de propiciar que los demonios de las llamas optasen por un camino más sencillo. El aceite facilitado por Leesha formaba una mancha fangosa en el agua.
Los habitantes del villorrio habían llevado a cabo muy bien la tercera ley de Kaji, la preparación. La plaza se había vuelto muy resbaladiza a causa de la lluvia constante, que había formado una fina película de barro sobre la dura tierra apelmazada. Los círculos de Enviado de Arlen estaban ubicados en el campo de batalla donde él había ordenado, como apostaderos y lugar de retirada, y habían excavado también un pozo hondo al que luego habían cubierto con una lona cubierta de lodo. Además, utilizaron escobas para extender sobre los adoquines una espesa capa de brasa.
Y en cuanto a la cuarta regla, la de atacar al enemigo de un modo inesperado, se cumplía por sí sola.
Los abismales no esperaban ningún tipo de ataque.
—Hice lo que pidió —dijo un hombre que se aproximaba mientras El Protegido evaluaba el terreno.
—¿Qué…?
—Soy Benn, señor, el marido de Mairy —dijo el hombre, y como El Protegido no dio muestras de reconocerlo, aclaró—: El soplador de vidrio.
Y al fin chispeó un atisbo de reconocimiento en los ojos de El Protegido.
—En tal caso, veámoslo.
Benn extrajo un frasquito de vidrio.
—Es fino, tal y como pidió usted, y frágil.
El hombre tatuado asintió.
—¿Cuántos han tenido tiempo de hacer usted y sus aprendices?
—Tres docenas —contestó Benn—. ¿Puedo preguntar para qué los quiere?
El interpelado negó con la cabeza.
—Pronto lo verá. Tráigalos y consígame algunos trapos.
El siguiente en aproximarse fue Rojer.
—He visto la lanza de Leesha. Vengo a por la mía —anunció.
El Protegido sacudió la cabeza, negándose.
—Tú no vas a luchar. Vas a quedarte dentro con los enfermos.
Rojer lo miró fijamente.
—Pero le dijiste a Leesha…
—Entregarte una lanza es privarte de tu fuerza —lo atajó el hombre tatuado—. Tu música se perdería en el bullicio de la noche, pero dentro resultará más eficaz que una docena de lanzas. Si los abismales logran abrir brecha, cuento contigo para que los contengas hasta que yo llegue.
El Juglar puso cara de pocos amigos, pero asintió y se dirigió de regreso al templo.
Pero otros ya estaban esperando para que los atendiera El Protegido. Este escuchó el informe de sus progresos y les asignó tareas que fueron a cumplir de forma inmediata. Los hoyenses iban encorvados, pero se movían muy deprisa, como liebres listas para salir huyendo en cualquier momento.
En cuanto se hubo librado de todos, Stefny acudió a él, furibunda, al frente de un grupo de mujeres enojadas.
—¿Qué es eso de que va a enviarnos a la cabaña de Bruna? —inquirió la mujer.
—Allí las protecciones son fuertes. No hay espacio para ustedes en el Templo ni en la casa familiar de Leesha.
—Eso no nos preocupa. Vamos a luchar —aseguró Stefny.
El Protegido la estudió con la mirada. Stefny era una pequeña, de poco más de metro y medio, delgada como un junco y con los cincuenta años bien cumplidos, hasta el punto de tener una piel rugosa y fina, como el cuero muy gastado. La aventajaría en estatura hasta el demonio del bosque más pequeño.
Pero la mirada de sus ojos le dijo que eso no importaba. Ella estaba dispuesta a luchar sin importarle lo que él dijera. Los krasianos no permitían luchar a sus mujeres, pero ese era su fallo. No pensaba dar una negativa a nadie dispuesto a resistir al caer la noche. Retiró una lanza de su carreta y se la entregó.
—Os encontraremos un lugar —prometió.
La mujer se quedó desconcertada, pues esperaba una buena bronca. Aceptó el arma, asintió y se fue. Las demás féminas aguardaron su turno y él le entregó una lanza a cada una.
Los hombres acudieron de inmediato al ver que El Protegido repartía armas. Los leñadores recuperaron sus propias hachas y contemplaron los grafos recién pintados con muchas reservas, pues hasta la fecha ningún hachazo había perforado la piel pétrea de un abismal.
—No voy a necesitarla —aseguró Gared, devolviéndole la lanza a El Protegido—. No se me da muy allá mover un palo, pero sé blandir mi hacha.
Uno de los leñadores se presentó con una niña de unos trece años.
—Me llamo Flinn, señor —se presentó el talador—. A veces, mi hija Wonda me acompaña mientras voy de caza. No voy a exponerla a la intemperie por la noche, pero podrá comprobar qué puntería tiene si le deja usted empuñar un arco detrás de las protecciones.
El Protegido miró a la adolescente, alta y poco agraciada. Había salido a su padre en fuerza y corpulencia. Arlen se acercó a Rondador Nocturno y descolgó su arco y las flechas de punta gruesa.
—Esta noche no voy a necesitar esto —le dijo a la muchacha al tiempo que le indicaba una ventana alta en la cúspide del tejado—. Prueba a hacer palanca para separar los tablones de esa ventana y dispara desde allí.
Wonda tomó el arco y se marchó a la carrera. Su padre hizo la venia al hombre tatuado y se alejó caminando hacia atrás.
El Pastor Jona salió a su encuentro con la pierna a rastras.
—Deberías estar dentro y sin utilizar esa pierna —dijo El Protegido.
El clérigo asintió.
—Yo sólo quería echarle un vistazo a las defensas.
—Deberían resistir —afirmó el hombre tatuado con más confianza de la que realmente sentía.
—Lo harán —replicó Jona—. El Creador no va a dejar Su Casa sin socorro. Por eso lo ha enviado.
—Yo no soy el Liberador —replicó Arlen con gesto crispado—. Nadie me ha enviado y no hay nada garantizado para la batalla de esta noche.
Jona sonrió con indulgencia, tal y como hace un adulto ante la ignorancia de un niño.
—En tal caso, ¿es una coincidencia que apareciera en el momento de nuestro mayor apuro? —inquirió—. No me corresponde a mí decir si es o no el Liberador, pero está aquí, como uno más de nosotros, porque el Creador lo ha puesto aquí, y Él tiene un motivo para todo lo que hace.
—¿Y qué razón tenía para acabar con medio pueblo por esa epidemia? —quiso saber El Protegido.
—No pretendo ver el camino, pero de todos modos sé que está ahí. Un día, todos nos daremos la vuelta y lo veremos, y nos preguntaremos cómo es que no lo encontrábamos.
Cuando Leesha entró en el Templo vio a Darsy acuclillada con gesto agotado junto a Vika. Intentaba bajarle la fiebre poniéndole un trapo mojado en la frente.
Leesha se dirigió directamente hacia ella y le quitó el trapo de entre las manos.
—Duerme algo —le aconsejó al ver la enorme fatiga en los ojos de la mujer—. El sol se pondrá enseguida y entonces vamos a necesitar todas nuestras fuerzas. Descansa mientras puedas.
Darsy rehusó con un cabeceo.
—Descansaré cuando me descuarticen los abismales, pero trabajaré hasta ese momento.
Leesha lo sopesó durante unos instantes y luego asintió. Se llevó la mano a un bolsillo y extrajo una viscosa sustancia negra envuelta en papel encerado.
—Mastica esto. Mañana te sentirás morir, pero te mantendrá despierta toda la noche —le aseguró.
Darsy asintió y se llevó a la boca esa sustancia masticable mientras Leesha se inclinaba para examinar a Vika. Aquella llevaba una bota colgada al cuello, le quitó el tapón mientras pedía a Darsy:
—Ayúdala a incorporarse un poco.
La mujer cumplió su petición y levantó a Vika lo bastante para que Leesha pudiera administrarle la poción. La enferma tosió un poco, pero Darsy le masajeó el cuello y la ayudó a tragar el brebaje hasta que Leesha quedó satisfecha.
La Herborista se levantó y estudió con la mirada la en apariencia infinita multitud de cuerpos tendidos. Había clasificado a los pacientes basándose en las prioridades de atención y había asistido a los más graves antes de irse a la cabaña de Bruna, pero allí había aún muchos enfermos cuyas heridas debía suturar, huesos rotos que fijar y heridas que limpiar, por no mencionar las docenas de contagiados inconscientes a quienes debía administrar sus pociones por la fuerza.
Confiaba en poder atajar la epidemia con el tiempo. Quizá la enfermedad hubiera ido demasiado lejos en algunos casos, que morirían o padecerían secuelas permanentes, pero la mayoría de los niños se recobrarían.
Si seguían con vida al día siguiente.
Congregó a los voluntarios, distribuyó entre ellos las medicinas y los instruyó acerca de lo que esperaba de ellos cuando empezaran a llegar los heridos del exterior.
Rojer vigiló el trabajo de Leesha y los demás, se sintió un cobarde mientras afinaba el violín. En su fuero interno sabía que El Protegido estaba en lo cierto: debía ayudar con su punto fuerte, como siempre había dicho Arrick, pero permanecer a salvo detrás de unos muros de piedra no le hacía sentirse más valiente que quienes mantenían el tipo fuera.
La idea de soltar el violín para tomar una herramienta le había parecido repulsiva no hacía mucho, pero ya se había cansado de esconderse mientras otros daban la vida por él.
Si vivía para contarlo, imaginaba que La batalla de la Hoya de Leñadores sería una historia destinada a perdurar de una generación a otra, pero ¿y qué contaría sobre su participación? Tocar el violín desde una posición segura a duras penas merecía una línea, y menos aún un verso.