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Agujas y tinta
328 d. R.
Arlen no pudo conciliar el sueño esa noche, aunque no fue a causa del dolor punzante de las heridas. Se había pasado toda la vida soñando con los héroes protagonistas de los cuentos trovadorescos, vestidos con armadura y haciendo frente a abismales con lanzas protegidas. La idea de ese sueño prendió en su interior cuando halló la lanza y se le escabulló de entre los dedos cuando alargó la mano para tomarlo. Había salido tambaleante de ese tropezón para dar con algo nuevo.
Nada, ni siquiera la noche en el Laberinto, cuando se había sentido invencible, era comparable con la sensación de enfrentarse a un demonio en sus propios términos y sentir en la carne el cosquilleo de la magia al cobrar vida. Tenía verdadera ansia de experimentarla otra vez, y esa apetencia ofrecía una nueva luz a sus fantasías de antaño.
Al estudiar lo acaecido en Krasia, Arlen comprendió que su visita no era tan magnánima como había creído en un principio. Con independencia de lo que se dijera a sí mismo, él no quería ser un fabricante de armas ni otro luchador más entre otros muchos. Había buscado la gloria y la fama. Había deseado entrar en las leyendas como la persona que había devuelto a la humanidad la oportunidad de combatir.
«¿No había querido ser considerado incluso como el Liberador?».
La idea lo alteró. La salvación de los hombres debía proceder de todos ellos, y no de uno solo, para que significara algo y pudiera perdurar.
¿Y acaso quería ser salvada la humanidad? ¿Lo merecía? Arlen ya no lo sabía. Los hombres como su padre habían perdido la voluntad de luchar y se contentaban con esconderse detrás de los grafos, pero albergaba serias reservas acerca de quienes la conservaban después de lo presenciado en Krasia y lo que había visto en su interior.
Nunca habría paz entre él y los abismales. En el fondo de su corazón, Arlen sabía que jamás se sentiría a salvo detrás de la red de protección y los dejaría bailar tranquilos ahora que tenía otra elección, pero ¿quién iba a acompañarlo en su lucha? Ragen le había infundido la idea y Elissa lo había regañado por ello. Mery lo había rechazado. Los krasianos habían intentado matarlo.
Arlen supo que la mayor arma de los demonios era el miedo, desde la noche en que su padre permaneció a salvo detrás de los grafos del porche mientras los abismales despedazaban a su esposa, pero no había entendido las muchas formas del miedo. Todos sus intentos demostraban otra cosa: Arlen tenía pánico a la soledad. Necesitaba a alguien, a cualquiera, para creer en lo que hacía. Necesitaba alguien con quien luchar, alguien por quien hacerlo.
Pero no había nadie y ahora lo veía con claridad. Debía regresar a las ciudades si deseaba compañía y aceptarla en los términos de sus habitantes. Si quería luchar, debía hacerlo solo.
Se apagaron la euforia y la sensación de poder, tan vividas en su mente, y lentamente se aferró las rodillas con las manos hasta ovillarse en el suelo y permaneció con la mirada fija en el desierto, buscando un camino donde no había ninguno.
Se levantó con las primeras luces del alba y fue a chapotear en el agua para lavarse las heridas. Las había suturado y se había puesto una cataplasma antes de quedarse dormido, pero nunca se tenía bastante cuidado con las heridas de un demonio. Le llamó la atención su propio tatuaje cuando se echó agua fría sobre el semblante.
Todos los Enviados tenían tatuajes de identificación de su ciudad de origen. Era un símbolo de lo lejos que habían llegado en el transcurso de sus viajes. Arlen recordaba el primer día en que Ragen le mostró el suyo: la ciudad entre montañas que engalanaba el pabellón de Miln. Él había tenido el propósito de ponerse el mismo tatuaje en cuanto completó su primer trabajo y fue a un artista del tatuaje, dispuesto a ser marcado para siempre como Enviado, pero entonces le entraron dudas. Fuerte Miln había sido un hogar para él en muchos sentidos, pero no había nacido allí.
Arroyo Tibbet carecía de pendón, por lo cual tomó la divisa del conde Tibbet: campos exuberantes divididos por un riachuelo que desembocaba en un pequeño lago. El tatuador tomó las agujas y estampó para siempre en el hombro de Arlen ese recuerdo del hogar.
«Para siempre». Observó con detalle el trabajo del tatuador y su modus operandi se le grabó en la mente. El oficio de aquel hombre no difería demasiado del de un Protector: líneas precisas trazadas laboriosamente y sin margen para el error. Arlen guardaba agujas en la bolsita de las hierbas y tinta en la caja de herramientas de Protección.
Arlen encendió un pequeño fuego mientras revivía todos y cada uno de los pasos del tatuador. Colocó las agujas sobre las llamas y vertió un poco de tinta viscosa y espesa en un pequeño cuenco. Envolvió los alfileres con hilo a fin de asegurarse que no iba a clavarlos más hondos de la cuenta y estudió con cuidado los contornos de la mano izquierda para percibir cada arruga y cada pliegue cuando la cerraba. Cuando estuvo preparado, tomó una aguja, la empapó en tinta y se puso a trabajar.
Fue un trabajo laborioso y se veía obligado a detenerse a menudo para limpiar de la mano el exceso de tinta y el flujo de la sangre, pero tiempo era lo único que tenía, de modo que trabajó con pulso firme y sumo cuidado. Quedó satisfecho con el grato realizado a media mañana. Se puso un apósito en la palma de la mano y se la vendó con cuidado antes de merodear por el vergel con el fin de reabastecer las reservas del oasis. Trabajó duro el resto de ese día y también el siguiente, sabedor de que antes de irse debía acumular toda la comida que fuera capaz de llevar.
Arlen permaneció otra semana en el oasis: se tatuaba grafos por la mañana y reunía comida por las tardes. Los tatuajes de las palmas sanaron con rapidez, pero no se detuvo ahí cuando rememoró cómo se le habían despellejado los nudillos cuando le propinó puñetazos al demonio de la arena. Se protegió con grafos los artejos de la mano izquierda a la espera de que se le cayeran las costras de la mano derecha antes de grabarse también los nudillos de esa mano. Ningún monstruo volvería a permanecer impasible al recibir un puñetazo suyo.
Mientras trabajaba, iba revisando una y otra vez los lances de su duelo con el demonio de la arena para recordar sus movimientos, su vigor y su velocidad, la naturaleza de sus movimientos de ataque y las señales delatoras de los mismos. Tomó notas minuciosas de todos esos recuerdos para estudiarlos y devanarse los sesos sobre posibles formas de mejorar sus reacciones. No podía permitirse el lujo de tener otro tropiezo.
Los krasianos habían perfeccionado los ya precisos movimientos del sharusahk en casi una expresión artística. Empezó a adaptar los movimientos y la posición de sus tatuajes a fin de que encajaran los dos.
Cuando al fin abandonó el oasis de la Aurora, no siguió el camino, sino que atajó por las dunas, en dirección a Sol de Anoch. Había puesto a secar mucha comida y se llevó toda la que pudo cargar. La ciudad perdida tenía un pozo, pero no comida, y él tenía planeado quedarse allí durante un tiempo.
Arlen sabía incluso en el momento de marcharse que el agua no iba a durarle durante todo el tiempo necesario para llegar a la ciudad perdida. Apenas habías odres y pellejos de más en el oasis. La travesía por el desierto hasta su destino iba a durar unas dos semanas y el agua no le duraría más de una.
Pero no volvió la vista atrás ni una sola vez. «No hay nada detrás de mí. Sólo puedo seguir adelante», pensó.
Arlen respiró hondo y continuó andando cuando las sombras se alargaron sobre las dunas al anochecer. Las estrellas refulgieron con claridad en el cielo sin nubes y no resultaba difícil no perder el sentido de la orientación; de hecho, era más fácil que durante el día.
Eran pocos los abismales que se adentraban tanto en el desierto, pues solían congregarse allí donde se hallaban las presas, y escaseaban mucho en el yermo arenal. Arlen caminó durante horas a la fría luz de luna antes de que un demonio captase su efluvio. Oyó los alaridos de la bestia antes de que esta hiciera acto de presencia, pero no huyó, pues sabía que podía rastrearlo, y tampoco albergaba la menor intención de huir, pues ya había recorrido mucha distancia durante aquella noche. Se mantuvo en su posición mientras el demonio de la arena se acercaba dando saltos sobre las dunas.
Cuando Arlen lo miró a los ojos con calma, el abismal se detuvo, confuso; le gruñó y arañó la arena con las zarpas, pero el humano se limitó a sonreír y tampoco reaccionó cuando el depredador bramó un grito de desafío. En vez de eso, se concentró en el terreno circundante: los atisbos de movimiento en las áreas laterales de su visión periférica, el susurro del viento y su roce sobre la arena, el aroma imperante en el gélido aire nocturno.
Los demonios de la arena cazaban en manada. Arlen jamás había visto a un espécimen cazar solo y dudaba de que el abismal no tuviera compañía. Tal y como esperaba, aparecieron otros dos congéneres, silenciosos como la muerte, mientras fijaba de nuevo la atención en la criatura gruñidora y alborotadora que tenía delante de él. Habían dado un rodeo para atacarlo por los flancos. Arlen simuló no haberse percatado de su presencia y mantuvo el contacto visual con el enemigo de en frente, cada vez más cercano.
El ataque sobrevino como esperaba: el abismal situado delante mantuvo la posición mientras sus compañeros arremetían cada uno desde un lateral, en una demostración de astucia que impresionó a Arlen. Supuso que era necesario desarrollar mañas para el engaño, pues en el desierto los abismales eran visibles a lo lejos y el viento alejaba varios kilómetros el menor de los sonidos.
Pero aun cuando Arlen todavía no se había convertido en el cazador, tampoco era una presa fácil. Los dos demonios alargaron las garras de los cuartos delanteros en cuanto saltaron desde los laterales, pero él salió disparado hacia delante y se lanzó contra la bestia que había servido de distracción.
Los dos atacantes debieron desviarse para no chocar entre ellos, y lo lograron, aunque a duras penas, mientras su congénere retrocedía, sorprendido por el ataque del humano. El demonio era rápido, pero no tanto como para evitar el gancho de izquierda de Arlen. El hombre le propinó un golpe con los grafos de los nudillos que levantó un surtidor de chispazos. El abismal se tambaleó. Arlen no se detuvo ahí y de pronto alargó la diestra hacia el rostro del demonio, manteniendo la palma pegada a los ojos. El grafo se activó con efectos abrasadores y la criatura aulló al tiempo que lanzaba zarpazos a ciegas.
Pero Arlen había previsto el movimiento y se echó hacia atrás. Se tiró al suelo y rodó sobre sí para levantarse a escasos metros del monstruo cegado y plantarles cara a los otros compañeros de caza cuando se lanzaban a por él.
Arlen quedó impresionado de nuevo. Las dos criaturas no lo atacaron simultáneamente para evitar ser engañadas con el mismo truco una segunda vez, y escalonaron su avance para no chocar entre ellos.
La táctica funcionaba con otros demonios, pero tenía el inconveniente de conceder a su presa la posibilidad de enfrentarse a ellos de uno en uno. Arlen se irguió cuando el primer atacante se le echó encima y lo tuvo al alcance de las manos para poderle agarrar, y entonces le atrapó la cabeza a la altura de las orejas. La explosión de magia dejó noqueado al abismal sobre el suelo, donde aullaba y se retorcía de dolor, aferrándose la cabeza con las garras.
El segundo rival se le echó encima con poca diferencia con el primero, sin concederle tiempo para golpearlo ni evitarlo. En vez de eso, se acordó de un truco de su anterior encuentro: aferró al demonio por las patas y se tiró al suelo de espaldas con el fin de hacerle salir volando. Las agudas escamas del abdomen de la criatura le cortaron los vendajes de los pies y se le hundieron en las plantas, lo cual no le impidió aprovechar la propia inercia de la criatura para lanzarla lejos. El rival cegado en primer lugar seguía removiéndose, pero apenas era una amenaza.
Antes de que el segundo enemigo se recobrara, Arlen se lanzó a por el primero, el que se retorcía de dolor, y le hundió las rodillas en los lomos, haciendo caso omiso del dolor de las cortantes escamas. Rodeó el pescuezo del adversario con una mano y colocó la otra detrás de la cabeza. El luchador notó los efectos de la magia, pero se vio forzado a soltar la presa y rodar sobre un costado para evitar al otro enemigo, que se había recuperado y reanudaba su asalto.
El humano se puso en pie una vez más. El demonio y él se pusieron a dar vueltas uno en torno al otro, con precaución. La criatura hizo amago de embestir y el joven flexionó las piernas, listo para eludir las afiladas garras, pero el demonio se detuvo en seco e hizo girar el rabo alrededor de su corpulenta y poderosa figura para golpear al humano en un costado, haciéndole salir despedido.
Arlen cayó sobre el suelo y rodó de costado justo a tiempo de evitar el rasposo extremo de la cola, que levantó un golpe sordo al impactar donde hacía un segundo reposaba su cabeza. Giró sobre sí mismo otra vez, esquivando por los pelos el siguiente golpazo, y logró agarrar el apéndice cuando el abismal hizo ademán de retirarlo para preparar otra trompada. Arlen apretó al sentir el hormigueo del grafo en la palma y un aumento del calor cuando empezó a obrar efecto la magia. El abismal aulló y removió el rabo, pero Arlen se apresuró a sujetarlo y colocó la otra mano justo debajo de la primera. Cuando la magia se intensificó, él anduvo a paso ligero para mantenerse lejos del alcance del abismal; al final, la combustión traspasó la cola y el extremo de la misma acabó estallando en medio de un surtidor de icor.
El desgarro mandó lejos a Arlen y el abismal se vio libre de nuevo para revolverse hacia él y acometer. El humano lo agarró por el antebrazo con la mano izquierda y le propinó un codazo en la garganta, pero un golpe sin la magia de los grafos surtía poco efecto. La bestia crispó los brazos nervudos y el joven salió volando por los aires otra vez.
Arlen hizo acopio de sus últimas fuerzas cuando la criatura embistió y salió a su encuentro, cerrando las manos en torno al pescuezo de la bestia y apretó mientras se dejaba caer hacia atrás. Las garras del abismal le rasguñaron los brazos, pero las extremidades del luchador humano eran más largas, por lo cual no sufrió heridas en el cuerpo. Se dieron un fuerte golpe contra el suelo. Arlen colocó las rodillas sobre las articulaciones de las patas del enemigo, inmovilizándole las extremidades con su peso mientras continuaba con el estrangulamiento. Cada segundo transcurrido notaba el creciente efecto de la magia.
El demonio se revolvía enloquecido, pero Arlen le apretó el pescuezo con más fuerza. La quemazón de la magia consumió las escamas y se adentró en la vulnerable carne de debajo para luego partirle los huesos. No paró hasta que fue capaz de cerrar los puños.
Se levantó del cadáver descabezado del demonio y miró a los otros dos. El que había caído noqueado se arrastraba débilmente, sin ánimo alguno de pelear, y el cegado se había desvanecido, aunque Arlen no se preocupó por ello. No envidiaba el viaje de vuelta al Abismo que le esperaba a la criatura tullida. Lo más probable era que sus compañeros lo hicieran trizas.
Se fue a por el demonio que renqueaba patéticamente sobre la arena y lo remató. Se vendó las heridas y luego, después de un corto descanso, retomó su hatillo con las provisiones y se encaminó de nuevo hacia Sol de Anoch.
Arlen viajó día y noche, dormitando a la sombra de las dunas cuando el sol estaba en su cénit. Sólo se vio obligado a luchar otras dos noches: la primera contra otra manada de demonios de la arena, y la segunda contra un solitario demonio del viento; pasó las demás sin ser molestado.
Cubría mayores distancias por la noche que por el día, cuando soportaba todo el peso de un sol abrasador. Al séptimo día de viaje desde el oasis de la Aurora, estaba en carne viva por efecto del viento, los pies ensangrentados y llenos de ampollas, y se le había acabado el agua, pero le volvieron las fuerzas cuando apareció a la vista Sol de Anoch.
Arlen rellenó los odres en uno de los pocos pozos en activo y bebió hasta saciarse. A continuación, empezó a proteger con grafos el edificio que conducía a las catacumbas donde había hallado la lanza. Las vigas de madera habían quedado expuestas a la vista en algunos edificios cercanos, pero la sequedad del desierto las había mantenido intactas. Arlen se apoderó de todas ellas y recogió todos los matorrales raquíticos para encender fuego, pues las tres antorchas tomadas en el oasis y el puñado de velas del equipo de Protección no iban a durar mucho y la luz natural no entraba en el subsuelo.
Racionó con cuidado su menguante reserva de víveres. El borde del desierto y la esperanza más cercana de hallar más estaba al menos a cinco días de Sol de Anoch, tres si caminaba día y noche. Eso apenas le concedía tiempo, y había mucho por hacer.
Durante el día siguiente, Arlen exploró las catacumbas y copió con detalle todos los grafos nuevos dondequiera que los encontrara. Localizó nuevos sarcófagos de piedra, pero ninguno contenía armas. Aun así, había una gran profusión de grafos inscritos en los féretros y en las columnas, y más todavía en las historias pintadas en las paredes. Arlen no sabía leer los pictogramas, pero comprendía buena parte del lenguaje corporal y las expresiones de la secuencia de imágenes. El nivel de detalle de las representaciones era tal que Arlen fue capaz de distinguir algunos de los grafos que los guerreros llevaban en las armas.
También descubrió nuevas razas de demonios en las pinturas. Una serie de imágenes mostraban a hombres con aspecto humano, salvo por los colmillos y las garras. Una imagen central mostraba delante de una horda de demonios a un abismal delgado de extremidades esqueléticas y un pecho estrecho y huesudo, pero con una cabeza desproporcionada para ese cuerpo. El abismal se enfrentaba a un hombre ataviado con un ropón que se hallaba al frente de un buen número de guerreros humanos. Los semblantes de ambos contrincantes estaban contorsionados por lo que parecía ser un enfrentamiento de voluntades, pero estaban claramente separados y rodeados por un halo de luz mientras sus respectivas huestes los contemplaban.
Tal vez lo más llamativo del líder humano era la ausencia de armas. Emanaba una luz que parecía proceder de un grafo pintado, ¿tatuado quizá?, en la frente. Arlen estudió la siguiente imagen y vio al demonio y los suyos en desbandada mientras los humanos alzaban las lanzas en señal de triunfo.
Con sumo cuidado, Arlen copió en la libreta el grafo de la frente del hombre.
La reserva de comida menguó conforme pasaban los días y moriría de hambre antes de que hallara más si se quedaba otro día más en Sol de Anoch. Decidió partir con la primera luz del alba en dirección a Fuerte Rizón. Una vez que llegara a la ciudad, estaría en condiciones de procurarse un pagaré bancario con el que sufragar la adquisición de un caballo y víveres para regresar.
Lo irritaba tener que partir cuando apenas había podido hurgar en la superficie de la ciudad. Muchos túneles se habían venido abajo y excavarlos requería tiempo, y había muchos más edificios con posibles entradas a cámaras subterráneas. Las ruinas tenían la clave para destruir a los demonios y era la segunda vez que las exigencias del estómago lo obligaban a abandonarlas.
Los abismales se alzaron mientras estaba sumido en sus pensamientos. Acudían en buen número a Sol de Anoch a pesar de la ausencia de presas. Tal vez creían que los edificios podían atraer a más hombres, o tal vez hallaban solaz en dominar un lugar que antaño desafió a los de su raza.
Arlen se levantó y se encaminó al borde de la zona protegida para observar a los demonios bailar a la luz de la luna. Las tripas le hicieron ruido y se preguntó, y no por vez primera, por la naturaleza de los demonios. Eran criaturas mágicas, inmortales e inhumanas. Se dedicaban a destruir, pero no creaban nada ni en la muerte, pues sus cuerpos se incineraban en lugar de pudrirse para alimentar el suelo, pero él los había visto comer, y también cagar y mear. ¿De verdad estaba su naturaleza completamente fuera del orden natural?
Un demonio de la arena le siseó.
—¿Qué eres tú? —le preguntó Arlen.
Pero la criatura se dedicó a aporrear la pared invisible de los grafos, gruñó con frustración y se alejó cuando fulguraron.
Arlen le vio marcharse sumido en sus negros pensamientos. «Al Abismo con él», murmuró mientras abandonaba las protecciones con un salto. El demonio se volvió justo a tiempo de recibir el puñetazo de Arlen, propinado con los grafos tatuados en los nudillos. La desprevenida criatura cayó bajo sus puños en medio de un gran estruendo y murió sin saber qué lo había golpeado.
Los demás abismales se aproximaron al oír el alboroto, pero lo hicieron con cautela y Arlen fue capaz de regresar al edificio llevando a rastras a su enemigo y cubrir los grafos lo suficiente como para meter dentro el cadáver.
—Veamos si después de todo puedes devolverme algo —le dijo el humano a la criatura muerta.
Pintó grafos de filo sobre un trozo afilado de obsidiana a fin de poder abrir el caparazón del abismal. Se sorprendió al descubrir que debajo de tan pétreo blindaje la carne de la bestia era tan vulnerable como la suya. Los músculos y los nervios eran duros, pero no mucho más que los de cualquier otro animal.
Emitía un hedor insoportable y el icor negro que hacía las veces de sangre apestaba tanto que le escocieron los ojos y le entraron arcadas. Contuvo el aliento y cortó un trozo de carne de la criatura. La agitó con fuerza para sacudir el exceso de fluido antes de echarla sobre un pequeño fuego. El icor humeó y al final se consumió. El olor de la carne dorándose empezó a ser llevadero.
Arlen alzó el repulsivo trozo de carne renegrida cuando estuvo bien hecho y los años desaparecieron. Su mente regresó a Arroyo Tibbet, y recordó las palabras pronunciadas por Coline Trigg el día en que él pescó un pez de mal aspecto y con escamas marrones. La Herborista lo obligó a devolverlo a las aguas.
—Jamás comas nada de mal aspecto —le había dicho Coline—. Lo que te lleves a la boca se convierte en parte de ti.
«¿Se convertirá esto en parte de mí?», se preguntó.
Miró el trozo de carne, hizo de tripas corazón y se lo metió en la boca.