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Un cambio de escenario

331 d. R.

La llovizna se convirtió en un aguacero. Rojer maldijo su suerte y avivó el paso. Llevaba un tiempo planeando marcharse del Valle del Pastor, pero no había previsto hacerlo con tanta prisa y en circunstancias tan desagradables.

Suponía que no debía culpar al pastor, cierto. El tipo se pasaba más tiempo atendiendo al rebaño que a su esposa y el acercamiento fue cosa de ella, pero ningún hombre saca su lado razonable cuando llega antes de lo previsto para no mojarse por la lluvia y se encuentra a su esposa en la cama con un muchacho.

En cierto modo, debía estar agradecido a la lluvia. De lo contrario, el cornudo podía haber reclutado a la mitad de los hombres del pueblo para darle caza, pues los tipos de esa aldea eran de lo más posesivo, probablemente porque dejaban solas a sus esposas mientras llevaban a pastar a los preciados rebaños. Los ovejeros eran gente seria en lo tocante a los rebaños y a las esposas, y si uno interfería con cualquiera de los dos…

El marido lo había perseguido como un poseso por el dormitorio hasta que la esposa saltó a la espalda del marido y lo retuvo el tiempo preciso para que Rojer echara mano a sus bártulos y saliera por la puerta a paso ligero. Rojer siempre tenía sus pertenencias empaquetadas, eso lo había aprendido de Arrick.

—Por la Noche —murmuró mientras un espeso barro le succionaba la bota.

El frío y la humedad se colaban por debajo del cuero, pero todavía no se atrevía a detenerse y encender un buen fuego.

Se ciñó con más fuerza la capa de colores mientras se preguntaba por qué siempre parecía estar huyendo de algo. Durante los dos últimos años se había mudado cada estación y había vivido en el Paseo del Grillo, Bosque Cerrado y el Valle del Pastor al menos hasta tres veces, pero aún se sentía como un forastero. La mayoría de los aldeanos moraban en sus pueblos toda la vida sin salir de los mismos, y siempre intentaban persuadirlo de que él hiciera lo mismo.

«Cásate conmigo». «Cásate con mi hija». «Quédate en mi posada y pintaremos su nombre en el letrero de la entrada para atraer clientes». «Caliéntame mientras mi esposo está lejos». «Ayúdanos durante la cosecha y pasa aquí el invierno».

Se lo habían dicho de mil formas diferentes, pero todas significaban lo mismo: «Abandona el camino y echa raíces aquí».

Rojer se descubría en los caminos cada vez que se lo decían. Era agradable saberse querido, pero ¿en condición de qué? ¿Como marido? ¿Como padre? ¿Como peón de labranza? Rojer era Juglar, y no se imaginaba siendo nada más. La primera vez que movió un dedo para ayudar en la cosecha o ayudó en la búsqueda de una oveja perdida se supo al comienzo de un camino que lo llevaba en otra dirección.

Llevó la mano al bolsillo secreto para palpar el talismán de pelo dorado, y tuvo la sensación de que lo contemplaba el espíritu de Arrick. El joven sabía cuánto le habría decepcionado a su maestro si se hubiera quitado la botarga. Arrick había muerto como Juglar, y él también lo haría así.

La gira por las aldehuelas habían hecho ciertas las palabras de Arrick: Rojer había mejorado mucho sus habilidades. Dos años de continuas actuaciones lo habían obligado a hacer algo más que tocar el violín y ejecutar algunas acrobacias. Se había visto obligado a ampliar el repertorio y a mejorar ahora que no contaba con su maestro para llevar el peso del espectáculo, llegando a desarrollar formas novedosas de entretener al público en solitario. Siempre estaba perfeccionando algún truco de magia o alguna pieza de música, pero por muchos trucos que hiciera y por buen violinista que fuera, se había hecho conocido por sus dotes como cuenta- cuentos.

Todos los habitantes de las aldehuelas eran muy aficionados a las buenas historias, en especial las que tenían lugar en lugares lejanos. Rojer se vio obligado a ambientar sus historias en lugares conocidos y en otros que no había visto jamás, en pueblos situados al otro lado de las colinas y en otros existentes únicamente en su imaginación. Las historias engordaban conforme las iba contando y los personajes cobraban vida en la mente de los espectadores mientras escuchaban las aventuras de Jack Lengua Escamosa, capaz de hablar la lengua de los abismales, y siempre engañando a las estúpidas criaturas con falsas promesas; Marko el Andarín, que cruzó la cordillera milnesa para hallar al otro lado una tierra fértil donde los abismales eran adorados como dioses; y por supuesto, El Protegido.

Los Juglares del duque pasaban por las aldehuelas todas las primaveras para leer las proclamas de la autoridad, y los últimos habían empezado a contar rumores sobre un hombre indómito que vagaba por los páramos matando demonios y alimentándose de su carne. Rojer presentó la historia como la sincera narración del tatuador encargado de trazar los grafos sobre la espalda de ese hombre, y que otros se la habían confirmado. La aventura embelesó al público de inmediato, y se vio obligada a embellecerla un tanto con detalles de su propia cosecha en cuanto los espectadores le pidieron que volviera a contar la historia a la noche siguiente.

A los oyentes les encantaba hacerle preguntas para pillarlo en falso, pero Rojer disfrutaba con esos lances dialécticos y mantuvo convencidos a los paletos de la veracidad de sus descabelladas historias.

Por una de esas ironías de la vida, la más difícil de creer era la de que él era capaz de hacer bailar a los demonios con su violín. Podía haberla probado en cualquier momento, por supuesto, pero como Arrick solía decir: «En cuanto te pones a demostrar una cosa, el público esperará de ti que las pruebes todas».

Rojer observó el cielo. «Pronto voy a estar tocando para los abismales», pensó. El cielo había estado encapotado casi todo el día y ahora se oscurecía con suma rapidez. La idea de que los demonios se alzaran cuando unas nubes densas encapotaban el cielo se consideraba un visión inducida por el opio por los habitantes de las ciudades, donde los altos muros hacían posible que la gente jamás hubiera visto un demonio de verdad, pero la experiencia le decía otra cosa a Rojer tras dos años de gira por las aldehuelas, lejos de las murallas. La mayoría de las criaturas esperaban a la noche para subir a la superficie, pero siempre había unos cuantos valientes dispuestos a hacer la prueba durante la falsa noche si la capa de nubes era lo bastante densa.

El frío, la humedad y la poca predisposición a los riesgos lo empujaron a buscar cuanto antes un lugar donde acampar. Tendría suerte si llegaba a Bosque Cerrado al día siguiente, pero lo más probable era que pasara dos noches al raso. La perspectiva le produjo un retortijón de estómago.

Y en realidad, Bosque Cerrado no iba a ser mejor que el Valle del Pastor ni el Paseo del Grillo. Tarde o temprano, acabaría casado y con hijos, o peor aún, se enamoraría, y antes de que pudiera darse cuenta únicamente sacaría el violín del estuche los días festivos, pues entonces hasta él iba a necesitar hacer canjes para comprar semilla o arreglar el arado y acabaría siendo como todos los demás.

«También puedes volver a casa».

Rojer sopesaba a menudo la idea de volver a Angiers, pero siempre surgían razones para posponer el regreso otra estación. Después de todo, ¿qué podía ofrecerle la ciudad? Calles estrechas atestadas de gente y animales en cuyo entarimado se mezclaba el hedor del estiércol y la basura. Mendigos y ladrones, y la continua preocupación por la falta de dinero, y gente que practicaba el arte de ignorar a los demás.

«Gente normal», pensó Rojer, y suspiró. Los pueblerinos siempre estaban deseando saberlo todo sobre sus vecinos y abrían sus hogares a los extranjeros sin pensárselo dos veces. Y eso era loable, pero en el fondo de su corazón, Rojer era un chico de ciudad.

El regreso a Angiers implicaba tener que lidiar otra vez con el gremio, pues un Juglar sin licencia tenía los permisos contados, pero alguien del gremio con un buen estatus en el negocio estaba seguro. Sus dos años de experiencia en las aldehuelas le garantizaban una licencia, sobre todo si hallaba a un miembro del gremio dispuesto a hablar por él. Arrick había logrado que todos se distanciaran de él, pero quizá lograra que alguno se apiadara de él al saber del triste sino de su maestro.

Localizó un árbol cuyo ramaje lo resguardaría algo de la lluvia y, tras montar el círculo, recogió debajo de las ramas suficiente leña seca para encender un pequeño fuego. Lo alimentó con cuidado, pero al final, el viento y la lluvia lo apagaron antes de que pasara mucho tiempo.

—Que se jodan los pueblerinos —dijo Rojer mientras lo envolvía la oscuridad, cuya quietud sólo se rompía por el ocasional chisporroteo mágico cuando un demonio probaba sus defensas—. Que los zurzan a todos.

DEMsep

Angiers no había cambiado mucho en su ausencia. Le parecía más pequeña, pero eso se debía a que Rojer había vivido un tiempo en lugares abiertos y había crecido varios centímetros desde que estuvo allí por última vez. Ahora tenía dieciséis años y era un hombre a todos los efectos. Permaneció en las afueras de la ciudad, mirando fijamente la puerta y preguntándose si cometía o no un error.

Tenía un poco de dinero, apartado escrupulosamente después de pasar el sombrero al final de sus actuaciones, y algo de comida en el petate. No era mucho, pero al menos le permitiría estar fuera de los refugios públicos durante unas noches.

«Siempre puedo volver a las aldeas si todo cuanto quiero es tener la tripa llena y estar bajo techo», dijo para sus adentros. También podía encaminarse a Hoya de Leñadores, al Tocón del Granjero o al norte, donde el duque había reconstruido Pontón en la orilla angersiana del río.

«Si es cuanto quiero…», repitió mientras hacía acopio de valor y cruzaba las puertas.

Encontró una posada bastante barata y sacó su botarga de colores. En cuanto estuvo equipado se dirigió derecho a la casa gremial de los Juglares, ubicada muy cerca del centro de la urbe, donde sus residentes podían atender con facilidad cualquier compromiso en cualquier parte de la ciudad. Todo Juglar con licencia podía vivir en el edificio del gremio siempre que aceptasen los trabajos que les asignasen sin rechistar y entregaran la mitad de sus ganancias al gremio.

«Idiotas —los llamaba siempre Arrick—. Cualquier Juglar dispuesto a entregar la mitad de la recaudación a cambio de un techo y un plato de gachas tres veces al día no es digno de ese nombre».

Eso era bastante cierto. Sólo vivían allí los más viejos y los menos dotados, dispuestos a aceptar los encargos que rechazaban todos los demás. Aun así, la alternativa era mejor que la destitución y más segura que los refugios públicos. Los grafos de protección de la casa gremial eran fuertes y sus habitantes menos diestros en el oficio de robar al prójimo.

Rojer se dirigió hacia los residentes y al cabo de unas pocas preguntas pronto estuvo llamando a una puerta en concreto.

—¿Eh…? ¿Quién es…? —preguntó un anciano, mirando por la rendija de la puerta entreabierta con ojos entornados.

—Rojer Mediagarra, señor —contestó el joven, y al no ver indicio alguno de reconocimiento en los ojos legañosos de su interlocutor, añadió—: Fui aprendiz de Arrick Melodía.

La confusión se convirtió en acritud al cabo de un segundo y el hombre hizo ademán de cerrar la puerta.

—Por favor, maestro Jaycob —suplicó Rojer al tiempo que ponía un pie en la puerta.

El anciano suspiró, pero no hizo esfuerzo alguno por cerrar la puerta, sino que se volvió hacia el interior de su pequeña habitación y se dejó caer pesadamente en el asiento. Rojer entró y cerró la puerta.

—¿Qué quieres? Soy un hombre viejo y no tengo tiempo para jueguecitos.

—Necesito un proponente para pedir una licencia a la hermandad —le explicó Rojer.

Jaycob escupió al suelo.

—¿Qué…? ¿Arrick se ha convertido en un peso muerto? Su inclinación a la bebida estorba tu éxito, así que quieres dejar que se pudra y montártelo por tu cuenta, ¿no? —refunfuñó—. Me cuadra. Es lo que él me hizo a mí hace veinticinco años.

Alzó los ojos y miró a Rojer.

—Pero me cuadre o no, si crees que voy a ayudarte en tu traición…

—Arrick ha muerto, maestro Jaycob —repuso Rojer, alzando las manos para evitar la inminente diatriba—. Los abismales lo descuartizaron en el camino a Bosque Cerrado hace dos años.

DEMsep

—Mantén erguida la espalda, chico —lo instruyó Jaycob mientras bajaban hacia el salón—. No te olvides de mirar a los ojos al síndico del gremio, pero no hables hasta que te dirijan la palabra.

El anciano le había dicho aquello una docena de veces, pero Rojer se limitó a asentir. Era joven para conseguir su propia licencia, pero Jaycob decía que en la historia del gremio había habido miembros aún más jóvenes. Eran el talento y la habilidad lo que permitían ganarse una licencia, no los años.

No era fácil obtener audiencia con el síndico ni aun contando con un padrino. Jaycob no tenía fuerzas para actuar desde hacía años y por mucho que la gente del gremio respetara su avanzada edad, era más ignorado que venerado en el ala administrativa de la casa gremial.

El escribiente del síndico les hizo esperar a la entrada de la oficina durante varias horas, donde aguardaron con desesperación mientras entraban y salían otras citas. Rojer se sentó con la espalda erguida, resistiendo la urgencia de ladearse o hundir los hombros, mientras el chorro de luz de la ventana iba incidiendo en diferentes partes de la habitación.

—El maestro Cholls os atenderá ahora —los informó al fin el escribiente.

El joven aprendiz prestó atención de nuevo y se puso de pie enseguida. Tendió una mano a Jaycob para ayudar a levantarse al anciano.

Rojer no había visto nada parecido a la oficina del síndico del gremio desde sus días al servicio del duque. Una gruesa alfombra con dibujos estampados de colores cálidos cubría el suelo y fijadas a los muros de madera había lámparas de filigrana con cristales de colores entre las pinturas de grandes batallas, hermosas mujeres y bodegones. La mesa de trabajo era de pulida madera oscura de nogal con pequeñas e intrincadas estatuillas a modo de pisapapeles que imitaban las grandes estatuas de los pedestales distribuidos por toda la habitación. Detrás del escritorio, en un grabado de la pared, estaba el símbolo del gremio de los Juglares: tres pelotas de colores.

—No tengo mucho tiempo, maestro Jaycob —dijo el síndico del gremio sin molestarse en apartar los ojos del legajo de papeles desplegado sobre el escritorio. Era un hombre grueso de al menos cincuenta años, vestido con una ropa bordada más propia de los Mercaderes o los nobles que la ropa chillona de los Juglares.

—Este solicitante merece tu tiempo —aseguró el anciano—, es el aprendiz de Arrick Melodía.

Cholls levantó al fin la vista, aunque sólo para mirar de soslayo a Jaycob.

—No me encaja que tú y Arrick estuvierais en contacto —contestó, ignorando a Rojer—. Tenía entendido que no acabasteis en muy buenos términos.

—El tiempo tiene sus mañas para suavizar esas cosas —repuso el anciano con tirantez, pues no estaba dispuesto a mentir más allá de ese límite—. He hecho las paces con Melodía.

—Pues pareces ser el único —replicó Cholls soltando una risotada ahogada—. La mayoría de los residentes en este edificio lo estrangularían en cuanto lo vieran.

—Llegarían un poco tarde —repuso Jaycob—. Arrick ha muerto.

Cholls recuperó la expresión seria.

—Me entristece oír eso —admitió—. La vida de todos nosotros es preciosa. Al final, ¿lo mató la bebida?

Jaycob negó con la cabeza.

—Fueron los abismales.

El síndico puso cara de pocos amigos y lanzó un salivazo a un cubo de bronce que parecía estar allí sólo para servir de escupidera.

—¿Dónde y cuándo ocurrió? —quiso saber.

—Hace dos años, en el camino a Bosque Cerrado.

Cholls sacudió la cabeza con tristeza.

—Recuerdo que su aprendiz era algo parecido a un violinista —dijo al fin, mirando en dirección a Rojer.

—Desde luego, eso y más —convino Jaycob—. Te presento a Rojer Mediagarra.

Rojer hizo una reverencia.

—¿Mediagarra? —inquirió el síndico del gremio con repentino interés—. He oído contar historias sobre un Mediagarra que actuaba en las aldehuelas de la zona oeste. ¿Eras tú, muchacho?

Rojer puso unos ojos como platos, pero asintió. Arrick le había dicho que entre las aldehuelas uno se labraba un nombre enseguida, pero aquello seguía siendo una sorpresa. Se preguntó si esa reputación sería buena o mala.

—Que no se te suba a la cabeza —le aconsejó Cholls como si le estuviera leyendo la mente—. Los paletos exageran.

Rojer asintió, mirando a los ojos al maestro.

—Sí, señor, entiendo.

—Bueno, entonces, continuemos con esto. Muéstrame qué haces —dijo Cholls.

—¿Aquí? —preguntó Rojer, titubeante. La oficina era grande y privada, pero los muebles caros y la gruesa alfombra le conferían un aire poco acorde con las acrobacias y el lanzamiento de cuchillos.

Cholls hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Actuaste con Arrick durante años, así que voy a aceptar que eres capaz de hacer malabarismos y cantar —dijo mientras Rojer tragaba saliva a duras penas—. Ganarse una licencia significa mostrar una habilidad más allá de las básicas.

—Toca para él como hiciste para mí, muchacho —lo invitó Jaycob con aplomo.

Rojer asintió. Las manos le temblaron un poco cuando extrajo el violín del estuche, pero en cuanto los dedos se cerraron en torno a la madera pulida, el miedo desapareció como el polvo en el agua de un baño. Comenzó a tocar y se olvidó del síndico en cuanto se sumió en la música.

Tocó durante poco rato antes de que un grito rompiera el hechizo de la música. Rojer apartó el arco de las cuerdas y una atronadora voz proveniente del otro lado de la puerta llenó el silencio subsiguiente.

—No, no voy a esperar a que un aprendiz despreciable finalice su prueba. ¡Fuera de mi camino!

Se oyeron sonidos de un forcejeo antes de que la puerta se abriera de golpe y el maestro Jasin irrumpiera en la estancia.

—Lo lamento, maestro —se disculpó el escribano—. Se niega a esperar.

El síndico lo despidió con un ademán de la mano mientras Jasin se le acercaba a toda prisa.

—¿Has asignado el baile del duque a Edum? Esa actuación es mía desde hace diez años. ¡Mi tío oirá hablar de esto!

Cruzado de brazos, Cholls defendió el terreno.

—El duque en persona ha pedido ese cambio. Si eso supone un problema para vuestro tío, sugiero que lo exponga personalmente a Su Gracia.

Jasin torció el gesto. Era poco probable que el primer ministro Janson intercediera ante el duque por una actuación a favor de su sobrino.

—Si eso es todo cuanto deseas discutir, Jasin, tendrás que excusarme —prosiguió Cholls—. El joven Rojer está haciendo una prueba para obtener su licencia.

El Juglar clavó en el peticionario los ojos, que flamearon al reconocerlo.

—Veo que te has librado de ese borracho —comentó, adoptando un aire despectivo—. Confío en que no lo hayas cambiado por esta vieja reliquia. —Jasin señaló a Jaycob con un movimiento de mentón—. La oferta sigue en pie, si quieres trabajar para mí. Deja que Arrick te suplique por las sobras para variar, ¿eh?

—Los abismales despedazaron al maestro Arrick en el camino hace dos años —le explicó Cholls.

Jasin volvió a mirar al maestro del gremio y echó a reír de forma estentórea.

—¡Fabuloso! Esa noticia me compensa de largo por la pérdida del baile del duque.

Rojer le atizó.

Ni siquiera comprendió lo que había hecho hasta que se encontró de pie sobre el Juglar y notó el cosquilleo de sus nudillos empapados. Había notado cómo el puño le quebraba la nariz y en ese momento supo que se habían evaporado todas sus posibilidades de conseguir la licencia, pero ya no le preocupó.

Jaycob lo aferró y tiró de él para hacerle retroceder mientras Jasin se levantaba, balanceándose como un loco.

Foy a matarte por efto, pequeño…

Cholls se interpuso entre ellos. Jasin se revolvió para agarrar a Rojer, pero la mole del maestro del gremio fue suficiente para contenerlo.

—¡Basta, Jasin! —espetó el síndico—. ¡No vas a matar a nadie!

—¡Ya has visto lo que ha hecho! —se lamentó Jasin, sangrando por las narices.

—¡Y también he oído tus palabras! —le contestó a voz en grito—. ¡Yo mismo estaba tentado de pegarte!

—¿Y cómo foy a cantar efta noche? —inquirió Jasin. La nariz se le hinchaba por momentos y las palabras resultaban más ininteligibles a cada momento que pasaba.

El jefe del gremio torció el gesto.

—Asignaré un sustituto para tu actuación y el gremio cubrirá la pérdida. ¡Daved! —llamó. El escribiente asomó la cabeza por la puerta—. Conduce a maese Jasin hasta un Herborista y dile que nos envíe la minuta.

Daved asintió y se acercó para ayudar a Jasin, pero este lo apartó de un empellón.

Efto no ha terminado —le aseguró a Rojer mientras se marchaba.

Cholls soltó un largo suspiro cuando se cerró la puerta.

—Bueno, muchacho, ahora sí que la has hecho buena. No le desearía a nadie tener a Jasin como enemigo.

—Ya lo era antes —contestó Rojer—. Habéis oído lo que dijo.

El hombre asintió.

—Sí, pero a partir de ahora vas a tener que controlarle. ¿Qué voy a hacer si luego te insulta un cliente? ¿Y si es el duque? Los hombres del gremio no pueden ir por ahí tumbando a puñetazos a todos los que les molestan.

Rojer bajó la cabeza.

—Entiendo.

—Me has costado un buen montón de monedas. Voy a tener que estar dándole dinero y actuaciones de primera a Jasin para amansarlo, y sería un tonto si no recuperara el dinero con ese violín tuyo.

Rojer alzó los ojos, esperanzado.

—Te concedo una licencia de prueba —dijo Cholls, tomando un cuartilla de papel y una pluma—. Unicamente puedes actuar bajo la supervisión de un maestro del gremio, y entregarás la mitad de tus ganancias en esta oficina hasta que yo considere cancelada tu deuda. ¿Lo comprendes?

—Totalmente, señor —respondió Rojer de buena gana.

—Y controla tu genio —lo previno Cholls—, o haré pedazos esa licencia y jamás volverás a actuar en Angiers.

DEMsep

Rojer tocó el violín, pero por el rabillo del ojo no perdía de vista a Abrum, el fornido ayudante de Jasin. Este solía tener a uno de los suyos vigilando las actuaciones de Rojer, lo cual lo incomodaba mucho, aún a sabiendas de que lo vigilaban por orden de su maestro, que le deseaba lo peor, pero habían pasado meses desde el incidente en la oficina del síndico y este parecía no haber traído consecuencia alguna. Maese Jasin se había recobrado con rapidez y había vuelto a actuar enseguida, obteniendo grandes elogios en todos los eventos sociales de la ciudad.

Tal vez habría albergado la esperanza de que aquello fuera agua pasada de no ser porque sus aprendices lo vigilaban prácticamente a diario. Unas veces era Abrum, el demonio del bosque, quien se escondía entre el público; otras, Sali, la diablesa de la roca, tomaba a sorbos una bebida en la parte de atrás de una taberna, pero por inofensivas que pudieran parecer esas apariciones, no eran simples coincidencias.

Rojer terminó su actuación con un floreo, lanzando al aire el arco. Se tomó su tiempo para hacer la reverencia ante el público y se enderezó justo a tiempo para recogerlo. El público aplaudió a rabiar y el agudo oído del violinista oyó el tintineo de las monedas cuando Jaycob pasó entre el gentío con el sombrero. Rojer no pudo reprimir una sonrisa. El anciano parecía pletórico de vida.

Estudió a los espectadores al salir mientras recogía el equipo, pero Abrum ya no estaba. Aun así, Jaycob y él guardaban todo enseguida y seguían un camino indirecto para volver a su posada a fin de asegurarse que no los seguían con facilidad. El sol estaba a punto de ponerse y las calles se vaciaban con rapidez. El rigor del invierno empezaba a menguar, pero aún había placas de hielo y nieve en las tarimas del suelo, y pocos ciudadanos permanecían fuera de sus casas a menos que tuvieran asuntos pendientes.

—El alquiler está pagado con unos días de margen incluso descontando la parte de Cholls —aseguró Jaycob, haciendo sonar la bolsa con las monedas obtenidas—. Serás rico en cuanto termines de pagar la deuda.

—Seremos ricos —lo corrigió Rojer, y Jaycob rio, dando un salto y haciendo entrechocar los talones antes de palmear la espalda del joven—. Mírate, ¿qué ha sido del anciano medio ciego que arrastraba los pies al andar cuando me abrió la puerta hace unos meses?

—Volver a actuar ha obrado ese milagro —contestó Jaycob, dedicándole al violinista una sonrisa que dejaba entrever su boca desdentada—. No canto ni lanzo cuchillos, lo sé, pero el simple hecho de pasar el sombrero hace que mi viejo corazón vuelva a latir como hace veinte años. Siento que incluso podría…

Calló y desvió la mirada.

—¿Qué? —preguntó Rojer.

—… no sé, ¿contar un cuento quizás? —sugirió Jaycob—. También podría actuar un poquito rematando un chiste cuando tú me des pie. Nada que te robe protagonismo…

—Por supuesto —aceptó Rojer—. Te lo habría pedido, pero tenía la impresión de exigirte demasiado, arrastrándote por toda la ciudad para supervisar mis actuaciones.

—Muchacho, no recuerdo la última vez que había sido tan feliz.

Estaban sonriendo cuando doblaron una esquina y se encontraron de frente con Abrum y Sali. Detrás de ellos, Jasin esbozó una gran sonrisa.

—¡Cuánto me alegro de verte, amigo mío! —dijo Jasin cuando Abrum palmeó el hombro de Rojer.

El puñetazo en el estómago lo dejó sin respiración. Rojer se dobló por la mitad y se desplomó sobre el helado suelo de madera. Sali le propinó una fuerte patada en el mentón antes de que pudiera levantarse.

—¡Dejadlo en paz! —gritó Jaycob, arrojándose sobre Sali.

La corpulenta soprano se limitó a carcajearse mientras lo aferraba y le hacía girar hasta estamparlo contra la pared de un edificio.

—También vas a llevarte lo tuyo, viejo —le aseguró Jasin mientras Sali castigaba su anciano cuerpo con fuertes puñetazos.

Rojer oyó el crujido de sus huesos quebradizos y los débiles jadeos que profería entre los labios ensangrentados. Únicamente el sostén de la pared mantenía en pie al anciano.

A pesar de que las planchas de madera daban más y más vueltas debajo de sus manos, Rojer se retorció para levantarse y tomó su violín por el mango con ambas manos e hizo girar a lo loco la improvisada porra.

—No vas a irte de rositas —chilló.

Jasin se rio.

—¿A quién vas a acudir? ¿Aceptarán los jueces de la ciudad las acusaciones obviamente falsas de un actorzuelo insignificante contra la palabra del sobrino del primer ministro? Te ahorcarán si acudes a la guardia.

Abrum le arrebató el violín con facilidad y le torció el brazo con más facilidad aún mientras le ponía una rodilla en la entrepierna. Rojer notó la rotura del brazo a pesar del dolor lacerante de la ingle. El violín descendió a toda velocidad para estamparse contra la parte posterior de su cabeza; se hizo astillas del porrazo que lo tumbó otra vez sobre el entarimado.

Rojer oyó los continuos gruñidos de dolor por encima del zumbido de sus oídos. Abrum estaba encima de él, sonriendo mientras alzaba una pesada porra.