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El Primer guerrero de Krasia
328 d. R.
El camino del desierto no era tal en realidad, sino una sucesión de antiguos postes indicadores —unos mellados y con marcas de garras mientras que otros permanecían semienterrados en la arena— destinada a impedir que se perdiera el viajero. No todo era arena, como le había dicho Ragen en una ocasión, aunque había bastante como para poder vagabundear durante días sin ver nada más. En los alrededores se extendían cientos de kilómetros de llanuras de arena compacta con ocasionales zonas de vegetación muerta que se aferraban a terrones de tierra resquebrajada, demasiado seca para pudrirse. No había abrigo alguno para ese sol de justicia en aquel mar de arena, salvo la sombra de las propias dunas. Hacía tanto calor que Arlen no podía concebir que fuera el mismo astro que permitía el suave frescor habitual en Fuerte Miln. El viento soplaba de continuo y debía mantener cubierto el rostro para no inhalar arenilla, que le secaba la garganta hasta dejársela en carne viva.
Lo pasaba peor por las noches. El calor desaparecía poco después de la puesta de sol. Los abismales se encontraban con un mundo frío y desolado.
Pero había vida incluso en aquel lugar. Serpientes y lagartijas daban caza a minúsculos roedores, y aves carroñeras buscaban los cadáveres de las criaturas asesinadas por los abismales o que se habían extraviado en el desierto sin ser capaces de hallar el camino de vuelta. Había al menos dos grandes oasis, donde una gran masa de agua permitía la existencia de una densa vegetación comestible en el suelo circundante, y luego otros donde caían unos hilillos de agua desde una roca o desde alguna charca de agua capaz de acoger a plantas raquíticas y animalillos. Arlen había visto a estos moradores del arenal enterrarse en la arena durante la noche y soportar el frío con el calor acumulado durante el día, ocultos de los demonios que acechaban en las dunas.
En el desierto no había demonios de las rocas ante la falta de presas, ni demonios de las llamas ante la ausencia de material ignífugo, ni demonios del bosque al no haber árboles con corteza entre los cuales pudieran camuflarse. Los demonios del agua no podían nadar en las dunas y los del aire no hallaban dónde fijarse. Las dunas y el desierto pertenecían a los demonios de la arena en exclusiva, y hasta ellos escaseaban en lo más profundo de aquel arenal, concentrándose casi todos en las inmediaciones de los oasis, aunque la visión del fuego los mantenía a varios kilómetros de distancia.
Cinco semanas de viaje de Fuerte Rizón a Krasia, más de la mitad a través del desierto, eran más de lo que la mayoría de los más duros Enviados se atrevían a afrontar, y muy pocos estaban tan desesperados, o tan chiflados, como para acudir hasta allí a pesar de las astronómicas cifras que los mercaderes norteños estaban dispuestos a pagar por las sedas y las especias krasianas.
Por su parte, Arlen había encontrado apacible el viaje. Dormitaba sobre su silla durante las horas más tórridas del día, cuidadosamente envuelto en tela blanca bien holgada, daba de beber con frecuencia a su montura y tendía lona debajo de los círculos portátiles durante la noche a fin de evitar que la arena cubriera las protecciones y las inutilizara. Estuvo tentado de emprenderla a lanzazos con los abismales que daban vueltas a su alrededor, pero la herida había debilitado la fuerza con que podía sujetarla y sabía que se la quitarían de las manos, y era bastante probable que un viento normal bastara para perder en la arena lo que había conservado una tumba subterránea durante cientos de años.
A pesar de los alaridos de los demonios de la arena, Arlen encontraba las noches del desierto de lo más tranquilo, acostumbrado como estaba a los enormes berridos de El Manco y aquellas noches durmió mucho más tranquilo que cualesquiera otras que hubiera pasado a la intemperie.
Por vez primera en su vida Arlen veía ante él su camino como el de un glorioso errabundo. Él siempre había sabido que estaba destinado a ser algo más que un simple Enviado: su sino era luchar, pero ahora comprendía que se trataba de algo superior a eso. Estaba destinado a llevar a otros la lucha.
Estaba seguro de poder reproducir la lanza encantada, y ya le estaba dando vueltas a la forma de poder adaptar sus grafos a otras armas: flechas, garrotes, piedras de honda… Las posibilidades eran infinitas.
Había vivido en muchos sitios, pero los krasianos eran los únicos que se negaban a vivir aterrorizados por los abismales, y ese era el motivo por el cual Arlen los respetaba más que al resto. Él les mostraría la lanza y ellos le proporcionarían todo lo necesario para fabricarles las armas necesarias a fin de invertir el curso de su guerra de todas las noches.
Olvidó todo eso cuando el oasis apareció ante sus ojos. La arena podía reflejar el azul del cielo y engañar a un hombre para que se apartara del camino en busca de un agua inexistente, pero él supo que no se trataba de un espejismo cuando el caballo avivó el paso. Mensajero del Alba olía el líquido.
Se les había acabado el agua el día anterior y jinete y montura estaban muertos de sed para cuando llegaron al pequeño estanque. Agacharon la cabeza al unísono y hundieron las bocas en el frío líquido, sorbiendo grandes tragos.
Bebieron hasta saciarse; luego, Arlen rellenó los pellejos en el oasis y los situó a la sombra de uno de los enhiestos monolitos de arenisca que custodiaban el vergel. Estudió los trazos grabados en la piedra y los encontró intactos, aunque había indicios de desgaste. El soplo permanente del viento los iba erosionando poco a poco y con el tiempo borraba las rayas de los grafos. Extrajo de la talega sus herramientas de cincelar a fin de profundizar y reforzar los trazos de la red mágica.
Arlen recogió dátiles, higos y otras frutas de los árboles del oasis mientras Mensajero del Alba ramoneaba las puntas de matorrales verdes y hojas de arbustos raquíticos. Comió hasta no poder más y puso el resto a secar al sol.
Un río subterráneo alimentaba el oasis y en años inmemoriales los hombres habían excavado hondo en la arena y habían picado la roca de debajo hasta llegar finalmente hasta la corriente de agua. Arlen descendió por los escalones de piedra y se adentró en una fresca cámara en el subsuelo, donde recogió las redes allí guardadas y las lanzó al agua. Cuando tiró de ellas, obtuvo una satisfactoria captura de peces. Apartó unos cuantos para comerlos ya y limpió los otros, echó sal y los puso a secar junto con los frutos.
Tomó una horca de los pertrechos del oasis y se puso a rebuscar entre las piedras hasta hallar un surco delator en la arena. No tardó en ensartar una serpiente con las puntas y engancharla por la cola para matarla de un porrazo en la cabeza. Probablemente, habría un alijo de huevos no muy lejos de allí, pero no los buscó. No sería honorable esquilmar los recursos del oasis más de lo necesario. Volvió a apartar una parte del ofidio para su consumo inmediato, y puso el resto a secar.
El joven llenó las alforjas y reabasteció la provisión de frutos secos, pescado y carne dejados por el anterior Enviado en un recoveco abierto en una de las grandes piedras de arenisca. Volvería a llenarlo en cuanto se hubieran secado los frutos recogidos a fin de que el próximo compañero pudiera avituallarse allí.
Era imposible cruzar el desierto sin hacer un alto en el oasis de la Aurora, la única fuente de agua en cientos de kilómetros que era destino obligado de cuantos cruzaban el desierto, con independencia de la dirección. La mayoría de ellos eran Enviados y unos pocos Protectores, y con el curso de los años los miembros de tan exclusiva sociedad habían dejado marca de su paso en las rocas de arenisca. Había docenas de nombres grabados en las piedras: unas eran letras garabateadas mientras que otras suponían obras maestras de la caligrafía. Muchos Enviados incluían algo más que sus nombres, listaban las ciudades que habían visitado o el número de veces en que se habían aprovisionado en ese vergel.
Arlen había grabado en la piedra su nombre y la lista de las ciudades y aldeas habitadas hacía mucho, pues aquella era la undécima vez que se detenía en el oasis, pero jamás dejaba de explorar, y siempre tenía algo que añadir. De forma casi reverencial, el joven se tomó su tiempo para grabar con hermosas letras con volutas el nombre de «Sol de Anoch» en la lista de ruinas que había visto. La marca de ningún otro Enviado en el oasis hacía esa reivindicación, lo cual lo llenó de orgullo.
Siguió aumentando las reservas del oasis al día siguiente. Era cuestión de honor entre los de su gremio dejarlo tan bien provisto como lo habían hallado en previsión de que llegara el día en que uno de los suyos acudiera en situación demasiado precaria, malherido o afectado por el sol, como para reunir comida por su propia cuenta.
Le escribió una carta a Cob esa misma noche, otra de las muchas que le había escrito y no le había enviado aún. Las conservaba en las alforjas. Siempre consideraba inadecuadas sus palabras para hacer las paces después de haber abandonado sus deberes, pero aquella nueva era demasiado buena como para no compartirla. Ilustró con precisión los grafos de la punta de la lanza, sabedor de que el maestro Protector no tardaría de darlas a conocer entre los de su gremio en Miln.
Partió del oasis de la Aurora con las primeras luces del día siguiente y se encaminó hacia el suroeste. Sólo vio dunas y demonios de la arena durante cinco días, pero a primera hora de la mañana del día siguiente apareció a la vista Fuerte Krasia, la Lanza del Desierto, encuadrada entre las montañas lejanas.
Parecía otra duna más vista desde lejos, pues los muros de arenisca se confundían con las inmediaciones. La urbe había sido construida alrededor de un vergel mayor que el oasis de la Aurora, alimentado, según aseguraban los mapas, por la misma corriente subterránea. Sus murallas protegidas con grafos —más tallados que pintados— se erguían ante el sol con orgullo y en lo alto de la ciudad flameaba el estandarte de la ciudad: dos lanzas entrecruzadas sobre un sol naciente.
Los centinelas de la puerta lucían los atavíos negros de los dal’Sharum, la casta guerrera krasiana. Tenían velado el rostro para combatir los efectos de la inmisericorde arena. Los krasianos no eran tan altos como los milneses, pero aventajaban en estatura a la mayoría de los angersianos y laktonianos. Eran tipos duros y fibrosos. El viajero los saludó con un asentimiento de cabeza al trasponer la entrada.
Los guardias le respondieron alzando las lanzas, el mínimo signo de cortesía entre los varones krasianos, pero Arlen había debido trabajar duro para ganarse ese reconocimiento. En Krasia se valoraba a un hombre por el número de cicatrices y por los alagi, abismales, que había matado. Los chin, como ellos llamaban a los forasteros, incluso a los Enviados, eran tenidos por cobardes que habían dejado de luchar y no eran dignos de cortesía alguna por parte de los dal’Sharum, entre quienes la palabra «chin» era un insulto.
Empero, Arlen había sorprendido a los krasianos con su petición de luchar junto a ellos y ahora, después de que hubiera enseñado a los guerreros nuevos grafos y haber estado presente en muchas matanzas, le llamaban Par chin, que significaba «forastero valiente». Jamás lo considerarían un igual, pero los dal’Sharum habían dejado de escupirle a los pies e incluso había hecho entre ellos algunos amigos de verdad.
Tras cruzar la puerta, el viajero se adentró en el Laberinto, un amplio espacio interior situado delante de la muralla de la urbe propiamente dicha. El Laberinto estaba lleno de muros, trincheras y pozos. Allí era donde los dal’Sharum, después de haber dejado a salvo a sus familias detrás de las murallas interiores, libraban la «alagai sharak», la guerra santa contra los demonios. Los guerreros acechaban a los abismales en el Laberinto, los emboscaban y los hacían caer en pozos encantados, donde morían al salir el sol. El número de bajas era muy alto, pero los krasianos creían firmemente que morir en la alagai sharak les aseguraba un lugar junto a Everam, el Creador, y acudían gustosos al escenario de la matanza.
«Pronto ahí sólo van a morir abismales», dijo Arlen para sus adentros.
Inmediatamente después de franquear la puerta principal estaba el Gran Bazar, donde los mercaderes pregonaban las bondades de sus productos desde sus abarrotadas carretas. El aire estaba saturado de un fuerte olor a especias krasianas, incienso y perfumes exóticos. Alfombras, rollos de tela fina y hermosas piezas de cerámica se acumulaban junto a montones de fruta y grupos de ganado balador. Una multitud vocinglera atestaba el lugar, donde se regateaba a grito pelado.
Arlen había visto muchos mercados y todos ellos estaban llenos de hombres, pero aquel se hallaba ocupado casi en su totalidad por mujeres vestidas con un ropaje negro de la cabeza a los pies. Iban de un lado para otro, comprando y vendiendo, gritándose unas a otras con desparpajo y entregando sus usadas monedas de oro a regañadientes.
En el bazar se vendían de continuo piezas de joyería y prendas de colores brillantes, a pesar de que Arlen jamás se las había visto llevar a ninguna de ellas. Los hombres le habían dicho que las mujeres lucían los adornos debajo de la ropa negra, pero eso únicamente lo sabían a ciencia cierta sus maridos.
Casi todos los varones krasianos mayores de dieciséis años eran guerreros, y entre ellos estaban los dama, los hombres sagrados que también desempeñaban funciones de liderazgo en la vida secular. Ninguna otra vocación se consideraba honorable. Quien optaba por un oficio era llamado «khaffit» y se le despreciaba, siendo considerado poco más que una mujer en la sociedad krasiana. Las mujeres hacían todo el trabajo del día a día en la ciudad, se encargaban de los cultivos, la cocina y el cuidado de los hijos. Preparaban arcilla, con la cual hacían cerámica, construían y reparaban las casas, educaban, realizaban la matanza de los animales y regateaban en los zocos. En suma, lo hacían todo, menos combatir.
A pesar de toda esa interminable labor se hallaban totalmente supeditadas a los hombres. Las esposas de un hombre y sus hijas no desposadas eran propiedad de este, que podía disponer de ellas a su antojo, incluso matarlas. Un hombre podía tener muchas esposas, pero si una fémina se dejaba ver sin velo por un hombre diferente a su marido podía acabar muerta, como ocurría a menudo. Las mujeres eran prescindibles en la sociedad krasiana. Los hombres no.
Arlen sabía que los krasianos estaban perdidos sin sus mujeres, pero ellas trataban con reverencia a los hombres en general y casi con idolatría a sus esposos. Acudían todas las mañanas en busca de los muertos tras una noche de guerra santa y lloraban sobre los cuerpos de sus hombres, recogiendo las valiosas lágrimas en pequeños viales. El agua era una unidad monetaria en Krasia y el estatus de un guerrero en vida se medía por la cantidad de botellas de lágrimas que se podía llenar con su muerte.
Si algún hombre resultaba muerto, se esperaba que sus hermanos y amigos se hicieran cargo de sus esposas, de modo que ellas siempre tenían alguien a quien servir. Hubo una ocasión en el Laberinto en que Arlen atendió a un guerrero agonizante que le ofreció a sus tres esposas.
—Son hermosas, Par’chin —le aseguró el moribundo—, y fértiles. Te darán muchos hijos. ¡Prométeme que las tomarás!
Arlen juró cuidar de ellas y luego halló a otro hombre dispuesto a hacerse cargo de las tres. Sentía cierta curiosidad por saber qué aspecto tendrían debajo de esas ropas de mujer, pero no hasta el punto de cambiar su círculo portátil por un edificio de adobe, su libertad por una familia.
Detrás de toda mujer había varios chiquillos vestidos con ropa de cuero curtido. Las niñas se recogían el pelo bajo una tela y los niños con un fez de lino. A partir de los once años las jóvenes se vestían las ropas negras propias de las mujeres y empezaban a casarse mientras que los niños eran llevados a los campos de entrenamiento, a veces incluso siendo más jóvenes. La mayoría vestiría los atavíos negros de los dal’Sharum y unos pocos se pondrían el hábito blanco de los dama, consagrando su vida al servicio de Everam. Quienes fracasaban en ambas profesiones se convertirían en «khaffit», y lucían las vergonzantes prendas de cuero hasta el día de su muerte.
Las mujeres empezaron a susurrar entre ellas con entusiasmo en cuanto Arlen entró a caballo en el zoco. Él las contempló divertido, pues ninguna lo miraba a los ojos ni hizo amago de acercarse a él a pesar de lo mucho que deseaban los bienes de sus alforjas: fina lana rizoniana, joyas milnesas, papel angersiano y otros tesoros semejantes, pero él era un hombre, peor aún, un chin, y no osaban aproximarse, pues los «dama» tenían ojos en todas partes.
—¡Par’chin! —lo llamó una voz conocida.
Al volverse, el viajero tuvo ocasión de ver aproximarse a su amigo Abban, el orondo mercader que cojeaba y andaba con la ayuda de su muleta.
Abban era cojo de nacimiento: no podía ser un guerrero ni era digno de oficiar como Hombre Santo, lo cual le convertía en un khaffit, pero se las había arreglado bastante bien al establecer contactos comerciales con los Enviados del norte. Iba afeitado y llevaba el fez de cuero y la camisa de khaffit, pero encima se había puesto un rico tocado, un chaleco y unos pantalones de seda cosidos con hilo de muchos colores. Sus esposas eran tan hermosas como las de cualquier dal’Sharum, o eso aseguraba él.
—¡Por Everam! ¡Me alegra verte de nuevo, hijo de Jeph! —lo saludó en un correctísimo thesano mientras palmeaba el hombro de Arlen—. El sol siempre brilla más fuerte cuando honras nuestra ciudad.
Arlen desearía no haberle dicho al mercader el nombre de su padre. En Krasia, el nombre paterno era casi más importante que el propio. Se preguntó qué pensaría el khaffit si supiera que su progenitor era un cobarde.
Pero le correspondió palmeando el hombro del mercader y dedicándole una sonrisa sincera:
—También yo me alegro, amigo mío.
Él jamás habría hablado el krasiano ni sabría desenvolverse en los entresijos extraños y a menudo peligrosos de esa cultura sin la ayuda del tullido mercader.
—Vamos, vamos. Reposa los pies a mi sombra y aclara la garganta con mi agua.
Abban guio a su huésped hasta una tienda brillante y colorida situada detrás de su puesto en el bazar, donde se estrecharon las manos mientras las esposas e hijas de su amigo —Arlen jamás lograba diferenciar unas de otras— se escabullían levantando los faldones de la tienda para atender a Mensajero del Alba. Arlen debió hacer un esfuerzo para no ir en su ayuda cuando ellas se hicieron cargo de las pesadas alforjas y las llevaron hasta la tienda, sabedor de que los krasianos encontraban inapropiada la visión de un hombre trabajando. Una de las mujeres se hizo cargo del hierro protegido, lo envolvió en una tela y lo colgó del cuerno de la silla, pero él se apresuró a llevarse la lanza. Ella hizo una gran reverencia, temerosa de haber cometido alguna ofensa.
El interior del entoldado estaba atestado de cojines de seda de diferentes colores y alfombras de intrincado diseño. Arlen dejó sus botas polvorientas junto al faldón de la entrada a la carpa e inspiró hondo aquel aire frío y perfumado. Se dejó caer sobre los cojines del suelo mientras las mujeres de Abban se arrodillaban junto a él para ofrecerle agua y fruta.
El khaffit dio unas palmadas una vez que se hubo refrescado su invitado y sus mujeres trajeron té y pastelitos de miel.
—¿Ha sido venturoso tu viaje por el desierto?
—Ya lo creo, muy bueno, de veras —repuso Arlen con una sonrisa.
Después de eso, conversaron un poco más. El hospedador cumplió todas las formalidades como anfitrión, pero los ojos se le iban de continuo a las alforjas de Arlen y de vez en cuando se frotaba las manos distraídamente.
—Bueno, ¿hacemos negocios? —preguntó Arlen cuando juzgó que había llegado el momento oportuno.
—Por supuesto, Par’chin es un hombre muy ocupado —convino Abban mientras chasqueaba los dedos.
Las mujeres se apresuraron a traerle una selección de especias, perfumes, sedas, joyería, alfombras y otras muestras de la artesanía krasiana.
Abban examinó los bienes enviados por los clientes de Arlen en el norte mientras el Enviado analizaba los objetos propuestos para el intercambio. El krasiano torció el gesto y le encontraba fallos a todos los objetos.
—¿Has cruzado el desierto únicamente para comerciar con este lote? —preguntó con disgusto una vez que hubo terminado—. Apenas merece la pena el viaje.
Arlen reprimió una sonrisa mientras se sentaban para que les sirvieran té fresco. Los trapicheos empezaban siempre de ese modo.
—Tonterías, hasta un ciego vería que te he traído los más exquisitos tesoros de Thesa, mucho mejores que las pobres muestras que me han traído tus mujeres. Espero que tengas ocultas ahí dentro cosas mejores porque en los pudrideros de las ciudades en ruinas he visto alfombras en mejor estado —replicó el Enviado, señalando con el dedo una alfombra, una obra maestra de la tejeduría.
—¡Me ofendes a mí, que te he dado sombra y agua! Ay de mí, un invitado me agravia en mi propia tienda con semejante trato —se lamentó a voz en grito Abban—. Mis esposas han trabajado día y noche para tejerlas, usando sólo la mejor de las lanas. ¡Jamás se verá otra alfombra mejor!
Después de eso, todo era cuestión de empezar a regatear, y Arlen no había olvidado las lecciones aprendidas, viendo negociar al viejo Jabalí y a Ragen, hacía toda una vida. El cambalache terminó como siempre: los dos hombres actuaban como si acabaran de robarles, pero en su hiero interno tenían la impresión de haberle sacado las cosas al otro a un precio inmejorable.
—Mis hijas empaquetarán tus bienes y los prepararán para tu marcha —dijo Abban al fin—. ¿Cenarás con nosotros? Mis esposas preparan una mesa inigualable en el norte.
Arlen negó con la cabeza muy a su pesar.
—Esta noche iré a luchar.
Abban meneó la cabeza.
—Temo que has aprendido demasiado bien nuestros usos, Par’chin. Buscas la misma muerte.
El invitado negó con el ademán.
—No tengo intención de morir ni espero un paraíso en la próxima vida.
—Ay, amigo mío, nadie tiene interés en comparecer ante Everam en la flor de la juventud, pero ese es el destino reservado a quienes van a la alagai sharak. Aún recuerdo los tiempos en los que éramos tantos como granos de arena en el desierto, pero ahora… —continuó mientras sacudía la cabeza con tristeza—, ahora la ciudad está prácticamente vacía. Nuestras mujeres siguen alumbrando hijos, pero durante la noche mueren más de los que nacen por el día. La arena cubrirá Krasia en una década si no cambiamos nuestras costumbres.
—¿Qué pensarías si te dijera que he venido a cambiar eso?
—El corazón del hijo de Jeph es sincero, pero los damaji no van a escucharlo. Según ellos, Everam exige la guerra, y ningún chin va a hacerles cambiar de parecer.
Los «damaji» eran los integrantes del Concejo Municipal, formado por los dama de más alto rango de cada una de las doce tribus krasianas. Servían a Andrah, el dama predilecto de Everam, cuya palabra era absoluta.
—No puedo alejarlos de la alagai sharak —convino Arlen con una sonrisa—, pero puedo ayudarles a ganarla.
El joven descubrió la lanza y se la tendió a Abban, que entreabrió los ojos de forma imperceptible al ver la munificencia del arma, pero alzó una palma y negó con la cabeza.
—Soy un khaffit, Par’chin. Mis manos impuras tienen prohibido rozar un arma.
Arlen retiró la lanza e hizo una inclinación a modo de disculpa.
—No pretendía ofenderte —aseguró.
—¡Ja! Quizá seas el único hombre que me ha hecho una venia. Ni siquiera los par’chin deben temer ofender a los khaffit.
Arlen torció el gesto.
—Eres un hombre como los demás.
—No dejarás de ser un chin mientras conserves esa actitud —le recriminó el mercader con una sonrisa—. No eres el primer hombre en poner grafos en una lanza, pero eso no significa nada si no son los antiguos grafos de combate.
—Es que precisamente son los grafos antiguos. Encontré las ruinas de Sol de Anoch.
El mercader palideció.
—¿Localizaste la ciudad? ¿Era exacto el mapa?
—¿Por qué te sorprendes tanto? Me dijiste que su precisión estaba garantizada.
El tullido carraspeó.
—Sí, bueno. Confiaba en nuestra fuente, por supuesto, pero nadie ha estado allí desde hace al menos trescientos años. ¿Quién podía decir hasta qué punto era exacto el mapa? —Abban sonrió—. Además, si me equivocaba, no era muy probable que regresaras para pedirme que te devolviera el dinero.
Los dos se echaron a reír.
Arlen le describió su aventura en la ciudad perdida.
—¡Por Everam, menuda historia! —exclamó el anfitrión—. Yo en tu lugar no les contaría a los damaji que saqueaste Sol de Anoch, la ciudad sagrada.
—Y no lo haré —le prometió Arlen—, pero aunque omita eso, seguro que ven el valor de la lanza.
El mercader meneó la cabeza.
—Incluso aunque te concedan una audiencia, cosa poco probable, Par’chin, se negarán a aceptar el valor de nada que provenga de un chin.
—Tal vez estés en lo cierto, Abban, pero he de intentarlo al menos. De todos modos, debo entregar algunos mensajes en el palacio de Andrah. Acompáñame.
El mercader alzó la muleta.
—Andaré despacio —repuso Arlen, sabedor de que la cojera tenía poco que ver con la negativa de Abban.
—Tú no quieres ser visto conmigo fuera del zoco, amigo mío. Eso sólo te costaría el respeto que te has ganado en el Laberinto —le avisó.
—En tal caso, me ganaré más, pero ¿de qué vale el respeto si no puedo pasear con mi amigo?
El krasiano le hizo una gran reverencia.
—Un día me gustaría ver la tierra donde se forjan hombres tan nobles como el hijo de Jeph.
Arlen sonrió.
—Cuando llegue ese día, Abban, yo mismo te guiaré a través del desierto.
—Detente —ordenó Abban mientras sujetaba a Arlen por el brazo.
El joven lo obedeció a pesar de no percibir problema alguno, pues confiaba en su amigo. Las mujeres caminaban por la calle con sus pesadas cargas y un grupo de dal’Sharum andaba delante de ellas. Otro grupo se aproximaba desde la dirección contraria. Un dama de ropajes blancos encabezaba cada grupo.
—Son de la tribu kaji —informó el mercader, señalando con la barbilla a los guerreros de delante—, y los otros son majah. Nos conviene esperar aquí un poco.
El forastero entrecerró los ojos para observar a los dos grupos, ambos vestidos con las mismas ropas negras y armados con lanzas sencillas y desprovistas de todo adorno.
—¿Cómo puedes percibir la diferencia, Abban?
—¿Cómo, no lo haces tú? —replicó el mercader, encogiéndose de hombros.
Mientras ellos estaban mirando, uno de los dama dijo algo y su homólogo le replicó, y se pusieron a discutir.
—¿De qué rayos están discutiendo?
—Siempre es por lo mismo: el dama kaji cree que los demonios de la arena residen en el tercer nivel del infierno y los del viento en el cuarto. El majah sostiene lo contrario. El Evejah se muestra impreciso en ese punto —añadió Abban, refiriéndose al libro sagrado de los krasianos.
—¿Y qué importancia tiene esa diferencia?
—Los de los niveles inferiores están más lejos de la vista de Everam y habría que matarlos primero —le aclaró el mercader.
Los dama ahora hablaban a grito pelado y los guerreros empuñaron con rabia las lanzas, listos para defender a sus líderes.
—¿Van a pelearse por el orden en que deben matar a los demonios? —preguntó Arlen sin salir de su asombro.
El mercader lanzó un salivazo al suelo.
—Los kaji discutirán con los majah por menos que eso, Par’chin.
—¡Pero cuando se ponga el sol va a haber enemigos reales para combatir! —protestó el joven.
Abban asintió.
—Entonces, los kaji y los majah se unirán —dijo—. Como reza el dicho de aquí: «Mi enemigo se convierte en mi hermano por la noche», pero todavía faltan unas horas hasta el crepúsculo.
Uno de los dal’Sharum de la tribu kaji golpeó a otro de la tribu majah con el astil de la lanza, derribándolo. En cuestión de segundos, los guerreros de ambos bandos se habían enzarzado en una pelea. Los dama se retiraron a un lado, ajenos al violento rifirrafe, y siguieron gritándose el uno al otro.
—¿Por qué se tolera esto? ¿Por qué no lo prohíbe el Andrah?
El krasiano negó con la cabeza.
—Se supone que el Andrah es partidario de todas las tribus y de ninguna, pero en realidad propicia los intereses de su tribu de origen, y aunque no lo haga, ni siquiera él puede poner fin a todas las enemistades mortales de Krasia. No puedes prohibir a los hombres que sean hombres.
—Pero se comportan como críos.
—Los dal’Sharum sólo saben de la lanza y los dama del Evejah —convino Abban con tristeza.
Los guerreros no estaban usando la punta de las armas, cierto, pero aun así la escalada de violencia era continua y alguno iba a acabar muerto de no intervenir alguien.
—Ni se te ocurra siquiera —le pidió el mercader, aferrándolo del brazo cuando Arlen hizo ademán de avanzar. El joven se volvió para discutir, pero entonces vio que su amigo miraba más allá de su espalda, jadeaba y se postraba sobre la rodilla al tiempo que tiraba del antebrazo del forastero para que lo imitara—. Arrodíllate si valoras en algo tu piel —siseó.
Arlen miró en derredor hasta localizar el origen del miedo de Abban. Una mujer envuelta en un vestido blanco, el color sagrado, pasaba por la calzada.
—Dama’ting —murmuró el tullido.
Era poco habitual ver a una de las enigmáticas Herboristas de Krasia.
El joven miró al suelo al paso de la mujer, pero no se arrodilló. Eso no supuso diferencia alguna, pues ella no prestó atención a ninguno de ellos y se acercó con paso sereno a la melé de guerreros, que no se percataron de su presencia hasta que casi estuvo a su altura. Los damas se pusieron pálidos en cuanto la vieron y empezaron a gritarles a sus hombres. La lucha cesó de inmediato y los luchadores tropezaron unos con otros en su intento de despejar el camino para que pasara la Dama’ting. Los dal’Sharum y los dama se dispersaron enseguida a su estela y se reanudó el tráfico en la calle como si no hubiera pasado nada.
—¿Eres valiente o estás mal de la cabeza, Par’chin? —le preguntó Abban en cuanto ella hubo pasado.
—¿Desde cuándo se arrodillan los hombres ante las mujeres? —quiso saber Arlen, perplejo.
—Los hombres no se arrodillan ante las Dama’ting, pero los khaffit y los chin, sí, al menos si son prudentes. Hasta los damas y los dal’Sharum las temen. Se dice que leen el futuro y que saben quiénes sobrevivirán a la noche y quiénes no.
Arlen se encogió de hombros.
—¿Y qué más da que lo sepan? —replicó el joven con aspecto de estar muy poco convencido. Una de ellas le había predicho su suerte la primera noche que él había acudido al Laberinto, pero no había nada en esa experiencia que le hiciera creer que ella leía el futuro de verdad.
—Ofender a una Dama’ting es ofender al destino —le recordó Abban a Arlen, como si este fuera tonto.
El aludido negó con la cabeza.
—Nosotros labramos nuestro destino, incluso aunque las Dama’ting sean capaces de verlo con anticipación cuando lanzan los huesos.
—Bueno, pues no te envidio el destino si ofendes a una —replicó Abban.
Continuaron el camino y pronto llegaron al palacio del Andrah, una enorme estructura abovedada de piedra blanca con aspecto de tener la misma antigüedad que la ciudad. Los grafos estaban pintados en oro y centelleaban a la intensa luz del sol que incidía de lleno sobre sus remates en punta.
Pero un dama bajó corriendo las escaleras antes de que tuvieran ocasión de poner el pie en los escalones de palacio.
—¡Largo de aquí, khaffit!
—Lo lamento mucho —se disculpó Abban, haciendo una gran reverencia y andando hacia atrás sin apartar los ojos del suelo.
—Soy Arlen, hijo de Jeph. Enviado procedente del norte, más conocido como Par’chin —dijo en krasiano mientras apoyaba la lanza en el suelo; la llevaba envuelta en una tela, pero aun así, resultaba evidente qué era—. Traigo cartas y presentes para el Andrah y sus ministros —continuó, alzando la talega.
—Tienes amigos de poca categoría para ser alguien que habla nuestro idioma, norteño —contestó el dama, todavía mirando con mala cara a Abban, que seguía postrado en el suelo.
Arlen estuvo a punto de soltarle una réplica airada, pero se mordió la lengua.
—El Par’chin necesitaba orientarse, sólo deseaba guiarla… —dijo Abban desde el suelo.
—¡No te he pedido que hables, khaffit! —gritó el dama mientras pateaba al cojo en un costado.
Arlen se tensó, pero la mirada de aviso de su amigo lo mantuvo en su sitio. El dama se volvió como si no hubiera pasado nada.
—Yo entregaré tus mensajes.
—El duque de Rizón me pidió que entregara un regalo para los damaji personalmente —se atrevió a decir.
—No tengo intención de permitir la entrada a palacio de un chin ni de un khaffit, no en esta vida —se mofó el dama.
La respuesta no dejaba de ser decepcionante por previsible que fuera. Arlen jamás lograría ver a un damaji. Hizo entrega de las cartas y paquetes, y le puso mala cara al dama mientras subía los escalones.
—Te lo dije, lamento recordártelo —dijo Abban—. Mi compañía no te ayudó nada, pero te prometo que es cierto que los damaji no tolerarían a un extranjero en su presencia, ni aunque fuera el duque de esa Rizón tuya en persona. Le habrían pedido educadamente que esperase y lo habrían dejado olvidado en cualquier cojín de seda para humillarlo.
Arlen rechinó los dientes. ¿Cómo se comportó Ragen cuando visitó la Lanza del Desierto? ¿Había tolerado su mentor tales manejos?
—¿Cenarás ahora conmigo? —le pidió Abban—. Tengo una hermosa hija de quince años recién cumplidos. Sería una buena esposa para ti en el norte, llévala contigo a tu hogar cuando regreses.
«¿Qué hogar?», se preguntó Arlen, pensando en el pequeño apartamento lleno de libros de Fuerte Angiers que no pisaba desde hacía un año. Miró a Abban, sabedor de que, en todo caso, su intrigante amigo estaba más interesado en los contactos comerciales que podría hacer con una hija en el norte que en la felicidad de esta o en la llevanza de la casa de Arlen.
—Me honras, amigo mío, pero aún no estoy preparado para dejar esto.
—No, apuesto a que no. Supongo que sigues queriendo verlo, ¿no?
Abban suspiró.
—Sí.
—En lo tocante a mi presencia, no se muestra más tolerante que el dama —le avisó el tullido.
—Él sabe de tu valía —discrepó Arlen.
—Me tolera por tu causa —repuso el mercader, meneando la cabeza—. El Sharum Ka ha deseado tomar clases de tu idioma desde la primera vez que te permitieron acceder al Laberinto.
—Y Abban es el único krasiano que la habla, lo cual lo convierte en un hombre valioso a los ojos del Primer Guerrero, incluso a pesar de ser un khaffit.
Abban le hizo la venia, pero pareció poco convencido.
Se dirigieron a los campos de entrenamiento, ubicados no muy lejos de palacio. El centro de la ciudad era territorio neutral para todas las tribus, era el lugar donde se reunían para el culto y la preparación para la alagai sharak.
La explanada era un hervidero de actividad, pues era la última hora de la tarde. Arlen y Abban pasaron primero a través de las tiendas de herreros y Protectores, únicos artesanos cuyas actividades eran consideradas valiosas para los dal’Sharum. Tras ellas se extendía el campo abierto, donde los instructores gritaban y los hombres entrenaban.
En el lado opuesto se alzaba el palacio del Sharum Ka y sus subalternos, los kai’Sharum. Superado sólo por la inmensa residencia del Andrah, aquel gran edificio abovedado albergaba a los hombres más honrados de todos, a quienes habían demostrado su valor en el campo de batalla una y otra vez. Se decía que debajo del palacio había un gran harén, a fin de perpetuar esa sangre valiente en nuevas generaciones.
El mercader cojo fue objeto de miradas fulminantes y maldiciones por lo bajinis cuando avanzó a trancas y barrancas con la muleta, pero nadie se atrevió a interponerse en su camino, pues estaba bajo la protección de Sharum Ka.
Atravesaron líneas de hombres practicando movimientos con la lanza a paso trabado mientras otros ensayaban las brutales llaves del sharusahk, el combate krasiano con las manos. Los guerreros ejercitaban su puntería o arrojaban redes a jóvenes lanceros a la carrera con el propósito de afinar el pulso para el combate nocturno en ciernes. En el corazón de todo aquello se alzaba un gran pabellón, donde hallaron a Jardir inclinado sobre unos planos con uno de sus hombres.
Ahmann asu Hoshkamin am’Jardir era el Sharum Ka de Krasia, un título que traducido a thesano significaba «Primer Guerrero». Era un hombre alto, medía más de metro ochenta, lucía un turbante blanco e iba envuelto en ropajes negros. El turbante blanco remarcaba el significado religioso del título de Sharum Ka, aunque Arlen no terminaba de comprender la naturaleza de ese matiz.
Tenía la piel cobriza y unos ojos tan oscuros como sus cabellos, recogidos hacia atrás en una coleta que le pendía sobre el cuello. La barba rematada en dos puntos estaba arreglada de un modo impecable, pero no había una nota de suavidad en aquel hombre con movimientos de depredador, rápidos y seguros. La camisa arremangada revelaba los endurecidos músculos de unos antebrazos salpicados de cicatrices. Debía haber cumplido los treinta hacía poco.
Uno de los guardias se percató de la llegada del mercader y el forastero, y se acercó para susurrar algo al oído de Jardir. El Primer Guerrero levantó la vista de la pizarra llena de anotaciones con tiza objeto de su atención.
—¡Par’chin! —gritó con una sonrisa en los labios mientras extendía los brazos para abrazarlo—. ¡Bienvenido a la Lanza del Desierto! No tenía noticia de tu regreso. Los alagai temblarán de miedo esta noche.
Dijo todo eso en thesano. Su vocabulario y su acento habían mejorado mucho desde la última visita de Arlen.
El Primer Guerrero se había tomado interés en el joven extranjero como una rareza, si no algo más, después de su aparición, pues ambos habían derramado sangre el uno por el otro, y eso en Krasia lo significaba todo.
Jardir se volvió a Abban y le preguntó con fastidio:
—¿Qué haces tú entre hombres, khaffit? No te he hecho llamar.
—Está conmigo —terció Arlen.
—Estaba contigo —precisó Jardir con mordacidad. Abban hizo una profunda reverencia y se escabulló todo lo deprisa que le permitía su pierna tullida—. No sé por qué pierdes el tiempo con ese khaffit, Par’chin —le espetó Jardir.
—Vengo de un lugar donde la valía de un hombre no termina en su capacidad con la lanza.
Jardir se carcajeó.
—Vienes de un lugar donde no tienen ni idea del manejo de la lanza.
—Tu thesano ha mejorado mucho —observó Arlen.
Jardir refunfuñó.
—Esa lengua chin tuya no es fácil, y en tu ausencia resulta dos veces más dura, pues debo recurrir a un khaffit para practicarla —zanjó mientras contemplaba cómo el mercader se alejaba renqueante. Adoptó una mueca de desprecio al reparar en sus relucientes sedas—. Míralo, viste como una mujer.
Arlen miró al otro lado del patio, donde una mujer ataviada de negro llevaba un cántaro de agua.
—Nunca he visto vestir así a una mujer —replicó.
Jardir esbozó una ancha sonrisa.
—Eso es porque no me has dejado buscarte una esposa cuyos velos puedas levantar.
—Dudo que los dama permitieran a una de vuestras mujeres casarse con un chin sin tribu —replicó Arlen.
—Tonterías —repuso Jardir, restándole importancia con un gesto de la mano—. Hemos derramado sangre juntos en el Laberinto, hermano. Ni el mismísimo Andrah se atrevería a protestar si yo te llevara a mi tribu.
El thesiano no las tenía todas consigo, pero le convenía no discutir, eso lo sabía, pues los krasianos tenían tendencia a volverse violentos si alguien cuestionaba sus baladronadas, y quizá fuera tal y como él decía, pues el rango de Jardir parecía ser similar al de un damaji por lo menos. Los guerreros lo obedecían sin cuestionar sus órdenes, incluso por encima de sus damas.
Pero Arlen no tenía el menor deseo de unirse a la tribu de Jardir ni a ninguna otra. Los krasianos no se sentían cómodos con él, un chin que practicaba la alagai sharak y frecuentaba la compañía de un khaffit. Unirse a una tribu suavizaría esa situación, pero se convertiría en súbdito del damaji de la tribu en cuanto lo hiciera y se vería envuelto en todas las enemistades tribales, y jamás le permitirían abandonar la ciudad otra vez.
—No creo estar preparado aún para tener una esposa —contestó.
—Bueno, pero no esperes demasiado o los hombres pensarán que eres un push’ting —contestó Jardir entre carcajadas mientras palmeaba el hombro de Arlen, quien no estaba muy seguro del significado de esa palabra, pero asintió de todos modos; luego, el krasiano le preguntó—: ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad, amigo mío?
—Unas horas nada más —contestó el forastero—. Acabo de entregar las misivas en palacio.
—¿Y ya vienes a ofrecer tu lanza? ¡Por Everam, debe correr sangre krasiana por las venas de este par’chin! —les gritó a sus compañeros entre carcajadas. Los hombres de Jardir corearon sus risas.
—Demos un paseo —pidió Jardir mientras le pasaba el brazo por el hombro y lo alejaba del resto de los ocupantes del pabellón. Jardir ya pretendía dilucidar dónde iba a encajar mejor en la batalla de esa noche—. Los bajin perdieron a un Protector Captor la noche pasada. Podrías reemplazarlo.
Los Protectores de cebo ocupaban una posición importante entre los soldados krasianos: aseguraban los grafos de las fosas usadas como trampas para los abismales y se aseguraban de que estos se activaban cuando caían dentro los demonios. Era un trabajo arriesgado, pues si no caían a tiempo las lonas usadas para disimular las fosas y revelaban las protecciones por completo no había forma de impedir que un abismal saliera de la trampa y matase al Protector encargado de descubrirlas. Sólo había otro puesto con un mayor número de bajas.
—Preferiría estar en la Guardia de Recechadores —replicó Arlen.
Jardir meneó la cabeza, pero estaba sonriendo.
—Siempre quieres el puesto más peligroso —lo reprendió el krasiano—, ¿quién llevará nuestras misivas si te matan?
Arlen captó enseguida el sarcasmo a pesar del trabado acento de Jardir. Las misivas significaban poco para él, pues eran pocos los dal’Sharum capaces de leer y escribir.
—No va a ser tan peligroso esta noche —contestó Arlen; incapaz de contener su entusiasmo, desenrolló su nueva lanza, y la sostuvo con orgullo ante el Primer Guerrero.
—Es un arma regia —convino el guerrero—, pero es el guerrero quien triunfa durante la noche, Par’chin, no la lanza —sentenció, y luego le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos para concluir—: No deposites una fe excesiva en ese hierro tuyo. He visto pintar grafos en sus lanzas a luchadores más veteranos que tú y han tenido finales espantosos.
—No es obra mía. La hallé en las ruinas de Sol de Anoch —respondió Arlen.
—¿El lugar de nacimiento del Liberador? —Jardir se carcajeó—. La Lanza de Kaji es un mito, Par’chin, y las arenas se han tragado la ciudad perdida.
Arlen negó con la cabeza.
—He estado en sus calles y puedo llevarte hasta ella.
—Soy el Sharum Ka de la Lanza del Desierto, Par’chin —replicó el guerrero—. No puedo enjaezar un camello y salir corriendo por las dunas en busca de una ciudad que sólo existe en papiros viejos.
—Creo que te convenceré cuando se haga de noche.
—No intentes ninguna tontería, prométemelo —pidió Jardir, sonriendo con paciencia—. Por muy lleno de grafos que esté ese hierro, tú no eres el Liberador. Sería una pena tener que enterrarte.
—Te lo prometo.
—¡De acuerdo, entonces! —Jardir le palmeó el hombro—. Ven, amigo mío, se hace tarde. Cenarás conmigo en mi palacio, pero antes debemos pasar revista a la Sharik Hora.
Tomaron carnes especiadas con un aliño de guisantes y tortas de pan fino como una hoja de papel que las mujeres krasianas preparaban extendiendo la masa de harina sobre piedras pulidas al rojo. Arlen ocupó un lugar de honor junto a Jardir, rodeado por kai’Sharum y servido por las esposas de Jardir. Arlen jamás comprendió por qué Jardir le tenía tanto respeto, pero esa deferencia era muy bienvenida después del trato dispensado en el palacio del Andrah.
Los hombres le rogaron que contara historias, y en especial la de ese ser agobiante, El Manco, Alagai Ka como lo llamaban. Los demonios de las rocas eran muy infrecuentes en Krasia y cuando accedió, el relato embelesó al público.
—Construimos un nuevo escorpión después de tu última visita, Par’chin —le dijo uno de los kai’Sharum mientras bebían el néctar después de la comida—. Arroja unos dardos capaces de atravesar un muro de arenisca. Aún encontraremos un modo de traspasar el pellejo de Alagai Ka.
Arlen soltó una risa ahogada y sacudió la cabeza.
—Me temo que no vas a ver a Alagai Ka esta noche ni nunca más. Se lo ha llevado el sol.
Los ojos de los kai’Sharum reflejaron su asombro.
—¿Alagai Ka ha muerto? —preguntó uno—. ¿Cómo te las has arreglado?
Arlen sonrió.
—Os contaré esa historia tras la victoria de esta noche —aseguró, y acarició la lanza apoyada junto a él, un gesto que no le pasó desapercibido al Primer Guerrero.