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Secretos
332 d. R.
Un leve sonido de cascos despertó a Leesha. Al abrir los ojos vio a Rojer cepillando el pelo alazán de la yegua que ella había comprado en Angiers y por un momento se atrevió a pensar que los dos últimos días habían sido un mal sueño.
Entonces apareció por encima de esta la imagen del enorme semental negro y recordó todo de sopetón.
—¿De dónde ha salido mi yegua, Rojer? —preguntó en voz baja.
El Juglar abrió la boca para responder, pero en ese momento el hombre tatuado entró en el campamento dando grandes zancadas. Traía dos liebres y un puñado de manzanas.
—La noche pasada vi a tus amigos y se nos ocurrió que viajaríamos más deprisa si íbamos todos a caballo.
Leesha permaneció callada durante un buen rato mientras digería las noticias. La embargaron una docena de sentimientos encontrados, muchos de ellos vergonzantes y desagradables. Rojer y El Protegido le concedieron tiempo, y ella les dio las gracias por ello.
—¿Los matasteis? —inquirió al fin. Una parte de ella, la más insensible, quería que le contestaran que sí, incluso aunque eso fuera contra todas sus creencias y contra cuanto le había enseñado Bruna.
El Protegido la miró a los ojos.
—No —contestó él, y la Herborista se sintió inmensamente aliviada—. Los dispersamos lo justo para birlarles el caballo, pero eso fue todo.
Leesha asintió.
—Informaremos sobre ellos al juez del duque cuando pase por Hoya de Leñadores.
El atadijo donde guardaba las hierbas estaba toscamente enrollado y sujeto a la silla de montar. Lo extendió y examinó. La inundó una inmensa sensación de alivio cuando encontró intactos los frascos y los saquitos. Se habían fumado casi todo el opio, pero era fácil de reemplazar.
Tras terminar el desayuno, Rojer cabalgó a lomos de la yegua mientras Leesha se sentó detrás del hombre tatuado, montando ambos a Rondador Nocturno. Viajaron deprisa, pues las nubes se cerraban en el cielo y amenazaba tormenta.
Leesha sintió que debería tener miedo, pues los bandidos seguían vivos y delante de ellos. Recordó el rostro vicioso del barbinegro y las risotadas estentóreas de sus compañeros, y también se acordaba de lo peor de todo: el terrible peso y la violenta lujuria del mudo.
Debería estar asustada, pero no era así. El Protegido le hacía sentirse segura, más incluso que Bruna. No se cansaba ni temía a nada, y ella sabía sin lugar a dudas que no le sucedería nada malo mientras estuviera bajo su protección.
Protección. La necesidad de protección era una sensación extraña, como proveniente de otra vida. Había cuidado de sí misma durante tanto tiempo que ya se había olvidado de cómo era. Sus habilidades y su inteligencia le habían bastado para mantenerse a salvo en lugares civilizados, pero ambas cosas valían de poco en un hábitat natural.
El jinete se removió, y Leesha comprendió que había apretado las manos alrededor de su cintura al tiempo que reposaba la cabeza sobre la espalda. Ella se retiró, tan ensimismada en su vergüenza que estuvo a punto de no ver la mano yaciente entre los matorrales situados a un lado del camino.
Chilló cuando lo hizo.
El Protegido sofrenó la montura y Leesha prácticamente se tiró del garañón para echar a correr hacia el lugar. Apartó los matorrales y respiró de forma entrecortada cuando comprendió que nada sujetaba la mano, la habían arrancado de un mordisco.
—¿Qué ocurre, Leesha? —gritó Rojer mientras él y El Protegido acudían corriendo junto a ella.
—¿Acamparon cerca de aquí? —preguntó ella mientras sostenía la extremidad. El hombre tatuado asintió—. Llevadme allí —ordenó.
—Leesha, ¿qué bien puede…? —empezó Rojer, pero ella no lo escuchó y mantuvo los ojos fijos en El Protegido.
—Llé-va-me a-llí —repitió.
El Protegido asintió. Sacó una estaca de las alforjas y ató las riendas de la yegua a la misma.
—Protege —le ordenó al semental negro, y este relinchó con suavidad.
Poco después, encontraron el campamento bañado en sangre y los cuerpos a medio comer. Leesha se llevó el mandil a la nariz para protegerse del hedor. Rojer sintió arcadas y salió corriendo del claro.
Pero el olor de la sangre no le resultaba extraño a la Herborista.
—Sólo hay restos de dos —apuntó después de examinar los miembros; experimentaba sentimientos demasiado enfrentados para poder ordenarlos.
El Protegido cabeceó en señal de asentimiento.
—Falta el mudo, el gigantón —coincidió él.
—Sí, y también falta el círculo —apuntó ella.
—Sí, también falta el círculo —convino el hombre tatuado al cabo de unos instantes.
Los nubarrones de tormenta se congregaron muy deprisa mientras regresaban junto a los caballos.
—Siguiendo el camino, hay una cueva frecuentada por los Enviados a quince kilómetros —informó El Protegido—. Si apretamos el paso y nos saltamos el almuerzo, deberíamos ser capaces de llegar a ella antes de que se ponga a llover. Hemos de refugiarnos hasta que pase la tormenta.
—¿El hombre capaz de matar abismales con las manos desnudas teme a cuatro gotas de nada? —inquirió Leesha.
—Los demonios pueden aparecer antes si el manto de nubes es lo bastante espeso —le explicó él.
—¿Y desde cuándo temes a los abismales? —insistió Leesha.
—Luchar bajo la lluvia es estúpido y peligroso —repuso El Protegido—. La lluvia forma barro, y el barro tapa los grafos y propicia los resbalones.
Se instalaron en la caverna poco antes de que estallara la tormenta. Una intensa cortina de agua convirtió el camino en un barrizal y el cielo en un lienzo negro, iluminado de forma esporádica por las agudas sacudidas de los relámpagos. El viento ululaba incesante, sólo interrumpido por el fragor de los truenos.
Buena parte de la entrada a la caverna ya estaba protegida, pues había símbolos de poder tallados muy hondo en la piedra. El hombre tatuado procedió a sellar enseguida el resto con un alijo de piedras de protección que situó en el interior.
Varios demonios se alzaron antes de tiempo en la falsa noche de la tempestad, tal y como había predicho El Protegido. Este los observó con gesto sombrío mientras se deslizaban desde las zonas más umbrías del bosque, deleitándose por su temprana liberación del Abismo. Los breves destellos de luz delineaban sus figuras sinuosas mientras jugueteaban bajo la lluvia.
Intentaron penetrar en la gruta, pero las defensas aguantaron firmes. Quienes se aventuraron a acercarse demasiado tuvieron ocasión de lamentarlo, pues fueron recibidos a lanzazos por el colérico hombre tatuado.
—¿Por qué estás de tan mal humor? —preguntó Leesha mientras sacaba de su bolsa cuencos y cucharas y Rojer se afanaba en encender un pequeño fuego.
—Ya es malo que vengan de noche —espetó el interpelado—, pero no tienen derecho a estar durante el día.
La sanadora meneó la cabeza.
—Serías más feliz si pudieras aceptarlo como es —le aconsejó.
—No quiero ser feliz —replicó.
—Todo el mundo quiere ser feliz. —Leesha bufó—. ¿Dónde está el perol?
—En mi bolsa —contestó el Juglar—, ahora lo traigo.
—No hace falta —lo atajó la Herborista, levantándose—. Ocúpate del fuego, yo lo traeré.
—¡No! —chilló, pero Rojer supo que era demasiado tarde incluso cuando se incorporó de un salto.
Leesha profirió un jadeo entrecortado cuando sacó el círculo portátil del Juglar.
—Pe-pero… —tartamudeó—, pero si ¡ellos se llevaron esto!
La Herborista miró a Rojer, y vio cómo sus ojos buscaban a El Protegido. Ella se volvió hacia él, pero no fue capaz de leer nada en las sombras de su cogulla.
—¿Va a explicármelo alguien? —exigió ella.
—Nosotros lo… recuperamos —contestó Rojer sin convicción.
—¡Ya sé que lo recuperasteis! —gritó ella, lanzando la cuerda y las placas de madera contra el suelo de la caverna—. ¿Cómo?
—Yo me lo llevé cuando tomé el caballo —dijo el hombre tatuado de pronto—. No quería sus muertes sobre tu conciencia, por eso te lo oculté.
—¿Lo robaste?
—Ellos robaron el círculo y yo lo recuperé —la corrigió el hombre.
Leesha lo miró durante mucho rato.
—Se lo quitaste anoche —observó en voz baja. El Protegido asintió sin despegar los labios—, ¿lo estaban usando? —inquirió ella, hablando entre dientes.
—El camino ya tiene bastantes peligros sin necesidad de esa clase de hombres —replicó El Protegido.
—Los asesinaste —acusó Leesha, sorprendida de tener los ojos llenos de lágrimas. «Busca al peor ser humano posible —le había dicho su padre— aun así será mejor que lo que ves todas las noches al otro lado de la ventana». Nadie merecía servir de comida a los abismales. Ni siquiera ellos.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —preguntó ella.
—No he asesinado a nadie.
—Es prácticamente lo mismo.
El hombre tatuado se encogió de hombros.
—Ellos os hicieron lo mismo.
—¿Y te da eso derecho? —chilló Leesha—. ¡Mírate! Ni siquiera te preocupa. Han muerto dos hombres por lo menos y vas a dormir a pierna suelta. ¡Eres un monstruo!
Ella se le echó encima e intentó golpearlo con los puños, pero él la sujetó por las muñecas y observó sin pestañear todos sus forcejeos.
—¿Por qué te preocupa? —quiso saber él.
—¡Soy una Herborista y he hecho un juramento! —chilló—. Yo me he consagrado a sanar, pero tú te dedicas a matar —lo acusó, mirándolo fríamente.
El ánimo belicoso la abandonó al cabo de unos instantes y ella se alejó.
—Te burlas de lo que soy —dijo la mujer, dejándose caer y contemplando el suelo de la caverna con la mirada extraviada durante varios minutos. Luego, alzó la vista y miró a Rojer—. Has dicho «lo recuperamos» —lo acusó.
—¿Qué…? —preguntó el Juglar, intentando salirse por la tangente.
—Antes has dicho que lo habíais recuperado —le aclaró la Herborista—, y el círculo estaba en tu bolsa. ¿Fuiste con él?
—Yo…
Al joven se le trabó la lengua.
—No me mientas, Rojer —gruñó la Herborista.
Rojer clavó la mirada en el suelo y asintió tras unos momentos.
—Antes, él te dijo la verdad —admitió Rojer—. Únicamente se llevó el caballo. Yo cogí el círculo y tus hierbas mientras ellos estaban distraídos.
—¿Por qué? —preguntó ella; la voz le falló ligeramente. La decepción de su tono cortó al joven Juglar como si fuera un cuchillo.
—Ya sabes por qué —respondió él sombríamente.
—¿Por qué? ¿Por mí? ¿Por mi honor? —volvió a preguntar Leesha—. Dímelo, Rojer. ¡Dime que has matado en mi nombre!
—Debían pagar, debían por lo que hicieron —replicó con tirantez—. Fue imperdonable.
Leesha estalló en sonorosas carcajadas, aunque no había el menor atisbo de alegría en el timbre de su risa.
—¿Crees que no lo sé? —gritó—. ¿Acaso te piensas que me he guardado veintisiete años para entregar mi virginidad a una banda de matones?
Se hizo un silencio absoluto en la gruta durante unos instantes eternos. El trueno rasgó el aire.
—Te has guardado… —repitió Rojer.
—¡Sí, abismado! —chilló Leesha con el rostro surcado por las lágrimas—. ¡Era virgen! ¿Justifica eso haber dado hombres a los demonios?
—¿Dado…? —inquirió El Protegido.
Leesha se giró hacia él.
—Dado, por supuesto que sí —gritó—. Estoy seguro de que tus amigos los abismales disfrutaron de vuestro regalito. Nada les complace más que tener cerca humanos a los que matar y con los pocos que quedamos, debe ser un bocado singular.
Los ojos redondos como platos del hombre reflejaron la luz de las llamas. Era la expresión más humana que la sanadora había visto en ese rostro, y la visión le hizo olvidarse momentáneamente de su rabia. El hombre parecía terriblemente aterrado mientras se alejaba de ellos, caminando hacia atrás todo el trecho hasta la boca de la cueva.
Un abismal se lanzó contra la red de protección en ese preciso momento, provocando un flamear que iluminó toda la cueva con una luz argentada. El hombre tatuado se giró y gritó al demonio. La sanadora jamás había oído nada semejante, pero daba lo mismo, reconoció en el mismo la plasmación de cuanto ella había sentido cuando estuvo presa contra el suelo del camino la terrible tarde de la violación.
El Protegido echó mano a una de sus lanzas y la lanzó al exterior, donde llovía a cántaros. Hubo una explosión de magia cuando el arma alcanzó al demonio, que salió volando unos metros para luego caer al barro.
—Malditos, ¡juré no daros nada! —bramó el hombre tatuado mientras se libraba de su cogulla y se lanzaba al aguacero—. ¡Absolutamente nada!
Atacó por la espalda a un demonio del bosque y lo estrechó contra él. El inmenso grafo tatuado en el pecho destelló, y el abismal estalló en llamas. El humano lo apartó de una patada cuando la criatura empezó a menearse sin sentido.
—¡Luchad contra mí! —exigió el hombre a los restantes monstruos mientras fijaba los pies en el fangal del suelo.
Los abismales saltaron para acorralarlo, pero el humano luchaba como un verdadero demonio y los atacantes se vieron barridos como las hojas secas de los árboles por el viento otoñal.
Rondador relinchó al fondo de la caverna e intentó zafarse de las maneas, pues estaba entrenado para luchar al lado de su amo. Rojer se acercó al garañón para calmarlo y miró confuso a la Herborista.
—No puede luchar contra todos —dijo Leesha—, en el barro no.
En esos mismos momentos, el fango cubría ya los trazos de algunos grafos.
—Pretende hacerse matar —dedujo la sanadora.
—¿Y qué podríamos hacer? —preguntó el Juglar.
—¡Aléjalos con tu violín! —chilló ella.
Rojer negó con la cabeza.
—El viento y los truenos ahogarán el sonido.
—No podemos cruzarnos de brazos y dejar que se mate —le increpó Leesha.
—Tienes razón —convino Rojer.
En dos zancadas se plantó junto a las armas de El Protegido y tomó una lanza liviana y un escudo de grafos. Leesha corrió a detenerlo nada más comprender los propósitos del joven, pero este salió de la caverna antes de que ella pudiera darle alcance y corrió a ocupar un sitio al lado del hombre tatuado.
Un demonio de las llamas le escupió una llamarada al joven, pero la lluvia la apagó y se quedó corta. Entonces, el abismal se lanzó a por Rojer, quien alzó el escudo de grafos y rechazó la embestida antes de centrar su atención delante de él, razón por la cual no vio a otro congénere de las llamas situado detrás de él hasta que fue demasiado tarde: cuando el engendro lo acometió, El Protegido aferró en el aire, a mitad de salto, al monstruo de casi un metro de altura y lo lanzó lejos. La carne de la criatura chisporroteó mientras estuvo en contacto con las manos del luchador tatuado.
—¡Vuelve dentro! —le ordenó el hombre.
—No sin ti —le replicó Rojer, que tenía el empapado pelo rojo pegado a la cara y entrecerraba los ojos para combatir el soplo del viento y las punzadas de la lluvia. Aun así, le plantó cara a El Protegido con determinación y no retrocedió ni un milímetro.
Dos demonios del bosque fueron a por ellos, pero el hombre tatuado se dejó caer al barro y tiró de las piernas de su compañero para derribarlo. Las afiladas garras acuchillaron el aire cerca del Juglar. El Protegido se sirvió de los puños para hacer retroceder a las criaturas, pero el número de los abismales era cada vez mayor, pues acudían atraídos por los destellos y el fragor de la pelea. Eran demasiados para hacerles frente.
El Protegido miró a Rojer, tendido en el barrizal, y la locura desapareció de sus ojos. Le ofreció una mano al Juglar y este la aceptó. Luego, veloces como rayos, los dos regresaron a la cueva.
—¿En qué estabais pensando vosotros dos? —inquirió Leesha mientras anudaba la última de las vendas.
Rojer y El Protegido no contestaron mientras ella los reprendía; ambos se habían arrellanado junto al fuego, cubiertos por mantas. Ella se marchó al cabo de un rato y les preparó un caldo de verduras. Se lo entregó sin decir nada.
—Gracias —dijo Rojer en voz baja. Eran las primeras palabras que había pronunciado desde su vuelta a la caverna.
—Sigo enfadada contigo —dijo Leesha sin mirarlo a los ojos—. Me mentiste.
—No lo hice —protestó.
—Me ocultaste cosas, es lo mismo —replicó la sanadora.
Rojer la contempló durante un tiempo.
—¿Por qué te fuiste de Hoya de Leñadores?
—¿Qué…? No cambies de tema.
—Si esa gente te importa tanto como para que estés dispuesta a arriesgarte a cualquier cosa y a soportarlo todo para regresar, ¿por qué te marchaste? —la presionó él.
—Mis estudios… —comenzó a decir ella.
Rojer negó con la cabeza.
—Si soy experto en algo, es en huir de los problemas, Leesha. Es algo más que eso.
—No creo que sea de tu incumbencia —contestó ella.
—Entonces, ¿por qué estoy aguardando a que pase la tormenta en una gruta situada en medio de la nada y rodeado de abismales?
Leesha lo miró durante un buen rato, y luego suspiró, ya sin ganas de discutir más.
—Supongo que os enteraréis pronto —dijo la sanadora—. La gente de Hoya de Leñadores no es muy buena en eso de guardar secretos.
Ella se lo contó todo, a pesar de que no tenía intención de hacerlo, pero la fría y húmeda caverna se convirtió en una suerte de confesionario religioso, y no fue capaz de callarse una vez que empezó a hablar de su madre, de Gared, de los rumores, de su huida con Bruna, de su vida como una paria. El Protegido se inclinó hacia delante y abrió la boca para interrumpirla ante la mención del fuego líquido infernal de Bruna, pero luego se lo pensó mejor y se volvió a reclinarse sobre la pared.
—Estando así las cosas, había albergado la esperanza de quedarme en Angiers, pero parece que el Creador tiene otro plan para mí.
—Te mereces algo mejor —aseguró El Protegido.
Leesha asintió y lo miró.
—¿Por qué has salido ahí fuera? —preguntó en voz baja y señaló con el mentón a la boca de la cueva.
El interpelado se arrellanó y fijó la mirada en sus rodillas.
—Rompí un juramento.
—¿Eso es todo?
Él alzó los ojos y la miró, y por una vez no vio los tatuajes que le perfilaban el rostro, sino esos ojos suyos que la taladraban.
—Juré no darles nada jamás, ni siquiera para salvar mi vida —explicó—, y a cambio les he entregado la única cosa que me hacía humano.
—No les has dado nada —intervino Rojer—, fui yo quien se llevó el círculo de protección.
Las manos de Leesha se crisparon en torno a su cuenco, pero no despegó los labios.
—Yo lo hice posible, pues conocía tus sentimientos —replicó el hombre tatuado, negando con la cabeza—. Entregártelos a ti era dárselos a ellos.
—Ellos habrían seguido siendo un azote de los caminos. El mundo está mejor sin ellos —aseguró Rojer.
El Protegido asintió.
—Ya, pero eso no es excusa para habérselos dado a los demonios. Podía haberles quitado el círculo e incluso haberlos matado cara a cara, a plena luz del día.
—Así que te plantaste ahí fuera esta noche por la culpabilidad —concluyó la Herborista—. ¿Y por qué lo has hecho antes? ¿Qué razón hay para lanzar esa guerra contra los abismales?
—Por si no te has dado cuenta, los abismales llevan en guerra contra nosotros desde hace siglos. ¿Tan extraño resulta plantarles cara?
—Entonces, ¿te consideras el Liberador? —quiso saber Leesha.
El Protegido torció el gesto.
—Aguardar la venida del Liberador ha supuesto trescientos años de consecuencias desastrosas para la humanidad. Es un mito y no va a venir. Va siendo hora de que la gente se dé cuenta y que todos se defiendan por sí solos.
—Los mitos tienen poder, no los descartes tan deprisa —terció Rojer.
—¿Desde cuándo eres un hombre de fe? —inquirió Leesha.
—Creo en la esperanza —precisó el joven—. He sido Juglar toda mi vida, y si he aprendido algo en veintitrés años, es que las historias que reclaman, las que calan hondo, son las que ofrecen esperanza.
—Veinte —saltó Leesha.
—¿Qué…?
—Me dijiste que tenías veinte años.
—¿Ah, sí?
—Ni siquiera los has cumplido, ¿a que sí?
—Los tengo.
—No soy estúpida, Rojer. Te llevo viendo desde hace tres meses y en ese tiempo has crecido más de dos centímetros. Nadie con veinte años crece tanto. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?
—Diecisiete —gruñó Rojer, que inclinó el cuenco, derramando el caldo restante—. ¿Ya estás contenta…? Tenías razón cuando le decías a Jizell que podías ser mi madre.
Leesha lo fulminó con la mirada y abrió la boca para soltarle una réplica dura, pero la cerró de nuevo y en vez de eso, dijo:
—Lo siento.
—¿Y tú qué, Protegido? —le preguntó Rojer, volviéndose hacia el hombre tatuado—. ¿Vas a añadir a tu lista de razones para que no viaje contigo la de que soy «demasiado joven»?
—Me convertí en Enviado a los diecisiete años —repuso el interpelado—, y ya viajaba por los caminos antes de esa edad.
—¿Cuántos años tiene El Protegido? —preguntó Rojer.
—El Protegido nació en el desierto krasiano hace cuatro veranos.
—¿Y el hombre que hay debajo de los grafos? —inquirió la sanadora—. ¿Cuántos años tenía al morir?
—Lo de menos es cuántos veranos tenía. Era un chico estúpido e ingenuo con sueños demasiado grandes para su propio bien.
—¿Por eso murió? —quiso saber Leesha.
—Lo mataron por eso, sí.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella.
El Protegido permaneció en silencio durante mucho tiempo.
—Arlen —acabó por contestar—, se llamaba Arlen.