2
Si te ocurriera a ti

319 d. R.

Tuvieron el tiempo justo de poner el carro a buen recaudo y comprobar las protecciones antes de que llegaran los abismales. A Silvy le quedaban pocas fuerzas para ponerse a cocinar, así que despacharon con poco entusiasmo una cena fría de pan, queso y salchichas. Los demonios pusieron a prueba los grafos muy poco después del crepúsculo. Norine gritaba cada vez que la magia chisporroteaba al rechazarlos y Marea ni siquiera tocó la comida, sentada en su camastro con los brazos fuertemente apretados en torno a sus rodillas, gimiendo y balanceándose con cada chispazo. Silvy lavó los platos, pero no volvió de la cocina, donde su hijo la oyó llorar.

El chico intentó ir con ella, pero Jeph le cogió del brazo.

—Ven, quiero que hablemos, Arlen.

Se dirigieron hacia la pequeña habitación donde el muchacho tenía su camastro, la colección de cantos rodados del arroyo y huesos, y todas las plumas. Jeph seleccionó una pluma brillantemente coloreada de unos treinta centímetros de largo, y jugueteó con ella antes de empezar, evitando mirar a su hijo a los ojos.

El muchacho conocía los signos. Cuando su padre no lo miraba directamente, eso quería decir que quería hablarle de algo incómodo.

—Respecto a lo que viste en el camino con el Enviado… —comenzó.

—Ragen ya me lo explicó —repuso Arlen—. El tío Cholie ya estaba muerto, aunque ni él mismo lo supiera. Alguna gente sobrevive a los ataques, pero termina muriendo de todos modos.

Jeph puso cara de pocos amigos.

—Yo no lo habría expuesto de esa manera, aunque reconozco que hay algo de verdad en ello, supongo. Cholie…

—… era un cobarde —finalizó el chico por él.

Su padre se lo quedó mirando, sorprendido.

—¿Por qué dices eso?

—Se escondió en la bodega porque tenía miedo a morir y después se suicidó porque tenía miedo de vivir —replicó Arlen—. Mejor habría sido que cogiera un hacha y muriera luchando.

—No quiero oírte decir esas cosas. No puedes pelear contra los demonios, Arlen. Nadie puede. No se gana nada haciendo que te maten.

El chico sacudió la cabeza.

—Se comportan como matones. Nos atacan porque estamos demasiado asustados para responderles. Cuando les di a Cobie y a los otros con aquel palo dejaron de molestarme.

—Cobie no es un demonio de las rocas —replicó Jeph—, y a esos no hay palo que les asuste.

—Ha de haber alguna manera —insistió Arlen—. La gente lo hacía antes, o al menos eso cuentan las viejas historias.

—Esas historias también hablan de protecciones mágicas con las que era posible pelear, pero se han perdido esos grafos de combate.

—Ragen dice que hay sitios en los que aún se lucha contra los demonios y que puede hacerse.

—Voy a tener unas palabritas con ese Enviado —masculló Jeph—. No debería estar llenándote la cabeza con esas ideas.

—¿Por qué no? —repuso el chico—. Anoche podrían haber sobrevivido más personas si todos los hombres hubieran cogido hachas y lanzas…

—Sólo habrían conseguido morir. Hay otras maneras de protegerte a ti mismo y a tu familia, Arlen. Con sabiduría, prudencia y humildad. Pelear una batalla que vas a perder no es de valientes.

»¿Quién se preocuparía de las mujeres y los niños si todos los hombres se hicieran descuartizar en un intento de matarlos cuando eso resulta imposible? —continuó—. ¿Quién cortaría la leña y construiría las casas? ¿Quién cazaría, pastorearía, plantaría y sacrificaría a los animales? ¿Quién fertilizaría a las mujeres para que pudieran tener hijos? Si todos los hombres murieran, son los abismales los que ganarían.

—Ya están ganando —murmuró el niño—. Tú no dejas de repetir que la ciudad cada año es más pequeña. Los matones no dejan de venir hasta que no les paras los pies. —Alzó la mirada hacia su padre—. ¿Acaso no te das cuenta? ¿No sientes deseos de luchar alguna vez?

—Pues claro que sí, Arlen —repuso Jeph—, pero no me gustaría hacerlo de cualquier modo. Cuando conviene, cuando realmente conviene, todos los hombres desean ir a la lucha. Los animales huyen cuando pueden, y luchan cuando no tienen otro remedio, y la gente no es diferente de ellos. Ese ánimo sólo aparece cuando se necesita.

»Pero si tú estuvieras ahí fuera frente a los abismales —continuó—, o tu madre, juro que lucharía como un loco antes de dejar que se os acercaran. ¿Comprendes la diferencia?

Arlen asintió.

—Creo que sí.

—Buen chico —exclamó Jeph, y luego le pasó la mano por el hombro.

DEMsep

Esa noche, los sueños de Arlen se llenaron de colinas que rozaban el cielo y grandes estanques capaces de albergar a toda una ciudad en su superficie. Vio un espacio de arena amarilla que se extendía hasta donde llegaba la mirada y una fortaleza amurallada escondida entre árboles.

Pero lo vio todo entre dos piernas que se balanceaban perezosamente ante sus ojos. Alzó la mirada y vio su propio rostro tornarse morado por encima de la soga.

Se despertó sobresaltado, con el camastro empapado en sudor. Todavía estaba oscuro, pero había un ligero resplandor en el horizonte, donde el cielo color índigo tenía un matiz rojizo. Encendió un par de velas, se puso el peto y salió trastabillando hacia la sala principal. Encontró un mendrugo para mascar mientras cogía la cesta de los huevos y las jarras para la leche. Luego las puso al lado de la puerta.

—Te has levantado temprano —dijo una voz a sus espaldas. Se volvió, sorprendido y se encontró con Norine, que lo miraba fijamente. Marea aún ocupaba su catre, aunque daba vueltas en sueños.

—Los días no se alargan cuando te quedas dormido —repuso Arlen.

Norine asintió.

—Eso era lo que solía decir mi marido —admitió—. Y también solía decir: «Los Bales y los Cutter no pueden trabajar a la luz de las velas, como los Square».

—Tengo mucho que hacer —comentó el muchacho, mirando a través de los postigos para ver cuánto tiempo le quedaba hasta poder cruzar las protecciones—. Se supone que el Juglar actuará al mediodía.

—Claro —mostró su acuerdo—. El Juglar también era la cosa más importante del mundo para mí cuando yo tenía tu edad. Te ayudaré con tus tareas.

—No tienes por qué hacerlo —repuso Arlen—. Papá dice que debes descansar.

Norine negó con la cabeza.

—Descansar para lo único que me sirve es para pensar en todo lo que no debo —le contestó—. Si debo quedarme con vosotros, mejor será que me gane el sustento. Después de haber estado cortando leña en la Aldea, ¿cómo me va a resultar duro chapotear con los cerdos y plantar maíz?

Arlen se encogió de hombros y le alargó la cesta de los huevos.

Terminó mucho antes sus tareas con la ayuda de Norine. Esta aprendía con rapidez y estaba acostumbrada a trabajar duro y levantar cosas pesadas. Todos los animales estaban alimentados, recogidos los huevos y ordeñadas las vacas a la hora en la que el olor de los huevos y el beicon salía en oleadas de la casa.

—Deja de removerte en el banco —le dijo Silvy al niño mientras comían.

—El pequeño Arlen no puede esperar para ver al Juglar —anunció Norine.

—Quizá mañana —comentó Jeph, y el rostro del chico mostró a las claras su decepción.

—¿Cómo? —exclamó—, pero…

—Sin peros —cortó el padre—. Ayer se quedó un montón de trabajo sin hacer y le prometí a Selia que me dejaría caer por la Aldea después de comer para echar una mano.

Arlen apartó su plato y salió dando zapatazos de la habitación.

—Deja que el chico vaya —intercedió Norine cuando salió—. Marea y yo ayudaremos. —La mujer alzó la cabeza al oír su nombre, pero al momento volvió de nuevo a juguetear con la comida de su plato.

—Arlen pasó ayer un mal día —comentó Silvy y se mordió el labio—. Todos lo pasamos. Deja que el Juglar le ponga una sonrisa en la cara. Seguramente no hay nada que no pueda esperar.

Jeph asintió después de un momento.

—¡Arlen! —le llamó y cuando apareció el rostro resentido del chico, le preguntó—: ¿Cuánto cobra el viejo Jabalí por ver al Juglar?

—Nada —replicó el chico, no queriendo darle a su padre ninguna excusa para negarse—. Va todo a cuenta de que ayer los ayudé a descargar el carro del Enviado.

Lo cual no era del todo cierto, y el viejo tendría una buena ocasión para enfadarse cuando supiera que se había olvidado de decírselo a la gente, aunque si corría la voz de camino hacia allá, quizá pudiera atraer suficiente gente a la tienda.

—El viejo Jabalí siempre actúa de forma generosa cuando viene el Enviado —comentó Norine.

—Ya debe, después de todo lo que nos ha desplumado a lo largo del invierno —replicó Silvy.

—De acuerdo, Arlen, puedes ir —contestó Jeph—. Luego, ven a la Aldea.

DEMsep

El viaje a Ciudad Central requería unas dos horas de caminata si se seguía la calzada, pero también podía optarse por la pista que Jeph y otros lugareños mantenían limpia de maleza. Esta alternativa se apartaba bastante del camino y conducía hasta un vado, situado en la parte menos profunda del arroyo, por donde Arlen podía reducir a la mitad el viaje, saltando con agilidad y rapidez por las piedras resbaladizas que emergían del agua.

Ese día, necesitaba todo el tiempo que pudiera conseguir, pues debía ir haciendo paradas por el camino. Corrió a través del banco fangoso a una velocidad de vértigo, esquivando raíces y arbustos traicioneros con el pie seguro y confiado del que ha seguido el mismo sendero incontables veces.

Salía del bosque conforme pasaba por las granjas que le pillaban de camino, pero no pudo encontrar a nadie. Todo el mundo estaba o en los campos o en la Aldea, echando una mano.

Se acercaba ya el mediodía cuando llegó a Hoya de Pescadores. Unos cuantos de los Fisher tenían sus botes en el pequeño estanque, así que Arlen no vio que sirviera de nada gritarles. De cualquier modo, el pueblo parecía también desierto.

Estaba bastante cabizbajo cuando llegó a Ciudad Central. Tal vez el Jabalí se hubiera comportado con más amabilidad de lo habitual el día anterior, pero Arlen ya había visto otras veces cómo se ponía cuando alguien le costaba algo. Desde luego no iba a haber forma de que dejara que viera al Juglar. Podía darse por contento si el tabernero no le daba un palo.

Pero cuando llegó a la plaza, se encontró a unas trescientas personas reunidas procedentes de todas partes del Arroyo. Había gente de los Fisher, Marsh, Boggin y Bales. Eso sin mencionar a los lugareños, los Square, Taylor, Millar, Baker, y muchos más. Por supuesto, no había venido nadie de Centinela Meridional, ya que a esos no les caían bien los Juglares.

—¡Arlen, querido muchacho! —le llamó Jabalí, al verle acercarse—. ¡Te he guardado un sitio en la primera fila y esta noche te irás a casa con un saco de sal! ¡Bien hecho!

El chico se lo quedó mirando con cara de curiosidad, hasta que vio a Ragen, que se encontraba a su lado. El Enviado le dedicó un guiño.

—Gracias —le dijo cuando Jabalí se marchó a apuntar otro espectador en su libro de contabilidad. Dasy y Catrin vendían comida y cerveza a los asistentes.

—La gente se merece esto —le comentó el hombre con un encogimiento de hombros—, pero no sin aclarar los términos antes con vuestro Pastor, parece ser.

Y señaló a Keerin, que estaba inmerso en una conversación con el Pastor Harral.

—¡Ni se le ocurra contarle esas tonterías de la Plaga a mi rebaño! —decía Harral, clavándole un dedo en el pecho. Pesaba el doble que el Juglar y nada de ese sobrepeso era grasa.

—¿Tonterías? —preguntó Keerin, palideciendo—. ¡En Miln, los Pastores estrangularían a cualquier Juglar que no hablase de la Plaga!

—Me da igual lo que hagan en las Ciudades Libres. Esta buena gente ya tiene bastante encima como para que ahora venga usted a decirles que las están pasando canutas porque no son lo bastante piadosos.

—¿Qué…? —intervino Arlen, pero Keerin salió disparado, encaminándose hacia el centro de la plaza.

—Mejor si cogemos rápido un asiento —le advirtió Ragen.

DEMsep

Tal como le había prometido Jabalí, Arlen tuvo un asiento justo en primera fila, en un área que generalmente se reservaba para los chicos más jóvenes. Los otros lo miraban con envidia, y el muchacho se sintió como si fuera alguien muy especial. Era raro que alguien lo envidiase.

El Juglar era muy alto, como todos los milneses. Vestía un traje de colores brillantes con pinta de haber sido robado del cubo de la basura de un tintorero. Tenía una rala barbita de chivo, del mismo color de zanahoria que su pelo, y un bigote tan escaso que no se llegaba a reunir con la barba. Daba la impresión de que bastaría un buen fregoteo para borrarlo todo. Pero todos, especialmente las mujeres, hablaban maravillas de su pelo brillante y sus ojos verdes.

Keerin iba de un lado para otro mientras la gente se acomodaba. Hacía malabarismos con las pelotas de madera pintada y contaba chistes para ir calentando a la multitud. Tomó el laúd a una señal del Jabalí y comenzó a tocar, cantando con una voz fuerte y aguda. La gente seguía con palmadas el ritmo de las canciones desconocidas y rompía a cantar en cuanto tocaba alguna que sonara en el Arroyo, ahogando la voz del Juglar y sin que pareciera importarles mucho el hecho. A Arlen tampoco. También él cantaba igual de alto que los demás.

Después de la música vinieron las acrobacias y los trucos de magia, salpicados con chistes sobre maridos que hacían que las mujeres chillaran entre risotadas mientras los hombres ponían mala cara, y unos cuantos sobre esposas, que hicieron que los hombres se palmearan los costados de la risa mientras las mujeres los miraban con malos ojos.

Al final, el Juglar hizo una pausa y alzó las manos pidiendo silencio. Se extendió un murmullo entre la multitud y los padres levantaron a sus hijos más pequeños porque querían que oyeran bien. La pequeña Jessi Boggie, de tan sólo cinco años, se subió encima del regazo de Arlen para ver mejor. Él le había dado a su familia unos cuantos cachorros de uno de los perros de su padre hacía unas semanas y ahora ella se le pegaba en cuanto lo veía cerca. La sostuvo mientras Keerin comenzaba El cuento del Regreso, y su voz aguda se transformó en un profundo retumbar que llegaba hasta el final del gentío.

—El mundo no siempre fue como lo veis ahora —contaba el Juglar a los niños—. Oh, no. Hubo un tiempo en el que la humanidad vivía en igualdad con los demonios. Aquellos viejos tiempos los llamamos la Edad de la Ignorancia. ¿Sabe alguien por qué? —Miró hacia todos los niños de la primera fila y varios alzaron las manos.

—¿Por qué entonces no había ningún grafo? —preguntó una niña, cuando Keerin la señaló para que hablara.

—¡Así es! —replicó el Juglar, dando una voltereta que arrancó chillidos de júbilo entre los pequeños—. La Edad de la Ignorancia fue una época pavorosa para nosotros, pero como entonces no había tantos demonios, no podían matar a todo el mundo. Era muy parecido a lo de ahora, ya que los humanos construían lo que podían durante el día y los demonios lo destruían cada noche.

»Luchamos para sobrevivir —continuó Keerin—, nos adaptamos, aprendimos el modo de evitar a los demonios y a esconderles la comida y el ganado. —Miró a su alrededor fingiendo con el rostro una expresión de terror y después echó a correr hacia un niño, agachado—. Vivíamos en agujeros en el suelo a fin de que no pudieran encontrarnos.

—¿Como los conejitos? —preguntó Jessi, riéndose.

—¡Igual! —exclamó Keerin, que se puso un dedo detrás de cada oreja para alzarlas e imitó al animal, dando saltitos y moviendo la nariz.

»Vivimos como mejor pudimos hasta que descubrimos la escritura. No mucho después de ese momento descubrimos que ciertos signos escritos rechazaban a los abismales. ¿Cuáles son? —preguntó, acunando una oreja en la mano.

—¡Los grafos! —gritaron todos a una.

—¡Correcto! —El Juglar los felicitó dando un gran salto—. Éramos capaces de protegernos de los demonios gracias a los grafos, y los trazamos, y nos salieron cada vez mejor, y descubrimos más y mejores protecciones hasta que alguien aprendió una capaz de hacer algo más que rechazar a los demonios: esta los hería.

Los chiquillos dieron un grito sofocado y Arlen, aunque había asistido a esta misma actuación todos los años desde que tuvo uso de razón, se encontró conteniendo el aliento como ellos. ¡Cómo habría deseado él conocer un grafo como ese!

—Los demonios no se tomaron nada bien esos progresos —relató Keerin con una gran sonrisa—. Huíamos y nos escondíamos, y se habían acostumbrado a eso, pero cuando nos revolvimos y luchamos, ellos también pelearon y con mucha dureza. De este modo empezó la Primera Guerra de los Demonios, y justo después advino la Era del Liberador.

»El Liberador fue un hombre llamado por el Creador para liderar a nuestros ejércitos y con él al frente, ¡volvimos a ganar! —Lanzó su puño al aire y los niños aplaudieron. Era algo contagioso y Arlen le hizo cosquillas a Jessi—. Conforme mejoraban nuestras tácticas y nuestra magia —continuó el Juglar—, los hombres vivieron más años y su número aumentó, y de igual modo, se incrementó el tamaño de nuestros ejércitos y menguó la cantidad de demonios. Por eso concebimos la esperanza de conseguir que los abismales se desvanecieran de una vez por todas.

El Juglar hizo aquí una pausa y su rostro adquirió una expresión solemne.

—Entonces, de pronto, los demonios dejaron de acudir. Nunca jamás había existido una noche en el mundo sin abismales. Ahora las noches pasaban una detrás de otra sin señal de ellos, y nos desconcertamos. —Se rascó exageradamente la cabeza para simular confusión—. Muchos creyeron que las pérdidas de los demonios en la guerra habían sido tan grandes que se habían rendido, refugiándose acobardados en el Abismo.

Se alejó de los niños, siseando como un gato y temblando como si tuviera miedo. Algunos de los niños se dejaron llevar por la actuación, gruñéndole de forma amenazadora.

—El Liberador desconfió de lo que estaba pasando, pues había visto luchar a los demonios impávidos cada noche, pero sus ejércitos comenzaron a disolverse cuando pasaron los meses sin que hubiera rastro alguno de las criaturas.

»La humanidad se regocijó por su victoria sobre los abismales durante años —continuó Keerin. Alzó su laúd y tocó una viva melodía, bailando a la vez—. Pero como los años pasaron y el enemigo común seguía desaparecido, la hermandad de los humanos se fue resintiendo hasta que al fin desapareció. Por primera vez, peleamos unos contra los otros. —La voz del Juglar se tornó ominosa—. Cuando se desencadenó la guerra, solicitaban al Liberador de todos los bandos para que los liderara, pero él gritaba: “¡No lucharé contra los hombres mientras quede un solo demonio en el Abismo!”, así que les dio la espalda y abandonó las tierras recorridas por los ejércitos y todo el mundo se sumió en el caos.

»De estas grandes guerras emergieron poderosas naciones —relató, haciendo evolucionar la melodía a un ritmo animado—, y la humanidad se extendió a lo ancho y lo largo, cubriendo todo el mundo. La Era del Liberador se cerró y comenzó la Edad de la Ciencia.

»La Edad de la Ciencia fue nuestro momento álgido —explicó el Juglar—, pero en el fondo de toda aquella grandeza se encontraba nuestro peor error. ¿Puede decirme alguien cuál era?

Los niños más mayores lo sabían, pero Keerin los señaló para que se quedaran quietos y dejaran responder a los más pequeños.

—Porque habíamos olvidado la magia —respondió Gim Cutter, limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

—¡Lleváis razón! —exclamó, chasqueando los dedos—. Habíamos aprendido mucho sobre cómo funcionaba el mundo, sobre medicina y máquinas, pero habíamos olvidado la magia y, peor aún, nos olvidamos de los demonios. Después de tres mil años, nadie creía incluso que existieran.

»Y ese fue el motivo por el cual —anunció con voz lúgubre— su regreso nos pilló desprevenidos.

»Mientras el mundo se olvidaba de ellos, los demonios se fueron multiplicando a lo largo de los siglos. Después, de esto hace ahora trescientos años, una noche volvieron a surgir del Abismo en número incalculable para recobrar su lugar.

»Aquella primera noche fueron destruidas ciudades enteras, mientras los abismales celebraban su regreso. Los hombres respondieron al ataque, pero incluso las grandes armas de la Edad de la Ciencia eran pobres defensas contra ellos. De este modo finalizó la Edad de la Ciencia y comenzó la Edad de la Destrucción.

»Había empezado la Segunda Guerra de los Demonios.

En su mente, Arlen contempló las escenas de aquella noche. Vio arder las ciudades de las que la gente huía para perecer bajo el salvaje ataque de los abismales, que los estaban esperando. Contempló cómo los hombres se sacrificaban para ganar tiempo y permitir que escaparan sus familias, vio cómo las madres recibían zarpazos destinados a sus hijos. Y por encima de todo, vio a los abismales bailar y retozar con las fauces y las garras chorreantes de sangre, extasiados en un júbilo bestial.

Keerin avanzó lentamente mientras los niños se retiraban asustados.

—La guerra duró años y los hombres fueron masacrados de forma continua, pues no tenían posibilidad alguna frente a los abismales sin el liderazgo del Liberador. Las grandes naciones cayeron de la noche a la mañana y el conocimiento acumulado de la Edad de la Ciencia se consumió por culpa de las correrías de los demonios de las llamas.

»Los eruditos registraron desesperadamente los restos de bibliotecas a la búsqueda de respuestas. La vieja ciencia no ofrecía ninguna ayuda, pero al final encontraron la salvación en las historias que alguna vez habían considerado fantasías y supersticiones. Los hombres comenzaron a trazar torpes símbolos en el suelo para impedir el acceso a los abismales. Los antiguos grafos aún tenían bastante poder, pero las manos vacilantes que las dibujaban, a menudo cometían errores y los pagaron con la muerte.

»Los supervivientes reunieron a la gente a su alrededor, protegiéndolos durante las largas noches. Aquellos hombres fueron los primeros Protectores, que nos han guardado hasta el día de hoy. —El Juglar señaló hacia la multitud—. Así que la próxima vez que veáis un Protector, agradecédselo, porque les debéis la vida.

Esta era una variación de la historia que Arlen nunca había oído antes. ¿Protectores? En Arroyo Tibbet, todo el mundo aprendía los grafos en cuanto tenía edad suficiente para saber dibujar con un palo. Muchos carecían de capacidad para ello, pero él no se podía imaginar que hubiera alguien que no se tomara el tiempo necesario para aprender los grafos básicos contra los demonios de las llamas, las rocas, las ciénagas, el agua, el viento y el bosque.

—Y por ello estamos a salvo tras nuestras protecciones —narró Keerin—, dejando que los demonios disfruten de su vida fuera. Los Enviados —dijo, y señaló hacia Ragen—, los más valientes de entre los hombres, viajan de una ciudad a otra por nosotros, llevando y trayendo noticias, y escoltando tanto a hombres como bienes.

Anduvo de un lado a otro, con una expresión dura en los ojos mientras se enfrentaba a las miradas asustadas de los niños.

—Pero somos fuertes, ¿o no?

Los chicos asintieron, pero sus ojos seguían abiertos de par en par de puro miedo.

—¿Qué? —les preguntó, poniéndose una mano detrás de la oreja.

—¡Sí! —chilló la multitud.

—Cuando el Liberador venga de nuevo, ¿estaremos preparados? —inquirió—. ¿Aprenderán de nuevo los demonios a temernos una vez más?

—¡Sí! —rugió el gentío.

—¡No os oigo! —gritó el Juglar.

—¡Sí! —chilló la gente, alzando los puños al cielo, Arlen más que los demás. Jessi lo imitó, alzando su puñito al aire y chillando como si ella misma fuera un demonio. El Juglar se inclinó y cuando la multitud se calmó, alzó su laúd y los deleitó con una nueva canción.

DEMsep

Tal como le habían prometido, Arlen se marchó de Ciudad Central con un saco de sal. Bastaría para unas cuantas semanas, incluso aunque hubiera que alimentar a Norine y Marea. Todavía no estaba molida, pero él sabía que sus padres estarían contentos de machacar la sal ellos mismos en vez de tener que pagar a Jabalí por el servicio. La mayoría lo prefería, en realidad, pero el viejo tendero jamás les daba una oportunidad, moliendo la sal en cuanto llegaba y cobrándoles el coste extra.

Arlen anduvo a paso vivo por el camino a la Aldea y su ánimo no decayó hasta que no pasó junto al árbol donde Cholie se había colgado. Volvió a pensar en las palabras de Ragen sobre la lucha contra los abismales y en la reflexión de su progenitor sobre la necesidad de actuar con prudencia.

Pensó que su padre probablemente tenía razón: era mejor esconderse cuando se podía y luchar cuando no quedaba otro remedio. Incluso el milnés parecía estar de acuerdo en lo esencial con esa filosofía, pero el chico no podía desprenderse del sentimiento de que huir también hacía daño a la gente de algún modo, de maneras que no eran evidentes a simple vista.

Se encontró con su padre en la Aldea y se ganó una palmada en la espalda cuando le mostró el trofeo. Se pasó el resto de la tarde de un lado para otro, ayudando en la reconstrucción. Habían terminado de reparar otra casa para entonces y estaría protegida con grafos antes del anochecer. La Aldea estaría completamente reconstruida en cuestión de unas cuantas semanas más y eso afectaba a los intereses de todos, si querían tener suficiente leña para todo el invierno.

—Le prometí a Selia que me pasaría por aquí durante unos cuantos días —le comentó Jeph mientras cargaban el carro al marcharse—. Tú te convertirás en el hombre de la granja en mi ausencia. Tendrás que comprobar los postes de protección y quitar las malas hierbas de los campos. Vi cómo le enseñabas a Norine a hacer tus tareas esta mañana. Ella puede apañarse en el corral y Marea puede ayudar a tu madre en la casa.

—Vale —respondió Arlen. Desbrozar los campos y comprobar los postes era un trabajo duro, pero la confianza que ponía su padre en él le hizo sentirse orgulloso.

—Cuento contigo, Arlen —le dijo su padre.

—No te defraudaré —le prometió él.

DEMsep

No ocurrió nada digno de mención durante los dos días siguientes. Silvy todavía lloraba a veces, pero había mucho trabajo pendiente y no se quejó ni una sola vez de que hubiera más bocas que alimentar. Norine se hizo cargo de los animales sin necesidad de planteárselo e incluso Marea salió un poco de la concha en la que se había encerrado para ayudar en la cocina y barrer, además de trabajar en el telar después de la cena. Pronto comenzó a turnarse con Norine en el corral. Ambas mujeres parecían decididas a hacer su parte, aunque sus rostros traslucían dolor y nostalgia cuando hacían una pausa en el trabajo.

Las manos de Arlen se llenaron de ampollas debido a las malas hierbas y al finalizar el día le dolían la espalda y los hombros, pero nunca se quejó por ello. La única satisfacción obtenida a raíz de sus nuevas responsabilidades era el trabajo en los postes de protección, pues Arlen siempre había sido un apasionado de los grafos: había dominado los símbolos defensivos básicos antes de que los demás chicos terminaran de aprenderlos y enseguida se había puesto a realizar redes de protección más complejas. Jeph no debía comprobar su trabajo, porque la mano de Arlen era ya incluso más diestra que la de su padre. Dibujar grafos no era igual que atacar a un demonio con una lanza, pero al fin y al cabo, era también una forma de luchar a su manera.

Su padre llegaba todos los días a la hora del crepúsculo y Silvy le tenía preparada agua del pozo para que pudiera lavarse. Arlen ayudaba a Norine y a Marea a encerrar los animales y después cenaban.

A última hora de la tarde del quinto día se levantó un fuerte viento que levantó remolinos de polvo en el corral y provocó un continuo golpeteo de la puerta del establo. El muchacho olió la llegada de la lluvia y se lo confirmó el rápido encapotamiento del cielo. Esperó que su padre advirtiera también esas señales y regresara pronto o bien que se quedara a pernoctar en la Aldea. Las nubes oscuras significaban también un crepúsculo temprano y eso podía hacer que los abismales salieran antes de que el sol se pusiera por completo.

Arlen abandonó los campos y comenzó a ayudar a las mujeres a reunir a los animales asustados para ponerlos a salvo en el establo. Silvy también estaba fuera, cerrando las puertas del sótano y asegurándose de que los postes de protección de los corrales estuvieran bien sujetos. No quedaba ya mucho para la noche cuando apareció a la vista el carro de Jeph. El día se oscurecía con mucha rapidez y ya no se veía el sol. Los abismales surgirían de un momento a otro.

—No tenemos tiempo para desuncir el carro —gritó Jeph, chasqueando el látigo para dirigir a Missy directamente hacia el establo—. Ya lo haremos mañana por la mañana. ¡Todo el mundo a la casa, venga! —Silvy y las otras mujeres acataron la orden, dirigiéndose hacia el interior.

—Podemos hacerlo si nos apresuramos —gritó el chico por encima del rugido del viento, mientras corría tras su padre. Missy estaría de un humor de perros durante un montón de días si se le dejaba el arnés puesto durante toda la noche.

Su padre sacudió la cabeza.

—¡Está ya demasiado oscuro! Una noche así no la va a matar.

—Déjame entonces encerrado en el establo —ofreció él—. La desunciré y esperaré a que se pase la tormenta con los animales.

—¡Haz lo que te digo, Arlen! —gritó su padre. Saltó del carro y cogió al chico del brazo y prácticamente lo sacó a rastras del establo.

Ambos empujaron las puertas hasta cerrarlas y colocaron la barra cuando el primer relámpago cruzó el cielo. Los grafos de protección pintados en las puertas del establo relumbraron durante un momento como anticipo de lo que se avecinaba. El aire estaba impregnado de la promesa de lluvia.

Corrieron hacia la casa, vigilando el camino que tenían por delante a fin de detectar uno de los característicos velos de niebla que precedían a la aparición de los abismales. El camino estaba expedito por el momento. Marea sostuvo la puerta abierta y ellos se precipitaron al interior en el preciso momento en que las primeras gotas de lluvia caían en el polvo del patio.

Marea estaba empujando la puerta para cerrarla cuando sonó un aullido procedente del corral. Todos se quedaron helados.

—¡El perro! —gritó la mujer, cubriéndose la boca—. ¡Lo he dejado atado a la valla!

—Déjalo —repuso Jeph—. Cierra la puerta.

—¿Qué? —gritó el muchacho, incrédulo, y se volvió para enfrentarse a su padre.

—¡El camino todavía está despejado! —chilló ella y salió disparada hacia el exterior de la casa.

—¡No, Marea! —gritó Silvy a su vez, y salió corriendo detrás.

Arlen también salió disparado hacia la puerta, pero Jeph lo sujetó por los tirantes del peto y le hizo retroceder de un tirón.

—¡Quédate dentro! —le ordenó, acercándose a la puerta.

El muchacho se tambaleó hacia atrás durante unos instantes, pero después salió a la carrera y se cruzó con el can en el porche, donde este le rebasó para meterse corriendo en la casa, llevando a rastras la cuerda del cuello. Jeph y Norine también salieron a la entrada, pero se quedaron tras la línea de las protecciones exteriores.

En el patio, el viento aullaba y convertía las gotas de lluvia en picaduras de insectos. Arlen vio a su madre y a Marea correr hacia la casa justo cuando comenzaban a alzarse los demonios. Los demonios de las llamas aparecieron primero, como siempre, y sus formas nebulosas empezaron a filtrarse desde el suelo. Eran los más pequeños de los abismales, ya que apenas llegaban a los cuarenta y cinco centímetros de altura cuando se agazapaban a cuatro patas. Sus ojos, las ventanas de su nariz y sus fauces relucían con una luz neblinosa.

—¡Corre, Silvy! —gritó Jeph—. ¡Corre!

Parecía que lo iban a conseguir, pero entonces Marea tropezó y cayó al suelo. Silvy se volvió para ayudarla y en ese momento se solidificó el primer abismal. El chico se adelantó para correr en dirección a su madre, pero la mano de Norine cayó con dureza sobre su brazo, sujetándole con firmeza.

—No seas estúpido —siseó la mujer.

—¡Levántate! —le exigió Silvy a Marea, tirándole del brazo.

—¡Mi tobillo! —gritó ella en respuesta—. ¡No puedo! ¡Vete sin mí!

—¡Ya lo creo que podemos! —gruñó la madre del muchacho—. ¡Jeph! —gritó—. ¡Ayúdanos!

Su esposo se quedó helado cuando los abismales se corporeizaron por todo el patio y gritaron de placer al descubrir a las mujeres antes de lanzarse a por ellas.

—¡Vamos! —rugió el hijo antes de darle un pisotón a Norine. Esta aulló de dolor y aflojó la presa, permitiéndole liberar el brazo de un tirón. Agarró el primer arma que pilló a mano, un cubo de madera para la leche, y corrió hacia el patio.

—¡Arlen, no! —gritó Jeph, pero el chico ya no atendía.

Un demonio de las llamas, de tamaño no muy superior al de un gato, saltó sobre la espalda de Silvy; ella gritó cuando las garras trazaron unas líneas profundas en su carne, convirtiendo la parte trasera de su espalda en un harapo sangriento. Desde su posición, el abismal escupió fuego en el rostro de Marea. La mujer chilló cuando se le derritió la piel y se le incendió el pelo.

Arlen llegó apenas un momento más tarde, balanceó el balde con todas sus fuerzas y lo lanzó contra el demonio. El cubo se rompió al impactar contra el abismal, pero consiguió apartarlo de la espalda de su madre. Esta vaciló, pero el chico consiguió sostenerla. Se les acercaron más demonios de las llamas mientras sus congéneres del viento empezaban a batir sus alas y, a unos cien metros, comenzaba a formarse un demonio de las rocas.

Silvy gimió, pero se mantuvo en pie. Arlen la apartó de Marea y sus aullidos agonizantes, pero más demonios de las llamas bloqueaban el camino de regreso a la casa. El demonio de las rocas los había visto y avanzó en su dirección. Unos cuantos demonios del viento se cruzaron en el camino de la bestia gigantesca cuando estaban levantando el vuelo y aquella los apartó con las garras con tanta facilidad como una guadaña corta los tallos del maíz, haciéndoles caer muy malparados al suelo, donde se les echaron encima los demonios de las llamas y los hicieron trizas.

Arlen aprovechó el breve momento de distracción para apartar a su madre de la casa. El acceso al establo estaba bloqueado también, pero el camino hacia el corral seguía libre si podían mantenerse apartados de los abismales. Silvy lloraba, pero el muchacho no sabía si era de miedo o de dolor; aun así, siguió andando a trompicones y mantuvo el paso regular a pesar de sus largas faldas.

Cuando él comenzó a correr, también lo hicieron los abismales que medio los rodeaban. La lluvia comenzó a caer con más fuerza y el viento siguió aullando. Los relámpagos quebraban el cielo, iluminando a sus perseguidores y el corral, que parecía aún muy lejano a pesar de estar cerca.

El suelo se había vuelto resbaladizo por la humedad, pero el miedo les prestó agilidad y no dejaron de correr. Los pisotones de los demonios de las rocas sonaban con tanta fuerza como truenos al embestir, acercándose cada vez más y haciendo que la tierra se estremeciera con sus zancadas.

Arlen se detuvo ante la puerta del corral y empezó a buscar el pestillo. Ese instante dio pie a que los demonios de las llamas llegaran a tiempo para usar su arma más mortífera: les escupieron una llamarada. Esta alcanzó tanto a la madre como al hijo. Sin embargo, el impacto llegó amortiguado por la distancia, aunque consiguió prender en sus ropas y que les oliera a pelo quemado. Él sintió un ramalazo de dolor, pero lo ignoró, consiguiendo finalmente abrir la puerta del corral. Mientras intentaba introducir dentro a su progenitora, otro abismal saltó sobre ella, clavándole profundamente las garras en el pecho. Arlen dio un tirón y la metió dentro. Silvy pasó con facilidad nada más cruzar las protecciones, pues la magia flameó, rechazando al abismal, y las garras la soltaron, rociando los alrededores de carne y sangre.

Sus ropas aún ardían. Tras envolver a Silvy en sus brazos, Arlen se arrojó con ella al suelo, procurando absorber con su cuerpo lo peor del impacto, y después se revolcó con ella en el barro, extinguiendo así las llamas.

No había forma de cruzar la valla. Los demonios rodeaban ahora el corral, poniendo a prueba la red de protección, que lanzaba destellos mágicos en cuanto rozaban la red de grafos, pero la puerta no era lo que realmente importaba, ni la misma valla. Mientras los postes de protección se mantuvieran intactos, estaban a salvo de los abismales.

Pero no del tiempo. La lluvia se transformó en un frío diluvio, azotándolos con un manto de agua que parecía cortarles con su violencia. Silvy ya no pudo ponerse en pie después de la caída. Estaba envuelta en fango y sangre, y Arlen no sabía si conseguiría sobrevivir al efecto combinado de las heridas y la lluvia.

Empujó el abrevadero caído hasta volcarlo y derramó los restos de la cena de los cerdos para que se pudrieran en el fango. Arlen podía ver que el demonio de la roca empujaba la red de grafos, pero la magia aguantó y el monstruo no pudo pasar. Entre los destellos de luz de los relámpagos y los escupitajos de los demonios de las llamas, captó una imagen de Marea, enterrada bajo un enjambre de demonios que le arrancaban trozos de carne y se alejaban para disfrutarlos.

El demonio de las rocas se rindió poco después y se alejó dando grandes pisadas, alargó aquella enorme garra y agarró por una pierna los restos de Marea, de la misma manera que lo habría hecho un hombre cruel con un gato. Los demonios de las llamas se dispersaron cuando el de las rocas balanceó el cuerpo en el aire. A Marea se le escapó un grito sofocado y ronco, y Arlen se quedó horrorizado al descubrir que aún estaba viva. Gritó y consideró la idea de salir de la red de protección para salvarla. Sin embargo, el demonio la estampó contra el suelo y sonó un crujido escalofriante.

Arlen se dio la vuelta antes de que la criatura comenzara a comer y la lluvia que caía se llevó sus lágrimas. Arrastró el abrevadero hasta donde estaba Silvy y arrancó el forro de su falda para empaparlo en la lluvia. Con estos trapos limpió el barro de sus heridas lo mejor posible y los tapó. No estaban muy limpios, pero era mejor que el lodo de los cerdos.

Su madre temblaba, de modo que se acurrucó contra ella para darle calor, y colocó el apestoso abrevadero sobre ellos para que los protegiera del diluvio y de las ávidas miradas de los demonios.

Vio un relámpago más antes de abatir la madera. La última cosa que quedó grabada en su retina fue la imagen de su padre, aún de pie, inmóvil, en el porche.

Arlen recordó que había dicho: «Si fueras tú el que estuviera ahí fuera… o tu madre», pero a pesar de todas sus promesas, parecía que no había nada que pudiera hacer luchar a Jeph.

DEMsep

La noche pasó con una lentitud interminable y sin esperanza de conciliar el sueño. Las gotas de lluvia interpretaban una melodía rápida sobre el abrevadero, salpicándolos con los restos de la inmundicia que quedaba en el interior. El fango sobre el que reposaban estaba frío y hedía a excrementos de cerdo. Silvy temblaba en su delirio y Arlen la abrazaba con fuerza, intentando darle el poco calor que tenía. Él también tenía los pies y las manos ateridos.

Se sentía cada vez más lleno de desesperación y sollozó sobre el hombro de su madre, pero ella gimió y le dio unas palmaditas en la mano, y ese gesto simple e instintivo lo liberó del terror, la decepción y el dolor.

Había luchado contra un demonio y había sobrevivido. Estaba en un patio lleno de ellos y seguía viviendo. Los abismales podrían ser inmortales, pero se podía ser más hábil que ellos y también superarlos en velocidad.

Y como el demonio de las rocas había demostrado cuando apartó de un golpe al otro abismal, se les podía herir.

Pero ¿de qué podía servir eso en un mundo donde los hombres como Jeph no se enfrentaban a los abismales ni siquiera para proteger a sus propias familias? ¿Qué esperanza podía quedarles?

Se quedó mirando fijamente la oscuridad durante horas, pero en su mente lo único que veía era el rostro de su padre, observándolos desde una posición segura, detrás de los grafos.

La lluvia cesó antes del amanecer. Arlen aprovechó la interrupción para subir el abrevadero, pero se arrepintió inmediatamente porque le pareció que se perdía el poco calor que se había almacenado bajo la madera. Lo bajó con rapidez otra vez, pero echó una ojeada cuando el cielo comenzó a iluminarse.

La mayoría de los abismales se habían desvanecido a la hora en que había suficiente luz para ver pero, cuando el cielo pasó de índigo a color lavanda, quedaban todavía unos cuantos rezagados. Arlen apartó el abrevadero y se puso en pie con dificultad, intentando desprenderse en vano del lodo y la mugre que lo cubrían.

Tenía el brazo rígido y entumecido cuando lo flexionó. Se miró y vio que tenía la piel de un tono rojo brillante allí donde había sufrido el impacto del escupitajo de fuego. «La noche en el fango al menos ha servido para algo», pensó, sabiendo que sus quemaduras y las de su madre habrían estado mucho peor si no hubieran estado envueltas en el frío estiércol toda la noche.

Cuando los últimos demonios de las llamas comenzaron a perder sustancia en el patio, el chico salió a grandes zancadas del corral, dirigiéndose hacia el establo.

—¡Arlen, no! —le llegó un grito desde el porche. Alzó la mirada y vio allí a su padre, envuelto en una manta, vigilando desde la seguridad de las protecciones del porche—. ¡Todavía no ha amanecido del todo! ¡Espera!

Él lo ignoró, caminando hacia el establo y abriendo las puertas. Missy parecía bastante incómoda, aún uncida al carro, pero podría llegar hasta Ciudad Central.

Una mano se posó en su brazo cuando sacó el caballo fuera.

—Pero ¿es que quieres que te maten? —le recriminó su padre—. ¡Qué susto me has dado, chico!

El chico se sacudió su brazo, evitando mirar a su padre a los ojos.

—Mamá necesita que la vea Coline Trigg.

—¿Está viva? —preguntó con incredulidad, volviendo bruscamente la cabeza hacia donde yacía la mujer en el fango.

—No gracias a ti —replicó él—. Voy a llevarla a Ciudad Central.

—Los dos la llevaremos —lo corrigió su padre, apresurándose a levantar a su esposa y a llevarla al carro. Dejaron a Norine a cargo de los animales y de los restos de la pobre Marea y tomaron al camino que conducía a la ciudad.

Silvy estaba bañada en sudor. Sus quemaduras no parecían peores que las de Arlen, pero las líneas profundas que las garras de los demonios de las llamas le habían dibujado aún supuraban sangre y la carne tenía un feo aspecto rojo e hinchado.

—Arlen, yo… —comenzó a decir el padre conforme avanzaban, alzando una mano temblorosa hacia su hijo. El chico se retiró, mirando hacia otro lado, y Jeph se encogió como si le hubiera quemado.

Él sabía que su padre estaba avergonzado. Como había dicho Ragen, probablemente se odiaba a sí mismo, igual que Cholie. Aun así, no podía sentir ninguna simpatía por él. Su madre había pagado el precio de su cobardía.

Hicieron el resto del viaje en silencio.

La casa de dos pisos de Coline Trigg en Ciudad Central era una de las más grandes de Arroyo y estaba llena de camas. Además de su propia familia, que vivía en el piso superior, Coline tenía siempre al menos una persona en las camas para enfermos del piso bajo.

Era una mujer de poca estatura, sin barbilla y con una nariz muy larga. Apenas llegaba a los treinta, pero seis embarazos le habían engordado la cintura. Las ropas le olían siempre a semillas quemadas, y sus curas normalmente solían implicar algún tipo de infusión de sabor nauseabundo. La gente de Arroyo Tibbet solía hacer bromas a costa de esos bebedizos, pero todos ellos se los tomaban sin chistar cuando se resfriaban.

La Herborista le echó una ojeada a Silvy e hizo que Arlen y su padre la entraran. No hizo ninguna pregunta, lo cual vino muy bien, porque ninguno de los dos sabía qué decir. El aire se impregnó de un hedor a podrido cuando comenzó a cortar las heridas, haciendo que se desprendiera de estas un pus de un color marrón asqueroso. Limpió y secó las heridas con agua e hierbas trituradas, y después las cosió para cerrarlas. El rostro de Jeph se tornó de color verde y se llevó la mano a la boca.

—¡Vete de aquí, rápido! —le espetó Coline, haciendo salir al hombre de la habitación con un dedo acusador. Cuando Jeph se deslizó fuera de la casa ella se quedó mirando a Arlen.

—Tú también —lo pinchó, pero el chico negó con la cabeza. Coline se lo quedó mirando fijamente un momento y después asintió—. Eres más valiente que tu padre —le dijo—. Coge el mortero y el almirez, te voy a enseñar a hacer un bálsamo para las quemaduras.

Coline orientó al chico entre las incontables jarras y tarros de su farmacia sin apartar los ojos de su tarea, le indicó cada ingrediente y le explicó cómo mezclarlos. En ningún momento abandonó su truculento trabajo mientras Arlen aplicaba el bálsamo sobre las quemaduras de su madre.

Finalmente, cuando terminaron de atender las heridas de Silvy, le tocó inspeccionar las suyas. Al principio, él protestó, pero el bálsamo cumplió su función y cuando el frescor se extendió por sus brazos se dio cuenta de cuánto le escocían las quemaduras.

—¿Se pondrá bien? —preguntó el muchacho, mirando a su madre. Parecía respirar normalmente, pero la carne alrededor de sus heridas tenía un color muy feo y el hedor a podrido aún flotaba en el aire.

—No lo sé —le dijo Coline, que no era de las que endulzan las palabras—. Nunca había visto a nadie con heridas tan graves. Generalmente, si los abismales se acercan tanto…

—Te matan —dijo Jeph desde el umbral—. Y habrían matado a Silvy también de no haber sido por Arlen. —Dio un paso entrando en la habitación, con la mirada baja—. Arlen me enseñó algo anoche, Coline. Me enseñó que el miedo es peor enemigo que los abismales.

Jeph puso las manos en los hombros de su hijo y lo miró a los ojos.

—No te fallaré de nuevo —le prometió. El chico asintió y miró hacia otro lado. Quería creerlo, pero sus pensamientos retornaban una y otra vez a la imagen de su padre en el porche, inmovilizado por el terror.

Jeph se inclinó sobre Silvy, cogiendo su mano húmeda entre las suyas. Continuaba sudando y se removía de vez en cuando en su sueño inducido por los bebedizos.

—¿Va a morir? —preguntó Jeph.

La Herborista dejó escapar un largo suspiro.

—Tengo buena mano colocando huesos —comentó—, y en traer niños al mundo. Puedo bajar una fiebre y crear grafos para curar un resfriado. Incluso puedo limpiar una herida de abismal si es reciente —repuso, y sacudió la cabeza—, pero esto es la fiebre del demonio. Le he dado hierbas para calmar el dolor y ayudarla a conciliar el sueño, pero necesitarías una Herborista mejor para curarla.

—¿Y quién puede hacerlo? —inquirió Jeph—. Aquí, en el Arroyo, sólo estás tú.

—También tienes a la mujer que me enseñó —comentó Coline—, la vieja Mey Friman. Vive en los alrededores de Pastos al Sol, a dos días de aquí. Si alguien puede curarla, es ella, pero mejor será que os apresuréis. La fiebre va a aumentar y si tardáis mucho, ni siquiera la vieja Mey será capaz de ayudaros.

—¿Cómo podemos encontrarla? —exigió Jeph.

—En realidad no os podéis perder, sólo hay un camino hacia allí. Debéis doblar en la bifurcación donde el camino se adentra en el bosque, a menos que queráis perder semanas enteras en la vía que lleva a Miln. El Enviado se marchó en esa dirección hace unas horas, pero tenía varias paradas antes en el Arroyo. Podréis alcanzarlo si corréis. Los Enviados llevan con ellos sus propias protecciones. Si lo encuentras, podréis seguir hasta el crepúsculo. Él podría conseguir que vuestro viaje se acortara a la mitad.

—Lo encontraremos —dijo Jeph—, cueste lo que cueste. Su voz tenía un tono decidido y Arlen comenzó a concebir cierta esperanza.

Un extraño sentimiento de nostalgia acometió a Arlen conforme veía desaparecer Arroyo Tibbet en la distancia desde la parte trasera del carro. Por primera vez, iba a emprender un viaje de más de un día fuera de casa. ¡Iba a ver una ciudad nueva! Hacía una semana, una aventura como esa habría sido cumplir su sueño más acariciado, pero en ese momento únicamente se sentía capaz de desear que las cosas volvieran a ser como habían sido siempre.

Al momento en que la granja estaba a salvo.

Al momento en que su madre se encontraba bien.

Al momento en que no sabía que su padre era un cobarde.

Coline había prometido enviar a uno de sus chicos a la granja para informar a Norine de que probablemente estarían fuera una semana o más y que se encargara de atender a los animales y comprobar los grafos mientras estaban lejos. Los vecinos se quedarían con ella, porque su pérdida había sido tan dura que no podría enfrentarse sola a las noches.

La Herborista les había facilitado también un mapa tosco, cuidadosamente enrollado y metido dentro de un tubo protector. El papel era una rareza en el Arroyo y no se entregaba así como así. Arlen se sintió fascinado por el mapa y lo estudió durante horas, incluso a pesar de que no podía leer las pocas palabras que marcaban los lugares. Tanto él como su padre eran analfabetos.

El mapa señalaba el camino hacia Pastos al Sol y lo que había a lo largo de la calzada, pero las distancias eran imprecisas. Había algunas granjas situadas a lo largo del trayecto en las que podrían buscar refugio, pero era imposible averiguar lo lejos que se encontraban unas de otras.

Su madre durmió intranquila, empapada en sudor. Algunas veces hablaba o gritaba, pero sus palabras carecían de sentido. Arlen le pasaba paños húmedos y le hacía beber la infusión ácida, tal como le había instruido la Herborista, pero no parecía hacerle mucho bien.

Ya muy avanzada la tarde, se acercaron a la casa de Harl Tanner, un granjero que vivía en las afueras de Arroyo. La granja de Harl estaba apenas a un par de horas de la Aldea de los Bosques, pero Arlen y su padre no habían podido comenzar su camino hasta casi el mediodía.

El muchacho recordaba haber visto a Harl y a sus tres hijas en la feria del solsticio de verano de cada año, aunque habían dejado de ir después de que los abismales se hubieran llevado a la esposa de Harl, hacía ya dos veranos. El hombre se había convertido en un recluso al igual que sus hijas. Ni siquiera la tragedia de la Aldea de los Bosques había sido suficiente para hacerles salir.

Tres cuartas partes del los campos de los Tanner estaban ennegrecidos y chamuscados; sólo aquellos más cercanos a la casa estaban protegidos con grafos y sembrados. Una vaca lechera descarnada rumiaba en el patio enfangado y a la cabra atada al gallinero se le marcaban con toda claridad las costillas.

La casa de los Tanner era un edificio de un solo piso de piedras compactadas con lodo y arcilla. Las piedras más grandes estaban pintadas con grafos desvaídos. A Arlen se le antojaron algo burdos, pero parecían haber aguantado hasta ese momento. El tejado tenía una forma irregular, con postes de protección cortos y rechonchos que se elevaban a través de la paja podrida. Uno de los costados de la casa estaba conectado a un pequeño establo, cuyas ventanas estaban cerradas con tablas y la puerta casi fuera de sus bisagras. En mitad del patio se encontraba el gran establo, que tenía un aspecto aún peor. Las protecciones habrían aguantado, pero parecían a punto de desaparecer si no se las reparaba.

—Nunca había visto la casa de Harl antes —comentó Jeph.

—Yo tampoco —mintió Arlen.

Poca gente aparte de los Enviados tenían motivos para emprender el camino que se alejaba de la Aldea de los Bosques, y quienes vivían más allá eran fuentes de gran especulación en Ciudad Central. El muchacho se había escapado a hurtadillas para ver la granja de Tanner el Loco más de una vez. Eso era lo más lejos que había estado nunca de casa, y regresar antes del crepúsculo le había supuesto horas de carrera.

Una vez, hacía unos meses, estuvo a punto de no conseguirlo. Había intentado echarle una ojeada a la hija mayor de Harl, Ilain. Los otros chicos decían que tenía las tetas más grandes de Arroyo y él quería verlas. Esperó un día, pero la vio salir corriendo de la casa, llorando. No obstante su tristeza, se la veía muy hermosa y Arlen habría querido consolarla, a pesar del hecho de que era ocho veranos mayor que él, pero le faltó atrevimiento, y se limitó a observarla más tiempo de lo razonable, de modo que estuvo a punto de pagar un precio muy alto cuando el sol comenzó a ponerse.

Un perro sarnoso comenzó a ladrar conforme se acercaron a la granja y una chiquilla salió al porche, observándolos con ojos tristes.

—Tendremos que refugiarnos aquí —dijo Jeph.

—Todavía quedan horas hasta que caiga la noche —dijo el muchacho, sacudiendo la cabeza—. Si no hemos alcanzado a Ragen en ese momento el mapa muestra otra granja donde el camino se bifurca hacia las Ciudades Libres.

Su padre clavó la mirada en el mapa.

—Es un camino muy largo —comentó.

—Mamá no puede esperar —replicó Arlen—. No podemos hacer hoy todo el camino, pero cada hora es una hora que nos acercamos más a su curación.

Jeph volvió el rostro hacia Silvy, bañada en sudor, y después hacia el sol y luego asintió. Saludaron a la chica que había en el porche, pero no se detuvieron.

Cubrieron una distancia muy grande en las horas siguientes, pero no encontraron rastro del Enviado ni de ninguna otra granja. Jeph volvió a alzar la mirada hacia el cielo anaranjado.

—Se hará de noche en menos de dos horas. Debemos regresar. Si nos apresuramos, puede que lleguemos a casa de Harl a tiempo.

—La granja puede estar justo a la vuelta de esa curva —argumentó Arlen—. La encontraremos.

—No lo creo —replicó su padre, escupiendo a la calzada—. El mapa no está muy claro. Nos volveremos ahora que podemos y sin discutir.

Los ojos del chico casi se le salieron de las órbitas del disgusto.

—De esa forma perderemos más de medio día, y eso por no mencionar la noche. ¡Mamá puede morir en ese espacio de tiempo! —gritó.

Jeph volvió el rostro hacia su mujer, que sudaba arrebujada en las mantas, respirando de forma irregular. Con tristeza, miró hacia las sombras que se iban alargando y controló un estremecimiento.

—Si la noche nos pilla fuera —repuso en voz baja—, moriremos todos.

Arlen había empezado a sacudir la cabeza antes incluso de que su padre terminara de hablar, negándose a aceptar su explicación.

—Podríamos… —porfió—, podríamos dibujar los grafos en el suelo —terminó por fin—, alrededor de todo el carro.

—¿Y si se levanta un vientecillo y los emborrona? —preguntó su padre—. ¿Qué pasa entonces?

—¡La granja puede estar justo al pasar la próxima colina! —insistió Arlen.

—O también treinta kilómetros más allá —replicó su padre—, o quemada desde hace un año. ¿Quién sabe lo que puede haber pasado desde que se dibujó el mapa?

—¿Me estás diciendo que mamá no se merece que corramos el riesgo? —le acusó el chico.

—¡Tú no eres quién para decirme lo que ella se merece! —chilló Jeph, casi derribando al muchacho del carro—. ¡La he amado toda mi vida! ¡La conozco mejor que tú! ¡Pero eso no quiere decir que vaya a arriesgarnos a los tres! Ella podrá sobrevivir a la noche, ¡seguro que puede!

Con esa exclamación tiró con fuerza de las riendas, parando el carro y haciéndolo dar la vuelta. Chasqueó el látigo de cuero en los flancos de Missy y entre brincos enfiló la calzada en la otra dirección. El animal, asustado por la oscuridad creciente, respondió con un ritmo frenético.

Arlen se volvió hacia Silvy, tragándose su amarga ira. Observó a su madre rebotar a consecuencia de los saltos del carro al pasar por piedras y baches. No reaccionó. Fuera lo que fuese lo que su padre pensara, Arlen sabía que sus posibilidades se habían visto reducidas a la mitad.

DEMsep

El sol casi se había puesto del todo cuando llegaron a la granja solitaria. Jeph y Missy parecían compartir el mismo terror casi cercano al pánico y gritaban a una del mismo apuro. Arlen había saltado hacia la parte posterior del carro para intentar que su madre no saliera despedida por culpa de los traqueteos. La apretó con fuerza contra su cuerpo, procurando llevarse él la mayor parte de los cardenales.

Pero eso no fue todo. Pudo comprobar que los cuidadosos puntos que Coline le había dado se estaban soltando, haciendo que se le abrieran las heridas de nuevo. Si la fiebre del demonio no acababa con ella, seguro que el viaje lo haría.

Jeph condujo el carro hasta el mismo porche, gritando.

—¡Harl! ¡Necesitamos refugio!

La puerta se abrió casi inmediatamente, incluso antes de que pudieran bajarse del carro. Salió un hombre con un peto gastado y una larga horca en la mano. Harl era delgado y alto, como si fuera un trozo de carne seca. Le seguía Ilain, una robusta chica que portaba una sólida pala de metal. La última vez que Arlen la vio, lloraba y estaba aterrorizada, pero no quedaba nada de miedo en sus ojos en ese momento. Mientras se aproximaba al carro, ignoró las sombras que se arrastraban a su alrededor.

Harl asintió cuando Jeph alzó a Silvy del carro para sacarla.

—Métela dentro —le ordenó y Jeph se apresuró a hacerlo, dejando escapar un gran suspiro cuando cruzó los grafos.

—¡Abre la puerta grande del establo! —le dijo a Ilain—, ese carro no entra en el pequeño. —Ilain se recogió las faldas y echó a correr, mientras su padre se volvía hacia Arlen—. ¡Lleva el carro al establo, chaval! ¡Rápido!

El muchacho hizo lo que le pedían.

—No hay tiempo para desuncirla —comentó el granjero—. Tendrá que apañarse así.

Era la segunda noche seguida. El chico se preguntó si alguna vez Missy volvería a verse sin el carro a cuestas. Ilain y Harl cerraron la puerta del establo con rapidez y comprobaron las protecciones.

—¿A qué estás esperando? —le rugió el hombre a Arlen—. ¡Corre a la casa! ¡Aparecerán dentro de un momento a otro!

Apenas había pronunciado las palabras cuando comenzaron a surgir los demonios. Arlen y la chica echaron a correr cuando los abismales parecieron salir directamente del suelo con sus brazos larguiruchos, terminados en garras, y las cabezas corneadas.

Esquivaron la muerte que se alzaba del suelo a izquierda y derecha, pues la adrenalina y el miedo les prestó agilidad y velocidad. Los primeros abismales que se solidificaron, un grupo de gráciles demonios de las llamas, empezaron a darles caza, ganándoles terreno. Mientras Arlen e Ilain seguían corriendo, Harl se volvió y les lanzó la horca.

El arma impactó al líder de los demonios justo en el pecho, y este golpeó al resto de sus compañeros de rebote, pero incluso la piel del más pequeño de los demonios de las llamas era demasiado coriácea y dura para que una horca pudiera atravesarla. La criatura cogió la herramienta con las garras y le escupió una gota llameante, de modo que prendió la madera y luego la apartó.

Pero aunque el abismal no estaba herido, había sido suficiente para distraerlo. Los demonios volvieron a precipitarse hacia delante, aunque cuando Harl saltó al porche, frenaron de improviso, dándose de bruces contra una línea de grafos que los detuvo con tanta firmeza como si se hubieran estampado contra un muro de ladrillos. En ese momento la magia refulgió y los rechazó hacia el patio, de modo que Harl se precipitó hacia la casa. Cerró la puerta con un portazo, echó el cerrojo y apoyó la espalda contra ella.

—Que el Creador sea alabado —exclamó con voz débil, jadeando y pálido.

El aire dentro de la granja de Harl era denso y cálido, y apestaba a moho y desperdicios. Los carrizos infestados de bichos que había en el suelo absorbían parte del agua que caía desde la paja del techo, y no cabía duda de que no eran nada recientes. Había en la casa además dos perros y varios gatos, lo cual forzaba a que todo el mundo tuviera que mirar bien dónde ponía el pie. Una olla de loza colgaba en la chimenea, añadiendo a aquella mezcolanza el aroma penetrante de un estofado en perpetua cocción, como si pudiera paliar el hedor. En una esquina, una cortina de retales le daba intimidad a un orinal.

Arlen recompuso las vendas de Silvy lo mejor posible, y luego Ilain y su hermana Beni la acomodaron en su habitación, mientras que la más pequeña, Renna, ponía un par de agrietados cuencos más en la mesa para Arlen y su padre.

Unicamente había tres piezas, el aposento que compartían las niñas, el dormitorio de Harl y la habitación central, donde cocinaban, comían y trabajaban. Una cortina hecha jirones hacía las particiones. En la sala común una puerta protegida con grafos daba al pequeño establo.

—Renna, llévate a Arlen y comprobad los grafos mientras los hombres hablan, y Beni y yo preparamos la cena —ordenó Ilain.

Renna asintió, le tomó de la mano a Arlen y se lo llevó consigo. Tenía casi diez años, muy cerca de los once del chico y era bonita pese a las manchas de suciedad que tenía en la cara. Llevaba un vestido suelto y liso, gastado y cuidadosamente remendado, y el pelo, castaño, recogido en la nuca con una tira de tela raída, aunque se le habían soltado muchos mechones que le caían ahora por la cara.

—Este se ha borrado un poco —comentó la chica, señalando un grafo en uno de los alféizares—. Uno de los gatos debe haberlo pisado.

Tomó un carboncillo de una caja y dibujó cuidadosamente la línea allí donde se había interrumpido.

—Eso no sirve para nada —le dijo Arlen—. Las líneas se han debilitado y eso le quita fuerza al grafo. Debes dibujarlo de nuevo.

—No me permiten trazar uno nuevo —susurró Renna—. Se supone que debo contárselo a mi padre o a Ilain si hay alguno que no pueda arreglar.

—Yo sí puedo hacerlo —dijo Arlen, cogiendo el carboncillo. Limpió con cuidado el viejo grafo y dibujó uno nuevo, moviendo la mano con resuelta confianza. Dio un paso atrás cuando terminó y miró alrededor de la ventana, donde reemplazó otros con la misma rapidez.

Mientras trabajaba, Harl los sorprendió y comenzó a levantarse, nervioso, pero Jeph hizo un movimiento y lo tranquilizó con unas palabras de confianza, por lo que volvió a su asiento.

Arlen se detuvo un momento para echar una ojeada a su trabajo.

—Ni un demonio de las rocas podría irrumpir a través de esto —comentó con orgullo. Se volvió y encontró a Renna observándolo fijamente—. ¿Qué? —le preguntó.

—Eres más alto de lo que recordaba —dijo la niña, bajando la mirada y sonriendo con timidez.

—Bueno, han pasado un par de años —replicó Arlen, sin saber qué otra cosa decir.

Harl llamó a su hija cuando terminaron de barrer. Renna y él hablaron en voz baja, y Arlen se dio cuenta un par de veces que ella lo miraba, aunque no pudo escuchar la conversación.

La cena consistió en un potaje correoso de maíz y chirivías con una carne que el muchacho no pudo identificar, pero que al menos lo dejó bastante lleno. Mientras comían, contaron su historia.

—Mejor habría sido que nos hubierais preguntado antes —comentó Harl cuando terminaron—. Hemos ido a ver a la vieja Mey Friman montones de veces. Nos resulta más cerca que ir a Ciudad Central para ver a Trigg. Si os tomó dos horas dándole de lo lindo al látigo para regresar hasta aquí, habríais llegado mucho antes a la granja de Mack Pasture, aligerando un poco. Y la vieja Mey está apenas a una hora o así más adelante. A ella no le gusta vivir en una ciudad. Si realmente le hubieras dado fuerte a la yegua, habríais llegado allí esta misma noche.

Arlen soltó su cuchara de golpe. Todos los ojos de los que rodeaban la mesa se volvieron hacia él, pero no se dio cuenta, tan concentrado estaba en su padre.

Jeph no pudo soportar esa mirada durante mucho rato y abatió la cabeza.

—No había forma de saberlo —dijo con gran tristeza.

Ilain le tocó el hombro.

—No te culpes por ser prudente —repuso, y miró al chico, con la reprimenda claramente dibujada en los ojos—. Ya lo entenderás cuando seas mayor —le recriminó al muchacho.

Arlen se puso de pie y se alejó de la mesa con grandes pisotones. Apartó la cortina y se acodó en una ventana, observando a los demonios a través de una tabla suelta de los postigos. Una y otra vez intentaban atravesar los grafos y fallaban, pero el muchacho no se sintió protegido por la magia. Más bien se sintió aprisionado por ella.

—Llevaos a Arlen al establo y jugad allí —le ordenó Harl a sus hijas más pequeñas después de que todos hubieran terminado de comer—. Ilain recogerá la mesa. Dejad que los mayores hablemos.

Beni y Renna se levantaron a la vez y desaparecieron detrás de la cortina de un salto. Arlen no estaba de ánimos para ponerse a jugar, pero las chicas no le dejaron decir ni una palabra, y le hicieron salir por la puerta del establo.

Beni encendió una lámpara agrietada, que bañó el establo con una luz mate. Harl tenía dos vacas, cuatro cabras, una cerda con ocho cochinillos y seis pollos. Todos estaban descarnados y huesudos, desnutridos. Incluso a la cerda se le veían las costillas. El ganado no parecía capaz de alimentar a Harl y a las niñas.

El mismo establo no ofrecía un aspecto mejor. La mitad de los postigos estaban rotos y el heno del suelo estaba podrido. Las cabras se habían comido parte de la pared de su compartimiento hasta llegar al heno de la vaca. El lodo, las inmundicias y los excrementos se habían fundido en un solo manto de estiércol en el compartimiento del cerdo.

Renna arrastró a Arlen de uno a otro.

—Papá no quiere que les pongamos nombres a los animales —le confesó—, así que lo hacemos en secreto. Este es Hoojy. —Y señaló a una vaca—. Su leche sabe un poco ácida, pero papá dice que es buena. La que está a su lado es Grouchy. Da patadas, pero sólo si tiras fuerte cuando la ordeñas o tardas en hacerlo. Las cabras son…

—A Arlen no le importan los animales —reprendió Beni a su hermana. Lo cogió del brazo y lo apartó de allí. Beni era más alta que su hermana y también mayor, pero Arlen pensó que la pequeña era más guapa. Subieron al pajar y se dejaron caer sobre el heno limpio.

—Juguemos a pedir refugio —dijo Beni, que sacó una pequeña bolsita de cuero de su bolsillo, de la que hizo rodar cuatro dados de madera. Los dados tenían unos símbolos pintados: llamas, rocas, agua, viento, un árbol y un grafo. Había muchas maneras de jugar, pero la mayoría de las reglas coincidían en que debías sacar tres grafos antes de conseguir cuatro de cualquier otra clase.

Jugaron a los dados un buen rato. Renna y Beni tenían sus propias reglas, la mayoría de las cuales, sospechó Arlen, estaban pensadas para hacerles ganar.

—Dos grafos alineados tres veces cuenta como tres —explicó Beni, justo después de haberlo hecho ella—. Hemos ganado. —El chico estaba en desacuerdo, pero no le veía mucho sentido a ponerse a discutir.

—Como hemos ganado tienes que hacer lo que te digamos —declaró Beni.

—De eso nada —replicó el muchacho.

—¡Ya lo creo que sí! —insistió la niña y, de nuevo, Arlen sintió que discutir no le iba a llevar a ninguna parte.

—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó, con suspicacia.

—¡Vamos a jugar a los besitos! —aplaudió Renna.

Beni le dio un manotazo en la cabeza a su hermana.

—¡Ya lo sé, atontada!

—¿Qué es eso de los besitos? —inquirió Arlen, temiendo saber la respuesta.

—Oh, ya lo verás —repuso Beni, y ambas chicas se echaron a reír—. Es un juego de mayores. Papá lo juega algunas veces con Ilain. Es jugar a que estás casado.

—¿Y qué es, como cuando haces las promesas? —preguntó el muchacho con cautela.

—No, atontado, así —dijo Beni y le pasó los brazos por los hombros y apretó su boca contra la suya. El chico jamás había besado antes a una chica. Ella abrió la boca y él hizo lo mismo de modo que los dientes de ambos chocaron y retrocedieron—. ¡Ay! —exclamó el muchacho.

—Lo haces con demasiada fuerza, Beni —se quejó Renna—. Es mi turno.

Y era verdad, porque el beso de la pequeña fue mucho más suave, de modo que Arlen lo encontró mucho más placentero. Era como acercarse al fuego cuando tenía frío.

—Así —comentó Renna cuando separaron los labios—. Así es como hay que hacerlo.

—Como después tenemos que acostarnos juntos —dijo la chica mayor— podemos seguir practicando.

—Siento que tengáis que dejarle la cama a mi madre —repuso Arlen.

—No pasa nada —respondió Renna—, antes solíamos compartir la cama todas las noches, hasta que murió mamá, pero ahora Ilain duerme con papá.

—¿Por qué? —inquirió el muchacho.

—Se supone que no tenemos que hablar de eso —le siseó la hermana mayor a la pequeña.

Renna la ignoró, pero mantuvo la voz en un tono bajo.

—Ilain dice que ahora que mamá se ha ido, papá le ha dicho que es su deber hacerle feliz como hacen las esposas.

—¿Cosiendo, cocinando y todo eso? —volvió a preguntar.

—No, es un juego como el de los besitos —dijo la mayor—, pero se necesita a un chico para jugar. —Le tiró del peto—. Si nos muestras tu chisme, te lo enseñaremos.

—¡No os voy a enseñar mi chisme! —contestó Arlen, retrocediendo.

—¿Y por qué no? —preguntó Renna—. Beni se lo enseñó a Lucik Boggin y ahora él quiere jugar a todas horas.

—Papá y el padre de Lucik dicen que estamos prometidos —alardeó Beni—. Así que está bien. Ya que tú te vas a prometer con Renna, deberías enseñarle el tuyo. —La chica se mordió el dedo y miró hacia otro lado, pero observó a Arlen de reojo.

—¡Eso no es verdad! —exclamó el muchacho—. ¡Yo no me voy a prometer con nadie!

—¿Y de qué crees que están hablando ahí fuera los mayores, atontado? —preguntó Beni.

—¡De eso no! —gritó el niño.

—¡Asómate y lo verás! —le retó Beni.

Arlen se quedó mirando a las dos chicas, y después bajó la escalera, deslizándose lo más silenciosamente que pudo. Cuando pudo oír voces desde detrás de la cortina, se acercó arrastrándose.

—Quiero a Lucik bien lejos de aquí —decía Harl en estos momentos—, pero Fernán quiere que él haga el afrecho durante otra estación. Es muy difícil llenarnos la barriga sin que nos entre un extra de fuera, especialmente desde que los pollos dejaron de poner y la leche de una de las vacas se ha echado a perder.

—Nos llevaremos a Renna cuando regresemos de casa de Mey —dijo Jeph.

—¿No le vas a decir que están prometidos? —preguntó Harl, y Arlen contuvo el aliento.

—No hay motivo para no decírselo.

Harl gruñó.

—Te recomiendo que esperes hasta mañana —comentó—, cuando estéis a solas en el camino. Al principio algunos chicos montan una escena cuando se les dice. No está bien herir los sentimientos de una niña.

—Probablemente tienes razón —reconoció Jeph, y Arlen estuvo a punto de ponerse a gritar.

—Hazme caso —insistió el granjero—, confía en un hombre con hijas, se sobresaltan por cualquier tontería, ¿a que sí, Lainie? —Le dio un manotazo y la chica dio un grito—. Aun así, no les haces ningún daño que no se resuelva con unas cuantas horas de llanto.

Se hizo un largo silencio y el muchacho comenzó a retirarse hacia la puerta del establo.

—Me voy a la cama —gruñó Harl, y el chico se quedó paralizado—. Mira, como Silvy está esta noche en tu cama, Lainie, vente a dormir conmigo después de que limpies los cuencos y arropes a las niñas.

Arlen se acurrucó detrás de un banco de trabajo y se quedó allí quieto, mientras Harl iba al baño a aliviarse. Después se dirigió a su habitación, cerrando la puerta. Arlen estaba a punto de deslizarse hacia el establo cuando habló Ilain:

—Yo quiero ir también —soltó de golpe, justo después que se cerrara la puerta.

—¿Qué? —preguntó Jeph.

Arlen podía verles los pies por debajo de la cortina desde donde estaba acurrucado. Ilain le dio la vuelta a la mesa para sentarse al lado de su padre.

—Llévame contigo —repitió la chica—. Por favor, Beni estará bien cuando venga Lucik, y yo necesito marcharme.

—¿Por qué? —le preguntó Jeph—. Seguramente os quedará comida suficiente para los tres.

—No es por eso —comentó Ilain—. No importa por qué. Puedo asegurarte que papá estará en el campo cuando vengas a por Renna. Yo correré hacia un lugar más adelante en el camino y me encontraré allí con vosotros. Para cuando papá se dé cuenta de que me he ido, habrá toda una noche de distancia entre nosotros y nunca me seguirá.

—Yo no estaría tan seguro de eso —comentó su padre.

—Tu granja está muy lejos de aquí —suplicó Ilain, y Arlen le vio poner su mano en la rodilla de su padre—. Puedo trabajar —prometió—, me ganaré el sustento.

—No puedo llevarte a escondidas lejos de Harl —objetó Jeph—, no tengo nada en su contra y no quiero empezar una disputa.

Ilain escupió.

—Ese viejo desgraciado puede que te haya hecho creer que tengo que compartir su cama debido a Silvy —explicó en voz baja—, pero la verdad es que me da una paliza si no me acuesto con él todas las noches después de dormir a Renna y Beni.

Jeph se quedó en silencio un rato.

—Ya veo —dijo al final. Cerró la mano en un puño y comenzó a levantarse.

—No, por favor —le pidió Ilain—. No sabes cómo es. Te matará.

—¿Y quieres que me quede quieto? —preguntó Jeph. Arlen no entendía de qué iban todas estas tonterías. ¿Qué más daba si Ilain dormía en la habitación de Harl?

Arlen vio cómo la chica se acercaba más aún a su padre.

—Necesitarás a alguien que cuide de Silvy, y si muere… —susurró, y se inclinó más aún hacia él y su mano se deslizó hacia el regazo de su padre, del mismo modo que Beni había querido hacerle a él—… yo podría ser tu esposa. Te llenaría la granja de niños —le prometió. Jeph gimió.

Arlen sintió náuseas y que se acaloraba. Tragó saliva, sintiendo el sabor a bilis en la boca. Le dieron ganas de gritar cuál era su plan a Harl. Aquel hombre se había enfrentado a un abismal por su hija, algo que Jeph nunca había hecho. Se imaginó que Harl derribaba a su padre y la imagen no le resultó desagradable.

Jeph dudó y después empujó a Ilain hacia un lado.

—No —afirmó—, llevaremos a Silvy mañana a la Herborista y se recuperará.

—Entonces, sácame de aquí de todos modos —suplicó Ilain de nuevo, cayendo de rodillas.

—Yo… lo pensaré —repuso su padre.

Justo en ese momento, Beni y Renna entraron de forma precipitada procedentes del establo y Arlen se les unió, para dar la sensación de que entraba con ellas, justo en el momento en que Ilain se ponía en pie de forma precipitada. Comprendió que el momento de enfrentarse a ellos había pasado.

Una vez que metió a las chicas en la cama y sacó un par de mantas mugrientas para Arlen y Jeph en la sala principal, Ilain inhaló aire y se marchó hacia la habitación de su padre. No mucho después, el muchacho oyó que Harl gruñía de forma sorda y algún grito ocasional de Ilain. Hizo como que no había oído nada, pero le echó una ojeada a Jeph, que se mordía el puño.

Arlen se levantó antes de que saliera el sol a la mañana siguiente, mientras los demás dormían. Abrió la puerta unos momentos antes del amanecer y se quedó mirando con impaciencia a los pocos abismales que aún siseaban y movían las garras en el aire desde el otro lado de las protecciones mágicas. Salió de la casa en cuanto se disolvió el último demonio y se dirigió hacia el establo grande para limpiar a Missy y los otros caballos de Harl. La yegua estaba de muy mal genio y lo mordió.

—Sólo un día más —le pidió Arlen cuando le puso el morral para que comiera.

Su padre aún roncaba cuando regresó a la casa y llamó en el umbral de la habitación que compartían Renna y Beni. Beni abrió la cortina e inmediatamente el chico constató las miradas preocupadas en los rostros de las hermanas.

—No se ha despertado —explicó Renna, con voz ahogada, desde donde estaba arrodillada al lado de su madre—. Sabía que queríais marcharos en el momento en que se alzara el sol, pero cuando la he sacudido… —Hizo una serie de gestos hacia la cama, con los ojos húmedos—. Está tan pálida…

Arlen se apresuró al lado de su madre y le cogió la mano. Tenía los dedos fríos y pegajosos, pero la frente le ardía. Respiraba con cortos jadeos, y el hedor de la enfermedad de los demonios se espesaba a su alrededor. Tenía las vendas empapadas en un flujo marrón amarillento.

—¡Padre! —gritó Arlen. Un momento más tarde apareció Jeph con Ilain y Harl a la zaga.

—No tenemos tiempo que perder —comentó Jeph.

—Llévate uno de mis caballos con el tuyo —dijo Harl—. Cámbialo cuando se canse. Llegarás a casa de Mey esta tarde si les arreas de firme.

—Quedamos en deuda contigo —respondió Jeph. Pero Harl hizo un gesto de que no se preocupara en absoluto.

—De prisa, venga —dijo—. Ilain os empaquetará algo para comer en el camino.

Renna le cogió del brazo cuando se volvió para marcharse.

—Ahora estamos prometidos —le susurró—. Te esperaré en el porche todas las tardes hasta que regreses.

Le dio un beso en la mejilla, y sus labios eran tan suaves que siguió sintiendo el beso cuando ella se retiró.

El carro saltaba y brincaba mientras corrían a lo largo de la calzada llena de baches. Se pararon sólo para cambiar los caballos. Arlen miraba la comida que Ilain les había empaquetado como si fuera veneno. Jeph se la comió con hambre.

Cuando Arlen cogió el pan lleno de grumos y el queso duro, de olor acre, comenzó a pensar que quizá todo no era nada más que un malentendido. A lo mejor no había oído bien lo que creía haber escuchado. Posiblemente Jeph no había dudado en rechazar a Ilain.

Era una ilusión tentadora, pero su padre la destruyó un momento más tarde.

—¿Qué opinas de la chica más pequeña de Harl? —le preguntó—. Has pasado un rato con ella. —Arlen sintió como si su padre le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—¿Renna? —inquirió Arlen, haciéndose el inocente—. Está bien, supongo. ¿Por qué?

—He estado hablando con Harl —comentó su padre—. Se va a venir a vivir con nosotros cuando regresemos a la granja.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Para cuidar de tu madre, ayudar en la granja, y… por otros motivos.

—¿Qué otros motivos? —presionó el chico.

—Harl y yo queremos ver si a vosotros dos os va bien juntos —contestó Jeph.

—¿Y qué ocurrirá si no es así? —inquirió Arlen—. ¿Qué pasa si no quiero tener a esa chica detrás de mí todo el día pidiéndome que juegue a los besitos con ella?

—Algún día —repuso su padre—, quizá no te importe mucho jugar a los besitos.

—Pues déjala entonces que se venga —repuso Arlen, encogiéndose de hombros y simulando que no sabía a qué se estaba refiriendo su padre—. ¿Por qué tiene Harl tantas ganas de deshacerse de ella?

—Ya has visto en qué estado está su granja, apenas pueden alimentarse —contestó Jeph—. Harl quiere mucho a sus hijas y desea lo mejor para ellas. Y lo mejor es casarlas mientras son aún jóvenes, de modo que tengan hijos que puedan ayudarlo y nietos antes de que muera. Ilain tiene demasiada edad ya para casarse. Lucik Boggie va a ir a ayudar a la granja de Harl en el otoño. Van a ver si a él y a Beni les va bien juntos.

—Supongo que Lucik tampoco tiene otra opción, tampoco —masculló Arlen entre dientes.

—¡Pues él está encantado y la mar de feliz! —replicó su padre con brusquedad, perdiendo la paciencia—. Vas a tener que aprender unas cuantas lecciones duras sobre la vida, Arlen. Hay un montón más de niños que de niñas en Arroyo y no podemos desperdiciar nuestras vidas. Cada año perdemos más gente por vejez, enfermedad o por los abismales. Si no seguimos trayendo niños al mundo, ¡Arroyo Tibbet desaparecerá como cientos de otros pueblos! ¡No podemos dejar que eso ocurra!

Arlen tuvo la prudencia de callarse al ver tan furioso a su padre, que por lo general era un hombre de talante tranquilo.

Una hora más tarde, Silvy comenzó a gritar. Al volverse, vieron que intentaba incorporarse en el carro. Se golpeaba el pecho y emitía una serie de ruidosos y horripilantes jadeos. El chico saltó hacia la parte de atrás del carro, y ella lo agarró con unas manos sorprendentemente fuertes, vomitando entre toses una espesa flema en su falda. Tenía los ojos salidos e inyectados en sangre, y miraba con expresión ida los suyos, aunque no parecía reconocerlo. Arlen le gritó mientras ella se agitaba, intentando sujetarla con tanta fuerza como pudo.

Jeph paró el carro y entre ambos consiguieron obligarla a que se tumbara. Ella siguió debatiéndose, chillando con cortos gritos roncos. Y entonces, al igual que había pasado con Cholie, tuvo una convulsión final y se quedó inmóvil.

Jeph miró a su mujer y después echó la cabeza hacia atrás y gritó. Arlen casi se mordió el labio intentando contener las lágrimas, pero al final sucumbió. Ambos sollozaron sobre la mujer.

Cuando se tranquilizó, Arlen miró a su alrededor, con los ojos desprovistos de vida. Intentó enfocarlos, pero el mundo permanecía borroso, como si no fuera real.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—Vamos a darnos la vuelta —respondió su padre, y las palabras hirieron al chico como si fueran cuchillos—. La llevaremos a casa y la quemaremos. Intentaremos salir adelante. Todavía nos quedan la granja y los animales, a los que tenemos que cuidar, e incluso Renna y Norine, que nos ayudarán, aunque nos vengan tiempos duros.

—¿Renna? —inquirió el chico con incredulidad—. ¿Todavía estás dispuesto a que nos la llevemos? ¿Incluso ahora?

—La vida sigue, Arlen —dijo su padre—. Eres ya casi un hombre, y un hombre necesita una esposa.

—¿Nos has buscado una a cada uno? —explotó el muchacho.

—¿Qué?

—¡Os escuché a ti y a Ilain anoche! —gritó—. ¡Tú también tienes ya otra esposa! ¿Es que te has preocupado en algún momento por mamá? ¡Ya has encontrado a alguien que se ocupe de tu chisme! ¡Al menos, hasta que también termine muerta porque tengas demasiado miedo para ayudarla!

Su padre le pegó. Le cruzó el rostro con una gran bofetada que sonó como un chasquido en el silencio de la mañana. Su ira se disipó al instante e intentó acercarse a su hijo.

—¡Lo siento, Arlen! —exclamó con voz ahogada, mas el chico se apartó y saltó del carro—. ¡Arlen! —gritó su padre.

El niño lo ignoró y echó a correr con todas sus fuerzas hacia el bosque que flanqueaba el camino.