6
Los secretos del fuego
319 d. R.
Leesha se levantó las faldas y corrió con todas sus fuerzas, pero había más de kilómetro y medio hasta la cabaña de Bruna, y sabía con absoluta certeza que jamás conseguiría llegar a tiempo. El latido de su corazón y el golpeteo de sus pies sofocaron los gritos de su familia, que resonaban a sus espaldas.
Sentía una aguda punzada en el costado, y le ardían la espalda y los muslos a causa de la paliza de Elona. Tropezó, cayó y se arañó las manos mientras intentaba incorporarse. Ignoró el dolor y se obligó a levantarse, siguiendo adelante por pura fuerza de voluntad.
La luz se atenuó cuando estaba a mitad de camino de la casa de la Herborista y en el cielo se extendió la noche, a cuyo amparo acudieron los demonios desde el Abismo. Las neblinas oscuras comenzaron a alzarse y a cuajarse, adquiriendo aquellas horribles y extrañas formas.
Leesha no quería morir, lo sabía ahora que era demasiado tarde, pero en ese momento, aunque quisiera volverse, su casa quedaba más lejos que la cabaña de Bruna, y no había nada entre las dos. Erny había construido su casa alejada de las demás a propósito, debido a las quejas que solía despertar el hedor de los productos químicos utilizados para la fabricación de papel. Su única alternativa era continuar hacia el hogar de Bruna, situado en los límites de la floresta, donde los demonios del bosque solían reunirse en masa.
Unos cuantos abismales le lanzaron zarpazos cuando pasó a su lado, pero no consiguieron su objetivo por ser todavía incorpóreos. Sintió una especie de frío cuando aquellas garras le atravesaron el pecho, como si la hubiera tocado un fantasma, pero no sintió dolor alguno y no aminoró el ritmo.
No había demonios de las llamas tan cerca de la floresta. Los demonios del bosque solían matar a los de las llamas en cuanto los veían. El escupitajo de fuego podía prender en un demonio del bosque, pese a que el fuego normal no podía hacerlo. Un demonio del viento se solidificó delante de ella, pero Leesha lo esquivó y las patas larguiruchas de la criatura no estaban preparadas para perseguirla a pie, así que le chilló cuando pasó junto a él.
Atisbo una luz más adelante. Era el farol colgado en la puerta delantera de la cabaña de Bruna. Hizo un último esfuerzo por adquirir más velocidad mientras voceaba:
—¡Bruna, Bruna, por favor, abre la puerta!
No hubo repuesta alguna y la puerta permaneció cerrada, pero el camino permanecía despejado y concibió alguna esperanza de conseguirlo.
Sin embargo, un demonio del bosque de más de dos metros se interpuso en su dirección.
Y ese fue el fin de sus esperanzas.
El monstruo rugió y abrió las fauces, mostrando unas filas de dientes como cuchillos. Steave pareciera insignificante en comparación con todos aquellos gruesos tendones retorcidos cubiertos por una armadura como una corteza de árbol llena de nudos.
Leesha dibujó un grafo en el aire delante de ella y rezó silenciosamente al Creador para que le concediera una muerte rápida. Los cuentos decían que los demonios consumían tanto el espíritu como el cuerpo, y supuso que estaba a punto de descubrirlo.
El abismal avanzó dando grandes zancadas en su dirección y cubrió con rapidez el espacio existente entre ambos, esperando adivinar en qué dirección se disponía a correr. Leesha sabía que eso era lo que habría hecho de no haberse quedado paralizada por el miedo, ya que no había ningún lugar hacia donde correr. El demonio se erguía entre ella y su única esperanza de refugio.
Se oyó un chirrido cuando se abrió la puerta principal de la casa de Bruna, proyectando más luz al patio. El monstruo se volvió mientras la vieja bruja aparecía ante la vista.
—¡Bruna! —gritó la chica—. ¡Quédate detrás de los grafos, hay un demonio del bosque en el patio!
—Mis ojos ya no son lo que eran, cariño —replicó la anciana—, pero no veo tan poco como para no distinguir a una bestia tan fea como esa.
Dio otro paso hacia delante, cruzando las protecciones. Leesha chilló cuando el demonio rugió y se lanzó hacia la nueva presa.
Bruna se mantuvo a pie firme mientras el abismal atacaba a cuatro patas y a una velocidad terrorífica. Ella buscó algo dentro de su chal, sacó un objeto pequeño y lo acercó a la llama de la linterna colgada en la entrada hasta que prendió.
Tenía al demonio ya casi encima cuando retrajo el brazo y lo lanzó. El objeto estalló, cubriendo al abismal de fuego líquido. El incendio iluminó la noche y la oleada de calor impactó en la cara de la muchacha, aun estando a varios metros.
El monstruo chilló cuando cayó hacia el suelo, revolcándose en el polvo en un intento desesperado de extinguir las llamas. El fuego no lo abandonó, haciendo que se retorciera y aullara en el suelo.
—Será mejor que entres, Leesha —le advirtió la anciana mientras se quemaba—, no vaya a ser que pilles un resfriado.
La muchacha se sentó, envuelta en uno de los chales de Bruna, y se quedó mirando cómo se alzaba el vapor de la infusión que tan poco le apetecía beber. Los chillidos del demonio del bosque habían dejado de sonar hacía ya un buen rato. Le dieron arcadas al imaginarse sus restos quemados en el patio.
Bruna se sentó a su lado en la mecedora, tarareando suavemente mientras manejaba con destreza un par de agujas de tejer. Leesha no podía comprender semejante serenidad. En lo que a ella se refería, no creía que volviera a estar tranquila en su vida.
La anciana Herborista la había examinado sin palabras, gruñendo de forma ocasional, mientras ponía bálsamo y vendaba las heridas de la chica, de las cuales era evidente que sólo unas pocas procedían de su huida. También enseñó a Leesha a doblar y ponerse un trapo limpio para contener el flujo de sangre entre sus piernas, y le advirtió que se lo cambiara con frecuencia.
Pero después Bruna se sentó como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal y sólo se oyeron en la habitación a partir de entonces el roce de las agujas y el crepitar del fuego.
—¿Qué ha sido lo que le has hecho a ese demonio? —preguntó la muchacha, cuando ya no pudo resistirlo más.
—Lanzarle fuego líquido infernal —aclaró Bruna—. Es difícil de hacer y muy peligroso, pero no conozco otra cosa capaz de frenar a un demonio del bosque. Los «leñositos» son inmunes a las llamas normales, pero el fuego líquido los quema igual que si fueran escupitajos de fuego.
—No sabía que hubiera nada capaz de matar a un demonio —comentó la chica.
—Ya te dije, niña, las Herboristas son las custodias de la Ciencia del mundo antiguo —explicó la anciana, que gruñó y escupió en el suelo—. O algunas de nosotras al menos. Puede que yo sea la última en conocer esa receta infernal.
—¿Y por qué no la compartes? —preguntó la chica—. Podríamos librarnos de los demonios para siempre.
Bruna se echó a reír sarcásticamente.
—¿Librarnos? A lo mejor seríamos libres de quemar la aldea hasta los cimientos o los bosques. No hay calor capaz de hacerle más que cosquillas a un demonio de las llamas o que detenga a un demonio de las rocas. No hay fuego que pueda alcanzar la altura de un demonio del viento o que pueda incendiar un lago o un estanque para llegar hasta un demonio de las aguas.
—Pero aun así —la presionó Leesha—, lo que has hecho esta noche muestra lo útil que puede llegar a ser. Me has salvado la vida.
Bruna asintió.
—Mantenemos vivo el conocimiento del mundo antiguo hasta el día que lo necesitemos de nuevo, pero acarrea una gran responsabilidad. Debemos aprender de las historias de las guerras de los hombres de la antigüedad, que nos dejan bien claro que no podemos confiarles los secretos del fuego.
»Por eso las Herboristas son siempre mujeres —continuó—. Los hombres son incapaces de tener ese poder sin usarlo. Le vendo palos tronadores y petardos de feria a Smitt, cariño, pero no se me ocurriría decirle nunca cómo se hacen.
—Darsy es una mujer —apuntó la chica—, pero a ella tampoco le has enseñado.
Bruna resopló.
—Incluso aunque esa vaca fuera lo bastante lista para mezclar los ingredientes sin prenderse fuego a sí misma, de todos modos es casi prácticamente un hombre en cuanto a su manera de pensar. No le enseñaría cómo fabricar fuego infernal o polvo explosivo mucho más que a Steave.
—Vendrán a buscarme mañana.
Bruna señaló la infusión de la chica, que se le enfriaba.
—Bebe —le ordenó—. A cada día le basta su propio afán.
Leesha hizo lo que le dijo y notó el sabor amargo del opio y el amargor de la duranta, de modo que pronto se dejó llevar por la somnolencia. Como si asistiera al hecho como espectadora, se dio cuenta de que se le caía la taza de las manos.
La mañana llegó cargada de color. Bruna puso hipérico en el té de Leesha para calmar el dolor de los cardenales y los calambres del abdomen, pero a esta la mezcla le distorsionó la percepción sensorial. Se sintió como si estuviera flotando sobre la cabaña donde yacía, mientras sus extremidades le pesaban como plomo.
Erny llegó poco después del amanecer. Se echó a llorar cuando la vio, arrodillándose al lado de su camastro y abrazándola con fuerza.
—Pensé que te había perdido —dijo entre sollozos.
Leesha alzó la mano con debilidad, y pasó los dedos a través del cabello, que le raleaba.
—No es culpa tuya —susurró.
—Debería haberme plantado ante tu madre hace mucho tiempo.
—Eso es quedarse corto —gruñó Bruna mientras seguía haciendo punto—. Ningún hombre debería dejar que su mujer lo mangoneara hasta ese extremo.
Erny asintió y no replicó. Su rostro se contorsionó y aparecieron más lágrimas detrás de sus anteojos.
Se oyeron unos golpes en la puerta. Bruna miró a Erny, que se levantó para abrir.
—¿Está aquí?
Leesha oyó la voz de su madre, y los calambres se duplicaron. Se sentía tan débil que era incapaz de luchar más. No tenía fuerzas ni para incorporarse.
Un momento más tarde entró Elona, con Gared y Steave pegados a sus talones como si fueran un par de sabuesos.
—¡Aquí estás, niña inútil! —gritó su madre—. ¿Sabes el susto que me has dado corriendo hacia la noche como lo has hecho? ¡Tenemos a más de la mitad del pueblo buscándote! ¡Te voy a dar una paliza como no te la he dado en la vida!
—Nadie va a pegarle a nadie, Elona —dijo Erny—. Si alguien aquí tiene alguna culpa de lo que ha pasado, eres tú.
—Cierra el pico, Erny —replicó su esposa—. Tú sí que tienes la culpa de que sea tan testaruda por haberla consentido tanto.
—Esta vez no me voy a callar —insistió el padre, enfrentándose con su esposa.
—Ya lo creo que lo harás, si sabes lo que te conviene —le advirtió Steave, cerrando el puño.
Erny lo miró y tragó saliva.
—No me das miedo —le dijo, pero le salió como un gemido, de modo que Gared se burló.
Steave agarró a Erny por la pechera de la camisa, levantándole del suelo con una mano mientras echaba hacia atrás su puño grande como un jamón.
—Deja ya de comportarte como un estúpido —le aconsejó Elona—. Y tú. —Se volvió hacia la chica—. Te vienes con nosotros a casa ahora mismo.
—Ella no se va a ninguna parte —replicó Bruna, apartando las agujas de tejer y apoyándose en su bastón para incorporarse—. Los únicos que se van de aquí sois vosotros tres.
—Cállate, vieja bruja —la increpó Elona—. No voy a dejar que arruines la vida de mi hija del mismo modo que arruinaste la mía.
Bruna resopló.
—¿Acaso fui yo la que te metió la infusión de balaustia por el gaznate y te obligó a abrirte de piernas para todo el pueblo? —le preguntó—. Tú has causado tu propia amargura. Y ahora, fuera de mi cabaña.
Elona dio la vuelta a su alrededor.
—¿Y qué nos vas a hacer, si no? —la desafió.
La bruja le dedicó una sonrisa desdentada y le clavó el bastón en el pie, haciendo que se le escapara a la mujer un agudo grito. Continuó la acción con otro golpazo dirigido a la barriga, que la dejó doblada en dos, cortando en seco su arranque.
—¡Eh, tú! —gritó Steave mientras lanzaba a Erny hacia un lado, él y su hijo Gared se precipitaron contra la anciana.
A esta no pareció preocuparle mucho más que el ataque del demonio del bosque. Metió la mano dentro de su chal y sacó con rapidez un puñado de polvo que arrojó contra el rostro de ambos leñadores.
Gared y Steave cayeron al suelo entre gritos, frotándose los rostros.
—Tengo más en el mismo sitio del que he sacado este, Elona —avisó a la mujer—, y os veré a todos ciegos antes de que nadie me dé órdenes en mi propia casa.
La mujer correteó a cuatro patas hacia la puerta, protegiéndose la cara con el brazo conforme avanzaba. Bruna se echó a reír, ayudando a Elona a salir hacia fuera con una poderosa patada en las posaderas.
—¡Fuera también vosotros dos! —les gritó a Gared y a Steave—. ¡Fuera antes de que os prenda fuego a los dos!
Padre e hijo anduvieron a trompicones y a tientas, gimiendo de dolor, con los rostros enrojecidos bañados en lágrimas. Bruna los empujó con su bastón, guiándolos hasta la puerta como haría con un perro que se hubiera meado en el suelo.
—¡Volved cuando queráis…, si os atrevéis!
Bruna se rio con sorna mientras salían corriendo por el patio.
Alguien más llamó a la puerta al cabo de un rato. Leesha ya estaba de pie y andaba de un lado para otro, aunque aún débil.
—¿Quién viene ahora? —ladró Bruna—. ¡No había tenido tantos visitantes en un solo día desde que se me cayeron los pechos!
Acudió dando pisotones hasta la puerta y la abrió para encontrarse allí fuera a Smitt, de pie, frotándose las manos con nerviosismo. Los ojos de Bruna se entrecerraron cuando lo vio.
—Ya me he retirado —le soltó—. Vete a por Darsy. —Y comenzó a cerrar la puerta.
—Espera, por favor —le suplicó Smitt, alzando la mano para mantener la puerta abierta. La anciana lo miró con cara de pocos amigos y él retiró la mano como si se la hubiera quemado.
—Estoy esperando —dijo la anciana con irritación.
—Se trata de Ande —explicó Smitt, refiriéndose a uno de los hombres que había resultado herido durante el ataque de esa semana—. La herida de la barriga ha empezado a pudrírsele, así que Darsy le sajó, y ahora le sale sangre por los dos lados.
Bruna escupió en las botas de Smitt.
—Ya te previne de que eso iba a pasar.
—Ya lo sé —siguió Smitt—, tenías razón, y debería haberte escuchado. Por favor, vuelve. Haré cualquier cosa que me pidas.
Bruna gruñó.
—No voy a hacer pagar a Ande por tu estupidez —le retrucó—. ¡Pero haré que cumplas tu palabra y no pienses ni por un segundo que no lo haré!
—Lo que quieras —prometió él de nuevo.
—¡Erny! —ladró Bruna—. ¡Coge mi lona de las hierbas! Smitt puede llevarla, y tú ayuda a tu hija a caminar. Nos vamos al pueblo.
Leesha se cogió del brazo de su padre. Temía retrasarlos, pero a pesar de su debilidad, fue capaz de mantener el ritmo de los pasos de Bruna, que arrastraba los pies con lentitud.
—Debería hacer que me llevaras a tu espalda —le soltó con malhumor al hombre—. Mis viejas piernas ya no son tan rápidas como lo fueron en otros tiempos.
—Te llevaré si quieres —le contestó Smitt.
—No seas idiota —le repuso ella.
La mitad del pueblo estaba reunido en las afueras del Templo. Se oyó un suspiro generalizado de alivio cuando apareció Bruna, y susurros cuando vieron a Leesha, con su vestido destrozado y sus cardenales.
La bruja ignoró a todo el mundo y apartó a la gente de su camino con el bastón, yéndose derecha hacia el interior. Leesha vio a Gared y a Steave tumbados en dos camastros con trapos húmedos sobre los ojos y contuvo una sonrisita de suficiencia. Bruna le había explicado que la dosis de pimienta y ailanto que usaba no les dejaría ningún daño permanente, pero esperaba que Darsy no supiera lo bastante para habérselo dicho. Los ojos de Elona se le clavaron como puñales cuando pasó a su lado.
Bruna se dirigió directa hacia el camastro de Ande. Estaba bañado en sudor y hedía. Tenía la piel amarillenta, y el trapo que envolvía sus costados estaba manchado de sangre, orina y heces. Bruna lo miró y luego escupió. Darsy se sentó por allí cerca y quedó claro que había estado llorando.
—Leesha, desenrolla el paño y saca las hierbas —le ordenó Bruna—. Tenemos trabajo que hacer.
Darsy se apresuró a acudir a su lado, intentando quitarle la lona a la chica.
—Yo puedo hacerlo —le dijo—. Tú estás a punto de caerte.
La muchacha la empujó hacia un lado y sacudió la cabeza.
—Este es mi sitio —replicó, desatando la tela y abriéndola para exponer los distintos bolsillos con las hierbas.
—¡Leesha es ahora mi aprendiza! —proclamó Bruna a voz en grito para que todos lo oyeran. Miró fijamente a Elona a los ojos mientras continuaba—. Su compromiso con Gared se ha roto y me servirá durante siete años y un día. Y si alguien tiene algo que decir en contra de esto o de ella, ¡que se cure sus propias dolencias!
Elona abrió la boca, pero Erny le espetó:
—¡Cierra el pico!
A Elona casi se le salen los ojos de las órbitas y tosió mientras se tragaba las palabras. Erny asintió, y después se movió hacia donde estaba Smitt. Ambos hombres se retiraron a una esquina y estuvieron hablando en voz baja.
Leesha perdió la noción del tiempo mientras ella y Bruna estuvieron trabajando. Darsy había cortado de forma accidental el intestino de Ande mientras intentaba extraer la ponzoña del demonio, envenenándolo con sus propias heces. Bruna maldecía continuamente mientras deshacía el vendaje, enviando a la chica a correr de un lado para otro para que limpiara instrumentos, buscara hierbas, y mezclara pociones. Le iba enseñando conforme trabajaba, explicándole cuáles habían sido los errores de Darsy y lo que ella estaba haciendo para corregirlos. Leesha la escuchó con toda su atención.
Finalmente, hicieron todo lo posible antes de coser la herida y envolverla con vendas limpias. Ande permaneció sumido en un sueño profundo, pero parecía respirar con más facilidad y su piel había recuperado casi el color normal.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Smitt, mientras Leesha ayudaba a Bruna a ponerse en pie.
—Desde luego no gracias a ti ni a Darsy —le reprochó la anciana—, pero si se queda donde está sin moverse y hace exactamente lo que se le diga, entonces tal vez no sea esto lo que termine por matarlo.
Mientras se dirigían a la puerta, Bruna se acercó a los camastros donde yacían Gared y Steave.
—¡Quitaos ya esos estúpidos paños de los ojos y dejad de gemir!
Gared fue el primero en obedecer, bizqueando al recibir la luz.
—¡Ya puedo ver! —gritó.
—Claro que puedes ver, estúpida cabeza de serrín —le sopló la anciana—. El pueblo necesita gente que mueva cosas de un lado para otro y no puedes hacerlo si te quedas ciego. —Sacudió el bastón en su dirección—. Pero si te cruzas otra vez en mi camino, ¡la ceguera será la menor de tus preocupaciones!
El chico palideció y asintió.
—Estupendo —dijo Bruna—. Ahora di la verdad. ¿Desfloraste a Leesha?
Gared miró alrededor, intimidado. Finalmente bajó la mirada.
—No —reconoció—. Era mentira.
—Habla más alto, chico —le exigió la anciana—. Soy muy vieja y mis oídos ya no son lo que eran. —Y en voz más alta, de modo que todo el mundo pudiera oírlo, insistió—: ¿Desfloraste a Leesha?
—No —gritó el muchacho, con el rostro tan ruborizado que se le puso más rojo que cuando la bruja le arrojó los polvos. Al oírle, los murmullos se extendieron como fuego por toda la multitud.
Steave se quitó entonces su propia venda y le propinó a su hijo un fuerte golpe en la espalda.
—Por el Abismo que vas a pagar todo esto a base de bien cuando regresemos a casa —gruñó.
—Pero no a la mía —intervino Erny. Elona lo miró con cara de malas pulgas, pero él la ignoró y señaló con el pulgar al tabernero—. Hay una habitación para los dos en su establecimiento.
—El pago por esa habitación será vuestro propio trabajo —añadió Smitt—, y estaréis en la calle de aquí a un mes, aunque todo lo que hayáis conseguido construir en ese tiempo haya sido un cobertizo.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Elona—. ¡No pueden trabajar para pagar su habitación y construirse una casa en un mes!
—Creo que tú tienes otros problemas —replicó Smitt.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
—Quiero decir que debes tomar una decisión —anunció Erny—. O aprendes a mantener tus votos matrimoniales o haré que el Pastor los rompa para que puedas reunirte con Gared y Steave en su cobertizo.
—No puedes estar hablando en serio.
—Nunca he hablado más en serio —replicó él.
—Que el Abismo se lo lleve —dijo Steave—. Vente conmigo.
Elona lo miró de refilón.
—¿Para vivir en un cobertizo? —inquirió—. De eso, nada.
—Entonces será mejor que te vayas a casa —ordenó Erny—. Va a llevarte una temporadita aprender a apañártelas en la cocina.
Elona lo miró con cara de pocos amigos y Leesha comprendió que la lucha de su padre apenas había comenzado, aunque su madre obedeció y eso decía mucho acerca de las probabilidades que tenía de salirse con la suya.
Erny besó a su hija.
—Estoy orgulloso de ti —le dijo—, y espero que algún día tú también puedas estar orgullosa de mí.
—¡Oh, papá! —exclamó la chica, abrazándolo—. Ya lo estoy.
—Entonces, ¿te vendrás a casa? —preguntó con esperanza en la voz.
Leesha miró a Bruna, y después otra vez a él, y negó con la cabeza.
Erny asintió y la abrazó de nuevo.
—Lo comprendo.