Cuando me despierto, es de día. He dormido un sueño sin sueños, y no me he despertado en mitad de la noche. Miro el reloj: las nueve de la mañana.

Mi marido sigue dormido. Voy al baño, me cepillo los dientes, pido un desayuno para dos. Me pongo la bata y me acerco a la ventana para pasar el tiempo mientras no llega el servicio de habitaciones.

En ese momento me doy cuenta de una cosa: ¡el cielo está lleno de parapentes! La gente aterriza en el parque frente al hotel. Principiantes, la mayoría no van solos, sino que llevan un monitor detrás, pilotando.

¿Cómo pueden hacer una locura así? ¿Hemos llegado hasta el punto de que arriesgar la vida es lo único que nos libra del hastío?

Aterriza otro parapente. Y otro. Los amigos lo filman todo, sonriendo alegres. Me pregunto cómo será la vista desde allí arriba, porque las montañas que nos rodean son muy muy altas.

Aunque siento una gran envidia de toda esa gente, nunca tendría el valor para saltar.

Suena el timbre. El camarero entra con una bandeja de plata, un jarrón con una rosa, café (para mi marido), té (para mí), cruasanes, tostadas calientes, pan de centeno, mermeladas de distintos sabores, huevos, zumo de naranja, el periódico local y todo lo que nos hace felices.

Lo despierto con un beso. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo hice. Él se sobresalta, pero enseguida sonríe. Nos sentamos a la mesa y disfrutamos de cada una de las delicias que tenemos delante. Hablamos un poco acerca de la borrachera de ayer.

—Creo que lo necesitaba. Pero no te tomes demasiado en serio mis comentarios. Cuando explota un globo, todo el mundo se asusta, pero no deja de ser un globo que explota. Inofensivo.

Me apetece decirle que me sentó muy bien descubrir todas sus debilidades, pero me limito a sonreír y sigo comiendo mi cruasán.

Él descubre también los parapentes. Sus ojos brillan. Nos vestimos y bajamos para aprovechar la mañana.

Vamos directamente a recepción. Dice que nos vamos hoy, les pide que bajen las maletas y paga la cuenta.

¿Seguro? ¿No podemos quedarnos hasta mañana por la mañana?

—Estoy seguro. La noche de ayer fue suficiente para comprender que es imposible volver atrás en el tiempo.

Nos dirigimos hacia la puerta, atravesando el largo vestíbulo con techo de cristal. Leí en uno de los folletos que antes allí había una calle, pero unieron los dos edificios que quedaban en aceras opuestas. Al parecer, el turismo aquí prospera, a pesar de no haber pistas de esquí.

Sin embargo, en vez de cruzar la puerta, gira a la izquierda y se dirige al conserje.

—¿Cómo podemos saltar?

¿Podemos? Yo no tengo la menor intención de hacerlo.

El conserje le entrega un folleto. Está todo ahí.

—Y ¿cómo llegamos hasta allí arriba?

El conserje le explica que no tenemos que ir hasta allí. La carretera es peligrosa. Solo hay que concretar la hora y vienen a buscarnos al hotel.

¿No es muy peligroso? ¿Saltar al vacío, entre dos cadenas montañosas, sin haberlo hecho antes? ¿Quiénes son los responsables? ¿Existe algún control gubernamental sobre los instructores y sus equipos?

—Señora, trabajo aquí desde hace diez años. Salto al menos una vez al año. Nunca he visto un accidente.

Sonríe. Seguro que ha repetido esa frase miles de veces en estos diez años.

—¿Vamos?

¿Cómo? ¿Por qué no vas tú solo?

—Puedo ir solo, por supuesto. Y tú me esperas aquí abajo con la cámara de fotos. Pero necesito y quiero vivir esta experiencia de vida. Siempre me ha aterrorizado. Ayer mismo hablábamos del momento en el que todo encaja y ya no ponemos a prueba nuestros límites. Fue una noche muy triste para mí.

Lo sé. Le pide al conserje que concierte una hora.

—¿Ahora por la mañana o por la tarde, para poder ver la puesta del sol reflejada en la nieve?

Ahora, respondo.

—¿Para una persona o para dos?

Dos, si es ahora. Si no me da tiempo a pensar en lo que voy a hacer. Si no me da tiempo a abrir la caja de la que saldrán los demonios para asustarme, el miedo a la altura, a lo desconocido, a la muerte, a la vida, a las sensaciones extremas. Ahora o nunca.

—Las opciones son vuelos de veinte minutos, de media hora y de una hora.

¿Hay vuelos de diez minutos?

No.

—¿Los señores quieren saltar desde 1350 metros o desde 1800 metros?

Empiezo a pensar en desistir. No necesito toda esa información. Por supuesto quiero el salto más bajo posible.

—Mi amor, eso no tiene el menor sentido. Estoy seguro de que no va a pasar nada, pero si pasase, el peligro es el mismo. Caer desde veintiún metros, el equivalente a una séptima planta de un edificio, tendría las mismas consecuencias.

El conserje se ríe. Yo me río para ocultar mis sentimientos. Qué ingenua he sido al pensar que unos míseros quinientos metros supondrían alguna diferencia.

El conserje coge el teléfono y habla con alguien.

—Solo hay sitio en los saltos de 1350 metros.

Más absurdo que el miedo que he sentido hace un momento es el alivio que experimento ahora. ¡Qué bien!

El coche estará en la puerta del hotel dentro de diez minutos.