No siento nada. No pienso en nada. Dejo atrás el coche y sigo andando por la carretera, sin saber exactamente adónde ir. Nadie me espera al final de la caminata. La melancolía se ha convertido en apatía. Tengo que forzarme para seguir adelante.

Hasta que cinco minutos más tarde, estoy delante de un castillo. Sé lo que pasó allí: alguien le dio vida a un monstruo conocido hasta hoy, aunque pocos saben el nombre de la mujer que lo creó.

La puerta que da al jardín está cerrada, ¿y qué? Puedo entrar a través de los setos. Puedo sentarme en el banco helado e imaginar lo que sucedió en 1817. Necesito distraerme, olvidar todo lo que me inspiraba antes y concentrarme en algo diferente.

Imagino un día cualquiera de aquel año, cuando su inquilino, el poeta inglés lord Byron decidió exiliarse aquí. Lo odiaban en su país, y también en Ginebra, que lo acusaba de promover orgías y de emborracharse en público. Debía de morirse de aburrimiento. O de melancolía. O de rabia.

Poco importa. Lo que importa es que ese día cualquiera de 1817 dos invitados llegaron de su país. Otro poeta, Percy Bysshe Shelley, y su «mujer» de dieciocho años, Mary.

Un cuarto invitado se unió al grupo, pero ahora no puedo recordar su nombre.

Posiblemente debatieron sobre literatura. Posiblemente se quejaron del tiempo, de la lluvia, del frío, de los habitantes de Ginebra, de sus compatriotas ingleses, de la falta de té y de whisky. Puede que se leyesen poemas unos a otros y se dedicasen elogios mutuos.

Y se creían tan especiales e importantes que decidieron hacer una apuesta: debían volver a ese mismo lugar pasado un año, y cada uno llevaría un libro que hablase de la naturaleza humana.

Es obvio que, pasado el entusiasmo de los planes y de los comentarios sobre cómo el ser humano es una completa aberración, olvidaron lo que habían acordado.

Mary estaba presente durante la conversación. No la invitaron a participar en la apuesta. En primer lugar, porque era una mujer, y además tenía el agravante de ser joven. Sin embargo, aquello debió de marcarla profundamente. ¿Por qué no escribir algo solo para pasar el tiempo? Tenía el tema, únicamente había que desarrollarlo y guardar el libro cuando lo hubiese terminado.

No obstante, cuando regresaron a Inglaterra, Shelley leyó el manuscrito y la animó a publicarlo. Es más, como ya era famoso, decidió que le presentaría a un editor y escribiría el prólogo. Mary se mostró reacia pero finalmente aceptó, con una condición: que su nombre no apareciese en la cubierta.

La tirada inicial de quinientos ejemplares se agotó rápidamente. Mary pensó que sería por el prefacio de Shelley pero, en la segunda edición, estuvo de acuerdo en incluir su nombre. Desde entonces, el título nunca ha dejado de venderse en las librerías de todo el mundo. Ha inspirado a escritores, productores de teatro, directores de cine, fiestas de Halloween, bailes de disfraces. Recientemente, un destacado crítico lo describió como «el trabajo más creativo del Romanticismo, o incluso de los últimos doscientos años».

Nadie puede explicar por qué. La mayoría no lo ha leído nunca, pero prácticamente todo el mundo ha oído hablar de él.

Cuenta la historia de Victor, un científico suizo, nacido en Ginebra y educado por sus padres para entender el mundo a través de la ciencia. Siendo todavía un niño, ve caer un rayo sobre un roble y se pregunta: «¿Vendrá de ahí la vida? ¿Puede el hombre crear la naturaleza humana?».

Y, como una versión moderna de Prometeo, el personaje mitológico que robó el fuego del cielo para ayudar al hombre (la autora utilizó «El moderno Prometeo» como subtítulo, pero nadie se acuerda), se pone a trabajar para repetir la hazaña de Dios. Obviamente, a pesar de toda su dedicación, la experiencia se le va de las manos.

El título del libro: Frankenstein.

¡Oh, Dios mío!, en quien apenas pienso todos los días, pero en quien tanto confío en mis horas de aflicción, ¿he venido aquí por casualidad? ¿O ha sido Tu invisible e implacable mano la que me ha conducido hasta este castillo y me ha hecho recordar esa historia?

Mary conoció a Shelley cuando tenía quince años y, a pesar de que estaba casado, no se dejó disuadir por las convenciones sociales y se fue tras el hombre que creía que era el amor de su vida.

¡Quince años! Y ya sabía exactamente lo que quería. Y sabía cómo conseguirlo. Yo tengo treinta y uno, cada hora deseo una cosa y soy incapaz de conseguirla, aunque pueda caminar por una tarde de otoño llena de melancolía y romanticismo, inspirándome para lo que iba a decir cuando llegara el momento.

No soy Mary Shelley. Soy Victor Frankenstein y su monstruo.

Traté de darle vida a algo inanimado y el resultado va a ser el mismo que el del libro: sembrar el terror y la destrucción.

Ya no me quedan lágrimas. No hay más desesperación. Me siento como si mi corazón hubiera desistido de todo y como si mi cuerpo ahora lo reflejase, porque no puedo moverme. Es otoño, la tarde cae deprisa, la hermosa puesta de sol se ve rápidamente sustituida por el crepúsculo. Llega la noche y todavía estoy aquí sentada, junto al castillo, viendo a sus inquilinos escandalizar a la burguesía de Ginebra de principios del siglo XIX.

¿Dónde está el rayo que dio vida al monstruo?

El rayo no viene. El tráfico, que no es intenso en la región, es aún más escaso. Mis hijos esperan la cena, y mi marido, que sabe cómo soy, pronto empezará a preocuparse. Pero parece que tengo una bola de hierro atada a los pies y todavía no soy capaz de moverme.

Soy una perdedora.