Mi vida va superbién, todo va según lo planeé cuando era adolescente, soy feliz…, pero de repente pasa algo.
Es como si un virus hubiese infectado el ordenador. Entonces empieza la destrucción, lenta pero implacable. Todo va más despacio. Algunos programas importantes requieren una gran cantidad de memoria para abrirse. Ciertos archivos (fotos, textos) desaparecen sin dejar rastro.
Buscamos la razón y no encontramos nada. Les preguntamos a amigos que entienden más sobre el tema, pero no son capaces de detectar el problema. Pero el equipo se va quedando vacío, va lento, y ya no es tuyo. Ahora su dueño es el virus indetectable. Evidentemente siempre podemos cambiar el ordenador, pero ¿qué pasa con las cosas que tenemos allí guardadas, que nos ha llevado tantos años ordenar? ¿Las perdemos para siempre?
No es justo.
No tengo ningún control sobre lo que está sucediendo. Esa pasión absurda por un hombre que, a estas alturas, debe de pensar que lo estoy acosando. Mi matrimonio con un hombre que parece cercano, pero que nunca me muestra sus debilidades ni sus puntos vulnerables. El deseo de destruir a alguien que solo he visto una vez en la vida, con la excusa de que acabará con mis fantasmas interiores.
Mucha gente dice que el tiempo lo cura todo. Pero no es cierto.
Al parecer, el tiempo solo cura esas cosas buenas que nos gustaría guardar para siempre. Nos dice: «No te dejes engañar, la realidad es esta». Por eso las cosas que leo para levantarme la moral no me duran mucho tiempo. Hay un agujero en mi alma que drena toda la energía positiva, dejando solo el vacío. Conozco el agujero, he convivido con él durante meses, pero no sé cómo escapar de la trampa.
Jacob cree que necesito terapia de pareja. Mi jefe me considera una gran periodista. Mis hijos notan el cambio en mi comportamiento, pero no preguntan nada. Mi marido no comprendió lo que yo sentía hasta que fuimos a un restaurante y traté de abrirle mi alma.
Cojo el iPad de la mesilla de noche. Multiplico 365 por 70. El resultado es 25 550. Es la media de días que vive una persona normal. ¿Cuántos he desperdiciado ya?
La gente que me rodea vive quejándose de todo. «Trabajo ocho horas al día y, si me ascienden, tendré que trabajar doce». «Desde que me casé ya no tengo tiempo para mí». «Busqué a Dios y me veo obligado a ir a cultos, misas y ceremonias religiosas».
Todo aquello que buscamos con tanto entusiasmo al llegar a la edad adulta (amor, trabajo, fe) acaba convirtiéndose en una carga demasiado pesada.
Solo hay una manera de escapar de ella: a través del amor. Amar es transformar la esclavitud en libertad.
Pero por el momento, no puedo amar. Solo siento odio.
Y, por absurdo que parezca, eso da sentido a mis días.