Por fin llega el gran día en el que las dos parejas estarán juntas en una fiesta, una recepción ofrecida por un importante presentador de la televisión local. Hablamos ayer en la cama del hotel, mientras Jacob fumaba su cigarrillo de siempre antes de vestirse y salir.
Yo ya no podía rechazar la invitación, porque ya había confirmado mi presencia. Él también, y cambiar de opinión ahora habría sido «pésimo para su carrera».
Llego con mi marido a la sede de la cadena y nos dicen que la fiesta es en la última planta. Mi teléfono suena antes de entrar en el ascensor, lo que me obliga a salir de la cola y a permanecer en la entrada, hablando con mi jefe, mientras sigue llegando gente, que nos sonríe a mi marido y a mí y asiente discretamente con la cabeza. Al parecer, conozco a casi todo el mundo.
Mi jefe dice que mis artículos con el cubano (el segundo se publicó ayer, a pesar de haberlo escrito hace más de un mes) están siendo un gran éxito. Tengo que escribir uno más para completar la serie. Le explico que el cubano no quiere hablar más conmigo. Me pide que busque a cualquier otra persona, siempre y cuando sea «del gremio», porque no hay nada menos interesante que las opiniones convencionales (psicólogos, sociólogos, etc.). No conozco a nadie «del gremio», pero como tengo que colgar, me comprometo a pensar en ello.
Jacob y la señora König pasan y nos saludamos con una inclinación de la cabeza. Mi jefe está a punto de colgar cuando decido continuar la conversación. ¡Dios me libre de subir en el mismo ascensor que ellos! ¿Qué tal si entrevistamos a un pastor de rebaños y a un pastor protestante juntos?, le sugiero. ¿No sería interesante grabar su conversación acerca de cómo manejan el estrés o el hastío? Mi jefe dice que es una gran idea, pero sería mejor encontrar a alguien «del gremio». De acuerdo, lo intentaré. Las puertas se cierran y el ascensor sube. Puedo colgar sin miedo.
Le explico a mi jefe que no quiero ser la última en llegar a la recepción. Llevo dos minutos de retraso. Vivimos en Suiza, donde los relojes siempre marcan la hora exacta.
Sí, me he comportado de un modo extraño en los últimos meses, pero hay algo que no ha cambiado: detesto ir a fiestas. Y no entiendo por qué a la gente le gusta.
Sí, a la gente le gusta. Incluso cuando se trata de algo tan profesional como el cóctel de hoy; eso mismo, cóctel, nada de fiesta. Se visten, se maquillan, les comentan a sus amigos, no sin cierto aire de hastío, que por desgracia estarán ocupados el martes por culpa de la recepción que celebra los diez años del programa «Pardonnez-moi», presentado por el guapo, inteligente y fotogénico Darius Rochebin. Todo el mundo «importante» asistirá, y el resto tendrá que conformarse con las fotos que se publicarán en la única revista de famosos asequible para toda la población de la Suiza francesa.
Ir a fiestas como esta da estatus y visibilidad. De vez en cuando nuestro periódico cubre eventos de este tipo y, al día siguiente, recibimos llamadas de asesores de personas importantes, preguntando si se van a publicar las fotos en las que aparecen y diciendo que estarían muy agradecidos. Lo mejor, aparte de haber sido invitado, es ver que a tu presencia se le da la importancia que mereces. Y nada mejor para demostrarlo que aparecer en el periódico dos días más tarde, con un traje hecho especialmente para la ocasión (aunque eso nunca se confiese) y la misma sonrisa de otras fiestas y recepciones. Menos mal que no soy la responsable de la columna de sociedad; en mi estado actual de monstruo de Victor Frankenstein, ya me habrían despedido. Las puertas del ascensor se abren. Hay dos o tres fotógrafos en la entrada. Nos dirigimos al salón principal, con una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad. Parece que la nube eterna ha decidido colaborar con Darius y ha levantado ligeramente su manto gris: vemos el mar de luces allá abajo.
No quiero quedarme mucho tiempo, le digo a mi marido. Y me pongo a hablar compulsivamente para disipar la tensión.
—Nos vamos cuando quieras —contesta, interrumpiéndome.
En este momento estamos muy ocupados saludando a una infinidad de personas que me tratan como si fuese una amiga íntima. Me comporto de la misma manera, aunque no sepa sus nombres. Si la conversación se prolonga, tengo un truco infalible: les presento a mi marido y no digo nada. Él se presenta y pregunta el nombre de la otra persona. Escucho la respuesta y repito, en voz alta y clara: «Cariño, ¿no te acuerdas de fulanito?».
¡Qué cinismo!
Se acaban los saludos, nos dirigimos hacia un rincón y me quejo: ¿por qué la gente tiene esa manía de preguntar si nos acordamos de ella? No hay nada más embarazoso. Todos se consideran lo suficientemente importantes como para pensar que yo, que conozco a gente nueva todos los días por mi profesión, los he grabado a sangre y fuego en la memoria.
—Sé más tolerante. La gente se divierte.
Mi marido no sabe lo que dice.
La gente solo finge que se divierte, pero lo que realmente quieren es visibilidad, atención y, de vez en cuando, reunirse con alguien para cerrar un negocio. El destino de esa gente que se cree guapa y poderosa al cruzar la alfombra roja está en manos de un individuo mal remunerado de la redacción. El que pagina la publicación recibe las imágenes por correo electrónico y es el que decide quién aparece y quién no en nuestro pequeño mundo, tradicional y convencional. Él es el que pone las imágenes de quien interesa en el periódico, dejando un pequeño espacio para que quepa la famosa foto de una visión general de la fiesta (o cóctel, o cena, o recepción). Allí, entre las cabezas anónimas de gente que se considera muy importante, con un poco de suerte, se podrá reconocer alguna que otra.
Darius sube al palco y se pone a hablar de sus experiencias con toda la gente importante que ha entrevistado durante los diez años de su programa. Me relajo un poco y me acerco a una de las ventanas con mi marido. Mi radar interno ha detectado a Jacob y a la señora König. Quiero distancia, e imagino que Jacob también.
—¿Te pasa algo?
Lo sabía. ¿Hoy eres el doctor Jekyll o mister Hyde? ¿Victor Frankenstein o su monstruo?
No, mi amor. Solo trato de evitar al hombre con el que me acosté ayer. Sospecho que todos en esta sala lo saben, y que llevamos la palabra amantes escrita en la frente.
Sonrío y le digo que, como ya debería saber, ya no tengo edad para ir a fiestas. Me encantaría estar en casa, cuidando de nuestros hijos en vez de haberlos dejado a cargo de una niñera. No me gusta beber, me aturde toda esta gente que me saluda y me habla, tener que fingir interés en lo que me dicen y responder con una pregunta para poder, por fin, meterme el aperitivo en la boca y masticar sin parecer una maleducada.
Se baja una pantalla y ponen un vídeo de los principales invitados que pasaron por el programa. He estado con algunos de ellos por trabajo, pero la mayoría son extranjeros de viaje en Ginebra. Como todo el mundo sabe, siempre hay alguien importante en Ginebra, e ir al programa es obligatorio.
—Entonces, vámonos. Ya te ha visto. Hemos cumplido con nuestro compromiso social. Alquilamos una película y disfrutamos del resto de la noche juntos.
No. Nos quedamos un poco más, porque Jacob y la señora König están aquí. Puede parecer sospechoso abandonar la fiesta antes de que termine la ceremonia. Darius llama al palco a algunos de los invitados de su programa, quienes dan un breve testimonio sobre la experiencia. Casi me muero de aburrimiento. Los hombres no acompañados comienzan a mirar a su alrededor, buscando discretamente a mujeres solas. Las mujeres, a su vez, se miran las unas a las otras: cómo van vestidas, qué maquillaje llevan, si están acompañadas por sus maridos o amantes.
Veo la ciudad allá fuera, perdida en una absoluta ausencia de pensamientos, esperando que el tiempo transcurra para poder marcharnos tranquilamente sin levantar sospechas.
—¡Tú!
¿Yo?
—¡Mi amor, te llama a ti!
Darius acaba de invitarme a subir al escenario y no lo he oído. Sí, estuve en su programa, con el expresidente de Suiza, para hablar de derechos humanos. Pero no soy tan importante. Ni se me había pasado por la cabeza, no hemos hablado de ello y no he preparado nada.
Pero Darius hace una señal. La gente me mira sonriendo. Camino hacia él, recompuesta y secretamente feliz porque a Marianne no la ha llamado ni la va a llamar. A Jacob tampoco, porque la idea es que la noche sea agradable y no llena de discursos políticos. Subo al palco improvisado —en realidad, es una escalera que une los dos ambientes de la sala en la parte superior de la torre de televisión—, le doy un beso a Darius y me pongo a contarles algo sin interés alguno de cuando fui al programa. Los hombres siguen cazando y las mujeres mirándose unas a otras. Los más cercanos fingen interés en lo que digo. Mantengo los ojos fijos en mi marido; todo el mundo que habla en público elige a alguien para que le sirva de apoyo.
En medio de mi discurso improvisado, veo algo que no debería haber sucedido de ninguna manera: Jacob y Marianne König están a su lado. Todo ha ocurrido en menos de dos minutos, el tiempo que he tardado en llegar al palco y comenzar el discurso, que, a estas alturas, hace que los camareros circulen y que la mayoría de los invitados desvíen la mirada en busca de algo más atractivo.
Me apresuro a dar las gracias. Los invitados aplauden. Darius me da un beso. Trato de ir hasta mi marido y la pareja König, pero me lo impide gente que me elogia por cosas que no he dicho, que afirma que he estado maravillosa, que está encantada con la serie de artículos sobre chamanismo, que me sugieren temas, me entregan tarjetas de visita y se ofrecen discretamente como fuentes de algo que puede ser «muy interesante» para mí. Todo eso me lleva unos diez minutos. Cuando estoy a punto de cumplir mi misión y me acerco a mi destino, al lugar en el que estaba antes de la llegada de los invasores, los tres están sonriendo. Me felicitan, dicen que soy genial para hablar en público y oigo la frase:
—Ya les he explicado que estás cansada y que los niños están con la niñera, pero la señora König insiste en que cenemos juntos.
—Es verdad. Supongo que ninguno de nosotros ha cenado aún, ¿no? —dice Marianne.
Jacob tiene una sonrisa artificial pegada en la cara y asiente, como un cordero camino del matadero.
En una fracción de segundo, me pasan doscientas mil excusas por la cabeza. Pero ¿por qué? Tengo una buena cantidad de cocaína preparada para usarla en cualquier momento, y nada mejor que esta «oportunidad» para saber si sigo adelante o no con mi plan.
Además, siento una curiosidad morbosa de ver cómo va a ser esa cena.
Será un placer, señora König.
Marianne elige el restaurante del hotel Les Armures, lo que demuestra cierta falta de originalidad, porque es ahí adonde todo el mundo suele llevar a sus invitados extranjeros. La fondue es excelente, el personal se esfuerza por hablar todas las lenguas posibles, está situado en el corazón de la ciudad vieja… Pero para los que viven en Ginebra no es, en absoluto, ninguna novedad.
Llegamos después que la pareja König. Jacob está fuera, soportando el frío en nombre de su adicción al tabaco. Marianne ya está dentro. Sugiero que mi marido también suba y le haga compañía, mientras yo espero a que el señor König acabe de fumar. Él dice que sería mejor al revés, pero yo insisto: no sería de buena educación dejar a dos mujeres solas en la mesa, ni siquiera durante unos minutos.
—La invitación también me ha cogido a mí por sorpresa —dice Jacob en cuanto mi marido entra.
Trato de comportarme como si no hubiese problema alguno. ¿Se siente culpable? ¿Tal vez preocupado por el posible final de su infeliz matrimonio (con esa bruja de hielo, me gustaría añadir)?
—No es eso. Resulta que…
Nos interrumpe la bruja. Con una sonrisa diabólica en los labios, me saluda (¡otra vez!) con los tres besos habituales y le dice a su marido que apague el cigarrillo para entrar ya. Leo entre líneas: sospecho de vosotros dos, seguro que estáis planeando algo, pero cuidado, soy inteligente, mucho más inteligente de lo que pensáis.
Pedimos lo de siempre: raclette y fondue. Mi marido dice que está cansado de comer queso y escoge algo diferente: una salchicha suiza, que también forma parte del menú que se les ofrece a las visitas. Y vino, pero Jacob no lo cata, le da vueltas, lo prueba y asiente; lo de la otra vez solo fue una manera estúpida de impresionarme el primer día. Mientras esperamos a que nos traigan la comida y hablamos de trivialidades, terminamos la primera botella, que enseguida es sustituida por la segunda. Le pido a mi marido que no beba más, o tendremos que volver a dejar el coche, y estamos mucho más lejos que la vez anterior. Llega la comida. Abrimos la tercera botella de vino. Seguimos con las trivialidades. Como parte de la rutina de un miembro del Consejo de los Estados, enhorabuena por mis dos artículos sobre el estrés («un enfoque muy inusual»), si es cierto que los precios de los inmuebles van a bajar al desaparecer el secreto bancario y, con él, miles de banqueros que ahora se trasladan a Singapur o a Dubái, donde vamos a pasar la Nochevieja.
Sigo esperando a que el toro salga a la arena. Pero no sale y bajo la guardia. Bebo un poco más de lo que debería, me siento relajada, alegre y, justo en este momento, se abren las puertas del toril.
—El otro día estaba hablando con algunos amigos acerca de ese estúpido sentimiento llamado celos —dice Marianne König—. ¿Qué pensáis al respecto?
¿Qué pensamos de un tema acerca del cual nadie habla en cenas como esta? La bruja ha planteado bien la frase. Debe de llevar todo el día pensando en ello. Dice que los celos son un «estúpido sentimiento» con la intención de dejarme más expuesta y vulnerable.
—Yo crecí siendo testigo de terribles escenas de celos en casa —dice mi marido.
¿Cómo? ¿Está hablando de su vida privada? ¿A una desconocida?
—Entonces me prometí a mí mismo que nunca dejaría que eso me sucediera a mí si alguna vez me casaba. Fue difícil al principio, porque nuestro instinto es controlarlo todo, incluso lo incontrolable, como el amor y la fidelidad. Pero lo logré. Y mi mujer, que cada día se reúne con gente diferente y a veces llega a casa más tarde de lo habitual, nunca ha recibido crítica o insinuación alguna por mi parte.
Tampoco he recibido nunca una explicación como esa. No sabía que había crecido en medio de escenas de celos. La bruja hace que todos obedezcan sus órdenes: vamos a cenar, apaga el cigarrillo, hablad sobre el tema que he elegido.
Hay dos razones para lo que mi marido acaba de decir. La primera es que desconfía de la invitación y trata de protegerme. La segunda: me está diciendo, delante de todos, lo importante que soy para él. Alargo la mano y toco la suya. Nunca lo había pensado. Simplemente creí que no le interesaba lo que yo hacía.
—¿Y tú, Linda? ¿No sientes celos de tu marido?
Por supuesto que no. Confío plenamente en él. Creo que los celos son algo propio de gente enferma, insegura, sin autoestima, que se siente inferior y cree que cualquiera puede poner en peligro su relación. ¿Y tú?
Marianne está atrapada en su propia trampa.
—Como ya he dicho, creo que se trata de un sentimiento estúpido.
Sí, eso ya lo has dicho. Pero, si descubrieses que tu marido te engaña con otra, ¿qué harías?
Jacob palidece. Se controla para no beberse de un solo trago todo el contenido de la copa después de mi pregunta.
—Pienso que todos los días se reúne con gente insegura, que se muere de hastío en su propio matrimonio y está destinada a llevar una vida mediocre y repetitiva. Supongo que hay gente así en tu trabajo, que pasarán de ser reporteros directamente a la jubilación…
Mucha, respondo sin emoción alguna en la voz. Me sirvo un poco más de fondue. Ella me mira fijamente a los ojos, sé que se refiere a mí, pero no quiero que mi marido sospeche nada. No me importan lo más mínimo, ni ella ni Jacob, que seguro que no aguantó la presión y se lo confesó todo.
Mi calma me sorprende. Tal vez sea el vino o el monstruo despierto que se divierte con todo esto. Tal vez sea el gran placer de enfrentarme a esta mujer, que se cree que lo sabe todo.
Sigue, le pido mientras mojo un trozo de pan en el queso fundido.
—Como ya sabréis, esas mujeres no deseadas no son una amenaza para mí. A diferencia de vosotros dos, no tengo plena confianza en Jacob. Sé que ya me ha engañado un par de veces, porque la carne es débil…
Jacob se ríe, nervioso, toma otro sorbo de vino. La botella se acaba, Marianne le hace una señal al camarero y le pide otra.
—… pero trato de verlo como parte de una relación normal. Si a mi marido no lo desearan y lo persiguieran todas esas zorras, pensaría que se debe a que no es interesante en absoluto. En lugar de celos, ¿sabes qué siento? Me excito. Muchas veces me quito la ropa, me acerco a él desnuda, abro las piernas y le pido que me haga exactamente lo que hizo con ellas. A veces le pido que me cuente cómo fue, y eso me hace tener numerosos orgasmos durante nuestras relaciones sexuales.
—Son las fantasías de Marianne —dice Jacob, sin resultar muy convincente—. Siempre sale con cosas así. El otro día me preguntó si me gustaría ir a un club de intercambio de parejas en Lausana.
Evidentemente no lo ha dicho bromeando, pero todo el mundo se echa a reír, incluida ella.
Para mi horror, descubro que a Jacob le encanta que lo llamen macho infiel. A mi marido parece interesarle mucho la respuesta de Marianne, y le pide que le hable un poco más de la excitación que siente al enterarse de las aventuras de su marido. Le pide la dirección del club de intercambio de parejas y me mira con los ojos brillantes. Dice que ya es hora de probar cosas diferentes. No sé si trata de controlar el clima casi insoportable de la mesa o si realmente está interesado en probar.
Marianne dice que no sabe la dirección, pero si le da su número de teléfono, se lo enviará por mensaje.
Es el momento de entrar en acción. Comento que, en general, las personas celosas tratan de demostrar exactamente lo contrario en público. Les encanta hacer insinuaciones para ver si pueden obtener algo de información sobre el comportamiento de sus parejas, pero son ingenuas al pensar que lo van a lograr. Yo, por ejemplo, podría tener una aventura con tu marido y nunca lo sabrías, porque no soy lo suficientemente estúpida como para caer en esa trampa.
Mi tono de voz se altera un poco. Mi marido me mira sorprendido por la respuesta.
—Mi amor, ¿no te parece que estás yendo demasiado lejos?
No, no me lo parece. No he sido yo quien ha empezado esta conversación, y no sé adónde quiere ir a parar la señora König. Pero desde que llegamos aquí no deja de insinuar cosas y ya estoy cansada. Por cierto, ¿no has notado cómo me miraba todo el tiempo mientras nos hacía hablar sobre un tema que no le interesa a nadie en esta mesa, salvo a ella misma?
Marianne me mira asombrada. Creo que no esperaba ninguna reacción, ya que está acostumbrada a controlarlo todo.
Comento que he conocido a muchas personas movidas por celos obsesivos, y no porque piensen que su marido o su mujer cometen adulterio, sino porque no son el centro de atención todo el tiempo, que es lo que les gustaría. Jacob llama al camarero y le pide la cuenta. Genial. Al fin y al cabo, han sido ellos los que nos han invitado y quienes deben asumir los gastos.
Miro el reloj y finjo una gran sorpresa: ¡ya pasa de la hora que acordamos con la niñera! Me levanto, les doy las gracias por la cena y me dirijo al guardarropa a recoger el abrigo. La conversación cambia al tema de los niños y la responsabilidad que suponen.
—¿Habrá pensado que me refería a ella? —oigo que le pregunta Marianne a mi marido.
—Por supuesto que no. No hay ninguna razón para ello.
Salimos al aire frío sin hablar mucho. Estoy enfadada, ansiosa, y le explico compulsivamente que sí, que ella se refería a mí, esa mujer es tan neurótica que el día de las elecciones ya me hizo varias insinuaciones. Siempre está deseando llamar la atención, debe de morirse de celos de un imbécil que tiene la obligación de comportarse bien y que ella controla con mano de hierro para que tenga un futuro en política, aunque, realmente, lo que le gustaría es estar ella en la tribuna diciendo lo que está bien y lo que está mal.
Mi marido dice que he bebido demasiado y que es mejor que me calme.
Pasamos por delante de la catedral. La niebla cubre otra vez la ciudad y todo parece una película de terror. Me imagino que Marianne está esperándome en algún rincón con un puñal, como en los tiempos en que Ginebra era una ciudad medieval, en constante lucha con los franceses.
Ni el frío ni la caminata me calman. Cogemos el coche y, al llegar a casa, me voy directamente a la habitación y me trago dos pastillas de Valium, mientras mi marido le paga a la niñera y mete a los niños en la cama.
Duermo diez horas seguidas. Al día siguiente, cuando me levanto para seguir la rutina matinal, empiezo a pensar que mi marido está un poco menos cariñoso. Es un cambio casi imperceptible, pero hay algo que ayer lo hizo sentirse incómodo. No sé muy bien qué hacer, nunca me había tomado dos tranquilizantes a la vez. Estoy en una especie de letargo que no se parece en nada al que provocan la soledad y la infelicidad.
Me voy a trabajar y, automáticamente, compruebo el móvil. Hay un mensaje de Jacob. Dudo si abrirlo, pero la curiosidad es mayor que el odio.
Me lo ha enviado esta mañana, muy temprano.
«Has metido la pata. Ella no tenía ni idea de que había algo entre nosotros, pero ahora está segura. Caíste en una trampa que ella no puso».