Durante toda la mañana del lunes, llamo insistentemente al móvil de Jacob. No contesta. Pruebo con el número oculto, deduciendo que tiene mi teléfono grabado. Lo intento más veces, pero sigue sin responder.
Llamo a sus asesores. Me informan de que, al ser la jornada siguiente a las elecciones, tiene un día muy ocupado. Bueno, tengo que hablar con él sea como sea y voy a seguir insistiendo.
Utilizo una táctica a la que recurro con cierta frecuencia: usar el móvil de otra persona que no esté en sus contactos.
El teléfono suena dos veces y Jacob contesta. Soy yo. Tengo que verte urgentemente.
Él responde con educación, me dice que tal vez hoy sea imposible, pero que volverá a llamarme.
—¿Es este tu nuevo número?
No, es un teléfono móvil prestado. Porque no contestabas a mis llamadas.
Se ríe, como si hablase sobre el tema más gracioso del mundo. Supongo que está rodeado de gente, y disimula bien.
Alguien sacó una foto en el parque y quiere chantajearme, miento. Diré que la culpa fue suya, que me agarró. La gente que lo eligió pensando que solo había sucedido una vez se va a sentir muy decepcionada. Aunque haya sido elegido para el Consejo de los Estados, puede perder la oportunidad de convertirse en ministro.
—¿Estás bien?
Le digo que sí, le pido que me envíe un mensaje indicándome dónde y a qué hora nos vemos mañana y luego cuelgo.
Estoy genial.
¿Por qué no iba a estarlo? Por fin tengo algo de qué preocuparme en mi vida aburrida. Y mis noches de insomnio ya no están llenas de pensamientos vagos y descontrolados: ahora sé lo que quiero. Tengo una enemiga a la que destruir y un objetivo que alcanzar.
Un hombre.
No es amor, o tal vez lo sea, pero eso no viene al caso. Mi amor me pertenece y soy libre para ofrecérselo a quien me dé la gana, aunque no sea correspondido. Evidentemente, sería genial que ocurriera, pero si no ocurre, paciencia. No voy a dejar de excavar en este pozo en el que estoy, porque sé que en el fondo hay agua, agua viva.
Me alegra lo que acabo de pensar: soy libre para amar a cualquiera en el mundo. Puedo decidirlo sin tener que pedirle permiso a nadie. ¿Cuántos hombres han estado enamorados de mí sin ser correspondidos? Y aun así me enviaban regalos, me cortejaban, se humillaban delante de sus amigos. Y nunca se enfadaron conmigo.
Cuando volvían a verme, todavía se veía en sus ojos el brillo de la conquista inalcanzada, pero también del deseo de seguir intentándolo toda la vida.
Si ellos reaccionaban así, ¿por qué no puedo yo hacer lo mismo? Es interesante luchar por un amor no correspondido.
Puede no ser divertido. Puede dejar huellas profundas e irreparables. Pero es interesante, especialmente para una persona que hace algunos años que empezó a tener miedo de correr riesgos y experimenta momentos de terror ante la posibilidad de que las cosas cambien y no ser capaz de controlarlas.
Ya no voy a reprimirme. Este reto me está salvando.
Hace seis meses compramos una lavadora nueva, y para eso hubo que cambiar la tubería. Tuvimos que cambiar el suelo y volver a pintar la pared. Al final, esa zona de la casa era más bonita que la cocina.
Para evitar el contraste, reformamos la cocina. Entonces nos dimos cuenta de lo viejo que estaba el salón. Remodelamos el salón, que quedó más acogedor que el despacho, sin cambios desde hacía casi diez años.
Seguimos con el despacho. Poco a poco, la reforma se fue extendiendo por toda la casa. Espero que lo mismo suceda en mi vida. Que las pequeñas cosas conduzcan a grandes transformaciones.