—Es sencillo: siempre que no cometas ninguna ilegalidad, ganar o perder dinero en el mercado financiero está permitido.

El exmagnate pretende mantener la imagen de que es uno de los hombres más ricos del mundo. Pero su fortuna se ha evaporado en menos de un año, cuando los grandes financieros descubrieron que estaba vendiendo sueños. Trato de mostrar interés por lo que dice. Después de todo, fui yo la que le pidió a mi jefe zanjar definitivamente la serie de artículos sobre la búsqueda de soluciones para el estrés.

Hace una semana recibí un mensaje de Jacob diciendo que lo había echado todo a perder. Una semana desde que vagué por la calle llorando, algo que volveré a recordar cuando me llegue la multa de tráfico. Una semana desde aquella conversación con mi marido.

—Siempre tenemos que saber cómo vender una idea. Eso es lo que constituye el éxito de cualquier persona: saber vender lo que quiere vender —continúa el exmagnate.

Amigo mío, a pesar de toda la pomposidad, de tu aparente seriedad y de esta suite en este hotel de lujo; a pesar de las magníficas vistas y de los trajes impecablemente confeccionados por un sastre londinense, a pesar de esa sonrisa y ese pelo cuidadosamente teñido, dejando algunas canas para dar sensación de «naturalidad»; a pesar de la seguridad con la que hablas y te mueves, hay algo de lo que entiendo más que tú: ir por ahí vendiendo una idea no lo es todo. Hay que buscar a quien la compre. Eso vale para los negocios, para la política y para el amor.

Supongo, mi querido exmillonario, que sabes a qué me refiero: tienes gráficos, asistentes, presentaciones…, pero lo que la gente quiere son resultados.

El amor también quiere resultados, aunque todo el mundo diga que no, que el acto de amar se justifica por sí mismo. ¿Es así? Yo podría estar paseando por el Jardín Inglés, con mi abrigo de piel comprado cuando mi marido visitó Rusia, disfrutando del otoño, sonriendo al cielo y diciendo: «Amo y eso es suficiente». ¿Sería cierto?

Por supuesto que no. Amo, pero a cambio quiero algo concreto, ir de la mano, besos, sexo ardiente, un sueño que compartir, la posibilidad de crear una nueva familia, de educar a mis hijos, de envejecer al lado de la persona amada.

—Debemos tener un objetivo muy claro a la hora de dar cualquier paso —explica la patética figura sentada frente a mí, con una sonrisa aparentemente confiada.

Al parecer, estoy de nuevo al borde de la locura. Relaciono todo lo que oigo o leo con mi situación emocional, incluida la entrevista con este aburrido personaje. Pienso en ello las veinticuatro horas del día, caminando por la calle, cocinando, o desperdiciando valiosos momentos de mi vida escuchando cosas que, en vez de distraerme, me empujan más hacia el abismo en el que estoy cayendo.

—El optimismo es contagioso…

El exmagnate no para de hablar, seguro de que será capaz de convencerme, de que lo voy a publicar en el periódico y así comenzará su redención. Es genial entrevistar a gente así. Solo tenemos que hacer una pregunta, y hablan durante una hora. A diferencia de mis conversaciones con el cubano, esta vez no le estoy prestando atención a nada de lo que dice. La grabadora está en marcha y después reduciré este monólogo a seiscientas palabras, el equivalente a unos cuatro minutos de conversación, más o menos.

El optimismo es contagioso, dice.

Si fuese así, sería suficiente con presentarse ante la persona amada, con una enorme sonrisa y un montón de planes e ideas, y saber cómo presentarle el producto. ¿Funcionaría? No. Contagioso es el miedo, el temor constante a no encontrar a alguien que nos acompañe hasta el final de nuestros días. Y, en nombre de ese miedo, somos capaces de hacer cualquier cosa, aceptar a la persona equivocada y convencernos de que es la adecuada, la única, la que Dios ha puesto en nuestro camino. En muy poco tiempo, la búsqueda de la seguridad se convierte en amor sincero, las cosas son menos amargas y difíciles, y podemos meter nuestros sentimientos en una caja y guardarla en el fondo de un armario en nuestra cabeza, donde permanecerá oculta e invisible para siempre.

—Alguna gente dice que soy uno de los hombres con mejores contactos de mi país. Conozco a otros empresarios, políticos, hombres de negocios. Lo que está pasando con mis empresas es temporal. En breve será usted testigo de mi regreso.

Yo también soy una persona con contactos, conozco al mismo tipo de gente que él. Pero no quiero preparar mi regreso. Solo deseo una ruptura civilizada con uno de esos «contactos».

Porque las cosas que no acaban de un modo definitivo siempre dejan una puerta abierta, una posibilidad inexplorada, una oportunidad para que todo vuelva a ser como antes. No, yo no soy así, aunque conozco a mucha gente a la que le encanta esa situación.

¿Qué estoy haciendo? ¿Comparando el amor con la economía? ¿Tratando de establecer alguna relación entre el mundo financiero y el mundo emocional?

Hace una semana que no sé nada de Jacob. También hace una semana que la relación con mi marido volvió a la normalidad, después de aquella noche frente a la chimenea. ¿Seremos capaces de reconstruir nuestro matrimonio?

Hasta la primavera de este año yo era una persona normal. Un día descubrí que todo lo que tenía podría desaparecer de un momento a otro, y en lugar de reaccionar como una persona inteligente, me entró el pánico. Eso me llevó a la inercia. La apatía. La incapacidad para reaccionar y cambiar. Y después de muchas noches sin dormir, muchos días sin alegría de vivir, hice exactamente lo que más temía: ir en dirección contraria, desafiando el peligro. Sé que no soy la única, la gente tiene tendencia a la autodestrucción. Por casualidad, o porque la vida quería ponerme a prueba, encontré a alguien que me agarró por el pelo, tanto en sentido literal como figurado, me sacudió, alejando el polvo que se había ido acumulando, y me hizo volver a respirar.

Todo absolutamente falso. El mismo tipo de felicidad que los adictos deben de sentir cuando se drogan. Tarde o temprano, el efecto pasa, y la desesperación es aún mayor.

El exmagnate empieza a hablar de dinero. No le he preguntado nada al respecto, pero sigue. Tiene una gran necesidad de decir que no es pobre, que puede mantener su estilo de vida durante muchas décadas.

No soporto más estar aquí. Le doy las gracias por la entrevista, apago la grabadora y cojo el abrigo.

—¿Está libre esta noche? Podríamos tomar una copa y terminar esta conversación —sugiere.

No es la primera vez que pasa esto. De hecho, conmigo es casi una costumbre. Soy guapa e inteligente (aunque la señora König no lo admita), y he utilizado mi encanto para conseguir que algunas personas dijesen cosas que normalmente no le dirían a un periodista, advirtiéndoles siempre de que podría publicarlo todo. Pero los hombres… ¡Ah, los hombres! Hacen todo lo posible y lo imposible para ocultar sus debilidades, pero cualquier chica de dieciocho años puede manipularlos sin mucho esfuerzo.

Le agradezco la invitación y le digo que ya tengo un compromiso para esta noche. Me tienta preguntarle cómo reaccionó su última novia ante la oleada de noticias negativas sobre él y el colapso de su imperio. Pero supongo que eso no tiene importancia para el periódico.

Salgo, cruzo la calle y voy al Jardín Inglés, donde, momentos antes, me imaginaba a mí misma paseando. Voy hasta una heladería tradicional que hay en la esquina de la calle 31 de Diciembre. Me gusta el nombre de esa calle, porque siempre me recuerda que, tarde o temprano, el año se acabará y haré otra vez grandes promesas para el siguiente.

Pido un helado de pistacho con chocolate. Camino hasta el muelle, me tomo el helado frente al símbolo de Ginebra, el chorro de agua que se proyecta hacia el cielo, creando una cortina de gotas en mi frente. Los turistas se acercan y sacan fotos que saldrán mal iluminadas. ¿No sería más fácil comprar una postal?

He visitado muchos monumentos en el mundo. Hombres imponentes cuyo nombre ya nadie recuerda, pero que permanecen eternamente montados sobre sus hermosos caballos. Mujeres con coronas o espadas tendidas hacia el cielo, simbolizando victorias que ya ni siquiera aparecen en los libros de texto. Niños solitarios sin nombre, tallados en piedra, con la inocencia perdida para siempre por las horas y los días que se vieron obligados a posar para algún artista cuyo nombre la historia también ha borrado.

Al final, salvo rarísimas excepciones, no son las estatuas las que singularizan una ciudad, sino las cosas inesperadas. Cuando Eiffel construyó una torre de acero para una exposición, nunca soñó que se convertiría en el símbolo de París, a pesar del Louvre, del Arco de Triunfo, de sus impresionantes jardines. Una manzana representa a Nueva York. Un puente es el símbolo de San Francisco. Otro, sobre el Tajo, aparece en las postales de Lisboa. Barcelona tiene una catedral inacabada como su monumento más emblemático.

Lo mismo sucede con Ginebra. Justo en ese punto el lago Lemán se encuentra con el río Ródano, provocando una corriente muy fuerte. Para aprovechar la fuerza hidráulica (somos expertos en aprovechar las cosas) se construyó una central, pero cuando los trabajadores volvían a casa y cerraban las válvulas, la presión era demasiado alta y las turbinas estallaban.

Hasta que a un ingeniero se le ocurrió la idea de poner una fuente para permitir el escape del exceso de agua.

Con el tiempo, la ingeniería solucionó el problema y la fuente dejó de ser necesaria. Pero en un referéndum los habitantes decidieron mantenerla. La ciudad ya tenía muchas fuentes y esta quedaba en medio de un lago. ¿Qué hacer para que sea visible?

Así fue como nació el monumento mutante. Se instalaron potentes bombas y actualmente es un chorro fortísimo que dispara quinientos litros de agua por segundo, a doscientos kilómetros por hora. Dicen, y lo he comprobado, que se puede ver incluso desde un avión a diez mil metros de altura. No tiene ningún nombre especial; se llama sencillamente Jet d’Eau («Chorro de agua»), y es el símbolo de la ciudad, a pesar de todas las esculturas ecuestres, mujeres heroicas y niños solitarios.

Una vez le pregunté a Denise, una científica suiza, qué pensaba del Jet d’Eau: «Nuestro cuerpo está compuesto casi en su totalidad de agua, por donde pasan las descargas eléctricas que comunican información. Una de esas informaciones se llama amor y puede interferir en todo el organismo. El amor cambia todo el tiempo. Creo que el símbolo de Ginebra es el más hermoso monumento al amor concebido por el arte del hombre, porque tampoco es siempre el mismo».