Jacob me pide que me vista enseguida, después de todo, su despacho es un lugar público, financiado con dinero del Estado y, si se descubre, podría acabar en la cárcel. Observo con atención las paredes cubiertas de paneles de madera tallada y los hermosos frescos del techo. Sigo tumbada, totalmente desnuda, en el sofá de cuero ya muy desgastado por el tiempo.

Él se pone cada vez más nervioso. Lleva americana y corbata, mira el reloj con ansiedad. La hora de la comida ha terminado. Su asistente particular ya ha vuelto, llamó discretamente a la puerta, oyó la respuesta «estoy reunido» y no insistió. Desde entonces ya han pasado cuarenta minutos, y con ellos algunas audiencias y reuniones que se estarán suspendiendo.

Al llegar, Jacob me recibió con tres besos en las mejillas y señaló, educadamente, la silla frente a su mesa. No me hizo falta la intuición femenina para darme cuenta de lo asustado que estaba. ¿Cuál es el motivo de esta visita? No entiendo lo de la agenda apretada, ¿es porque pronto empezará el receso parlamentario y tiene que resolver asuntos importantes? ¿Acaso no he leído el mensaje que me envió, diciendo que su mujer estaba convencida de que había algo entre nosotros? Tenemos que esperar un tiempo, dejar que las cosas se enfríen, antes de volver a vernos.

—Por supuesto, lo negué todo. Fingí que estaba profundamente sorprendido con sus insinuaciones. Le dije que me ofendía. Que estaba harto de su falta de confianza y que podía preguntarle a cualquiera sobre mi comportamiento. ¿No fue ella la que dijo que los celos eran un síntoma de inferioridad? Hice lo que pude, pero ella se limitó a responder: «No seas tonto. No me quejo de nada, solo digo que ya sé por qué eras tan amable y cortés últimamente. Porque…».

No lo dejé terminar la frase. Me levanté y lo agarré por el cuello. Pensó que iba a agredirlo. Pero, en lugar de eso, le di un largo beso. Jacob no sabía cómo reaccionar porque supuso que había ido allí a montarle un escándalo. Pero seguí besando su boca, su cuello, mientras desataba el nudo de su corbata.

Me apartó. Le di una bofetada en la cara.

—Solo voy a cerrar la puerta. Yo también te echaba de menos.

Cruzó el despacho bien decorado, con muebles del siglo XIX, echó la llave y, al volver, yo ya estaba medio desnuda, solo tenía las bragas.

Mientras le arrancaba la ropa, empezó a chupar mis pechos. Gemí de placer, él me tapó la boca con la mano, pero moví la cabeza y seguí gimiendo bajito.

Mi reputación también está en juego, como ya sabrás. No te preocupes.

Fue el único momento en que paramos y dije algo. Después me arrodillé y empecé a chuparlo. Una vez más, él sujetaba mi cabeza, marcando el ritmo, más rápido, cada vez más rápido. Pero yo no quería que eyaculara en mi boca. Lo empujé y me acerqué al sofá de cuero y me tumbé con las piernas abiertas. Se agachó y comenzó a lamer mi sexo. Cuando tuve el primer orgasmo, me mordí la mano para no gritar. La oleada de placer parecía no tener fin y seguí mordiéndome la mano.

Entonces dije su nombre, le dije que entrase en mí y que me hiciese todo lo que quisiera. Me penetró, me agarró por los hombros y me sacudió como un salvaje. Empujó mis piernas hacia mis hombros para poder llegar más profundamente. El ritmo fue en aumento, pero le ordené que no eyaculase todavía. Necesitaba más y más y más.

Me puso en el suelo, a cuatro patas como un perro, me pegó y me penetró otra vez, mientras yo movía descontroladamente la cintura. Por sus gemidos ahogados, me di cuenta de que estaba a punto de eyacular, de que ya no podía controlarse. Hice que saliera de dentro de mí, me di la vuelta y le pedí que entrara de nuevo, mirándome a los ojos y diciéndome esas cosas sucias que nos encantaba decirnos cuando hacíamos el amor. Le dije las cosas más ordinarias que una mujer le puede decir a un hombre. Él pronunciaba mi nombre en voz baja, pidiéndome que le dijera que lo amaba. Pero yo solo decía obscenidades y le exigía que me tratara como a una prostituta, como a una cualquiera, o bien que me utilizara como a una esclava, alguien que no merece respeto.

Mi cuerpo estaba totalmente estremecido. El placer llegaba en oleadas. Tuve otro orgasmo, y otro, mientras él se controlaba para prolongarlo todo lo posible. Nuestros cuerpos chocaban violentamente, provocando ruidos sordos que a él ya no le importaba que se oyesen a través de la puerta.

Con los ojos fijos en los suyos y oyéndolo repetir mi nombre en cada movimiento, me di cuenta de que iba a eyacular, y llevaba condón. Volví a moverme para hacerlo salir de mí y le pedí que eyaculase en mi cara, en mi boca, y que dijera que me amaba.

Jacob hizo exactamente lo que le dije, mientras yo me masturbaba y sentía el orgasmo con él. Entonces me abrazó, apoyó la cabeza en mi hombro, limpió las comisuras de mi boca con sus manos y repitió, muchas veces, que me amaba y que me había echado mucho de menos.

Ahora me pide que me vista pero no me muevo. Vuelve a ser el chico formal que los votantes admiran. Sospecha que algo no va bien, pero no sabe qué es. Empieza a entender que no estoy ahí solo porque es un amante maravilloso.

—¿Qué quieres?

Ponerle el punto final a esto. Acabar, por más que me rompa el corazón y me deje emocionalmente destrozada. Mirarlo a los ojos y decir que se acabó. Nunca más.

La última semana fue un sufrimiento casi insoportable. Lloré lágrimas que no tenía y me perdía en pensamientos en los que me llevaban al campus universitario, en el que trabaja su mujer, para internarme a la fuerza en el hospital que hay allí.

Pensé que había fracasado en todo, menos en mi trabajo y como madre. Estaba al borde de la vida y la muerte cada minuto, soñando con todo lo que podría haber vivido con él si todavía fuésemos dos adolescentes que mirásemos juntos hacia el futuro, como si fuera la primera vez. Pero hubo un momento en el que me di cuenta de que había llegado al límite de la desesperación, no podía hundirme más, y al levantar la vista solo había una mano tendida: la de mi marido.

Seguro que también tuvo sus sospechas, pero su amor fue más fuerte. Traté de ser honesta, de contárselo todo y quitarme ese peso de encima, pero no fue necesario. Me hizo ver que, independientemente de las decisiones que yo tomara en la vida, él siempre estaría a mi lado, y por eso sentí alivio.

Comprendí que me estaba culpando y castigándome por cosas por las que él ni me condenaba ni me culpaba. Me decía a mí misma: «No soy digna de este hombre, no sabe quién soy».

Pero sí que lo sabe, sí. Y eso es lo que me permite recuperar el respeto por mí misma y también la autoestima. Porque, si un hombre como él, que no tendría ninguna dificultad para encontrar a una compañera al día siguiente de la separación, quiere seguir a mi lado de todos modos es porque algo valgo, valgo mucho.

Me di cuenta de que podía volver a dormir a su lado sin sentirme sucia, sin pensar que lo estaba traicionando. Me sentí amada y pensé que me merecía ese amor.

Me levanto, recojo mi ropa y voy a su cuarto de baño privado. Sabe que es la última vez que me ve desnuda.

Queda un largo proceso de recuperación por delante, sigo al volver al despacho. Supongo que él siente lo mismo, pero estoy segura de que todo cuanto Marianne quiere es que esta aventura se acabe de una vez, para poder volver a abrazarlo con el mismo amor y la seguridad de antes.

—Sí, pero no me dice nada. Supo lo que ocurría y se cerró todavía más. Nunca ha sido cariñosa, y ahora parece un robot, volcada más que nunca en su trabajo. Es su manera de huir.

Me arreglo la falda y los zapatos, saco un paquetito del bolso y lo dejo sobre su mesa.

—¿Qué es eso?

Cocaína.

—No sabía que tú…

No hay nada que saber, pienso. No tiene que saber hasta adónde estaba dispuesta a llegar para luchar por el hombre del que estaba locamente enamorada. La pasión sigue ahí, pero la llama se debilita día a día. Sé que, con el tiempo, desaparecerá por completo. Cualquier ruptura es dolorosa y puedo sentir el dolor en cada fibra de mi cuerpo. Es la última vez que lo veo a solas. Volveremos a vernos en fiestas y cócteles, en elecciones y en conferencias de prensa, pero nunca volveremos a estar como hoy. Ha sido genial haber hecho el amor de esa manera y terminar igual que empezamos: totalmente entregados el uno al otro. Yo sabía que era la última vez; él, no, pero no podía decir nada.

—¿Qué hago con esto?

Tíralo a la basura. Me costó una pequeña fortuna, pero tíralo a la basura. Así me liberas del vicio.

No le explico a qué vicio me refiero realmente. Tiene un nombre: Jacob König.

Veo su expresión de sorpresa y sonrío. Me despido con tres besos en las mejillas y me voy. En la antesala, me dirijo a su asistente y digo adiós. Él desvía la mirada, finge que está concentrado en un montón de papeles y apenas murmura una despedida.

Cuando ya estoy en la acera, llamo a mi marido y le digo que prefiero pasar la Nochevieja en casa con los niños. Si quiere ir de viaje, que sea en Navidad.