No éramos dos personas con las mismas intenciones en aquella habitación de hotel. Yo iba en busca de un romance perdido; a él lo movía el instinto del cazador.
Yo buscaba al chico de mi adolescencia; él quería a la mujer atractiva y audaz que lo había entrevistado antes de las elecciones.
Yo creí que mi vida podría tener otro sentido; él solo pensaba que la tarde iba a traer algo diferente de las aburridas e interminables discusiones del Consejo de los Estados.
Para él fue un simple entretenimiento, aunque peligroso. Para mí fue algo imperdonable, cruel, una manifestación de narcisismo mezclado con egoísmo.
Los hombres engañan porque está en su sistema genético. La mujer lo hace porque no tiene la dignidad suficiente, y además de entregar su cuerpo siempre entrega también un poco de su corazón. Un verdadero crimen. Un robo. Peor que robar un banco, porque si algún día se descubre (y siempre se descubre), provocará daños irreparables en la familia.
Para los hombres es solo un «error estúpido». Para las mujeres es un asesinato espiritual de todos aquellos que la rodean de cariño y la apoyan como madre y esposa.
Igual que yo estoy acostada al lado de mi marido, imagino a Jacob acostado al lado de Marianne. Él tiene otras preocupaciones en la cabeza: las reuniones políticas de mañana, trabajo que hacer, la agenda llena de compromisos. Mientras yo, la idiota, estoy mirando al techo y recordando cada segundo que pasé en ese hotel, viendo sin parar la misma película porno de la que fui protagonista.
Recuerdo el momento en que miré por la ventana y deseé que alguien estuviera observando todo aquello con prismáticos, posiblemente masturbándose al verme sumisa, humillada, siendo penetrada por detrás. ¡Cómo me excitó aquello! Me volvió loca y me hizo descubrir una parte de mí completamente desconocida.
Tengo treinta y un años. No soy una niña y pensé que lo sabía todo sobre mí. Pero no. Soy un misterio para mí misma, he abierto ciertas compuertas y quiero llegar más lejos, probar todo lo que sé que existe, masoquismo, sexo en grupo, fetichismo, todo.
Y no soy capaz de decir que se acabó, que no lo quiero, que todo era una fantasía creada por mi soledad.
Puede que no lo quiera de verdad. Pero quiero lo que despertó en mí. Me trató sin pizca de respeto, me dejó sin dignidad, no se intimidó e hizo exactamente lo que quería, mientras yo trataba, una vez más, de complacer a alguien.
Mi mente viaja a un lugar secreto y desconocido. Esta vez yo soy la dominatriz. Puedo volver a verlo desnudo, pero ahora soy yo la que da las órdenes, le agarro las manos y los pies, me siento en su cara y lo obligo a besar mi sexo hasta que ya no puedo aguantar más orgasmos. Después lo pongo de espaldas y lo penetro con mis dedos: primero uno, luego dos, tres. Él gime de dolor y de placer mientras lo masturbo con la mano libre, sintiendo el líquido caliente correr entre mis dedos, llevándomelos a la boca y lamiéndolos, uno a uno, y frotándolos después en su cara. Él quiere más. Yo le digo que es suficiente. ¡La que decide soy yo!
Antes de dormir, me masturbo y tengo dos orgasmos seguidos.