La cita con Jacob König se desarrolla exactamente como imaginaba. Vamos a La Perle du Lac, un restaurante caro a orillas del lago que solía ser genial, pero que hoy en día se mantiene gracias a la ciudad. Sigue costando un ojo de la cara comer allí, a pesar de que la comida es pésima. Podría haberlo sorprendido con el restaurante japonés que acababa de conocer, pero sé que habría pensado que tengo mal gusto. Para algunas personas, la decoración es más importante que la comida.

Y ahora veo que tomé la decisión correcta. Él trata de mostrarme que es un gran conocedor de vinos, evaluando el «bouquet», la «textura», la «lágrima», esa marca aceitosa que se escurre por la pared de la copa. Es decir, me está diciendo que ha crecido, que ya no es el chico de aquellos días de estudiante, ha aprendido, ha ascendido en la vida y ahora conoce el mundo, el vino, la política, las mujeres y las exnovias.

¡Cuánta tontería! Nacemos y morimos bebiendo vino. Distinguimos cuándo es de buena o mala calidad, y punto.

Pero hasta que encontré a mi marido, todos los hombres a los que había conocido, y que se creían cultos, consideraban la elección del vino su momento de gloria solitaria. Todos hacen lo mismo: con una expresión muy seria, huelen el corcho, leen la etiqueta, dejan que el camarero sirva una cata, hacen girar la copa, la observan a contraluz, olfatean, lo degustan lentamente y, por fin, asienten con la cabeza.

Después de ver esa escena en innumerables ocasiones, decidí cambiar de pandilla y empecé a andar con los nerds, los socialmente excluidos de la universidad. A diferencia de los catadores de vino, predecibles y artificiales, los nerds eran auténticos y no hacían el menor esfuerzo para impresionarme. Hablaban de cosas que yo no entendía. Pensaban, por ejemplo, que tenía la obligación de conocer al menos el nombre Intel, «puesto que está escrito en todos los ordenadores». Yo nunca me había fijado.

Los nerds me hacían sentir una completa ignorante, una mujer sin atractivo alguno, y estaban más interesados en la piratería por internet que en mis pechos y mis piernas. Acabé regresando a la seguridad de los catadores de vino. Hasta que conocí a un hombre que no trataba de impresionarme con su gusto sofisticado ni tampoco hacía que me sintiera estúpida al hablar de planetas misteriosos, hobbits y programas informáticos que borran el rastro de las páginas visitadas. Después de algunos meses de noviazgo, durante los cuales conocimos por lo menos ciento veinte nuevas aldeas alrededor del lago que baña Ginebra, me pidió matrimonio.

Acepté al momento.

Le pregunto a Jacob si conoce alguna discoteca, porque hace años que no sigo la vida nocturna de Ginebra (vida nocturna es simplemente una forma de hablar) y he decidido salir a bailar y a beber. Sus ojos brillan.

—No tengo tiempo. Me halaga la invitación pero, como sabes, además de estar casado, no puedo dejarme ver por ahí con una periodista. Dirán que tus noticias son…

Tendenciosas.

—… sí, tendenciosas.

Decido llevar adelante ese jueguecito de seducción, que siempre me ha divertido. ¿Qué tengo que perder? Después de todo, yo ya conozco todos los caminos, atajos, trampas y objetivos.

Le sugiero que me hable más de sí mismo. De su vida personal. Después de todo, no estoy aquí como periodista, sino como mujer y exnovia de la adolescencia.

Hago hincapié en la palabra mujer.

—No tengo vida personal —responde—. Lamentablemente no puedo tenerla. Elegí una carrera que me ha convertido en un autómata. Todo lo que digo se vigila, se cuestiona, se publica.

No es así exactamente, pero su sinceridad me desarma. Sé que quiere tantear el terreno, saber dónde pisa y hasta adónde puede llegar conmigo. Insinúa que «no es feliz en su matrimonio», como hacen todos los hombres maduros (después de probar el vino y de contar detalladamente lo poderosos que son).

—Los dos últimos años han estado marcados por algunos meses de alegría, otros de retos, pero el resto consistieron simplemente en aferrarse al cargo y tratar de complacer a todo el mundo para ser reelegido. Me vi obligado a renunciar a todo lo que me gustaba, como salir a bailar contigo esta semana, por ejemplo. O pasarme horas escuchando música, fumar o hacer algo que los demás consideran inapropiado.

¡Pero qué exageración! A nadie le preocupa su vida personal.

—Tal vez sea el retorno de Saturno. Cada veintinueve años ese planeta vuelve al mismo lugar en el que se encontraba el día de nuestro nacimiento.

¿El retorno de Saturno?

Se da cuenta de que ha hablado más de lo que debía y sugiere que tal vez sea mejor volver al trabajo.

No. Mi retorno de Saturno ya fue, necesito saber exactamente qué significa eso. Me da una clase de astrología: Saturno tarda veintinueve años en volver al punto en el que estaba en el momento en que nacemos. Hasta que eso sucede, creemos que todo es posible, que nuestros sueños se van a realizar y que las murallas que nos rodean se pueden derribar. Cuando Saturno completa el ciclo, el romanticismo desaparece. Las decisiones son definitivas y los cambios de rumbo son prácticamente imposibles.

—No soy un experto, por supuesto. Pero mi próxima oportunidad no llegará hasta los cincuenta y ocho años, en el segundo retorno de Saturno.

Y ¿por qué me ha invitado a almorzar, si Saturno dice que ya no es posible elegir otro camino? Hace ya casi una hora que estamos hablando.

—¿Eres feliz?

¿Cómo?

—He visto algo en tus ojos…, una tristeza inexplicable en una mujer tan hermosa, bien casada y con un buen trabajo. Era como si viera un reflejo de mis propios ojos. Te repito la pregunta: ¿eres feliz?

En el país donde yo nací, me crie y ahora crío a mis hijos, nadie hace ese tipo de preguntas. La felicidad no es un valor que se puede medir con precisión, ni se puede decidir en plebiscitos, o que lo analicen especialistas. Ni siquiera le preguntamos a alguien qué marca de coche utiliza, menos aún algo tan íntimo e imposible de definir.

—No tienes que responder. El silencio es suficiente.

No, el silencio no es suficiente. No es una respuesta. Solamente refleja sorpresa, perplejidad.

—Yo no soy feliz —dice él—. Tengo todo lo que un hombre puede soñar, pero no soy feliz.

¿Le habrán echado algo al agua de la ciudad? ¿Están tratando de destruir mi país con un arma química que causa una profunda frustración en todo el mundo? No es posible que todos con los que hablo sientan lo mismo que yo.

Hasta el momento no he dicho nada. Pero las almas en pena tienen esa increíble capacidad de reconocerse y acercarse, multiplicando su dolor.

¿Por qué no me había dado cuenta? ¿Por qué me fijé en la superficialidad con la que hablaba sobre cuestiones políticas o en la pedantería con la que probaba el vino?

Retorno de Saturno. Infelicidad. Cosas que no esperaba oír de Jacob König.

Entonces, en ese preciso momento (miro el reloj, son las 13.55 horas), me enamoro otra vez de él. Nadie, ni siquiera mi maravilloso marido me ha preguntado nunca si soy feliz. Puede que en mi infancia mis padres o mis abuelos quisieran saber en algún momento si estaba contenta, pero nada más.

—¿Volveremos a vernos?

Dirijo la vista hacia él y ya no veo al exnovio de la adolescencia, sino un abismo al que me acerco voluntariamente, un abismo del que no quiero escapar de ninguna manera. En una fracción de segundo pienso que las noches de insomnio serán más insoportables que nunca, ya que ahora realmente tengo un problema concreto: un corazón enamorado.

Todas las luces rojas de «alerta» que hay en mi conciencia y en mi subconsciente se ponen a parpadear.

Pero me digo: «No eres más que una tonta, lo que realmente quiere es llevarte a la cama. No le importa tu felicidad».

Entonces, en un gesto casi suicida, acepto. A lo mejor irme a la cama con alguien que solo me tocó los pechos cuando todavía éramos adolescentes es bueno para mi matrimonio, como ayer, cuando le practiqué sexo oral por la mañana y después tuve múltiples orgasmos por la noche.

Trato de volver al tema de Saturno, pero él ya ha pedido la cuenta y está hablando por el móvil, avisando de que va a llegar cinco minutos tarde.

—Por favor, sirve agua y café.

Le pregunto con quién estaba hablando y dice que con su mujer. El director de una gran compañía farmacéutica quiere verlo y, posiblemente, invertir algún dinero en esta fase final de su campaña al Consejo de los Estados. Las elecciones están a la vuelta de la esquina.

Una vez más recuerdo que está casado. Que es infeliz. Que no puede hacer nada de lo que le gusta. Que circulan rumores sobre él y su mujer, parece que es una relación abierta. Tengo que olvidar esa sensación que me ha invadido a las 13.55 y darme cuenta de que lo único que quiere es utilizarme.

No me molesta, siempre que dejemos las cosas claras. Yo también necesito llevarme a alguien a la cama.

Nos paramos en la acera frente al restaurante. Mira a su alrededor, como si fuéramos una pareja absolutamente sospechosa. Después de asegurarse de que nadie está vigilando, enciende un cigarrillo.

Entonces era eso lo que temía que viesen: el cigarrillo.

—Como recordarás, me consideraban el alumno más prometedor del grupo. Tenía que demostrarles que estaban en lo cierto, porque sentimos una gran necesidad de amor y aprobación. Me sacrificaba sin quedar con los amigos para estudiar y cumplir con las expectativas de los demás. Acabé secundaria con unas notas excelentes. Por cierto, ¿por qué nos dejamos?

Si él no se acuerda, yo menos. Creo que en aquella época todo el mundo se liaba con todo el mundo y nadie estaba con nadie.

—Acabé la universidad, me nombraron abogado de oficio, trataba con criminales y con inocentes, con indeseables y con gente honrada. Lo que iba a ser un trabajo temporal se convirtió en una decisión para toda la vida: puedo ayudar. Mi cartera de clientes fue creciendo. Mi fama se extendió por toda la ciudad. Mi padre insistía en que ya era hora de dejar todo aquello y de ponerme a trabajar en el bufete de un amigo suyo. Pero yo me entusiasmaba con cada caso que ganaba. Y cada dos por tres tropezaba con una ley completamente arcaica que ya no era aplicable al momento presente. Había mucho que cambiar en la administración de la ciudad.

Todo eso está en su biografía oficial, pero oírlo de su boca es diferente.

—En un determinado momento pensé que podía presentar mi candidatura a diputado. Hicimos una campaña casi sin recursos, porque mi padre estaba en contra. Pero los clientes estaban a favor. Fui elegido por un margen muy pequeño de votos, pero lo conseguí.

Mira a su alrededor otra vez. Esconde el cigarrillo a la espalda. Pero como nadie está mirando, le da otra larga calada. Sus ojos están vacíos, centrados en el pasado.

—Cuando empecé en política, dormía cinco horas al día y siempre tenía mucha energía. Ahora me apetece dormir dieciocho. Se acabó la luna de miel con mi lugar en el mundo. Solo queda la necesidad de complacerlos a todos, especialmente a mi mujer, que lucha como una leona para que yo tenga un futuro brillante. Marianne se ha sacrificado mucho y no puedo decepcionarla.

¿Es este el mismo hombre que hace apenas unos minutos me ha pedido que quedásemos otra vez? ¿Será eso lo que quiere: salir y hablar con alguien que pueda comprenderlo porque siente lo mismo?

Tengo el don de crear fantasías con una rapidez impresionante. Ya me estaba imaginando a mí misma entre sábanas de seda en un chalet en los Alpes.

—Entonces ¿cuándo podemos volver a vernos?

Tú dirás.

Me propone quedar dentro de dos días. Le digo que tengo clase de yoga. Me pide que falte. Le explico que siempre falto y que me había prometido a mí misma ser más disciplinada.

Jacob parece resignado. Me tienta aceptar, pero no puedo dar la impresión de estar demasiado ansiosa o disponible.

La vida vuelve a ser divertida, porque la apatía de antes es sustituida por el miedo. ¡Qué alegría tener miedo a perder una oportunidad!

Le digo que es imposible, mejor quedamos el viernes. Acepta, llama a su asistente y le pide que lo anote en su agenda. Acaba el cigarrillo y nos despedimos. No le pregunto por qué me ha hablado tanto de su vida íntima, y él tampoco añade nada importante a lo que había dicho cuando estábamos en el restaurante.

Me gustaría creer que algo ha cambiado en ese almuerzo. Uno más entre los cientos de almuerzos de trabajo que he tenido, con una comida que no podía ser menos saludable y una bebida que ambos fingimos tomar, pero que apenas habíamos tocado cuando pedimos el café. No se puede bajar nunca la guardia, a pesar de todo ese teatro en el momento de probarlo.

La necesidad de complacer a todo el mundo. El retorno de Saturno.

No estoy sola.