Tengo que ir al dichoso supermercado y hacer la compra para casa, como una mujer no deseada y frustrada. Marianne tiene razón: eso es lo que soy, y un pasatiempo sexual para el cerdo estúpido que duerme en la misma cama que ella. Conduzco peligrosamente porque no puedo dejar de llorar y las lágrimas no me dejan ver bien los demás coches. Suenan bocinas y quejas, trato de ir más despacio, suenan más bocinas y más quejas.

Si fue una estupidez dejar que Marianne sospechara algo, más estúpido aún es haber puesto todo lo que tengo en peligro, mi marido, mi familia, mi trabajo.

Mientras conduzco, bajo el efecto retardado de dos tranquilizantes y con los nervios a flor de piel, me doy cuenta de que ahora también estoy arriesgando mi vida. Aparco en una calle lateral y lloro. Lloro tan fuerte que alguien se acerca y me pregunta si necesito ayuda. Contesto que no y la persona se aleja. Pero la verdad es que sí necesito ayuda, y mucha. Estoy sumergiéndome en mi interior, en el mar de barro que tengo dentro, y no puedo nadar correctamente.

Me muero de odio. Supongo que Jacob ya se ha recuperado de la cena de ayer y no querrá volver a verme. La culpa es mía, por querer ir más allá de mis límites, pensando en todo momento que soy sospechosa, que todos desconfiaban de lo que estaba haciendo. Tal vez sea una buena idea llamarlo y pedirle disculpas, pero sé que no me va a contestar. O puede que sea mejor llamar a mi marido y comprobar que todo está bien. Conozco su voz, sé cuándo está enfadado y tenso, aunque es un maestro del autocontrol. Pero no quiero saberlo. Tengo mucho miedo. Tengo el estómago encogido, las manos crispadas en el volante, y me permito llorar tan alto como puedo, gritar, hacer un escándalo en el único lugar seguro del mundo: mi coche. La persona que se ha acercado antes ahora me mira de lejos, temiendo que haga una tontería. No, no voy a hacer nada. Solo quiero llorar. No es mucho pedir, ¿verdad?

Siento que me he excedido. Quiero volver atrás, pero es imposible. Quiero desarrollar un plan para recuperar el terreno perdido, pero no puedo pensar con claridad. Todo lo que hago es llorar, sentir vergüenza y odio.

¿Cómo pude ser tan ingenua y creer que Marianne me miraba y decía cosas que ya sabía? Porque me sentía culpable, como una delincuente. Quería humillarla, destruirla delante de su marido, para que él dejara de verme como una simple distracción. Sé que no lo amo, pero poco a poco me estaba devolviendo la alegría perdida y alejándome del pozo de soledad en el que pensaba que estaba hundida hasta el cuello. Y ahora me doy cuenta de que esos días se han ido para siempre. Tengo que volver a la realidad, al supermercado, a los días siempre iguales, a la seguridad de mi casa, que hace tiempo era tan importante para mí y ahora se ha convertido en una cárcel. Tengo que recoger los trozos que quedan de mí. Quizá confesarle a mi marido todo lo que pasó.

Sé que lo va a entender. Es un hombre bueno, inteligente, que siempre pone la familia en primer lugar. Pero ¿y si no lo entiende? ¿Y si decide que ya es suficiente, que hemos llegado al límite y que está harto de vivir con una mujer que antes se quejaba de depresión y ahora se lamenta porque la ha abandonado su amante?

El llanto disminuye y empiezo a pensar. Dentro de un rato tengo que ir a trabajar, y no puedo pasarme todo el día en esta callejuela llena de hogares de parejas felices, con adornos de Navidad en las puertas, con gente yendo y viniendo sin darse cuenta de que estoy aquí, viendo cómo mi mundo se desmorona sin poder hacer nada.

Tengo que reflexionar. Debo establecer una lista de prioridades. ¿Seré capaz durante los próximos días, meses y años de fingir que soy una devota esposa y no un animal herido? La disciplina nunca ha sido mi fuerte, pero no puedo comportarme como una desequilibrada.

Me seco las lágrimas y miro hacia adelante. ¿Arranco ya el coche? Aún no. Espero un poco más. Si hay alguna razón para alegrarse de lo que ha pasado es que me estaba cansando de vivir en la mentira. ¿Hasta qué punto mi marido no sospecha? ¿Notarán los hombres cuando las mujeres fingen el orgasmo? Es posible, pero no tengo forma de saberlo.

Salgo del coche, pago el estacionamiento más tiempo de lo necesario, así puedo caminar un rato sin rumbo. Llamo al trabajo y pongo una excusa poco convincente: uno de los niños tiene diarrea y tengo que llevarlo al médico. Mi jefe se lo cree; después de todo, los suizos no mienten.

Pero yo miento. Miento todos los días. He perdido mi autoestima y ya no sé por dónde ando. Los suizos viven en el mundo real. Yo vivo en un mundo de fantasía. Los suizos saben cómo resolver sus problemas. Incapaz de resolver los míos, creé una situación en la que tenía la familia ideal y el amante perfecto.

Camino por esta ciudad que adoro, con sus establecimientos, que, salvo los lugares para turistas, parecen haberse detenido en la década de los cincuenta del siglo pasado y no tienen la menor intención de modernizarse. Hace frío, pero gracias a Dios no hace viento, lo que permite que la temperatura sea soportable. Para tratar de distraerme y calmarme, me detengo en una librería, en una carnicería y en una tienda de ropa. Cada vez que salgo a la calle otra vez, siento que la baja temperatura me ayuda a apagar la hoguera en la que me he convertido.

¿Se puede uno educar para amar al hombre adecuado? Por supuesto que sí. El problema es conseguir olvidar al hombre equivocado, que entró sin permiso porque pasaba por allí y vio que la puerta estaba abierta.

¿Qué era exactamente lo que yo quería de Jacob? Sabía desde el principio que nuestra relación estaba condenada, aunque no podía imaginar que terminaría de una manera tan humillante. Tal vez solo quería lo que tuve: aventura y alegría. O tal vez quería más, vivir con él, ayudarlo a mejorar en su carrera, darle el apoyo que, al parecer, su mujer ya no le daba, el cariño que le faltaba, según dijo en una de nuestras primeras citas. Arrancarlo de su casa como se arranca una flor del jardín ajeno, y plantarlo en mi terreno, incluso a sabiendas de que las flores no resisten ese tipo de trato.

Me invade una oleada de celos, pero esta vez no hay lágrimas que derramar, solo rabia. Dejo de caminar y me siento en el banco de una parada de autobús cualquiera. Observo a las personas que llegan y se van, todas ocupadas en sus mundos tan pequeños que caben en la pantalla de un móvil, de la que no despegan los ojos ni los oídos.

Los autobuses vienen y van. La gente baja y camina apresurada, tal vez a causa del frío. Otras suben lentamente, sin ganas de llegar a casa, al trabajo, a clase. Pero nadie muestra rabia ni entusiasmo, no están contentos ni tristes, solo son almas en pena que cumplen mecánicamente la misión que el universo les impuso el día que nacieron.

Después de algún tiempo consigo relajarme un poco. He clasificado algunas piezas de mi rompecabezas interior. Una de ellas es precisamente la razón de este odio que va y viene, como los autobuses de esta parada. Es posible que haya perdido lo más importante de mi vida: mi familia. Perdí la batalla en busca de la felicidad, y eso no solo me humilla, sino que me impide ver el camino que debo seguir.

¿Y mi marido? Tengo que hablar francamente con él esta noche, confesárselo todo. Tengo la impresión de que eso me liberará, a pesar de las consecuencias que pueda sufrir. Estoy harta de mentir, a él, a mi jefe, a mí misma.

Pero ahora no quiero pensar en eso. Más que cualquier otra cosa, son los celos los que devoran mis pensamientos. No puedo levantarme de esta parada de autobús porque he descubierto que estoy encadenada. Las cadenas son pesadas y difíciles de arrastrar.

¿Debo entender que le gusta escuchar historias de infidelidad mientras está en la cama con su marido, haciendo las mismas cosas que hacía conmigo? Cuando cogió el condón de la mesilla de noche, nuestra primera vez, debería haber llegado a la conclusión de que había otras mujeres. Por el modo de poseerme, debería haber sabido que solo era una más. Muchas veces salí de aquel maldito hotel con esa sensación, diciéndome a mí misma que no iba a volver a verlo, y consciente, al mismo tiempo, de que aquella era otra de mis mentiras y que, si me llamaba, siempre iba a estar dispuesta, el día y a la hora que él quisiese.

Sí, sabía todo eso. Y trataba de convencerme de que solo quería sexo y aventura. Pero no era verdad. Hoy me doy cuenta de que, a pesar de habérmelo negado en todas mis noches de insomnio y en mis días vacíos, estaba enamorada, sí. Perdidamente enamorada.

No sé qué hacer. Supongo —de hecho, estoy segura— que toda la gente casada siente alguna atracción en secreto hacia alguien. Eso está prohibido, pero flirtear con lo prohibido es lo que le da gracia a la vida. Sin embargo, es poca la gente que va más allá: una de cada siete, como decía el artículo que leí en el periódico. Y creo que solo una de cada cien es capaz de confundirse hasta el punto de dejarse llevar por la fantasía como hice yo. Para la mayoría, no deja de ser una pequeña pasión, algo que desde el principio se sabe que no durará mucho. Un poco de emoción para hacer el sexo más erótico y oír los gritos de «te quiero» en el momento del orgasmo. Nada más.

Y si hubiera sido mi marido el que se hubiese buscado una amante, ¿cómo habría reaccionado yo? Sería radical. Diría que la vida es injusta conmigo, que no valgo para nada, que me estoy haciendo vieja, montaría un escándalo, lloraría sin parar de celos, que en realidad sería envidia porque él puede y yo no. Me marcharía inmediatamente dando un portazo y me iría con los niños a casa de mis padres. Dos o tres meses después estaría arrepentida, buscando cualquier excusa para regresar creyendo que él también lo desea. Después de cuatro meses ya estaría aterrorizada ante la posibilidad de tener que empezar de nuevo otra vez. Al cabo de cinco meses buscaría una excusa para pedirle que volviese, «por el bien de los niños», pero sería demasiado tarde: él estaría viviendo con su amante, mucho más joven y llena de energía, guapa, que le devuelve la gracia de la vida.

Suena el teléfono. Mi jefe me pregunta cómo está mi hijo. Le digo que estoy en una parada de autobús y que casi no se oye, pero va todo bien, y pronto llegaré al periódico.

Una persona aterrorizada nunca ve la realidad. Prefiere esconderse en sus fantasías. No puedo seguir en este estado durante más de una hora, tengo que recomponerme. El trabajo me espera y eso podría ayudarme.

Dejo la parada de autobús y echo a andar hacia el coche. Miro las hojas muertas en el suelo. Creo que, en París, ya las habrían recogido. Pero estamos en Ginebra, una ciudad mucho más rica, y todavía están ahí.

Algún día esas hojas formaron parte de un árbol, que ahora se recoge y se prepara para una estación de reposo. ¿Tuvo el árbol consideración de aquel manto verde que lo cubría, lo alimentaba y le permitía respirar? No. ¿Pensó en los insectos que vivían en él y que ayudaban a polinizar las flores, manteniendo la naturaleza viva? No. El árbol solo piensa en sí mismo: ciertas cosas, como las hojas y los insectos, se descartan cuando es necesario.

Soy una de esas hojas en el suelo de la ciudad, que vivió pensando que sería eterna y murió sin saber exactamente por qué; que amaba el sol y la luna y durante mucho tiempo vio esos autobuses pasando, los tranvías traqueteando, y a la que nadie ha tenido la gentileza de avisar de la existencia del invierno. Vivieron al máximo, hasta que un día se fueron poniendo amarillas y el árbol les dijo «adiós».

No les dijo «hasta luego», sino «adiós», sabiendo que no iban a volver nunca más. Y le pidió ayuda al viento para soltarlas de sus ramas cuanto antes y llevárselas muy lejos. El árbol sabe que solo podrá crecer si puede descansar. Y si crece, será respetado. Y podrá dar flores aún más bonitas.

Basta. La mejor terapia para mí ahora es el trabajo, porque ya he llorado todas las lágrimas que tenía y ya he pensado en todo lo que tenía que pensar. Aun así, no he podido librarme de nada.

Pongo el piloto automático, llego a la calle donde aparqué y me encuentro a uno de esos guardias de uniforme rojo y azul escaneando la matrícula de mi coche con una máquina.

—¿El vehículo es suyo?

Sí.

Él sigue con su trabajo. Yo no digo nada. La matrícula escaneada ya está dentro del sistema, se envía a la central, se procesará y generará una notificación con el discreto sello de la policía en el recuadro de celofán de los sobres oficiales. Tendré treinta días para pagar los cien francos, pero también puedo recurrir la multa y gastarme quinientos francos en abogados.

—Pasan veinte minutos. El tiempo máximo aquí es de media hora.

Solo asiento con la cabeza. Veo que se sorprende, no le estoy implorando que pare, argumentando que no volverá a pasar, tampoco he venido corriendo cuando he visto que estaba aquí. Mi reacción no es la habitual.

Sale un tique de la máquina que ha escaneado la matrícula de mi coche, como si estuviésemos en un supermercado. Lo mete en un sobre de plástico (para protegerlo de la intemperie) y se acerca al coche para sujetarlo con una de las escobillas del limpiaparabrisas. Pulso el botón de la llave y las luces parpadean, lo que indica que la puerta está abierta.

Él se da cuenta de la tontería que estaba a punto de hacer pero, como yo, está en piloto automático. El sonido de las puertas desbloqueándose lo despierta, entonces se me acerca y me entrega la multa.

Nos vamos los dos contentos. Él porque no ha tenido que aguantar mis quejas, y yo porque me han dado un poco de lo que me merezco: un castigo.