Ya no es otoño. Es primavera otra vez, vuelvo a tener dieciséis años, él tiene quince. Misteriosamente, he recuperado la virginidad de mi alma (ya que la física está perdida para siempre). Nos besamos. ¡Dios mío, ya se me había olvidado lo que era eso!, pienso. Solo vivía para lo que quería (el qué y cómo hacerlo, cuándo parar) y aceptando la misma actitud por parte de mi marido. Iba todo mal. Ya no nos rendíamos el uno ante el otro.

Puede que se detenga ahora. Nunca hemos ido más allá de los besos. Eran besos largos y sabrosos, que intercambiábamos en un rincón escondido del colegio. Pero lo que yo quería era que todo el mundo los viese y me envidiase.

No se detiene. Su lengua tiene un sabor amargo, una mezcla de cigarrillos y vodka. Siento vergüenza y estoy tensa, tengo que fumar un cigarrillo y beber vodka para estar en igualdad de condiciones, me digo. Lo aparto con delicadeza, voy hasta el minibar y me tomo de un solo trago una pequeña botella de ginebra. El alcohol me quema la garganta. Le pido un cigarrillo.

Me lo da, pero me recuerda que está prohibido fumar en la habitación. ¡Qué placer transgredirlo todo, incluso reglas estúpidas como esa! Le doy una calada y me siento mal. No sé si es por la ginebra o por el cigarrillo, pero como dudo, voy al baño y lo tiro al inodoro. Él me sigue, me agarra por detrás y me besa la nuca y las orejas, pega su cuerpo al mío y siento su erección en mis nalgas.

¿Dónde están mis principios morales? ¿Cómo va a estar mi cabeza cuando me vaya de aquí y vuelva a mi vida normal?

Me lleva otra vez a la habitación. Me doy la vuelta y beso otra vez su boca y su lengua con sabor a tabaco, saliva y vodka. Muerdo sus labios y él toca mis pechos por primera vez en la vida. Me quita el vestido y lo arroja a un rincón. Por una fracción de segundo, siento un poco de vergüenza de mi cuerpo, ya no soy una cría como aquella primavera en la escuela. Estamos aquí de pie. Las cortinas están abiertas y el lago Lemán hace de barrera natural entre nosotros y la gente de los edificios de la otra orilla.

En mi imaginación, prefiero pensar que alguien nos ve y eso me excita, más que sus besos en mis pechos. Soy la zorra, la prostituta contratada por un ejecutivo para follar en un hotel, capaz de hacer cualquier cosa.

Pero esa sensación no dura mucho. Vuelvo a tener dieciséis años, cuando me masturbaba varias veces al día pensando en él. Aprieto su cabeza contra mi pecho y le pido que me muerda el pezón, fuerte, y grito con un poco de dolor y de placer.

Él sigue vestido, yo estoy completamente desnuda. Empujo su cabeza hacia abajo y le pido que me lama el sexo. En ese momento, sin embargo, me tira sobre la cama, se quita la ropa y se me echa encima. Sus manos buscan algo en la mesilla. Eso nos hace perder el equilibrio y caer al suelo. Cosas de principiantes; sí, somos principiantes y no nos avergonzamos de ello.

Él encuentra lo que estaba buscando: un condón. Me pide que se lo ponga con la boca. Lo hago, sin experiencia y casi sin gracia. No veo la necesidad de hacerlo. No creo que piense que estoy enferma y que voy por ahí tirándome a todo el mundo. Pero respeto su deseo. Siento el sabor desagradable del lubricante que cubre el látex, pero estoy decidida a aprender a hacer eso. No dejo que se note que es la primera vez en mi vida que uso un chisme de estos.

Cuando termino, me pone de espaldas y me pide que me apoye en la cama. ¡Dios mío, está sucediendo! ¡Y por eso soy una mujer feliz!, pienso.

Sin embargo, en lugar de penetrar en mi sexo, me posee por detrás. Me asusta. Le pregunto qué hace, pero no responde, coge algo más de la mesilla de noche y lo pasa por mi ano. Supongo que es vaselina o algo similar. Entonces me pide que me masturbe y, muy lentamente, me va penetrando.

Sigo sus instrucciones y otra vez me siento como una adolescente para quien el sexo es un tabú, y duele. Dios mío, duele mucho. Ya no puedo masturbarme, solo agarro las sábanas y me muerdo los labios para no gritar de dolor.

—Di que te duele. Di que nunca lo has hecho. Grita —ordena.

Una vez más, obedezco. Casi todo es verdad, lo he hecho unas cuatro o cinco veces y nunca me ha gustado.

Sus movimientos aumentan de intensidad. Él gime de placer. Yo, de dolor. Me agarra del pelo como si yo fuese un animal, una yegua, y la velocidad del galope aumenta. Sale de mí de repente, se quita el preservativo, me da la vuelta y eyacula sobre mí.

Procura contener los gemidos, pero son más fuertes que su autocontrol. Poco a poco se tumba sobre mí. Estoy asustada y al mismo tiempo fascinada con todo esto. Va al cuarto de baño, tira el condón a la papelera y vuelve.

Se acuesta a mi lado y enciende otro cigarrillo. Usa el vaso de vodka como cenicero, apoyado en mi vientre. Pasamos mucho tiempo mirando al techo, sin decir nada. Él me acaricia. No es el hombre violento de unos minutos antes, sino el joven romántico que, en el colegio, me hablaba de galaxias y de su interés por la astrología.

—No podemos dejar ningún olor.

La frase me devuelve a la realidad de manera brutal. Al parecer, no es su primera vez. De ahí el condón y las medidas prácticas para que todo siga como antes de entrar en esta habitación. En silencio, lo insulto y lo odio, pero disimulo con una sonrisa y le pregunto si tiene algún truco para eliminar los olores.

Dice que solo tengo que darme una ducha en cuanto llegue a casa, antes de abrazar a mi marido. También me aconseja que me deshaga de las bragas porque la vaselina deja rastro.

—Si él está en casa, entra corriendo y di que te mueres de ganas de ir al baño.

Me siento asqueada. He esperado tanto tiempo para comportarme como una tigresa y acabo siendo utilizada como una yegua. Pero así es la vida: la realidad nunca se acerca a nuestras fantasías románticas de la adolescencia.

Perfecto, lo haré.

—Me gustaría quedar otra vez.

Ya está. Basta esa frase sencilla para transformar de nuevo en paraíso lo que parecía un infierno, un error, un paso en falso. Sí, a mí también me gustaría quedar contigo otra vez. Me sentía nerviosa y tímida, pero la próxima vez será mejor.

—La verdad es que ha sido genial.

Sí, ha sido genial, pero no me he dado cuenta hasta ahora. Sabemos que esta historia está condenada a un final, pero eso no importa ahora.

No voy a decir nada más. Solo quiero aprovechar este momento a su lado, esperar a que termine el cigarrillo, vestirme y bajar antes que él.

Saldré por la misma puerta por la que entré.

Cogeré el mismo coche y conduciré hacia el mismo lugar al que vuelvo todas las noches. Entraré corriendo, diciendo que tengo una indigestión y que necesito ir al baño. Me daré una ducha, eliminando lo poco de él que haya quedado en mí.

Solo entonces besaré a mi marido y a mis hijos.