Dejo el coche en un aparcamiento («¡Utilice el transporte público hasta el centro! ¡Basta de contaminar el medio ambiente!»), cojo el autobús de siempre y voy viendo las mismas cosas de camino al trabajo. Ginebra parece no haber cambiado nada desde que yo era una niña: las antiguas casas señoriales insisten en permanecer entre los edificios construidos por algún alcalde loco que descubrió la «nueva arquitectura» en la década de los años cincuenta.
Siempre que viajo echo esto de menos. Ese mal gusto, la falta de grandes torres de vidrio y acero, la ausencia de autovías, las raíces de árboles reventando el cemento de las aceras y haciéndonos tropezar todo el tiempo, los jardines públicos con misteriosas vallas de madera donde crece todo tipo de hierba, porque «la naturaleza es así»… En fin, una ciudad diferente de todas las demás que se han modernizado y que han perdido el encanto.
Aquí todavía damos los buenos días cuando nos cruzamos con un desconocido y decimos «hasta luego» al salir de una tienda en la que hemos comprado una botella de agua mineral, aunque no tengamos intención de volver nunca más. También hablamos con extraños en el autobús, aunque el resto del mundo piense que los suizos somos discretos y reservados.
¡Qué idea tan equivocada! Pero es bueno que piensen así, porque de esa manera podremos conservar nuestro estilo de vida durante cinco o seis siglos más, antes de que las invasiones bárbaras atraviesen los Alpes con sus maravillosos equipos electrónicos, pisos de habitaciones pequeñas y salones grandes para impresionar a los invitados, mujeres demasiado maquilladas, hombres que hablan demasiado alto y molestan a los vecinos, y adolescentes que se visten con rebeldía pero se mueren de miedo ante lo que su padre y su madre dicen.
Que piensen que solo criamos vacas y producimos queso, chocolate y relojes. Que crean que hay un banco en cada esquina de Ginebra. No nos interesa lo más mínimo cambiar esa opinión. Somos felices sin las invasiones bárbaras. Estamos todos armados hasta los dientes; como el servicio militar es obligatorio, cada suizo tiene un rifle en casa, pero casi nunca se da el caso de que alguien decida dispararle a otra persona.
Somos felices sin cambiar nada desde hace siglos. Nos sentimos orgullosos de haber permanecido neutrales cuando Europa envió a sus hijos a guerras sin sentido. Nos alegra no tener que darle explicaciones a nadie sobre el aspecto poco atractivo de Ginebra, con sus cafés de finales del siglo XIX y sus señoras mayores caminando por la ciudad.
«Somos felices» tal vez sea una afirmación falsa. Todo el mundo es feliz menos yo, que en este momento me dirijo al trabajo pensando qué me pasa.