Llego antes de la hora convenida, paso de largo por el edificio que alberga el club de golf y me dirijo al jardín. Camino hasta los árboles de uno de los extremos, decidida a sacarle el máximo provecho a esta hermosa tarde.

Melancolía. Esa es la primera palabra que me viene a la mente al llegar el otoño. Porque sé que el verano se acaba, los días serán cada vez más cortos y no vivimos en el mundo encantado de los erizos en su era glacial: nadie soporta la menor herida provocada por los demás.

Sí, en otros países empieza a morir gente por culpa de la temperatura, embotellamientos en las carreteras, aeropuertos cerrados. Las chimeneas se encienden, se sacan las mantas del armario. Pero eso solo ocurre en el mundo que construimos.

En la naturaleza, el paisaje es magnífico: los árboles, antes tan parecidos, adquieren personalidad y deciden pintar el bosque en mil tonos diferentes. Una parte del ciclo de la vida llega a su fin. Todo descansa durante un período y resucita en primavera, en forma de flores.

No hay mejor momento que el otoño para empezar a olvidar las cosas que nos molestan. Dejar que se suelten de nosotros como las hojas secas, pensar en volver a bailar, disfrutar de cada momento de sol, que todavía calienta, calentar el cuerpo y el espíritu con sus rayos, antes de que se vaya a dormir y se convierta en una débil bombilla en el cielo.

Desde lejos puedo ver que él ha llegado. Me busca en el restaurante, en la terraza, y le pregunta al camarero, que señala en mi dirección. Ahora Jacob ya me ve y me hace señas. Me pongo a caminar lentamente hacia la sede del club. Quiero que se fije en mi vestido, en los zapatos, en mi abrigo de entretiempo, en mi modo de andar. Aunque mi corazón se haya disparado, no puedo perder el ritmo.

Busco las palabras. ¿Por qué misteriosa razón volvemos a vernos? ¿Por qué tratamos de controlarnos, aun sabiendo que hay algo entre nosotros? ¿Tenemos miedo de tropezar y caer, como otras tantas veces?

Mientras camino, parece que estoy entrando en un túnel por el que nunca he pasado: el que lleva del cinismo a la pasión, de la ironía a la entrega.

¿Qué pensará mientras camino hacia él? ¿Tengo que explicarle que no tenemos que asustarnos y que «si el Mal existe, está escondido en nuestros miedos»?

Melancolía. La palabra que ahora me está transformando en una mujer romántica y me rejuvenece a cada paso.

Sigo buscando las palabras adecuadas para decirle cuando llegue junto a él. Lo mejor es no buscar, sino dejar que fluyan naturalmente. Están aquí conmigo. Puedo no reconocerlas, no aceptarlas, pero son más poderosas que mi necesidad de controlarlo todo.

¿Por qué no quiero escuchar mis propias palabras antes de decírselas a él?

¿Es el miedo? ¿Qué puede ser peor que una vida gris, triste, con todos los días iguales? ¿Peor que el pánico a que todo desaparezca, incluida mi propia alma, y a quedarme completamente sola en este mundo, después de haberlo tenido todo para ser feliz?

Veo, a contraluz, las sombras de las hojas que caen de los árboles. Lo mismo está ocurriendo dentro de mí: a cada paso que doy, cae una barrera, se destruye una defensa, se derrumba un muro, y mi corazón, escondido detrás de todo eso, comienza a ver la luz del otoño y a regocijarse con ella.

¿De qué hablamos hoy? ¿Sobre la música que he escuchado en el coche de camino hacia aquí? ¿Del viento en los árboles? ¿De la naturaleza humana con todas sus contradicciones, oscuridad y redención?

Hablaremos de melancolía y él dirá que es una palabra triste. Le diré que no, que es nostálgica, trata de algo olvidado y frágil, como lo somos todos cuando fingimos no ver el camino al que nos ha llevado la vida sin pedirnos permiso, cuando negamos nuestro destino porque nos conduce hacia la felicidad, pero lo que realmente queremos es seguridad.

Unos cuantos pasos más. Más barreras que se derrumban. Más luz que entra en mi corazón. Ya no se me pasa por la cabeza controlar nada, solo vivir esta tarde, que no va a volver a repetirse. No tengo que convencerlo de nada. Si no lo entiende ahora, lo entenderá más tarde. Solo es cuestión de tiempo.

A pesar del frío, nos sentaremos en la terraza. Así, él puede fumar. Al principio estará a la defensiva, tratando de saber más acerca de la foto que alguien sacó en el parque.

Pero hablaremos de la posibilidad de vida en otros planetas, la presencia de Dios, muchas veces olvidada debido a nuestro comportamiento. Hablaremos de fe, de milagros y de encuentros planeados incluso antes de que naciéramos.

Discutiremos sobre la eterna lucha entre ciencia y religión. Hablaremos del amor, siempre percibido como un deseo y una amenaza al mismo tiempo. Insistirá en que mi definición de melancolía no es correcta, pero me limitaré a tomar mi té en silencio, observando la puesta de sol en las montañas del Jura, contenta de estar viva.

Ah, también hablaremos de flores, aunque las únicas a la vista sean las que están dentro del bar, procedentes de algún invernadero que las produce en serie. Pero es bueno hablar de flores en otoño. Nos da la esperanza de la primavera.

Faltan pocos metros. Las paredes ya se han derrumbado por completo. Acabo de renacer.

Llego junto a él y lo saludo con los convencionales tres besos en las mejillas, como manda la tradición suiza (cada vez que viajo y doy el tercero, la gente se asusta). Me doy cuenta de lo nervioso que está y sugiero que nos quedemos en la terraza; tendremos más privacidad y podrá fumar. El camarero ya lo conoce. Jacob le pide Campari con tónica y yo té, como había planeado.

Para ayudarlo a relajarse, empiezo a hablar de la naturaleza, de los árboles y de lo hermoso que es darse cuenta de cómo todo cambia constantemente. ¿Por qué tratamos de repetir el mismo patrón? Es imposible. Es antinatural. ¿No sería mejor tomarse esos desafíos como una fuente de conocimiento y no como nuestros enemigos?

Él continúa nervioso. Responde de forma automática, como si quisiera terminar ya la conversación, pero no voy a permitirlo. Este es un día único en mi vida y merece ser respetado como tal. Sigo hablando de cosas que se me han ocurrido mientras caminaba, aquellas palabras sobre las que no tengo control. Me maravilla verlas salir con tanta precisión.

Hablo de mascotas. Le pregunto si entiende por qué a la gente le gustan tanto. Jacob da una respuesta convencional cualquiera y paso al siguiente tema: ¿por qué es tan difícil aceptar que las personas son diferentes? ¿Por qué hay tantas leyes que tratan de crear nuevas tribus en lugar de simplemente aceptar que las diferencias culturales pueden hacer nuestras vidas más ricas y más interesantes? Pero él dice que está cansado de hablar de política.

Entonces hablaremos sobre un acuario que he visto hoy en el colegio de los niños, cuando he ido a llevarlos. Dentro había un pez que nadaba en círculos junto al cristal, y me he dicho a mí misma: «No recuerda dónde empezó a girar y nunca va a llegar al final. Es por eso por lo que nos gustan los peces en los acuarios: nos recuerdan nuestras vidas, bien alimentados, pero sin poder ir más allá de las paredes de cristal».

Enciende otro cigarrillo. Ya hay dos apagados en el cenicero. Entonces me doy cuenta de que llevo hablando mucho tiempo, en un trance de luz y paz, sin darle una oportunidad para expresar lo que siente. ¿De qué te gustaría hablar?

—De la foto que mencionaste —responde con mucho cuidado, porque nota que estoy en un momento muy delicado.

Ah, la foto. ¡Por supuesto que existe! Está grabada a sangre y fuego en mi corazón y no podré borrarla hasta que Dios me lo permita. Pero entra y mírala con tus propios ojos, porque todas las barreras que protegían mi corazón se fueron desmoronando a medida que me acercaba a ti.

No, no me digas que no conoces el camino, porque ya has entrado en él varias veces, tanto en el pasado como en el presente. Sin embargo, yo me negaba a aceptarlo, y comprendo que tú también te resistas. Somos iguales. No te preocupes, yo te guío.

Después de decirle todo eso, coge mi mano con delicadeza, sonríe y clava el puñal:

—Ya no somos dos adolescentes. Eres una persona maravillosa y, por lo que sé, tienes una gran familia. ¿No has pensado en hacer terapia de pareja?

Por un momento, me siento desorientada. Pero me levanto y me dirijo a mi coche. Sin lágrimas. Sin decir adiós. Sin mirar atrás.